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Minutos musicales

Impossible Wilco

Impossible Wilco

Le dije: "Escucha cómo acecha esa guitarra el resto de la canción: es como si estuviera preparándose para saltar sobre los demás instrumentos y hacerlos trizas a dentelladas". Le estaba hablando a Pab de la guitarra de Nels Cline en Spiders (Kidsmoke), el brutal crescendo sónico con el que Wilco resumieron el salto experimental, de contenidas distorsiones, que caracterizó su álbum A Ghost Is Born. Fue la primera canción que escuchó Pab de Wilco y se la puse yo, una noche de regreso a casa vía Chicago (viaje virtuo-musical). Me pareció, más que un acto de generosidad por el descubrimiento, una definición perfecta, una presentación en toda regla, sin necesidad de más subrayados: ocho minutos de elevación guitarrera, machacona, de rítmos hipnóticos que estallaban en la supernova del estribillo instrumental. Conseguí el efecto deseado. No es mi canción favorita de Wilco, pero ya había provocado una reacción imborrable en mí cuando los vi por primera vez en la Oasis: en cada guitarrazo venía una onda de fuerza centrípeta que me atrapaba. Desde entonces vuelo en la espiral consiguiente, que no termina nunca. Por eso, cuando llegó la segunda ocasión de ver a Wilco en directo, yo ya estaba mucho más versado en las obsesiones de Jeff Tweedy y su transformación en música, sabía de las vomitivas migrañas que le habían inspirado temas desgarradores como Misunderstood, y me había bañado muchas veces en la brutal sutileza de las instrumentaciones que el grupo recrea con fiereza en sus directos, protéicos y detallistas a partes iguales. Para este tercer recital en Barcelona ya lo sabía casi todo: por eso temía una decepción. Me aterra que Wilco hagan un disco que no me gusta, o que den un concierto en el que no pueda seguir la armonía de sus intenciones; me asusta que se pongan conceptuales, vanidosos, excesivos, estúpidos... Todo eso me llevé al concierto de Barcelona, anoche, en el Auditori. Y una prevención agregada por el escenario: me pregunté si mi violenta expansividad al escucharlos no se vería demasiado constreñida en el anfiteatro de butacas de una platea.

Wilco derrotaron todos los temores. Todos, uno por uno y no de forma abrumadora, sino minuciosa. Para empezar, terminé por agradecer el espacio ordenado de un teatro, sobre todo después de sentirme planchado al vapor en la apisonadora humana en la que se convirtió Oasis en su multitudinario segundo concierto en Zaragoza. Por supuesto, no nos pasamos el concierto sentados. Por lo demás, Wilco reforzaron su condición de grupo de cabecera, las canciones de mi mesilla de noche, las de paseo por las ciudades desconocidas, la reunión melancólica de la lejanía en el country, la potencia del rock alternativo americano, la delicadeza de los tiempos lentos, puntillosos en sonidos diversos, bien nítidos. Pensé si el hecho de que la gira se desarrolle toda en teatros convencionales, en salas de música que igual podrían acoger a una sinfónica, no delimitaría el vuelo del concierto a un recital endogámico, en el que Wilco se regodearan en su nueva vida de artistas consagrados que han hallado (y aquí hay que referirse a Tweedy, el alma en pena redimida) la paz musical interior, la armonía grupal y, por supuesto, el sonido que iban buscando. Es decir, un concierto para ellos y no para la gente. La acción empezó despacio, con temas contenidos, como si estuvieran midiendo espacios y posibilidades, ajustando los últimos rincones de la música. Hell is Chrome abrió la noche, con su evocadora invitación al infierno: "Cuando se presentó el Diablo, no era de color rojo: estaba hecho de cromo y me dijo: ’Ven conmigo’". Después de un arranque progresivo, vinieron Side With The Seeds y, a continuación, At Least That’s What You Said, (uno de sus momentos preferidos para mí), combinaciones que levantaron el tempo y dieron entrada a los interludios en los que Nels Cline le rasca las entrañas a sus guitarras, pedalea con el wah-wah y distorsiona con una maestría de hombre en trance, casi inconsciente, mientras los otros aguardan y le hacen de cómodo almohadón sobre el que reposar el virtuosismo. Pero me pareció que el papel preponderante de Cline ha remitido, para no incurrir en un previsible exhibicionismo. Wilco parece no descuidar los equilibrios internos. Las dialécticas creativas provocaron en su momento una implosión que arrojó fuera del grupo a Jay Bennett en el proceso de construcción de su primera gran cumbre, el álbum Yankee Hotel Foxtrot. Por cierto, ni una sola mención a Bennett, antagonista de Tweedy en aquel periodo agrio que tan, pero tan bien retrata el filme I Am Trying To Break Your Heart. Bennett falleció hace pocos días. El pasado no existe. La impostura tampoco: Bennett había demandado a Wilco hace pocos días por unos derechos de autor de aquellos tiempos; a su muerte, Wilco emitieron una nota de condolencia destacando el genio musical de su ex colega, que tanto contribuyó -evoluciones posteriores aparte- a la conversión de la banda en lo que hoy vemos.

