Blogia

Somniloquios

La leyenda del hijo del minero

La leyenda del hijo del minero

[Para el doctor Saló, que me recordó hace pocos días el nombre de Gareth Edwards y me pidió que contara esta historia].

(En enero de 2003 publiqué en Heraldo un recordatorio del ensayo que Gareth Edwards había anotado 30 años antes a los All Blacks, jugando con los Barbarians. A pesar del tiempo y de la aparición de otros candidatos, está considerado el mejor ensayo de la historia del rugby moderno, seguramente por su potencia de clásico representativo de un tiempo, un equipo y una forma de jugar. Aquella página adolecía de una imperfección irresoluble: había que narrar una jugada prodigiosa sin el prodigio de la imagen, que hubiera ahorrado casi cualquier anotación. Para compensarlo, los infógrafos dibujaron una sucesión de pantallazos capturados del vídeo del partido y así explicamos la formidable carrera que inició Phil Bennett y culminó Edwards. Creo que esta revisión en Somniloquios será más completa, mérito que debe atribuirse a la tecnología, que nos permite reunir en un mismo espacio la palabra original, el texto y la imagen en movimiento. La entusiasta recreación de esta leyenda abre lo que me gustaría que fuese una serie de grandes momentos del rugby de todos los tiempos, o lo que yo entiendo por grandes momentos y que pueden ser, en realidad, instantes mínimos. Los recordaremos de manera episódica. Arranca con la historia del mejor jugador: Gareth Edwards, el hijo de un minero). 

Para hablar de Gareth Edwards o de los Barbarians, conviene empezar explicando qué son los Barbarians, un equipo en el que se juega por invitación. WP Carpmael fundó este selecto club en 1890 en la ciudad inglesa de Bradford. Su idea original consistía en reunir a los mejores jugadores una vez que la temporada de partidos entre clubes finalizaba en marzo, y enfrentar a esa selección de talentos con los mejores equipos de aquí y allá. El rugby -como el fútbol, el baloncesto y los deportes principales de equipo- tardó muchos años en tejer una infraestructura de competiciones tal y como hoy la conocemos. Pensemos que el primer Mundial no se jugó hasta 1987. O que nunca hasta la década pasada existió nada parecido a una competición europea de clubes (la Heineken Cup). La sobre exposición de estrellas de hoy y la oficialidad de los calendarios ha disminuido el impacto actual de los Ba’baas, pero el alcance de su condición histórica. En aquellos tiempos del proto rugby, cuando los equipos se retaban entre sí por el gusto de hacerlo, por amor al deporte y a una camiseta, sin trofeos en juego, jugar con los Barbarians suponía estar incluido en el mejor equipo del mundo. Como el rugby siempre ha tendido a la posteridad, los Barbarians incorporaron a su escudo un lema que reclama la singularidad del juego: "El rugby es un deporte al que pueden jugar hombres de todas las clases; pero no están admitidos los malos deportistas de ninguna clase". Así que en el Barbarians FC han jugado a lo largo de más de un siglo, vestidos a franjas negras y blancas, los mejores de todos los continentes.

El partido celebrado el 27 de enero de 1973 en el estadio Arms Park de Cardiff permanece en la memoria colectiva de los aficionados -y especialmente de los galeses- como un momento de culminación del deporte. Un partido que, por lo singular de este ensayo o la categoría extraordinaria de los jugadores reunidos, y también por el desarrollo general del encuentro, constituyó una sublimación sostenida de los mejores valores del juego. "La gente recuerda los cuatro primeros minutos y mi ensayo -ha dicho Gareth Edwards alguna vez sobre aquel día-, pero hay que ver el partido completo porque estuvo lleno de un rugby maravilloso, buena parte de él jugado por los All Blacks". Basta como muestra que el medio de melé de los kiwis era Sid Going, un pelado maravilloso. Cuando en el año 2003 la revista Rugby World Magazine produjo una encuesta entre jugadores de todo el mundo para señalar al mejor de la historia, los rugbiers nombraron mayoritariamente a Gareth Edwards. Y el galés, con concienzuda modestia, se acordó de Sid Going: se habían enfrentado en siete ocasiones, el uno con Gales y el otro con Nueva Zelanda. Y todas las veces Edwards sintió que Going lo superaba. "Tal vez si él no hubiera jugado con esa tercera línea...".  

