Vivir dormido
La otra noche soñé a Jorge Luis Borges, el célebre autor argentino, comentando la jornada de fútbol en un programa de televisión. La imagen contenía esa lógica deshilachada que distingue a los sueños. Borges no estaba solo, lo acompañaban otros comentaristas. Sus rostros eran imprecisos, aunque pienso que debieran resultarme conocidos a la fuerza. Como si quisiera subrayar la disonancia de su aparición en ese contexto, Borges estaba sentado en una butaca elevada, como de mostrador de bar, separado de la mesa y de los otros; también su dibujo era mucho más exacto que el resto: aparecía mayor, notablemente ciego, como el Borges que conocemos, y jugaba con un bastón cuyo asidero hacía girar entre las manos al escuchar a sus contertulios con la barbilla elevada (debe de ser que el sonido de las voces se escapa hacia arriba y para hacerse con ellas hay que ir a buscarlas allá, antes de que lleguen al techo). Sonreía un poco, con la inseguridad de quien teme ser observado sin saberlo, o tal vez porque se le quedó ese gesto reflejo al extraviar la vista. Tal reunión de severidades corporales desembocaban en una inevitable coincidencia: el Borges de mi sueño componía el mismo perfil que le viera en sus entrevistas con Soler Serrano.
La mayor parte del tiempo permanecía callado. Me pareció normal, no puedo pensar en nadie más ajeno al deporte (más ajeno y próximo a todo) que Borges: "Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara", se le oyó recomendar en alguna ocasión. Cierto que escribieron con Bioy Casares aquel formidable cuento de fútbol, titulado Esse est percipi (Ser es Ser Percibido). A partir del principio fundamental del Idealismo Subjetivo de Berkeley, construyeron un relato que desvelaba la total desaparición del fútbol e incluso de los estadios donde se jugara. Ya no había partidos, sólo transmisiones radiofónicas de partidos. Todas las jugadas, los goles, las circunstancias, las clasificaciones, el nombre de los protagonistas, sus biografías, desde luego los resultados, los componía la narración en los transistores de los domingos: la interpretación, rigurosa y entusiasta, de un guión acordado de antemano. La realidad del balompié había sido suplantada por una recreación y su percepción. El hombre al que se le ocurrió esa divertida monstuosidad estaba en el televisor de mi inconsciente, haciendo consideraciones a los goles del Numancia. En un momento dado alguien ofreció un dato que no recuerdo, algo como que tal o cual equipo consiguió ese mismo número de puntos en año remoto a estas alturas de la temporada. Lo dijo con absoluta seguridad, con esa absoluta seguridad que autoriza la ignorancia del resto (los que acompañan, los que escuchan, los que ven y los que presentan), que dan por bueno el dato. Entonces, en ese preciso instante, cortando el lugar en dos mitades, Borges regresó de su ciego silencio y dijo, en voz perfectamente segura y audible: "Disculpe usted que le corrija, pero ese equipo fue el Segovia". Y yo, dormido, me puse a reír como un poseso. Y fui corriendo al teléfono a contarle a López la última ocurrencia de Borges. ¡El Segovia!
Si vuelvo a los sueños es porque no tengo nada más que contar. Podría hablar de que he terminado una (otra) demoledora novela de Emmanuel Carrère, que me perturba, o de cómo me divertí y luego me aburrí con John Fante, del libro del genial Roberto Miranda, de la cena de los 15 años del Zaragoza Celtic, de Ashes of American Flags, de Wilco, o del concierto que iré a ver en junio a Barcelona... Pero hablo de sueños porque se han apropiado de la realidad al asalto, una realidad cada día más adelgazada. La languidez hacia la que ha resbalado este espacio en los últimos tiempos tiene que ver con mi propia languidez. Cada vez más a menudo pienso en clausurarlo, en quedar callado, en que no tengo nada más que decir o puedo decirlo de otro modo, sin exponerlo aquí, en este "vasto círculo de amigos invisibles". Ya no divierto, ya no me divierto. Sueño al dormir y al despertar duermo. Cada mañana me pregunto qué día es y sólo a veces logro responderme de inmediato. Por lo general, me toma unos cuantos minutos establecer relaciones suficientes en la luz, el silencio de afuera o la tramoya del día anterior. Se trata de un ejercicio tan inconsciente como perfectamente inútil. En pocos minutos, la singularidad del día queda ahogada por el invariable vacío de todos los días. No es culpa de los días, es mi culpa. Soy yo quien los ha vaciado de contenido. Vaciarlos es mi forma de desactivarlos de significado, de importancia, de valor y de verdad. Hago más cosas que nunca (escribo a veces, leo, oigo música, pienso en música, voy a ver el ciclo de Buñuel en la Filmoteca, miro partidos de rugby, juego partidos de rugby, voy a entrenar, estudio los manuales de batería, salgo a tomar fotos, a veces trabajo...) y por el contrario siento los días más vacíos que nunca. Búsquese actividades, distráigase, frecuente sus aficiones, ha de haber un montón de cosas que a usted le alegren, suelen decirte los médicos. Yo lo he hecho, aun sin diagnóstico previo, y por ese camino lo que he logrado ha sido despojar cada día de su pesada cuota de realidad. Supongo que se trataba precisamente de eso. De ser uno más, tal vez. Ahora que casi todos los días son mentira, casi todas las noches son verdad. Puede que tú hayas terminado con el pasado, pero el pasado no ha terminado contigo. Por suerte, aprendí a negar el influjo de los sueños en la arquitectura sentimental de las mañanas, a diluir en la primera evacuación la amargura diferida que es su sedimento, como una olvidada canción que se repite. Despierto y niego los sueños como niego todo lo demás. O los escribo aquí. "La Literatura no es otra cosa que un sueño dirigido", anotó Borges. Caliento la leche, disuelvo café, mojo unas galletas y cuelo en un trago la química redondeada de cada mañana. Una pastilla me llena de vacío.
5 comentarios
Eduardo -
Mornat -
Blop -
David -
TONY -
por cierto, el partido del domingo requiere unas líneas, porl o menso, la mitad de memorables que las del partido de munguía del año pasado.