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Somniloquios

Canción de amor con chica escurridiza

Sí, ya sé a quién me recuerdas

A una chica a la que conocí

Sí, solía verla cuando los días empezaban a ser fríos

En aquella época en la que me sentía helado como la nieve

 

¿Sabes? Hasta creo que miraba como tú

Se quedaba de pie a menudo, mirando

Y luego elevaba los ojos hacia el cielo

Y hacía como si yo no estuviera ahí

 

Solía venirse abajo con frecuencia

Aquella chica siempre estaba hundiéndose

Otra y otra vez

Y algunas veces yo intentaba sujetarla

Pero ni siquiera me quedé con su nombre

 

A veces pasábamos la noche

Rodando juntos por el suelo

Y recuerdo

Que aunque en ese momento me parecía blando

Al día siguiente me levantaba lleno de dolores

 

¿Sabes? Creo que hasta sonreía igual que tú

Se quedaba ahí, de pie, sonriendo

Y luego sus ojos se iban muy lejos

Y así se quedaba un rato

Recuerdo que solía venirse abajo a menudo

Esa chica siempre estaba así, hundiéndose

Una y otra vez

Algunas veces intenté hacerme con ella

Pero ni siquiera me hice con su nombre

 

Algunas veces intenté hacerme con ella

Pero ni siquiera me quedé con su nombre

[Catch, de The Cure]

Vivir dormido

Vivir dormido

La otra noche soñé a Jorge Luis Borges, el célebre autor argentino, comentando la jornada de fútbol en un programa de televisión. La imagen contenía esa lógica deshilachada que distingue a los sueños. Borges no estaba solo, lo acompañaban otros comentaristas. Sus rostros eran imprecisos, aunque pienso que debieran resultarme conocidos a la fuerza. Como si quisiera subrayar la disonancia de su aparición en ese contexto, Borges estaba sentado en una butaca elevada, como de mostrador de bar, separado de la mesa y de los otros; también su dibujo era mucho más exacto que el resto: aparecía mayor, notablemente ciego, como el Borges que conocemos, y jugaba con un bastón cuyo asidero hacía girar entre las manos al escuchar a sus contertulios con la barbilla elevada (debe de ser que el sonido de las voces se escapa hacia arriba y para hacerse con ellas hay que ir a buscarlas allá, antes de que lleguen al techo). Sonreía un poco, con la inseguridad de quien teme ser observado sin saberlo, o tal vez porque se le quedó ese gesto reflejo al extraviar la vista. Tal reunión de severidades corporales desembocaban en una inevitable coincidencia: el Borges de mi sueño componía el mismo perfil que le viera en sus entrevistas con Soler Serrano.

La mayor parte del tiempo permanecía callado. Me pareció normal, no puedo pensar en nadie más ajeno al deporte (más ajeno y próximo a todo) que Borges: "Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara", se le oyó recomendar en alguna ocasión. Cierto que escribieron con Bioy Casares aquel formidable cuento de fútbol, titulado Esse est percipi (Ser es Ser Percibido). A partir del principio fundamental del Idealismo Subjetivo de Berkeley, construyeron un relato que desvelaba la total desaparición del fútbol e incluso de los estadios donde se jugara. Ya no había partidos, sólo transmisiones radiofónicas de partidos. Todas las jugadas, los goles, las circunstancias, las clasificaciones, el nombre de los protagonistas, sus biografías, desde luego los resultados, los componía la narración en los transistores de los domingos: la interpretación, rigurosa y entusiasta, de un guión acordado de antemano. La realidad del balompié había sido suplantada por una recreación y su percepción. El hombre al que se le ocurrió esa divertida monstuosidad estaba en el televisor de mi inconsciente, haciendo consideraciones a los goles del Numancia. En un momento dado alguien ofreció un dato que no recuerdo, algo como que tal o cual equipo consiguió ese mismo número de puntos en año remoto a estas alturas de la temporada. Lo dijo con absoluta seguridad, con esa absoluta seguridad que autoriza la ignorancia del resto (los que acompañan, los que escuchan, los que ven y los que presentan), que dan por bueno el dato. Entonces, en ese preciso instante, cortando el lugar en dos mitades, Borges regresó de su ciego silencio y dijo, en voz perfectamente segura y audible: "Disculpe usted que le corrija, pero ese equipo fue el Segovia". Y yo, dormido, me puse a reír como un poseso. Y fui corriendo al teléfono a contarle a López la última ocurrencia de Borges. ¡El Segovia!