Frente a unos Blacks portentosos, el quince de los Barbarians lo integraban en aquel partido siete jugadores del País de Gales: el tercera flanker Tom David (que aún no era internacional con la selección de su país); Derrick Quinnell (número 8 y padre de Scott Quinnell, otro octavo internacional con País de Gales), Gareth Edwards (medio de melé), Phil Bennett (medio de apertura, heredero directo del excelso Barry John), el segundo centro John Dawes, el ala John Bevan y el inefable zaguero JPR Williams... Todos esos nombres forman parte de una leyenda de valles esmeralda con las tripas negras, explotaciones mineras cuyo clausura a finales de los años 70 conduciría a Gales a una terrible crisis de economía e identidad. Gareth Ewards era hijo de un minero, como muchos otros jugadores de aquel tiempo en que el profesionalismo, en su mínima acepción, suponía una perversión del rugby. La perdurabilidad de la leyenda escrita por aquel equipo tiene que ver con una forma superior, avanzada, del rugby, jugado con velocidad, apoyos constantes, variaciones y cambios de dirección de ritmo que mantenían el balón vivo. Si uno ha acostumbrado el ojo al rugby actual, con su velocidad, el altísimo ritmo de juego y la profusión de ensayos, se hace muy difícil aceptar la dinámica sincopada que el juego tenía hasta los años 90. Si uno ve al Gales de los setenta (o a estos Barbarians inspirados por Gales) esa diferencia se acorta. Aquél era un equipo del futuro cuya espectacularidad mantiene su vigencia casi de forma total.

El archifamoso ensayo que abrió el partido supone un ejemplo perfecto de ese modo de jugar. Desde hace más de una década, el rugby avanza hacia el aligeramiento de las fases estáticas, la claridad y rapidez en la liberación de los balones, la supresión del juego subterráneo y la búsqueda de la conversión del rugby en un deporte abierto, veloz y espectacular, en el que el dinamismo mande sobre el peso y todo lo que ocurra sea abiertamente visible, e interesante, para una transmisión televisiva. Todo eso lo hacía el Gales de los años 70 y este ensayo quizás sea el momento más obvio de ese espíritu. La secuencia se inicia con una profunda patada del neozelandés Brian Williams desde el lado derecho, que cubre Phil Bennett en su zona de 22, apenas unos metros por delante de la línea de marca. La presión es instantánea y da idea de la ferocidad y la excelencia defensiva de los All Blacks. Con la mayoría de sus compañeros en pleno retroceso para protegerlo, y acosado por Scown, Hurst y Kirkpatrick, Bennett se ve forzado a salir jugando con la mano desde su propia defensa, sin tiempo siquiera para considerar una patada defensiva. Lo que sigue es simplemente maravilloso...

Rodeados por una jauría creciente de All Blacks hambrientos, los Barbarians logran mantener el balón vivo y abrirse camino con él. Dos detalles simplifican la explicación: los neozelandeses no lograron hacer ni un solo placaje en cien metros de jugada porque, en cada pase, el portador del balón tenía a cuatro y hasta cinco apoyos disponibles. La única interrupción la evita al inicio de la acción JPR Williams, que sufre un placaje alto y transmite el oval antes de caer emboscado. En el rugby, el balón se recicla (aunque cada vez menos) a través de rucks (cuando el placado se va al suelo) o mauls (si se mantiene en pie y sus compañeros se agrupan a su alrededor para proteger la pelota). Ninguna de esas dos jugadas aparecen en el ensayo de Edwards: si uno tuviera que explicar a alguien profano qué es un off-load, valdría este vídeo: deshacerse del balón, descargándolo hacia un compañero en apoyo cuando el rival te va a detener.

En la jugada participan tres cuartos, segundas líneas, terceras líneas, el talonador y, por fin, Gareth Edwards, medio de melé. Es cierto que hay dos pases sospechosos de ser balón adelantado, lo que invalidaría la jugada: el de Tom David a Quinnell es dudoso, pero la captura del número ocho galés, agachando el espinazo en plena carrera para evitar que la pelota vaya al suelo, provoca un efecto disuasorio. Es tan brillante que uno no se da cuenta del todo si es adelantado o no. El siguiente pase, el definitivo de Quinnell a Edwards, parece ciertamente un adelantado muy claro. Pasemos por alto esa posibilidad por puramente mezquina. Edwards, un medio de melé arrojado y veloz, crítico en las rupturas, siempre atento a las debilidades de la defensa para colarse como una llamarada, explota su velocidad. Era al mismo tiempo gatillo y bala. Su carrera final de 40 metros hasta la esquina del fondo del río Tafft cierra la jugada, que funciona a modo de definición del mejor rugby posible: el balón siempre vivo, apoyos constantes, velocidad de decisión y técnica para el pase y la recepción. Manos finas, piernas robustas. Un rugby irrepetible y adelantado a su tiempo.

La narración de Cliff Morgan decía: "Kirkpatrick to Williams. This is great stuff. Phil Bennett covering, chased by Alistair Scowan. Brilliant! Oh, that’s brilliant! John Williams, Brian Williams, Pullin, John Dawes. Great dummy! David, Tom David, the half-way line. Brilliant by Quinnell. This is Gareth Edwards. A dramatic start. What a score! Oh that fellow Edwards...".

