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Inmortal y bella

Inmortal y bella


Este año, 5 de octubre, la abuela no dijo nada. Su modo de comunicarse aún contiene una extraordinaria viveza de gestos: asentimientos, sonrisas, miradas. Pensé que tal vez se está despojando de forma natural, inevitable, de todos los pequeños o grandes lazos que ha establecido durante sus 101 años de vida. Sospecho que en el final sólo quedará una última mirada, equivalente a la primera mirada del nacimiento, y un hervor interior, el último pensamiento, la punzada final de silenciosa conciencia que habrá de sustituir al que fue el primer llanto de aquel bebé, que vino al mundo en Granada para conocer un siglo.

La abuela no habla porque tal vez no tenga nada más que decir. Porque le basta hacerse entender de una forma cuidadosamente primaria o bien porque ha aprendido la síntesis de los sentimientos y necesidades. A mí me besó las manos, tomándolas entre las suyas; me las besó con dulzura religiosa, con un amor devoto. Qué hermoso gesto. A sus bisnietos los miraba y sonreía de un modo en el que yo quise ver algo de ironía, de asombro por la distancia, por la fenomenal agitación con la que contribuían a la escena. Alicia había escrito una pequeña cuartilla en la que le decía felicidades, yaya, espero que estés bien, este verano he estado en Laredo y he montado a caballo, te quiero mucho. Alicia tiene la gozosa necesidad de expresarse por escrito. Imposible no reconocerse, a la distancia, en esa tentativa íntima frente al mundo. En el vano intento por modelar los sentimientos de los demás a través de los propios. Veremos si persiste. Quería leérsela pero al final no lo hizo. A Alicia le gusta la interpretación de los textos, las canciones, los bailes, en público. La nota tenía el sentido de la lectura frente a ese pequeño auditorio familiar. Después, se la regaló al abuelo para que él la guardara.

Afuera, los pequeños corrían. Afuera hay un jardín soleado de parterres y figuras tranquilizadoras. Y una galería corrida, con un generoso aire del novecientos, orientada de modo que conserva todo el calor de las mañanas, aun si fuera mínimo. El lugar subraya la repetición intachable de los días, salvo por los detalles. Suprime todo lo accesorio de la vida, que va quedando en una raspa desnuda de horas y esperas, adormecimientos cruzados por un recuerdo o un sueño muy lejano, mañanas de visita, algún fallecimiento sin mayor significado, la noche, la mañana, las tardes, la comida, la temprana cena, los pasillos, los salones, la visita al servicio, el sol. La abuela ha pasado un año en silencio. Aún sonríe, claro que sí, aunque no puede evitar una mirada extrañada a su alrededor. No es confusión, es sabia economía, conciencia plena del tiempo. Sus manos conservan la finura delgada de la piel y tiene los labios cálidos cuando besa. Maneja su pequeño mundo interminable con una agilidad de ilusionismo que nosotros ni siquiera entrevemos. En cierta ocasión, poco después de su centenario, vio en mí a un sobrino suyo. Al principio me entristeció, tomé la confusión por un signo de decadencia nada sorprendente, pero siempre odioso. Luego comprendí que ese teatro mágico, ese juego de equívocos de la memoria, podía ser un último regalo que hacerle, acaso el más precioso porque ampliaba las posibilidades de su existencia como un espejo multiplicador. Más allá del jardín soleado, de las habitaciones, de la rutina, los días insistentes, el tiempo, la memoria, los espacios. Ese prodigio la convertía en inmortal. Inmortalmente bella. Capaz de habitar cualquier rincón de su minucioso recuerdo, cualquier instante de su vida, y recrearlo a su gusto. Cualquier tiempo. Me sentí feliz de poder encarnar ante sus ojos al sobrino que ella quisiera ver en esa precisa mañana. Ser todas las personas que la cuidaron o la acompañaron durante años en su casa en Lavapiés; a los que ahora, en este epílogo tan felizmente largo, ha tenido lejos. Representar para ella cualquier escena de su vida.

Al hacernos la fotografía, todos sonreímos. La abuela, siempre en silencio, primero apartó la vista con un aire melancólico. La luz del día entró a reflejarse en sus gafas. Después, tranquilamente cerró los ojos.

2 comentarios

lorena -

Mi abuela me besa en la frente. Despacio, como a cámara lenta. Cuando termina, me recoge la cara entre sus manos y me mira fijamente a los ojos unos segundos.

Yo no sé qué voy a hacer cuando se vaya.

Perdón por mi intrusismo.

Un beso y gracias por lo que has escrito. Inmortal y bello también.

lep -

Recuerdo otra entrada en la que hablabas de tu abuela. He disfrutado mucho leyendo sobre tu abuela, tu sobrina y el último partido. Buenísima literatura y mucha ternura. En el desierto se agradece mucho leer algo escrito de verdad.
Un abrazo. Ups, daría lo que fuera por un poco de cierzo ahora mismo.