Si vuelvo a los sueños es porque no tengo nada más que contar. Podría hablar de que he terminado una (otra) demoledora novela de Emmanuel Carrère, que me perturba, o de cómo me divertí y luego me aburrí con John Fante, del libro del genial Roberto Miranda, de la cena de los 15 años del Zaragoza Celtic, de Ashes of American Flags, de Wilco, o del concierto que iré a ver en junio a Barcelona... Pero hablo de sueños porque se han apropiado de la realidad al asalto, una realidad cada día más adelgazada. La languidez hacia la que ha resbalado este espacio en los últimos tiempos tiene que ver con mi propia languidez. Cada vez más a menudo pienso en clausurarlo, en quedar callado, en que no tengo nada más que decir o puedo decirlo de otro modo, sin exponerlo aquí, en este "vasto círculo de amigos invisibles". Ya no divierto, ya no me divierto. Sueño al dormir y al despertar duermo. Cada mañana me pregunto qué día es y sólo a veces logro responderme de inmediato. Por lo general, me toma unos cuantos minutos establecer relaciones suficientes en la luz, el silencio de afuera o la tramoya del día anterior. Se trata de un ejercicio tan inconsciente como perfectamente inútil. En pocos minutos, la singularidad del día queda ahogada por el invariable vacío de todos los días. No es culpa de los días, es mi culpa. Soy yo quien los ha vaciado de contenido. Vaciarlos es mi forma de desactivarlos de significado, de importancia, de valor y de verdad. Hago más cosas que nunca (escribo a veces, leo, oigo música, pienso en música, voy a ver el ciclo de Buñuel en la Filmoteca, miro partidos de rugby, juego partidos de rugby, voy a entrenar, estudio los manuales de batería, salgo a tomar fotos, a veces trabajo...) y por el contrario siento los días más vacíos que nunca. Búsquese actividades, distráigase, frecuente sus aficiones, ha de haber un montón de cosas que a usted le alegren, suelen decirte los médicos. Yo lo he hecho, aun sin diagnóstico previo, y por ese camino lo que he logrado ha sido despojar cada día de su pesada cuota de realidad. Supongo que se trataba precisamente de eso. De ser uno más, tal vez. Ahora que casi todos los días son mentira, casi todas las noches son verdad. Puede que tú hayas terminado con el pasado, pero el pasado no ha terminado contigo. Por suerte, aprendí a negar el influjo de los sueños en la arquitectura sentimental de las mañanas, a diluir en la primera evacuación la amargura diferida que es su sedimento, como una olvidada canción que se repite. Despierto y niego los sueños como niego todo lo demás. O los escribo aquí. "La Literatura no es otra cosa que un sueño dirigido", anotó Borges. Caliento la leche, disuelvo café, mojo unas galletas y cuelo en un trago la química redondeada de cada mañana. Una pastilla me llena de vacío.

El espíritu de Juanito

Juanito (¿y Sanchís?).

Pepe.

Juanito...

...y Pepe.

Ciudadano Cuartero

Ciudadano Cuartero

No me gustan las lágrimas ajenas, aunque frecuento las propias. El llanto me parece un suceso demasiado íntimo, con significados muy diversos que desnudan a la persona, y tal vez por eso me resulta impúdica su exhibición. La risa tiene aspiraciones expansivas, pero uno siempre quiere llorar hacia dentro. No soporto los programas de televisión que fijan las cámaras en esa debilidad tan común, no me interesan las lágrimas de los desconocidos, tal vez porque me interesan demasiado. Porque uno no puede mirar un par de minutos a una hormiga, yendo y viniendo afanosa por los suelos, y luego pisotearla; porque las lágrimas obligan a un abrazo o una huida. Quedarse mirando me parece muy raro.