"Kirkpatrick para Williams. Gran patada... Phil Bennett en la cobertura, lo persigue Alistair Scowan. ¡Magnífico! ¡Oh, eso ha sido extraordinario! John Williams, Brian Williams, Pullin, John Dawes. ¡Fantástico amago! David, Tom David, en la línea de medio campo. ¡Magnífico Quinnell! La tiene Gareth Edwards. Espectacular comienzo. ¡Qué ensayo! Oh, Edwards, qué muchacho...".

El amor, o lo que sea, según Luis Racionero

El amor, o lo que sea, según Luis Racionero

Por su interés social, reproducimos a continuación la entrevista que Víctor M. Amela le hizo ayer en La Vanguardia al poeta y ensayista Luis Racionero, que acaba de publicar Sobrevivir a un gran amor, seis veces, volumen de memorias sobre su vida afectiva. Somniloquios anota que, sin menoscabo de mejores opiniones, La Vanguardia es el único diario nacional que se puede leer a) sintiendo que los periodistas AÚN saben escribir con conocimiento y gusto; y (sobre todo) b) disfrutando de que no lo traten como a un bobo sino como a una persona inteligente, libre de opiniones maniqueas y absolutismos ideológicos (o partidistas, debería decir). Dicho eso, conjeturo que la incomodidad del entrevistador con las respuestas de Racionero parece descubrirse en el titular, que me parece una opción menor frente a otras posibilidades que incluía el texto. Dice Luis Racionero:

"Mi madre me hizo machista"

Tengo 69 años. Nací en La Seu d´Urgell y vivo en Barcelona. Soy escritor. He vivido en pareja seis veces, y hoy vivo como un ermitaño. Tengo un hijo y una nieta. ¿Política? Soy un liberal inglés, a lo Isaiah Berlin. Soy taoísta, busco armonizarme con la naturaleza

¿De cuántas mujeres se ha enamorado?
De cinco.

¿Con cuántas ha convivido?
Con seis.

¿A cuántas dejó?
A tres.

¿Cuántas le dejaron?
Tres (una no me dejó dejarla, para dejarme luego). ¡Empate!

¿Se siente despechado?
La última me dejó tirado una víspera de Navidad: "Lo nuestro no tiene futuro". ¿Tanto le costaba decírmelo por Reyes? Eso duele. Estuve despechado, sí, pero hoy puedo comentarlo riéndome de mí mismo.

¿Ha vuelto a emparejarse?
He tirado la toalla de la convivencia con una mujer. Vivo como un ermitaño. ¡Al fin, he aprendido a estar solo!

"El mayor mal del hombre es no saber estar solo en una habitación", dijo Pascal.
Alguna noche, en la cama, siento añoranza de pareja, y entonces me digo: "¿Acaso querrías tener aquí a Fulanita?". ¡No! "¿Y a Menganita?". ¡No! ¡No! Y así me repongo.

¿Y cómo resuelve su pulsión sexual?
Como la han resuelto siempre los monjes.

¿La convivencia mata el amor, pues?
Sí. El roce diario desgasta. Te enamoras y buscas convivir: convives y te desenamoras.

¿Y si hoy vuelve a enamorarse, qué?
Me sé todo lo que puede pasarme con una mujer, conozco sus patrones de conducta.

Compártalos, si le place.
Uno: te hace creer que te las has ligado, cuando es ella la que elige. Dos: te hace creer que fornicas bien, cuando en la cama de una mujer todo hombre es un inválido.

Va bien saberlo...
Tres: la mujer te hace sentir culpable por sistema, para poder cobrártelo luego.

¿Es usted machista?
Mi madre me hizo así, por desgracia. Las madres hacen machistas a los hijos desde niños, y la mía lo hizo conmigo.

¿Cómo?
A mí me gustaba la cocina, pero mi madre me expulsaba: no me enseñó a cocinar, limpiar, lavar, planchar, hacer la cama...

Suena a excusa.
Ojalá las madres dejasen de fomentar la inutilidad doméstica de sus niños y dejasen de jactarse de que "mi niño las trae loquitas"..., pero persiste la conspiración femenina para hacer de los hombres unos inútiles.

¿De qué conspiración me habla?
La madre programa al niño para ser dependiente de una mujer. ¡La madre prepara a su hijo para la futura nuera! Y el niño, de adulto, obedecerá a la esposa como a una madre.

Alguna responsabilidad tendremos...
Somos manejados por el arte supremo de las mujeres: acabas suplicando hacer lo que la mujer íntimamente deseaba que se hiciese. "Vale, lo haré por ti", concede entonces ella. Y él queda en deuda. ¡Magistral! Los hombres deberíamos aprender a hacer esto.

¿No sabemos?
El hombre debe feminizarse, adoptar habilidades femeninas. Sería más autosuficiente, emotivo, detallista y mejor cuidador.

¿Y qué debería hacer la mujer?
Encontrar la manera de dar ventaja al hombre. Al ser ellas superiores, sólo si nos diesen ventaja podríamos ser iguales. Si no, la mujer vivirá en un mundo de capados.

