El tiempo me tiene atrapado en su ventajoso simulacro de eternidad. Supongo que me muevo, pero tan despacio que me resulta imposible confirmarlo. Para ello debo recurrir a los otros, que son quienes me ofrecen la perspectiva de la velocidad del cambio al mismo tiempo que revelan la cómoda incongruencia de mi vida diaria. Sé que pasa el tiempo porque se marchó Leonor, camino de los 102 años ya para siempre. Los viejos madrugan para irse, tal vez por no alterar las costumbres de su cuerpo, que decide por ellos. Si no dije nada aquí (espacio en el que Leonor estableció hace días su condición de referencia mítica) fue porque no puedo decir nada. Hay cosas -hechos, pensamientos, impresiones, imágenes- que están más allá de las palabras. Por indescifrables, por íntimas, por el tamaño de su brutalidad o de su naturaleza son radicalmente indecibles, al menos para mí. La vi por última vez unos pocos segundos, pero podría escribir (si pudiera) cientos de folios acerca de tiempo tan escaso. Enseguida mi madre me dijo: "Vamos, hijo, que se la van a llevar". Y me imaginé a un coro de mínimos ángeles que la trasladaban en volandas hacia el tiempo perfecto de la nada. Debe de ser que soy religioso, aun a pesar de mí mismo. Si fueron ángeles parecían sólo monjas.
El tiempo se me hace muy concreto si miro a Alicia, que ayer cumplió ocho rotundos años que me hicieron pensar bastante. Se ha arrancado la piel de niña y ahora anda vistiéndose con afiladas ironías de incipiente señorita. La veo en su mejor momento, aun a mi pesar: libre aún de los laberintos adolescentes, pero con la perspectiva agrandada de quien está ya a salvo de tantos benditos engaños de la infancia. Temo que deba tratarla de usted a partir de este momento. Alicia, para quien siempre fui un torrente de pequeñas historias fascinantes, me ha convertido ahora en un variable objeto de perspicacias y réplicas sardónicas. Cuenta a su favor con la ventaja de mi perplejidad inadaptada a la nueva relación; y con el arma del lenguaje, que maneja de forma muy precisa. La llamé por la tarde, aún desde el trabajo, para felicitarla. Inútilmente traté de emboscarla en un bobo engaño ya trasnochado:
-¿Qué haces?
-Estoy celebrando el cumpleaños...
-¿Cumpleaños? Qué pasa, que cumple años alguna amiga tuya del colegio.
-Que cumplo años yo -réplica muy seca, como diciendo: ‘Eh, no te hagas el tonto conmigo’, frase que, como sabemos, una mujer puede pronunciar con el mismo significado a lo largo de varias décadas y siempre con destinatarios equivalentes que resumiremos en uno: el pavo de turno.
-¡¿Pero qué me dices?! -exclamé con patético asombro fingido.
En mala hora.
-Oye, a mí no me tomes el pelo. Sabes perfectamente que es mi cumpleaños.
Arrié las velas y me dispuse a permitirle que me deshiciera a dentelladas. Mascullé mi rendición en un sentido "Felicidades". "Muchas gracias", contestó, rigurosa con el guión. Al fondo se oían muchas voces y se elevó una que parecía anunciar algo a una concurrencia que imaginé sin dificultad. Traté de que me contara algún regalo pero ella estaba atenta a las instrucciones del micrófono. Ya no me oía a mí. Pronto me dijo:
-Mira, tengo que dejarte.
La frase me sonó como un disparo. No por el hecho en sí, comprensible, sino por el modo de formularlo. Podría haber dicho: "Tío, que me están llamando para empezar la fiesta con los otros niños del colegio". Esa posibilidad hubiera sido infantilmente explícita. Pero Alicia empieza a manejar con natural soltura las armas sutiles propias de su condición. "Mira, tengo que dejarte": Otra frase que le servirá durante al menos 30 o 40 años. Válida para muchas ocasiones. Perfecta para establecer la distancia adecuada, para decir lo que se quiere decir de manera que, con los Códigos Jurídicos en la mano, ningún tribunal te pueda acusar de no haberlo dicho, aunque todos sepamos que está dicho sin decirlo, sin entrar en detalles, sin dar explicaciones (¿dónde está escrito que haya que dar explicaciones?, ¿es que no te queda claro, pedazo de bobo?), sin conceder ni una sola ventaja. "Mira, tengo que dejarte". Le pasó el teléfono a su hermana pequeña (que va a ocupar su papel, pero de otra manera muy distinta) y me dejó con la palabra en el aire.