Por todo eso, no me gusta nada la costumbre adquirida ahora de que los jugadores de fútbol se despidan de su carrera en una rueda de prensa, lean un comunicado que destapa todos los sentimientos y agradecimientos acumulados durante años y se expongan a la articulación pública de un resumen corrido de todas las sensaciones finales. Debe de ser el único momento en el que los jugadores, acostumbrados a la sobre exposición pública, sienten la necesidad de mostrarse con rabiosa y débil sinceridad como hombres que son. Y que pasan a ser. Siempre les preguntamos, tópicamente, qué han sentido en tal y cual momento, con este gol, aquellos pitos, las opiniones de fulano o mengano, la victoria o la derrota. Lo que uno siente (no de manera epidérmica, sino allá abajo en el torrente interior) resulta demasiado difícil de describir. Para eso, los poetas incurren en las metáforas o en las conceptualizaciones. Si el fútbol lo jugaran una pandilla de fragorosos vates en pantalón corto, entonces tal vez el periodismo deportivo sería otra cosa, un reventón de titulares floridos con hondas formulaciones antropológicas sobre la belleza, el sentido de la vida, la victoria o el fracaso: esos dos impostores. Pero al fútbol juegan hombres normales y corrientes. A veces, demasiado corrientes; en otras ocasiones, nada normales.

El día que se van, los futbolistas ingresan en una violenta edad adulta. Charlie Cuartero se hizo mayor ayer, de repente, aunque tal vez se ha sentido envejecer (dicho de forma figurada) en los últimos meses. Ya está retirado del fútbol. Ya está retirado y puede dedicarse ampliamente a sus batidas de caza por los campos zaragozanos, a las comidas que siguen, a la vida sencilla que siempre le ha gustado. César Láinez, buen amigo suyo, lo definió muy bien ayer cuando dijo que con Charlie desaparecía ese extraño futbolista al que jamás le afectó la hoguera de vanidades de un vestuario, ni el exhibicionismo. Un tipo que se vestía con clásica normalidad y se comportaba con sencillez. No como yo, remató César con mucho tino. Charlie Cuartero compone un tipo de aragonés de cuerpo entero: con todas las luces y con las obligadas sombras. Por encima de los subrayados conocidos a una carrera que prometía mucho más, a Cuartero le importó la satisfacción de sus modestas ambiciones. En ese sentido, su espíritu gozó de una libertad verdaderamente iconoclasta. Se le ha dado una higa lo que los demás pensaran que debía ser o no su carrera de futbolista. Y ha hecho bien, qué joder.

En su ingreso en la sociedad civil (la que no es aplaudida en los estadios cada domingo con un fervor envidiable), el ciudadano Cuartero leyó un discurso emotivo que -por encima de las copiosas, comprensibles, impúdicas lágrimas- tuvo la generosa virtud de retratar al personaje tal vez mucho mejor de lo que él mismo pensaba. En un par de sábados, dirá adiós en el campo de fútbol, donde de verdad han de marcharse los jugadores. La incomparable temperatura de un estadio repleto con tu gente no tiene nada que ver con el frío desánimo de un discurso leído para periodistas que anotan, cámaras que cierran el plano sobre las lágrimas y aplauso de despedida. Bastaría la publicación de esas mismas líneas en una página web para que las reprodujeran los medios de comunicación. Lo siento por la imagen y el sonido: detesto ver llorar a mis amigos, como en este caso. Y no me interesan nada las lágrimas de los desconocidos.

Murió Muangsurin, Perico sigue en pie

Murió Muangsurin, Perico sigue en pie

Saensak Muangsurin se murió ayer a los 59 años, con los intestinos corroídos por una infección y los huesos afilados contra la cama de un hospital de Bangkok. El último combate, que consiste en vivir, lo ha ganado Perico Fernández. Si el boxeo reúne tantas metáforas sobre la vida, por qué no permitirnos una última que recorra el camino inverso. La última puta revancha consiste en sobrevivir, como sabemos cualquiera de los que hemos visto una o muchas noches a Perico recorrer las calles de aquí para allá, agitado igual que si su torrencial memoria boxeara contra las sombras de la ciudad. En términos pugilísticos esta última victoria de Perico es falsa, inane y vacía. Nadie la guardará en un panel de campeones. No hay cinturón, bolsa ni vítores. Si acaso un responso por el alma del que se va y otro, aún más necesario, por el cuerpo del que se queda.