¿Capados?
La mujer ha logrado salir de casa para independizarse del varón y para construir su vida, feliz logro. Pero eso ha descolocado al hombre: el triunfo de la mujer ha dejado, pues, un mundo de hombres mutilados. Y agresivos, algunos, por impotencia. ¡Y vivir en ese mundo no es nada agradable para las mujeres! Deberían hallar el modo de ayudarnos a salir adelante, o si no...

¿O si no, qué?
Las mujeres acabarán tratando sólo con mujeres, y clonándose. Y los hombres, mirando fútbol. Y los hijos, malcriados por madres haciéndose perdonar por estar fuera.

¿Cómo deberían educar a sus hijos?
Adiestrándolos a no depender de una mujer cocinera o mujer asistenta, y enseñándoles que amar a una mujer no es poseerla.

¿Ha hecho alguna tontería por amor?
¡Por amor se hacen sólo cosas amables! Por celos y orgullo herido, en cambio, sí se hacen tonterías: yo le disparé a la ventana del poeta Panero por ligar con mi pareja. Quise asustarle, y se asustó y se largó del pueblo. Mi pareja no me lo perdonó y me quemó el original de mi novela Cercamón...

¿Mantiene tratos con sus ex mujeres?
Con algunas, sí. Con otras no, por engaños y falsedades imperdonables.

¿Qué cree usted que quiere la mujer de un hombre?
Seguridad, controlarle y quedarse con todo.

Hombre...
Seguridad: busca a un hombre espabilado, con recursos y medios. Control: una vez lo tiene seducido, juega a cambiarle (es su ludopatía). Y por ahí yo no paso: rompo. Y entonces ella quiere quedarse con todo: ya he asumido que mi karma en esta vida es poner pisos a mujeres, dejarlas bien situadas.

Diría que es usted algo más misógino que misántropo.
Día sí y día no. "Mire, las mujeres son para mirarlas de lejos y sólo a algunas, de cerca" me dijo una vez el gran Josep Pla.

¿Cómo debería ser una mujer para interesarle?
Intermitente. Aparecer durante tres semanas y desaparecer durante otras tres.

Fútbol fantasía

Estos muchachotes de la NFL piden a los aficionados que les escojan para su equipo de la liga fantástica de fútbol americano. Ay, si Marcelino tuviera a sus órdenes gente como ésta...

 ¿Y qué pasaría si gente como ésta tuviera a su mando a Marcelino?

Nuestros amigos los Buzzcocks

Nuestros amigos los Buzzcocks


Siendo todavía una joven promesa, un día mis padres me llevaron a Andorra a hacerme unas gafas y yo aproveché el viaje para comprarme cinco vinilos de The Clash en las afrancesadas tiendas de música del lugar. En muchas ocasiones me he preguntado qué tengo que ver yo con el punk, además de la miopía. Y no encuentro respuesta. No está mal porque el punk viene a ser una respuesta que no es respuesta, sino puro vacío invasor o nihilismo creciente. Como cuando, en la gira de los Sex Pistols por Estados Unidos, Johnny Rotten se pone a versionar No Fun y termina por preguntarse en medio de la canción qué sentido tiene continuar... Y, en efecto, poco a poco deja de cantar y dice: "¿Habéis tenido alguna vez la sensación de que os están timando?". La escena permite preguntarse si sentía timado él o estaba siendo tan honesto como para confesarle a su energética audiencia que les estaba tomando el pelo. El Gran Timo del Rock’n’Roll le llamó a eso Malcolm McLaren. Algo después, los Sex Pistols se acabaron, aunque no falta quien piensa que se habían terminado el día que salió del grupo Glen Matlock y entró Sid Vicious.

En fin. No vale decir que no tengo nada que ver con el punk, aunque cualquiera crea que esa es la posibilidad más correcta. Si acaso nos hermana el inconformismo o una confusa prevención contra la autoridad. En mi caso, el inconformismo no se sostiene en formulación alguna y es pasivo por demás, sin asomo de combatividad. La otra cosa es el punk rock o, por mejor decir, la primera ola del punk, lo que ahora se da en llamar proto punk. Como demuestra el episodio andorrano, The Clash fue el primer grupo al que me quedé enganchado en serio en mi edad adulta. Y a partir de ellos he tejido una suerte de árbol genealógico del rock por el que aún me muevo, siempre de forma desordenada, de delante atrás, hacia los lados y en cualquier dirección, estableciendo conexiones impensadas que con los años han adquirido un algo de sentido global. Desde los Clash, los Sex Pistols y The Ramones llegué a todo lo demás. Y en uno de los muchos caminos de ida, vuelta y revuelta, tropecé con The Fall, Patti Smith, Television, Iggy and the Stooges o The Damned. Y también, claro, con los Buzzcocks.

