Estos días me acosan sueños diversos, lo que supongo variaciones arbitrarias de otros miedos, algún recuerdo distorsionado o un presente con máscaras. Rostros barajados o anticipos de un probable futuro por cuenta ajena. Como estos mismos somniloquios a los que les prestaron el nombre, esas imágenes inconexas -tan bien urdidas- provienen de fuentes variadas y mueren exactamente en el mismo vacío, que es la mañana. He añadido horas de sueño a las que siempre tuve por habituales. Ahora duermo más y vivo menos, y por ese hueco de tiempo entregado a la noche (rendido, supongo que debería decir) se han colado estos accidentes oníricos que me relatan múltiples posibilidades alternativas a la vida que llevo. Y ninguna, he de decirlo, es más ventajosa que la real. Ni más feliz. De algún modo he advertido que casi todas las resoluciones adoptadas en mis sueños me son desfavorables. Mis sueños debe manejarlos alguien que no me quiere. Quizás yo mismo.
Estas últimas noches ha venido a visitarme un ocelote. Han sido unas cuantas, todas consecutivas, y siempre el mismo animal. Fui tomando conciencia de la insistencia del sueño después de varias mañanas, cuando pude comenzar a reconstruirlo. Después ha continuado unos días más y ya no sé cuándo ni cómo termina. La aparición del ocelote en mi vida careció de anuncio. Sin más, un día cualquiera él estaba paseando de lado a lado de la terraza y yo lo entreveía sin querer mirarlo del todo, ignorándolo igual que ignoraría a un gorrión en el alféizar de la ventana. Vienen, picotean y se van. Pero el ocelote no se iba. Cuando me asomé la primera vez a observarlo, preguntándome con mucha lógica qué hacía un ocelote en mi terraza, el animal me miró a mí con la misma fijeza que yo a él, tal vez preguntándose qué hacía un hombre en el living de su casa. Quizás nos estábamos soñando mutuamente, de una manera borgiana.
Traté de ignorarlo. Pasó otro día. Volví a dormir. Ahí estaba de vuelta el ocelote, altivo, ligero y con una mirada en la que uno podía interpretar cualquier cosa. En los sucesivos episodios del sueño les pedí a algunas personas, a las que ahora no identifico en el recuerdo, que viniesen a ver al ocelote que paseaba de lado a lado de mi balcón, allá afuera, con ese tranco de vaivén amenazante con el que mueven sus cuartos traseros los felinos cuando caminan despacio. La gente venía y miraba. Preguntaban: "¿Ese ocelote es tuyo?". Qué coño va a ser mío un ocelote, me indignaba yo, rebasado por la coherencia de la pregunta... Pasaba otra noche. Volvía el ocelote, siempre de un extremo a otro. "Vas a tener que dejarlo entrar", propuso alguien. Ni hablar, dije con firmeza. El ocelote se paró en seco y me miró. No le podía sostener los ojos, tenía ese poder disuasorio de las pupilas inflamadas a la luz.
A la tercera o cuarto noche, dignamente enojado, resolví que el asunto no iba conmigo, por más que fuera mi propio cerebro el promotor de la existencia de ese animal. Me propuse no pensar más en el dichoso ocelote. Ya se pasaría. Bastaba con dejar de soñarlo y a mí no se me da mal manejar mis sueños. ¿Qué hacía un ocelote en el balcón onírico de mis noches? Para proteger mis argumentos, comencé a razonar -esto lo hago a menudo- como espectador del sueño que yo mismo protagonizaba. Parecerá extraño, pero yo sueño con rotunda conciencia de que estoy soñando, y muchas veces trato de dirigir la secuencia, como si mirara a un escenario y les hiciera indicaciones a los actores. A veces lo consigo. En ese estado intermedio de conciencia, me pregunté por qué un ocelote y no un felino más rotundo, con más prestigio, digamos: un león, un tigre, tal vez un guepardo, no digamos un puma o un jaguar si es que había de ser un tigrillo suramericano... ¿A santo de qué un ocelote?
A continuación traté de dirimir si ocelote se escribe con ce o con zeta. Pensé en los zelotes. La misma pregunta. Luego recordé, siempre soñando pero con mucho acierto, aquellos documentales sobre los servicios de protección contra alimañas que tienen en lugares en los que los núcleos urbanos han invadido terrenos animales. Una especie de cazadores de ciudad, que salen al cruce de encuentros inesperados: caimanes que acuden a bañarse en la piscina ajardinada de una casa en Florida, serpientes mocasín en el marco de la ventana de un hogar en Nueva Gales del Sur, osos polares que cruzan la calle en algunos pueblos de Alaska, mapaches peligrosamente enloquecidos por el miedo en los armaritos de la despensa... ¿Pero quién iba a gestionarme a mí en este país el asunto del ocelote? ¿Debería llamar a la Guardia Civil, a los Bomberos, al Seprona, al Encantador de Perros?
Finalmente, una de esas noches me rendí a la evidencia: el ocelote no se iba a ir. Estaba allí para que yo abriera la puerta de la terraza y lo dejase entrar. Sus intenciones, desde luego, resultaban del todo imprevisibles. ¿Usted permitiría a semejante animal pasar a su salón y tomar asiento en la chaisse-longue? Digamos que yo tampoco, ¡ni en sueños! Sin embargo, me vi obligado a hacerlo. Me aproximé a la puerta de la terraza y el bicho se sentó al otro lado, con el pecho erguido y en calmada actitud de espera. Cuando le franqueé el paso, apenas me miró. Envarado, aguardé a que se me tirase al cuello para asfixiarme o me mordiera uno de mis sabrosos muslos, pero algo me dijo que no lo haría. No lo hizo. Entró en la habitación y, cuando hube cerrado el balcón, el ocelote me dijo como si no hubiera ninguna otra posibilidad: "He venido para quedarme contigo". No respondí. Bastante era ya que el ocelote hablase; el contenido del mensaje me pareció incalificable. No importa que hablemos de un sueño: esa intención de quedarse conmigo me pareció un exceso en toda regla.
Ahora nos paseamos juntos por el parque. Cuando oye las explosiones guturales de advertencia de las cotorras argentinas que aletean sobre los aligustres, se pone tenso. Para no despertar temores, lo llevo atado con un collar blanco de piel y una cadena. En libertad, el ocelote se alimenta de pequeños vertebrados, aunque tiene envergadura suficiente para hacer sucumbir un venado en sus fauces. Pienso que tal vez debería incorporarlo a una patrulla de FCC y ayudaría a la limpieza de las plagas ribereñas del Huerva. Tal vez así conseguiría que le otorgaran una medalla de Defensor de Los Sitios, como a Fernández de la Vega. Creo que mi ocelote debe estar tan interesado como ella en ese tipo de distinciones. Durante el día se muestra somnoliento y aprovecho su pereza para acariciar, no sin temeroso deleite, su bello pelaje, trenzado de dibujos. Cuando comemos, observo con disimulo sus colmillos, y al verlo alimentarse de la enrojecida carne cruda que me separa el carnicero, despierta en mí un terror muy concreto. De algún modo, él sabe que lo temo y no se molesta en aliviar esa inferioridad mía.
He leído que el ocelote es animal de hábitos nocturnos. Saber que está despierto y alerta mientras yo duermo me genera una profunda inquietud. Presiento que cualquiera de estas noches puede ceder a la llamada de su naturaleza salvaje. El sueño se ha repetido durante más de una semana, pero confío en que estas líneas lograrán, de algún modo, conjurarlo.