Para quienes fuimos niños en la década de los setenta en Zaragoza, el nombre de Saensak Muangsurin posee la dudosa reputación de haber ganado dos veces a nuestro gran héroe local: Perico Fernández. Una en Bangkok, en el verano 1975, la otra algún tiempo después en Madrid. A Muangsurin lo apodaban La Sombra del Diablo por su pérfida estampa oriental y un estilo provocativo que incluía la chanza cuando los rivales intentaban tocarlo. Vicente Carreño lo define de un modo hermoso hoy en AS: "Saensak era una roca, un tipo con una fortaleza formidable, capaz de tragarse los golpes más terribles con una sonrisa en los labios. Se había formado en el boxeo tai, en el que los pies se utilizan también para pegar. Era estoico por naturaleza. Parecía que los golpes se derretían al contacto con su piel". El 15 de julio de 1975, en un estadio a cielo abierto de Bangkok, a más de 40 grados y aprisionado en la humedad del este asiático, el que se derritió fue Perico.

Perico Fernández dice que aquella noche lo drogaron. Perico Fernández dice que no podía ni levantar los brazos. Perico recuerda con una rabia que le incendia los ojos que ese día no tenía fuerzas para pegar. Perico Fernández confiesa que abandonó porque se le ablandaron los músculos contra aquel tailandés socarrón que lo invitaba a hundir los puños en su angulado cuerpo de manteca amarilla. No es la excusa del perdedor o al menos yo no lo creo. Perico nunca pone excusas y tiene el orgullo medido del que ha tocado la victoria y la derrota a partes iguales. Perico reconoce que sentía el miedo que otros muchos púgiles niegan. Que la noche antes de la pelea le costaba dormir, que se preguntaba si el tipo de enfrente le haría daño, si merecía la pena plantarse delante de un hombre que quería pegarle. "Luego, de camino al ring, se me pasaba todo y me sentía capaz de ganarle a cualquiera". Perico peleó mucho. Muchísimas veces: tiene un récord de 125 combates, una barbaridad. Empezó a boxear porque se lo propuso el carpintero que trabajaba en el hospicio en el que se crió. En el tramo final de su carrera, sentado en la ducha para que el agua le cayera de arriba como en una cascada, Perico volvía a preguntarse: "Pero yo, ¿para qué sigo boxeando?".

Yo no recuerdo las peleas contra Muangsurin. Mentiría si dijera eso. No recuerdo tampoco el título mundial contra Furuyama en Roma ni la defensa frente a Joao Henrique. Tengo, eso sí, una memoria precisa de quién era Perico en aquellos días en Zaragoza: un ídolo desaforado, el boxeador que ponía a la ciudad y al país frente al televisor, el tipo que paseaba en un flamante 124 Sport, el deportivo de SEAT, y que preparaba los combates entrenándose con los Zaraguayos en La Romareda... Recuerdo cómo una amiga de mi madre contaba que en cierta ocasión tuvo una discusión de tráfico con él en la Gran Vïa y que Perico había salido del coche con intención, exageraba ella seguro, de arrancarle la puerta del 600. En mi imaginación, el héroe efectivamente había sacado la portezuela de sus bisagras con un solo brazo y la había revoleado contra los arbustos del paseo central.

Cuando Perico se metió en aquella encerrona, como él la define, en Bangkok, Muangsurin sólo acumulaba tres peleas como boxeador profesional. La del tailandés burlón fue la transición más veloz que se recuerda en el pugilismo: al cuarto combate era campeón del mundo. Perico nos lo había contado más de una vez a quienes hemos querido escucharlo. Se lo detalló aún más a Alfredo Relaño y Tomás Guasch el día que vinieron a Zaragoza a entrevistarlo, hace un par de meses, para su serie de Fotos con Historia: "Aquellos días iban a celebrarse unas elecciones en Tailandia y un candidato a la presidencia era el organizador de la pelea: el boxeador local no podía perder; su triunfo suponía que aquel señor llevaba consigo la victoria y así pasó, que acabó ganando los comicios. Jamás debí ir a pelear allí, pero tenía 23 años, ni padre ni madre... Miranda tenía mi patria potestad y me engañó: había un buen dinero, pero a cambio de ir al matadero.".