Los Buzzcocks, el grupo de Pete Shelley y Steve Diggle, tocaron en abril de 2006 en La Casa del Loco y el pasado viernes en el Centro Cívico Almozara, que tiene esa agradable ausencia de matices de una sala modesta, con aspecto de gimnasio de instituto reconvertido, un office con mostrador abierto en un vano sobre la pared lateral y la cerveza a 1,50 euros. En la taquilla no hay bouncers georgianos o de Rumanía, sino un par de muchachos que cortan las entradas sentados a una mesita baja, como de pupitre escolar. Todo eso conspira a favor de un marco adecuado para este tipo de conciertos de sobria escenografía. En el primer tramo del vitamínico recital de los Buzzcocks, la voz de Pete Shelley quedaba envuelta en una confusión ruidosa y no llegaba con la intensidad precisa. Un muchacho de la primera fila le hacía un gesto bastante obsceno o perfectamente inocente aproximando la mano a su boca: Igual era para que se acercara más el micrófono o para que, directamente, se lo comiera... O querría decir otra cosa, tal vez. Creo haber leído en algún sitio que Shelley es el nombre que sus padres hubieran querido ponerle a este hombre de haber nacido chica. Pero nació Pete. Steve Diggle saluda mientras rasca la guitarra y ladea la cabeza con mucha coquetería (¿a quién saluda?); le gusta levantar la mano derecha y dice lo poco que dice el grupo. Shelley siempre parece algo ausente, aunque en algunos temas tensa la mandíbula y enseña los dientes, como hacen los perros cuando quieren advertir a un enemigo.

En su anterior concierto Diggle me regaló, seguramente con el fin de que lo dejara en paz, una bolsa con no menos de 50 latas de Guinness, para las que hubiera necesitado una carretilla. Su roadie nos había invitado al backstage de La Casa del Loco a comer y beber con ellos. Eso es todo lo que pillaron esa noche: unas groupies barrigonas y del sexo bebedores de cerveza. Nos ignoraron mientras pudieron pero no contaban con nuestra trayectoria, que da para todo: en cuanto Diggle bajó la guardia, Andy le clavó la historia de un rodaje fílmico en el que habían coincidido en algún instante confuso de otra vida anterior de ambos. Ante su extrañeza, concluimos que Diggle apenas podría recordar lo que había hecho esa misma mañana, o sea que era difícil que en aquel rubio de pelo ralo identificase a un anónimo colega de cinema experimental en los días de Manchester. Después nos preguntaron dónde podrían ir a tomar algo y nos quedamos diez minutos pensando qué lugar sería adecuado para los Buzzcocks: ¿Los mandas al Trujas con la inconsciente adolescencia? ¿A la magnética oscuridad de La Casa Magnética? ¿Al Bedel a pelearse? ¿Al Parros? ¿Al ardor condensado de La Bodeguilla? ¿Al Bar Bacharah si es que caben? Yo no dejaba de pensar en el Posturas, el viejo Paradís y el oscuro Hendrix... lugares con un punto algo más extremo para estos muchachos envejecidos, que siguen pegándose con las guitarras con actitud muy juvenil; pero todos quedaban lejos en el espacio y más aún en el tiempo. No sé qué les recomendamos al final, pero ya no les vimos el pelo.

Hasta el viernes. La misma psicótica energía y un baterista salvaje de aspecto remilgado, de esos a los que una banda puede dejar solo e ir a cambiarle el agua al canario mientras se marca un largo solo tribal. Hicieron un concierto basado en sus dos primeros elepés (Another Music in a Different Kitchen y Love Bites). Dos horas de juvenil desarraigo rítmico, pogo en las primeras filas y una posibilidad de pelea con un tipo que pesaba no menos de 160 kilos y que se me quedó mirando aún no sé por qué, tal vez porque yo llevaba una cámara colgada del cuello o porque adivinó que últimamente he perdido peso y sería un sparring ventajoso. Con el rabillo de la lente observé que lo reconvenía su chica y el episodio se detuvo en una de esas cosas que pueden pasar y al final no ocurren. Al acabar, los Buzzcocks abandonaron rapidito el edificio. Agarraron al vuelo un taxi que los aguardaba, dejaron colgada a una chica que pretendía que le firmasen algo y salieron pitando para el centro de la ciudad. Se ve que tenían sueño. Eran las doce y media y los ingleses son un pueblo que se acuesta pronto.