A partir de esas dos canciones aludidas, el recital zarpó de su tranquila dársena de bellezas despojadas de artificio hacia el proceloso océano de canciones hechas y recreadas con poderío demoledor: fue un estallido repetido, constante, alternado con voces más calmosas, bordado con hilo fino unas veces y disparado otras. Pocos temas de su nuevo disco, gran presencia (casi vindicativa) de temas venidos de Sky Blue Sky, un maravilloso disco repleto de clásicos que abrió el nuevo y futuro tiempo de Wilco como banda. Incursiones gratificantes en temas de bandera como Via Chicago, que no recordaba haberles visto interpretar en sus dos conciertos precedentes. Uno mataría por escribir una canción que arrancara con una línea como esa... "I dreamt about killing you again last night / and it felt alright to me". Delicadezas de reminiscencias beatles (o eso me parece a mí) del tipo de Hummingbird o Hate It Here, con sus guitarras que parecen extraídas de alguna cinta perdida en los tiempos de Let It Be.

Si digo que estuvieron fantásticos creo no exagerar. Dos horas y cuarto largas de música bien tocada. Muy bien tocada. Con unos Wilco comunicativos, que celebraron con todo el auditorio el cumpleaños de Mickael Jorgensen, su teclista; que regresaron dos veces del camerino (la primera, con el magnífico tema Kingpin) y pidieron a la audiencia americana, nutrida, que importase a su país el clásico oe oe oe que encarna la gamberra petición de bises en los conciertos en España. Y sí, Impossible Germany fue, una vez más y en mi opinión, la cumbre de la noche. Una canción que crece en el horno del tiempo y lo hará cada día más, porque reúne un engaño tras otro hasta expresar toda la verdad de golpe. El diálogo entre guitarras fue esta vez un trío en el que a Nels Cline le daban réplica conjunta Jeff Tweedy y Pat Sansone, juntos cara a cara en el centro del escenario. Cada vez que Sansone se bajó del altar de multiinstrumentista en el que vive y agarró las cuerdas, levantó el conjunto. Tuvo una noche brillante y la disfrutó, zalamero, exhibicionista, brillante. El menàge a trois fue, diremos si se nos permite la burda comparación, un orgasmo incontenible de placer resonante.

Tal vez la diferencia entre Wilco y el resto sea lo que yo juzgaba una percepción meramente personal. "Todos los grupos te dirán desde el escenario que te quieren para quedar bien... En nuestro caso es verdad: Wilco te quiere". Lo dijo Tweedy, de forma sardónica, y yo me lo creo.

[Foto: Sansone, en primer plano, en una de sus alegres diatribas con la guitarra. Al fondo, Wilco sobre su alfombra voladora de rock americano. Fuente: www.wilcoworld.net].