Luego fui a verla y le llevé sus regalos. He abierto la veta Beatles y eso da para toda la vida, espero. Comenzamos por una hermosa cajita de música, un sencillo cubo de madera decorado con el rostro de los cuatro muchachos de Liverpool en su primera época, con un toque de pop-art. "Ahí puedes guardar tus secretos", le indicó su madre. Qué hermosa y terrible frase. La cajita tiene una manivela. La invité a darle vueltas y sonó la música. "¿Qué canción es?". Le costó un poquito reconocerla: las cajas de música son como los viejos móviles, una especie de diagrama resumido de sonidos, politonos monocordes. Sin embargo no tardó mucho: "¡¡¡Let It Be!!!", exclamó. Sí. Aunque yo pensé, con cierta oscuridad interior: "Let It Bleed". No supe si la frase ("Déjalo sangrar") me venía de algún recuerdo, de una película (¿no se lo dice Bobby de Niro al empleado del banco que atracan en Heat después de reventarle las narices?) o de cierta canción sombría... Cantamos Let It Be un poquito: "When I find myself in times of trouble...". Fue el tema que expuse para traducir en una clase de Inglés en el colegio, hace tres o cuatro siglos. Siguiente regalo: un neceser (o un estuche, o vaya usted a saber qué) decorado con motivos de Yellow Submarine. Y el Album Rojo (The Beatles 1962-66), porque no fui capaz de resolver si es ya momento de meterle concepto con un disco como Rubber Soul o Revolver o, desde luego, el Sgt. Pepper’s y no digamos el Album Blanco... Cualquiera diría que no, claro, pero no olvidemos que su canción favorita, declarada, es Strawberry Fields Forever: esa precocidad psicodélica me abruma.
A Sergio, el chico de La Ventana Indiscreta (felicísima tienda de cine y memorabilia pop en la calle San Lorenzo) le llamó la atención que los regalos fueran para una niña de ocho años. Yo había visto la cajita de música hacía varios meses y pensé: ésta es mía. Había varias. Le pregunté si las tendría en junio. Él dijo que seguramente. Cuando llegué ayer, confesó que sólo le quedaba una y que la había reservado un cliente. Se me tensaron las calandracas. Fue como un duelo en mitad de una polvorienta calle del oeste. Nos miramos en silencio un instante. Sin decirlo, le indiqué con los ojos que la caja tenía que ser para mí. Aguantó el envite. Lo intenté rodear: "¿No sería yo el que te la encargó?". Burdo. Es verdad que había preguntado, pero sin concretar. "Fue alguien que vino hace un mes", empezó a argumentar. "Pero claro, ya no ha vuelto. Y tú la quieres ahora y yo no puedo estar esperando siempre porque igual no vuelve". Se me representó la soledad silenciosa de una tienda en el día a día. "Mira, lo dejo en tus manos", cedí, no sin falsedad. Me hubiera gustado añadir: O me das la caja o te vulco el garito, chato. Con habilidad sorprendente para mí mismo, resolví usar a Alicia como los de la Intifada, de escudo humano: "Su canción preferida es Strawberry Fields Forever". "¿Con ocho años?". "Sí... ¿No te parece maravilloso?".
No tardó nada en sacar la caja. Mientras la envolvía, hurgué en su debilidad: "Mira, si a esa niña la diseño yo con un ordenador, no me sale mejor: rubia, ojos azules, la mala hostia de los Ornat, le gustan los documentales de bichos, tiene inquietud musical, me pide partidos de rugby cuando viene a casa y está enloquecida con los Beatles". Sergio asintió. Preferí ahorrarle explicaciones acerca del lado oscuro de tales coincidencias. "Mira, también tenemos chapas de los Beatles", me invitó. Me mató: "Pon todas".