Todos los hombres, el hombre

Gran Torino, de Clint Eastwood

Contra mi propia convicción estilística, me referiré a lo general en primera persona. La base de mis juicios sobre cualquier película es simple: a un lado, las que tengo suficiente con haber visto una vez, aunque me hayan gustado o incluso me hayan gustado mucho; al otro, las que volvería a ver nada más terminar de verlas o a los pocos días. Aunque no vuelva a mirarlas jamás. Como cualquier otra forma del arte, como la literatura, como la música, como los momentos inolvidables, como las pasiones, las derrotas y la soledad, las películas tienen menos de entretenimiento huero que de experiencia vital. Las hay vacías, las hay inservibles, las hay alimenticias, las hay liberadoras, catárticas, dolorosas o definitivas. Creo que están ahí para cumplir la inexcusable misión de completar la realidad con la magia parcial de una existencia paralela que nos mejora y nos hace más enteros. La realidad basta para sobrevivir. Es la ficción de nuestros pensamientos lo que nos permite existir en definitiva libertad. Las películas no son sino ficciones de pensamientos ajenos, como cualquier actividad creativa. Ensayos de humanismo, en el mejor de los casos. De entre los directores que mejor forma han sabido darle a esa tentativa de descripción del hombre, Clint Eastwood aparece en el grupo de cabeza. Su obra ha trazado a lo largo de los años una modesta enciclopedia sobre esa materia que somos nosotros mismos. Como los grandes maestros de la síntesis, ha descrito lo general por medio de lo particular. A la manera de John Ford, ha explotado las contradicciones interiores de sus personajes para convertir en héroes dignos de modesta admiración a antihéroes conformados por despreciables pulsiones. En cada hombre ha convocado a muchos hombres.

En Gran Torino están todos reunidos en uno solo: Walt Kowalsky. Quizás el último, si creemos a Clint Eastwood cuando dice que este personaje supone su efectiva despedida como actor. Walt Kowalsky es un ex combatiente de la guerra de Corea dispuesto únicamente a confesar que no tiene ningún interés en confesarse. Viudo y anciano, vive acompañado de un perro, toma cerveza en su porche presidido por una bandera de los Estados Unidos, conserva y abrillanta un preciado Ford Gran Torino del 68, discute sardónicamente con el joven sacerdote de su parroquia y larga salivazos mientras observa con indisimulado rencor la emigración oriental instalada en su vecindario.

Gran Torino no tiene tanto de peripecia argumental como de representación icónica. Es un resumen de Clint Eastwood por el propio Clint Eastwood, cineasta con una inteligente conciencia, bien detallada, de los arquetipos que ha creado su obra y del efecto que han tenido y aún tienen en el público. También, desde luego, de lo que representan. Eastwood posee el nervio y la maestría precisas para abordar una conclusión sobre su propio modelo, hacerlo con humor, sensibilidad y energía. Hay otro elemento decisivo en el valor de este director. De un lado, su empeño en explicar al hombre, causa fundamental del cine que a menudo olvidan de forma conveniente los directores de hoy. No hay que culparlos: cualquiera no vale para algo así. Por otra parte, Eastwood no rehúye ninguno de los conflictos modernos y se le agradece esa valentía. Pasando por encima de la corrección política, trata de atender las discrepancias internas que en cualquiera de nosotros provoca la sociedad moderna. Por ejemplo, como en este caso, la no siempre edificante deriva de la geografía humana.

Esta película cuenta una historia humilde pero suficiente, y cumple los ciclos que tanto y tan bien le gusta bordear a Clint Eastwood: de la comedia a la tragedia con parada en todas las estaciones intermedias. Kowalsky sintetiza a todos los grandes personajes del hombre de Malpaso, un tipo al que no recordamos encarnando a un imberbe, un pazguato o un inocente. Todas las debilidades las reservó para su larguísima y enérgica tercera edad, desde el William Muni de Sin Perdón hasta el Walt Kowalsky de Gran Torino. Como los Ethan Edwards de la era clásica del western, sus personajes habitaban la pantalla en esencial soledad interior. Ahora, camino de los ochenta, en esta segunda inocencia que da el no creer en nada, los hombres de Clint Eastwood buscan asideros en los que reposar sus extenuaciones vitales. Lo hacen, desde luego, a su manera: en el desencuentro con sus propios hijos y la adopción sentimental de otros ajenos; en un dolorido escepticismo religioso que combaten con el ejercicio de su propia y muy piadosa moral; en actos de apariencia descarnada repletos de dramática generosidad; en un conflicto irresoluble con el concepto de la muerte. Todos los fuera de la ley que resumía Josie Wales mataban sin hacer preguntas; los hombres reunidos en Walt Kowalsky están dispuestos a morir para hallar todas las respuestas.

Cuando uno entra a ver una película de Clint Eastwood, puede estar seguro de algo: al final de la historia, sus personajes se han convertido en mejores personas; cuando se enciendan las luces y abandone la sala, el espectador también lo será.

We nous allons...

We nous allons...