Wilco te quiere

The Colbert ReportMon - Thurs 11:30pm / 10:30c
Exclusive Wilco Song
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"¿Te da la impresión de que ésta no es tu vida? ¿Prácticas escarceos con la depresión? ¿Acaso alguien hurga con un cuchillo en tu espalda? ¿Te sientes atacado? En tal caso, hay algo que deberías saber: Wilco te va a querer, pequeño....

Si la cosa se pone jodida, o cuando tengas que atravesar caminos ásperos... Si te has cansado de lo antiguo, o de vivir a la intemperie... Mira a tu aparato de música, ponte los cascos y retírate el pelo: Wilco te va a cuidar.

Hay tantas guerras imposibles de ganar, muchas incluso antes de que empiece la batalla; así que abrimos los brazos y te ofrecemos un hombro de sonido en el que llorar... Wilco te van a querer, baby".

[Wilco, The Song, de Wilco]

Pd: Wilco me han salvado de tantos precipicios emocionales, en tantas ocasiones, que esta canción (primera de su nuevo álbum, llamado Wilco (The Album), no me descubre nada que no supiera: ya tenía constancia del poder curativo de la música, creo que ahí llega cualquiera; tampoco me quedaban dudas de la capacidad de Wilco para ser un muro de sonido para mis lamentaciones. Este momento, esta noche, es tan buen momento como cualquier otro para ir a verlos por tercera vez. En Barcelona, a las nueve de la noche, y con Pab (gran final) horas antes de que él regrese al país de nunca jamás y yo permanezca en mi laberinto, mi casa de Asterión. Así cerraremos otro episodio de nuestros Encuentros por el Mundo. Nueva Zelanda será el próximo. Tal vez el año que viene, claro. Mientras tanto, en la distancia (que no el olvido), Wilco nos va a querer, y a cuidar, como siempre hizo. 

Damien, un hombre en la oscuridad

Damien, un hombre en la oscuridad

En el antebrazo derecho, Damien Jurado lleva tatuada una bandera pirata, con su calavera y las dos tibias cruzadas en tinta sobre el fondo de la carne. Viste una camiseta blanca con las costuras hacia fuera, vaqueros raídos y viejas zapatillas de lona de baloncesto. Dice que lleva dos semanas "sobreviviendo" en España. Lo explica: no come carne y en los supermercardos de este país resulta (aún) difícil encontrar alimentos que no procedan de animales. Si lo sabré yo: siete años estuve sin hincarle el diente a un bicho, convicción duradera que aún me asombra, como si la hubiera protagonizado otro. "Afortunadamente -cuenta Damien- hay mantequilla de cacahuete y de eso me he estado alimentando". Se me ocurrió pensar en la soledad del cantante en gira por el mundo. Se me ocurrió pensar lo extraño que debe ser agarrar una guitarra, tus pantalones raídos, ponerte la camiseta vuelta del revés, subirte a un avión, descender al otro lado del mundo, llegar a un bar, sentarte en una banqueta para cantar tus canciones y que la gente te conozca como si hubiera nacido en la casa de al lado.

Damien Jurado canta con el vientre. Su autoría está manchada de vísceras pero la expone con sentida nitidez. Nada de dramatismos, ningún exceso teatral, salvo los ojos entornados. Subido en la banqueta, iluminado por un foco azul y otro rojo en diagonales cruzadas, Damien Jurado se instaló bajo la Lata de Bombillas que tanto me gusta y que parecía a punto de engullirle en cualquier momento, acomodó el cuerpo en un rinconcito entre la oscuridad relativa del fondo y la que le surje de dentro, y en tal postura expandió un luminoso recital frente a un centenar de silenciosos asistentes que ovacionamos la limpieza de sus interpretaciones, de la voz y del rasgueo de la guitarra. Fue un concierto íntimo, hecho de canciones confesionales, de brumas interiores sin afectación, hermoso en su rabiosa sobriedad. Mientras lo fotografiaba, mentalmente situé a Damien Jurado en algún punto intermedio entre el suicida Elliott Smith y el alegre buen rollo sentimental y hawaiano de Jack Johnson. Las canciones de Damien (no puedo evitar pensar en Demian, la tortuosa novela de Herman Hesse que leí siendo aún demasiado tierno) nacen del doloroso temblor interior de las pérdidas, pero no te atraviesan las entrañas ni te las extraen como hacen las de Elliott Smith; tampoco alcanzan la pegajosa felicidad de Johnson. En realidad, siempre pensé que todos querrían ser Jeff Buckley, cima lírica de la tristeza en los últimos tiempos. Probablemente Buckley quiso ser Virginia Woolf. O tal vez los dos se ahogaron en un río porque ese tipo de coincidencias ocurren: al destino no le alcanzan las soluciones para tantos seres humanos a lo largo de tantos siglos. Tiende a repetirse.