Saensak Muangsurin ríe sobrador arriba, en una vieja foto de su segunda pelea contra Perico Fernández. El vídeo de abajo escenifica la violenta transición hasta un decadente Muangsurin, afectado de un desprendimiento de retina, "casi ciego" dicen muchos entendidos, intentando contener al gran Tommy Hearns en 1979 para ganarse una buena bolsa con la que operarse. Treinta años más tarde, Saensak Muangsurin se ha muerto a los 59 en un hospital de Bangkok, con las tripas carcomidas. Perico continúa en pie, malvendiendo pinturas por los bares o entre los amigos, lienzos hermosos de matadores de toros dando un pase, jarrones de flores delicadas o semblanzas de John Lennon ("con Elvis, los más grandes", me insiste siempre); sigue recontando como la primera vez las anécdotas que lo aproximan a una versión casera del ingenio de Mohamed Ali. Como cuando un alcalde quiso darle un empleo de portero por caridad y Perico le contestó: "Si quiere un portero, llame a Zubizarreta". O su encuentro con Franco, cuando lo recibió tras su título mundial contra Furuyama: "Me siento orgulloso de que un soldado español se haya proclamado campeón de Europa", le dijo Franco. Perico, que había sido campeón del Mundo, tuvo ganas de replicarle con toda su sorna aragonesa: "No me quite escalones, mi ’sargento". Ese era Perico, el tipo cuyo organismo ha invadido ahora el azúcar hasta hacerlo perder vista, lo que le impide pintar y le despierta una preocupación permanente por la salud y por el futuro. Aunque cualquier boxeador sabe que el futuro está compuesto de plazos variables.

Se ha muerto Saensak Muangsurin. Perico Fernández continúa en pie. La revancha queda eternamente aplazada, así que Perico no podrá cumplir esa divertida bravuconada que mordía entre los dientes cuando, casi 40 años después, le preguntábamos qué haría si viese al tailandés aparecer de repente por la puerta de El Churrasco. Perico apretaba la mandíbula, se le tensaba el morrillo que tenía el puño de la zurda, el de derribar contrarios y, con los ojos pugnando por cruzarse de lado, bufaba: "Si lo agarro a ese cabrón... si lo agarro lo mato".

 

El ocelote

El ocelote

Estos días me acosan sueños diversos, lo que supongo variaciones arbitrarias de otros miedos, algún recuerdo distorsionado o un presente con máscaras. Rostros barajados o anticipos de un probable futuro por cuenta ajena. Como estos mismos somniloquios a los que les prestaron el nombre, esas imágenes inconexas -tan bien urdidas- provienen de fuentes variadas y mueren exactamente en el mismo vacío, que es la mañana. He añadido horas de sueño a las que siempre tuve por habituales. Ahora duermo más y vivo menos, y por ese hueco de tiempo entregado a la noche (rendido, supongo que debería decir) se han colado estos accidentes oníricos que me relatan múltiples posibilidades alternativas a la vida que llevo. Y ninguna, he de decirlo, es más ventajosa que la real. Ni más feliz. De algún modo he advertido que casi todas las resoluciones adoptadas en mis sueños me son desfavorables. Mis sueños debe manejarlos alguien que no me quiere. Quizás yo mismo.

Estas últimas noches ha venido a visitarme un ocelote. Han sido unas cuantas, todas consecutivas, y siempre el mismo animal. Fui tomando conciencia de la insistencia del sueño después de varias mañanas, cuando pude comenzar a reconstruirlo. Después ha continuado unos días más y ya no sé cuándo ni cómo termina. La aparición del ocelote en mi vida careció de anuncio. Sin más, un día cualquiera él estaba paseando de lado a lado de la terraza y yo lo entreveía sin querer mirarlo del todo, ignorándolo igual que ignoraría a un gorrión en el alféizar de la ventana. Vienen, picotean y se van. Pero el ocelote no se iba. Cuando me asomé la primera vez a observarlo, preguntándome con mucha lógica qué hacía un ocelote en mi terraza, el animal me miró a mí con la misma fijeza que yo a él, tal vez preguntándose qué hacía un hombre en el living de su casa. Quizás nos estábamos soñando mutuamente, de una manera borgiana.

Traté de ignorarlo. Pasó otro día. Volví a dormir. Ahí estaba de vuelta el ocelote, altivo, ligero y con una mirada en la que uno podía interpretar cualquier cosa. En los sucesivos episodios del sueño les pedí a algunas personas, a las que ahora no identifico en el recuerdo, que viniesen a ver al ocelote que paseaba de lado a lado de mi balcón, allá afuera, con ese tranco de vaivén amenazante con el que mueven sus cuartos traseros los felinos cuando caminan despacio. La gente venía y miraba. Preguntaban: "¿Ese ocelote es tuyo?". Qué coño va a ser mío un ocelote, me indignaba yo, rebasado por la coherencia de la pregunta... Pasaba otra noche. Volvía el ocelote, siempre de un extremo a otro. "Vas a tener que dejarlo entrar", propuso alguien. Ni hablar, dije con firmeza. El ocelote se paró en seco y me miró. No le podía sostener los ojos, tenía ese poder disuasorio de las pupilas inflamadas a la luz.