En Londres conocí a un muchacho de ascendencia irlandesa que aseguraba que, en el final de los tiempos, al fondo a la derecha de un futuro indeciso, el inglés sería el único idioma que había de quedar en pie sobre la Tierra. No daba más explicaciones, así que yo me abandonaba a la formidable potencia evocadora de la conjetura, que proponía una convergencia algo orwelliana, pero bastante cómoda de acuerdo a mis cualificaciones. Acostumbrado a la supervivencia a contrapelo, a una incómoda conciencia de inadaptación al asunto de la vida y sus detalles cotidianos, mi cerebro me anunciaba ufano que yo estaba bien preparado para el fin de los tiempos. Yo domino el inglés, sobre todo si es bajito y se deja, como bromeaba Eugenio... Y con el inglés uno se hace entender en casi cualquier parte, salvo en China y Japón, me cuentan. Mi cerebro está programado para hablar inglés cuando intenta el paso a una lengua extranjera, así que no es raro el cruce de lenguajes. Por ejemplo, vino la camarera del Hotel Pulitzer a preguntarnos si podía entrar a hacer la habitación, cuando terminábamos de cerrar nuestras bolsas y, ante el silencio del otro Ornat (estudiante de francés en los viejos Corazonistas), asumí la responsabilidad de la respuesta, que formulé así: "We nous allons in un minute". Ella me miró un segundo y, como sancionando mi intento, contestó: "D’accord".

Esta artimaña idiomática no valdría en cualquier lugar. En China no sirve ni el truco de enseñarle al taxista la dirección del hotel en una tarjeta: no entienden una sola de las letras del abecedario. Pruebe usted a rasgarse los ojos y tomar un vehículo de Servicio Público en la Estación Delicias. Muéstrele una tarjeta con la dirección de Pensión Holgado en ideogramas mandarines y verá la respuesta del profesional. En cierta ocasión regresé de Escocia con algunas libras mezcladas con los euros en mi bolsillo. Cuando el señor de la cabina del peaje en la provincia de Tarragona me pidió el importe, entreveré las monedas. Al ver el busto de Reina del Imperio Británico en una de las piezas con las que intentaba pagarle, el tipo podría haber dicho: "Señor, se ha equivocado usted de moneda". Eso sería así en Gran Bretaña. En la provincia de Tarragona, el comentario con acento charnego fue: "¿Y esta señora quién es?". Lo que me recordó que, efectivamente y opinasen lo que opinasen los nacionalistas, estábamos en España.

El futuro en confluencia que anunciaba mi amigo me suele venir a la cabeza en cada ciudad extranjera que visito, asociado a otra idea: todas las ciudades se han convertido en lo mismo. Las mismas ideas urbanísticas, la misma mezcla racial, las bicicletas de alquiler, los garitos de kebabs, Zara, las mismas franquicias, las tiendas de ropa, relojes y deportes, las cadenas de cafés, de bares, de restaurantes de comida rápida y los pubs irlandeses. La pérdida de identidad resulta bastante trágica, pero no hay forma ya de darle la vuelta. Alcanza a las expresiones superiores del capitalismo comercial y a las inferiores del universalismo social. Como ocurre con el hombre y los animales, la diferencia ya no es de clase, sino de grado. Si a usted le parece que Mugabe podría reclamar en cualquier momento la soberanía sobre la calle Unceta y sus alrededores, o si piensa que el monarca de Conde Aranda no es otro que Hassan, pruebe a darse una vuelta por la banlieu parisina y comprenderá cuánto le queda de vigencia a la Marsellesa.

La cosa tiene sus ventajas. Uno se para en cualquier lugar del mundo y resulta altamente improbable que esté a una distancia superior de 150 metros del pub irlandés más cercano. Es la teoría de los seis grados de separación pero en versión cerveza. Últimamente no puedo evitar la asociación de cada ciudad a un pub irlandés. En Atenas nos pasamos un tercio de nuestro tiempo en el James Joyce, casi a los pies del Agora; en París avistamos nada más llegar un O’Sullivans y allá fuimos sin pensarlo un segundo. Porque, además de la acogedora seguridad de tales lugares, la comparación de precios de una pinta de Guinness en cada capital viene a hacer de confiable unidad de medida: en París, Boulevard Montmartre, zona de la Ópera, neuvième arrondissement, el O’Sullivans cobra a siete euros la pinta de Guinness y/o Kilkenny’s. Que se sepa. Con música en directo, por cierto.

La universalidad del pub irlandés me resulta especialmente asombrosa, a la vez que muy conveniente. Recuerdo la liturgia de la primera pinta de cerveza británica en mis lejanos viajes a Inglaterra, cuando asaltábamos el pub a cualquier hora, incluso a las once y cinco de la mañana, nada más abrir, para tomar la primera. Y con un hervor nervioso en el cuerpo observábamos al barman tirar de la palanca dos veces, y sabíamos que la segunda lograba que la tibia cerveza ascendiese desde las bodegas hasta nuestro vaso, primer estadio del viaje hacia la garganta. Había algo mítico en aquel redescubrimiento ocasional. Para beber esas cervezas había que ir allá. Ahora las cervezas y todo lo demás han venido a la esquina de casa. Cerca de todos los domicilios en todos los lugares ha de haber un quiosco de periódicos, un supermercado, la panadería y una taberna irlandesa. Un poco más allá está la tienda de los chinos y el kebab.