Damien Jurado contó que es de Seattle, ciudad célebre por sus asesinos en serie. Humor negro. Contó que tiene un hijo al que no le gusta su música porque es demasiado triste. Los niños saben sin necesidad de mayor proclamación esta verdad: el estado natural del hombre es la felicidad; la tristeza sólo es un hecho pasajero, impuesto por uno mismo o por las circunstancias. La nubosidad varía, el sol siempre está. "Mi hijo me dijo cierto día que mis canciones son como cebollas: les clavas un cuchillo y te hacen llorar. Yo le contesté: ’Pero, hey... las cebollas apestan’. Mi hijo me miró y su respondió: ’Precisamente’"..

La balada de Damien Jurado

Hay que mirar bien de cerca los días, para saber qué se van a llevar. De las cosas, de nosotros. Para saber lo que habremos de extrañar algún otro día al que miraremos de cerca, alguna vez. Hace mucho tiempo sospeché que sólo las palabras podrán salvarme, si es que aún hay esperanza. Son la única forma real de la vida que no existe, que no es, de lo que he ido dejando atrás o me voy a perder de ahora en adelante. También una forma ignorada de la libertad, una libertad tan necesaria como improbable. He ensayado el silencio pero no me sale nada bien. Así que estoy condenado a elevar palabras en el viento y que las lleve hasta donde quieran ir. Si puedo pedirlo, que lleguen hasta donde estás tú, seas quien seas, estés donde estés. No tengo a dónde ir, así que iré a cualquier lugar.

En el silencio ando buscando músicas que me rediman de algo que no sé bien qué es, que disuelvan esta polvareda interior que ignoro cómo se ha ido posando. Tengo amigos que me dan indicaciones, nombres, títulos de canciones, avisos del lanzamiento de discos; he aguzado el oído para encontrar sonidos y algunos he encontrado, cruzados en intersecciones inesperadas con otros que desecho. Por ejemplo, decidí que Russian Red no era lo que necesitaba en estos momentos, pero a través de Russian Red me topé con Havalina, y su álbum Imperfecciones aparece ya como un hallazgo imponente en el que algún día me detendré. Ayer mismo por la tarde conocí a Damien Jurado, y no es improbable que hoy me acerque a La Lata de Bombillas a estrecharle la mano y darle las gracias por una canción o dos. Damien Jurado, singer-songwriter malcarado de Seattle, toca esta noche en el escenario mínimamente inmenso de La Lata, rectángulo de muros cerrados y músicas abiertas. No puedo decir mucho de Damien Jurado salvo que se trata de uno de esos músicos de canciones dolientes que tanto bien nos hacen, a veces, porque curan las heridas con el hervor lacerante del alcohol de 96º sobre una cicatriz abierta. La música cauteriza, que lo sepan aquéllos a los que les parecen deprimentes las canciones tristes. Porque hay luminosidad inexplicable en una canción como Ohio, en la que un muchacho asomado a un ventanal despide a su chica. Ella ha decidido regresar a Ohio para ver a su madre, a quien perdió de vista a los 13 años cuando alguien la apartó de su lado. La canción parece un melodrama facilón; la voz de Damien Jurado demuestra que no es tan fácil modelar la amargura. En su despedida, el chico calza unas reconocibles New Balance. Ella, unas sandalias con los dedos al aire.