A la tercera o cuarto noche, dignamente enojado, resolví que el asunto no iba conmigo, por más que fuera mi propio cerebro el promotor de la existencia de ese animal. Me propuse no pensar más en el dichoso ocelote. Ya se pasaría. Bastaba con dejar de soñarlo y a mí no se me da mal manejar mis sueños. ¿Qué hacía un ocelote en el balcón onírico de mis noches? Para proteger mis argumentos, comencé a razonar -esto lo hago a menudo- como espectador del sueño que yo mismo protagonizaba. Parecerá extraño, pero yo sueño con rotunda conciencia de que estoy soñando, y muchas veces trato de dirigir la secuencia, como si mirara a un escenario y les hiciera indicaciones a los actores. A veces lo consigo. En ese estado intermedio de conciencia, me pregunté por qué un ocelote y no un felino más rotundo, con más prestigio, digamos: un león, un tigre, tal vez un guepardo, no digamos un puma o un jaguar si es que había de ser un tigrillo suramericano... ¿A santo de qué un ocelote?

A continuación traté de dirimir si ocelote se escribe con ce o con zeta. Pensé en los zelotes. La misma pregunta. Luego recordé, siempre soñando pero con mucho acierto, aquellos documentales sobre los servicios de protección contra alimañas que tienen en lugares en los que los núcleos urbanos han invadido terrenos animales. Una especie de cazadores de ciudad, que salen al cruce de encuentros inesperados: caimanes que acuden a bañarse en la piscina ajardinada de una casa en Florida, serpientes mocasín en el marco de la ventana de un hogar en Nueva Gales del Sur, osos polares que cruzan la calle en algunos pueblos de Alaska, mapaches peligrosamente enloquecidos por el miedo en los armaritos de la despensa... ¿Pero quién iba a gestionarme a mí en este país el asunto del ocelote? ¿Debería llamar a la Guardia Civil, a los Bomberos, al Seprona, al Encantador de Perros?

Finalmente, una de esas noches me rendí a la evidencia: el ocelote no se iba a ir. Estaba allí para que yo abriera la puerta de la terraza y lo dejase entrar. Sus intenciones, desde luego, resultaban del todo imprevisibles. ¿Usted permitiría a semejante animal pasar a su salón y tomar asiento en la chaisse-longue? Digamos que yo tampoco, ¡ni en sueños! Sin embargo, me vi obligado a hacerlo. Me aproximé a la puerta de la terraza y el bicho se sentó al otro lado, con el pecho erguido y en calmada actitud de espera. Cuando le franqueé el paso, apenas me miró. Envarado, aguardé a que se me tirase al cuello para asfixiarme o me mordiera uno de mis sabrosos muslos, pero algo me dijo que no lo haría. No lo hizo. Entró en la habitación y, cuando hube cerrado el balcón, el ocelote me dijo como si no hubiera ninguna otra posibilidad: "He venido para quedarme contigo". No respondí. Bastante era ya que el ocelote hablase; el contenido del mensaje me pareció incalificable. No importa que hablemos de un sueño: esa intención de quedarse conmigo me pareció un exceso en toda regla.

Ahora nos paseamos juntos por el parque. Cuando oye las explosiones guturales de advertencia de las cotorras argentinas que aletean sobre los aligustres, se pone tenso. Para no despertar temores, lo llevo atado con un collar blanco de piel y una cadena. En libertad, el ocelote se alimenta de pequeños vertebrados, aunque tiene envergadura suficiente para hacer sucumbir un venado en sus fauces. Pienso que tal vez debería incorporarlo a una patrulla de FCC y ayudaría a la limpieza de las plagas ribereñas del Huerva. Tal vez así conseguiría que le otorgaran una medalla de Defensor de Los Sitios, como a Fernández de la Vega. Creo que mi ocelote debe estar tan interesado como ella en ese tipo de distinciones. Durante el día se muestra somnoliento y aprovecho su pereza para acariciar, no sin temeroso deleite, su bello pelaje, trenzado de dibujos. Cuando comemos, observo con disimulo sus colmillos, y al verlo alimentarse de la enrojecida carne cruda que me separa el carnicero, despierta en mí un terror muy concreto. De algún modo, él sabe que lo temo y no se molesta en aliviar esa inferioridad mía.