Por lo que sé hasta ahora, que no es mucho, Caskets reclama mi atención. Su perturbador vídeo me recuerda a otros canallas favoritos, Sam Peckinpah y La Balada de Cable Hogue, con su cama en medio del desierto, un lugar en el que acostarse hacia el crepúsculo. Espero que Damien la interprete esta noche. Y que me suene con tantas aristas como le aprecio en estas imágenes. Y sentir que una cuchilla se aproxima a mi piel, como un leve viento helado, y luego una pinza metálica que hurga dentro de mí.

Damien Jurado. Esta noche a las 21:00 en La Lata de Bombillas. Si queréis pasar, yo estaré por allí tomándome una apreciativa cerveza. Por 8 euros espero que me extraigan algunas balas de mi abdomen no tan degradado.

Canción de amor gigante (más Facto y menos Prozac)


Este instante será sólo un recuerdo / dentro de un momento.
Este instante, dentro de un momento / será sólo un recuerdo.
Dentro de un momento, / este instante será sólo un recuerdo.
Dentro de un momento / sólo un recuerdo este instante será.

Este instante será sólo un recuerdo / dentro de un momento.
Este instante, dentro de un momento, / será sólo un recuerdo.
Dentro de un momento, / este instante será sólo un recuerdo.
Dentro de un momento / sólo un recuerdo este instante será.

Rayos de luz filtradas por cortinas,
vuelan golondrinas entre las antenas.
Treinta y siete grados, un montón de huesos,
lléname de besos, líbrame de penas.

Ladran conductores, grita la vecina,
la gotera insiste, sácame a bailar.
La gata me mira tan felinamente,
giro y de repente ya sé qué cantar.

Instante, lugar, momento adecuado,
no está preparado pero va rodado.
Intento sacarlo pero desafino,
te canto, te canto, te quiero, te quiero,
te quiero cantar, te quiero y no tengo voz,
te voy a cantar te quiero con tu voz.

Gigante, gigante, gigante, gigante, gigante,
gigantes instantes,
gigante, gigante.

Te he visto cantar, te he visto sentir, te he visto llorar,
te he visto sonreír, hacer el payaso, ponerte moreno,
te he visto en forma, te he visto enfermo
,
creer, crear, nadar en el mar,
te he visto cansado, andar preocupado,
te he visto vestido, te he visto desnudo, te he visto dormido
y creo que soñabas...

Gigante, gigante, gigante, gigante, gigante,
gigantes instantes,
gigante, gigante, gigante, gigante, gigante, gigante,
gigante ...

[Gigante, de Facto Delafe y Las Flores Azules].

Canción de amor con chica escurridiza

Sí, ya sé a quién me recuerdas

A una chica a la que conocí

Sí, solía verla cuando los días empezaban a ser fríos

En aquella época en la que me sentía helado como la nieve

 

¿Sabes? Hasta creo que miraba como tú

Se quedaba de pie a menudo, mirando

Y luego elevaba los ojos hacia el cielo

Y hacía como si yo no estuviera ahí

 

Solía venirse abajo con frecuencia

Aquella chica siempre estaba hundiéndose

Otra y otra vez

Y algunas veces yo intentaba sujetarla

Pero ni siquiera me quedé con su nombre

 

A veces pasábamos la noche

Rodando juntos por el suelo

Y recuerdo

Que aunque en ese momento me parecía blando

Al día siguiente me levantaba lleno de dolores

 

¿Sabes? Creo que hasta sonreía igual que tú

Se quedaba ahí, de pie, sonriendo

Y luego sus ojos se iban muy lejos

Y así se quedaba un rato

Recuerdo que solía venirse abajo a menudo

Esa chica siempre estaba así, hundiéndose

Una y otra vez

Algunas veces intenté hacerme con ella

Pero ni siquiera me hice con su nombre

 

Algunas veces intenté hacerme con ella

Pero ni siquiera me quedé con su nombre

[Catch, de The Cure]

Cançó d'amor amb gent normal

Si no me acuerdo mal, a esto le solía llamar Trecet en su programa pepitas de oro. Esos mínimos hallazgos musicales cuyo tamaño parece destinarlos al olvido y que a menudo aguardan ocultos, a la espera de una casualidad que los deje a la luz o de que los encuentre un perro que escarba con animal obsesión en los jardines del parque. El grupo se llama Manel y hacen canciones en cruces de caminos, los que hay entre el pop y el folk, los que separan una batería de un xilófono con platillo, o un ukelele de la guitarra eléctrica. El lado melancólico de las canciones (con una lánguida derrota siempre pendiente) lo eleva la instrumentación y esa pose nada enfática del grupo. Tienen un disco, El Millors Professors Europeus, una versión magnífica de No t'enyoro, canción de Els Pets (otro grupo con evidentes rasgos de prodigio) y esta formidable revisión del Common People de Pulp, que ya seleccionamos en este espacio. La original es tan buena que se diría que cualquiera es capaz de sostenerla con cuatro cañas. Con apenas tres, Manel no sólo la aguanta sino que la eleva y la sitúa en otro contexto. La convierte en otra cosa, siendo lo mismo.

Nuestros amigos los Buzzcocks

Nuestros amigos los Buzzcocks


Siendo todavía una joven promesa, un día mis padres me llevaron a Andorra a hacerme unas gafas y yo aproveché el viaje para comprarme cinco vinilos de The Clash en las afrancesadas tiendas de música del lugar. En muchas ocasiones me he preguntado qué tengo que ver yo con el punk, además de la miopía. Y no encuentro respuesta. No está mal porque el punk viene a ser una respuesta que no es respuesta, sino puro vacío invasor o nihilismo creciente. Como cuando, en la gira de los Sex Pistols por Estados Unidos, Johnny Rotten se pone a versionar No Fun y termina por preguntarse en medio de la canción qué sentido tiene continuar... Y, en efecto, poco a poco deja de cantar y dice: "¿Habéis tenido alguna vez la sensación de que os están timando?". La escena permite preguntarse si sentía timado él o estaba siendo tan honesto como para confesarle a su energética audiencia que les estaba tomando el pelo. El Gran Timo del Rock’n’Roll le llamó a eso Malcolm McLaren. Algo después, los Sex Pistols se acabaron, aunque no falta quien piensa que se habían terminado el día que salió del grupo Glen Matlock y entró Sid Vicious.

En fin. No vale decir que no tengo nada que ver con el punk, aunque cualquiera crea que esa es la posibilidad más correcta. Si acaso nos hermana el inconformismo o una confusa prevención contra la autoridad. En mi caso, el inconformismo no se sostiene en formulación alguna y es pasivo por demás, sin asomo de combatividad. La otra cosa es el punk rock o, por mejor decir, la primera ola del punk, lo que ahora se da en llamar proto punk. Como demuestra el episodio andorrano, The Clash fue el primer grupo al que me quedé enganchado en serio en mi edad adulta. Y a partir de ellos he tejido una suerte de árbol genealógico del rock por el que aún me muevo, siempre de forma desordenada, de delante atrás, hacia los lados y en cualquier dirección, estableciendo conexiones impensadas que con los años han adquirido un algo de sentido global. Desde los Clash, los Sex Pistols y The Ramones llegué a todo lo demás. Y en uno de los muchos caminos de ida, vuelta y revuelta, tropecé con The Fall, Patti Smith, Television, Iggy and the Stooges o The Damned. Y también, claro, con los Buzzcocks.