He leído que el ocelote es animal de hábitos nocturnos. Saber que está despierto y alerta mientras yo duermo me genera una profunda inquietud. Presiento que cualquiera de estas noches puede ceder a la llamada de su naturaleza salvaje. El sueño se ha repetido durante más de una semana, pero confío en que estas líneas lograrán, de algún modo, conjurarlo.

El hijo tonto

El hijo tonto

No sé si mis padres alguna vez llegaron a pensar que tendrían un hijo director de un periódico. Si la conjetura me incluía a mí, a estas horas se habrán convencido ya de que estaban equivocados. Ahora queda claro quién era aquí el listo y, sobre todo, quién es el tonto. Hay que decir que, pese a las apariencias, el destino ha respetado de forma escrupulosa no sólo ese, sino otros órdenes naturales: para empezar, el del primogénito, que acarrea su indudable peso; y, aún más importante, el que quedó establecido en esta historia desde el principio. El primero que quiso ser periodista en casa fue mi hermano; digamos que yo le seguí y que, si mi hermano mayor había tomado esa posibilidad como la preferida, bien había de estar. Seríamos periodistas, cada cual a su manera. Es obvio que debí desarrollar mi espíritu crítico mucho antes o bien dirigirlo a los asuntos adecuados. Con su resolución de ser periodista me estaba arrastrando a un bosque en el que iba a saber desenvolverse mucho mejor que yo, el tunante. Mi padre debió tomar cartas en el asunto, pero los buenos padres no hacen ese tipo de cosas, aun a su pesar. El resultado es éste: el Nan ha atravesado el laberinto y yo doy vueltas sobre mí mismo. Como siempre digo, para mí el periodismo es un trabajo temporal a la espera de algo mejor. Una trampa de la mente. Como no sé hacer nada más, ahora me dedico a aprender a tocar la batería, en la frívola esperanza de retirarme como miembro (secundario) de una banda de rock o bien escarbar aún más abajo en mi bohemia vida interior formando parte de un ignorado grupo de jazz.

Así, mientras yo hago fotografías de jilgueros por los parques y a lo más que alcanzo es a capitán sobrevenido de mi equipo de rugby, ahí está el Nan, con su traje gris y su corbata naranja, con el nudo cuidadoso, amplio y florecido bajo el cuello. Director de periódico. Los Ornat sabemos por herencia que unos zapatos baratos o sucios arruinan cualquier traje por elegante que sea; y que el vuelo del terno por encima de la media depende del nudo de la corbata. El nudo no se hace para sujetar la corbata sino para sostener al hombre. No se trata de un mero formulismo, es una definición, el subrayado preciso: a pesar de esa mirada de pánfilo escéptico que trata de quitarle importancia al pie de foto y a la situación que define la imagen, este hombre de corbata naranja es el nuevo director de Equipo. Tengo que consultarle a Ali cuál es su opinión al respecto.

Cançó d'amor amb gent normal

Si no me acuerdo mal, a esto le solía llamar Trecet en su programa pepitas de oro. Esos mínimos hallazgos musicales cuyo tamaño parece destinarlos al olvido y que a menudo aguardan ocultos, a la espera de una casualidad que los deje a la luz o de que los encuentre un perro que escarba con animal obsesión en los jardines del parque. El grupo se llama Manel y hacen canciones en cruces de caminos, los que hay entre el pop y el folk, los que separan una batería de un xilófono con platillo, o un ukelele de la guitarra eléctrica. El lado melancólico de las canciones (con una lánguida derrota siempre pendiente) lo eleva la instrumentación y esa pose nada enfática del grupo. Tienen un disco, El Millors Professors Europeus, una versión magnífica de No t'enyoro, canción de Els Pets (otro grupo con evidentes rasgos de prodigio) y esta formidable revisión del Common People de Pulp, que ya seleccionamos en este espacio. La original es tan buena que se diría que cualquiera es capaz de sostenerla con cuatro cañas. Con apenas tres, Manel no sólo la aguanta sino que la eleva y la sitúa en otro contexto. La convierte en otra cosa, siendo lo mismo.