Los Buzzcocks, el grupo de Pete Shelley y Steve Diggle, tocaron en abril de 2006 en La Casa del Loco y el pasado viernes en el Centro Cívico Almozara, que tiene esa agradable ausencia de matices de una sala modesta, con aspecto de gimnasio de instituto reconvertido, un office con mostrador abierto en un vano sobre la pared lateral y la cerveza a 1,50 euros. En la taquilla no hay bouncers georgianos o de Rumanía, sino un par de muchachos que cortan las entradas sentados a una mesita baja, como de pupitre escolar. Todo eso conspira a favor de un marco adecuado para este tipo de conciertos de sobria escenografía. En el primer tramo del vitamínico recital de los Buzzcocks, la voz de Pete Shelley quedaba envuelta en una confusión ruidosa y no llegaba con la intensidad precisa. Un muchacho de la primera fila le hacía un gesto bastante obsceno o perfectamente inocente aproximando la mano a su boca: Igual era para que se acercara más el micrófono o para que, directamente, se lo comiera... O querría decir otra cosa, tal vez. Creo haber leído en algún sitio que Shelley es el nombre que sus padres hubieran querido ponerle a este hombre de haber nacido chica. Pero nació Pete. Steve Diggle saluda mientras rasca la guitarra y ladea la cabeza con mucha coquetería (¿a quién saluda?); le gusta levantar la mano derecha y dice lo poco que dice el grupo. Shelley siempre parece algo ausente, aunque en algunos temas tensa la mandíbula y enseña los dientes, como hacen los perros cuando quieren advertir a un enemigo.

En su anterior concierto Diggle me regaló, seguramente con el fin de que lo dejara en paz, una bolsa con no menos de 50 latas de Guinness, para las que hubiera necesitado una carretilla. Su roadie nos había invitado al backstage de La Casa del Loco a comer y beber con ellos. Eso es todo lo que pillaron esa noche: unas groupies barrigonas y del sexo bebedores de cerveza. Nos ignoraron mientras pudieron pero no contaban con nuestra trayectoria, que da para todo: en cuanto Diggle bajó la guardia, Andy le clavó la historia de un rodaje fílmico en el que habían coincidido en algún instante confuso de otra vida anterior de ambos. Ante su extrañeza, concluimos que Diggle apenas podría recordar lo que había hecho esa misma mañana, o sea que era difícil que en aquel rubio de pelo ralo identificase a un anónimo colega de cinema experimental en los días de Manchester. Después nos preguntaron dónde podrían ir a tomar algo y nos quedamos diez minutos pensando qué lugar sería adecuado para los Buzzcocks: ¿Los mandas al Trujas con la inconsciente adolescencia? ¿A la magnética oscuridad de La Casa Magnética? ¿Al Bedel a pelearse? ¿Al Parros? ¿Al ardor condensado de La Bodeguilla? ¿Al Bar Bacharah si es que caben? Yo no dejaba de pensar en el Posturas, el viejo Paradís y el oscuro Hendrix... lugares con un punto algo más extremo para estos muchachos envejecidos, que siguen pegándose con las guitarras con actitud muy juvenil; pero todos quedaban lejos en el espacio y más aún en el tiempo. No sé qué les recomendamos al final, pero ya no les vimos el pelo.

Hasta el viernes. La misma psicótica energía y un baterista salvaje de aspecto remilgado, de esos a los que una banda puede dejar solo e ir a cambiarle el agua al canario mientras se marca un largo solo tribal. Hicieron un concierto basado en sus dos primeros elepés (Another Music in a Different Kitchen y Love Bites). Dos horas de juvenil desarraigo rítmico, pogo en las primeras filas y una posibilidad de pelea con un tipo que pesaba no menos de 160 kilos y que se me quedó mirando aún no sé por qué, tal vez porque yo llevaba una cámara colgada del cuello o porque adivinó que últimamente he perdido peso y sería un sparring ventajoso. Con el rabillo de la lente observé que lo reconvenía su chica y el episodio se detuvo en una de esas cosas que pueden pasar y al final no ocurren. Al acabar, los Buzzcocks abandonaron rapidito el edificio. Agarraron al vuelo un taxi que los aguardaba, dejaron colgada a una chica que pretendía que le firmasen algo y salieron pitando para el centro de la ciudad. Se ve que tenían sueño. Eran las doce y media y los ingleses son un pueblo que se acuesta pronto.