La derrota es lenta pero segura. El día que descubrí que en Londres surgían cadenas de pubs irlandeses prefabricados supe que el mundo estaba por terminarse. Eso sí, también advertí que veremos el Apocalipsis cómodamente agarrados a una pinta de cerveza negra, lo que siempre mejorará la previsible angustia del Juicio Final. De acuerdo a la previsión de Tony, la vista oral se desarrollará en inglés, lo que siempre me da la posibilidad de zafar de los sartenazos de Lucifer y sus esbirros al colocarme como traductor para los rezagados del Wall Street Institute. En el mientras tanto, los parisinos se aferran a su propia idea del tiempo y el espacio vestidos con su singular estilo de chaquetón o abrigo de paño, largas y elegantes bufandas de lana y tocados con sombrero. Ellas fuman como chimeneas y transitan por los bulevares en fugaz soledad, camino de un amante o en bella huida por los empedrados grises, paseando con suave tranco ese algo etéreo que llamamos je ne sais quoi. Al mirarlas, como quien recorre una costa maravillado de la muchedumbre del mar, que escribió Borges, somos espectadores de su hermosura y nos preguntamos si no sería mejor arriesgarnos y que una de ellas nos leyera la Sentencia Eterna. A ser posible. con un hilito de la voz de Jacques Brel de fondo.

[Foto: sombras chinescas -en realidad, japonesas- en el balcón de Trocadero, a la espalda del Museo del Hombre].

Rugby con patillas

Creo que ya he convertido a París en la ciudad extranjera en la que más veces he estado, que menos conozco y que más me fascina. La frase es literal, no incluye ni una sola metáfora. Todas mis visitas han sido tan fugaces como lo va a ser ésta, apenas día y medio; y todas han tenido que ver con el fútbol o, como en esta ocasión, con el rugby: Francia y País de Gales, esta noche a las 21.00 en el Stade de France. Ya escribí en cierta ocasión que París me parece una ciudad con una hermosura tan perdurable que parece soñarse a sí misma. Lo definió de otra manera Manel, veterano de la Santboiana que forma parte de esta cordada: "Francia es un país que te da la impresión de estar ya terminado, mientras que España sigue en plena construcción: todo levantado". La formulación carece del lirismo de la mía, pero es mucho más precisa.

Para no hablar de rugby antes de hora (lo haremos después) veremos rugby. El mejor que ha habido en el Hemisferio Norte. El País de Gales de los años setenta (rugby con patilla, Barry John, JPR Williams y, por encima de todos, el asombroso Gareth Edwards, el mejor medio de melé que uno pueda imaginar. Allá va... para nostálgicos de aquellos maravillosos años:

Y aún más...

 

Y el flair francés, tal vez ya extraviado:

Perro millonario

Perro millonario


Y sí, ha pasado un año y aquí estamos de vuelta con los Oscars. Puede que seamos los mismos pero eso nunca se sabe. Sin ir más lejos, por ejemplo Jaume Figueras ha desaparecido de la mesa de comentaristas en la que reina esa mujer nacida para arrollar y contarlo, Angels Barceló, que se hace acompañar esta vez de dos muchachos a los que no tengo el gusto, pero ya me enteraré quién son antes de que se los devore la dama. La verdad es que no los veo haciéndole frente a Angels sino tocando las maracas, un poco como los dos morenos que acompañaban por la playa a la crepuscular Ava Gardner de La Noche de la Iguana. En fin, que la noche de los Oscars va, ya está en el tema. Los Oscars, la alfombra roja y Penélope Cruz, todo en uno. El hombre somniloquio no está muy fino ni del humor preciso para afrontar lo que viene, advertido queda: a ver si nos centramos porque me da a mí que ésta no va a ser la noche, pero en fin... Ahí vamos. Presenta Hugh Jackman, el australiano de Australia. No es primo de Gene Hackman ni de Larry Haghman, pero podría. Hackman es socarrón; Haghman era un cabrón y Jackman es un pibón: alto, guapo y bien plantado, trabajador y sobre todo muy limpio, no hay más que verlo. Se cepilla los dientes no menos de tres veces al día, no hace pelotillas en público y ya querrían muchos llevar la cara como él lleva el culo. Dicho sea esto sin señalar porque acaban de poner en pantalla a Mickey Rourke, al que se le ha muerto uno de los perros que lo sacó del infierno ("Mis perros me salvaron", se le oyó decir), y digo yo que ese perro había de llamarse Cerbero, porque no podía ser sino el guardián del averno de Dante. Lo han entrevistado en la alfombra roja (a Mickey, no a su perro) y el estirado periodista (que se parecía a Franz Beckenbauer, pero con el pelo caoba y una pluma más larga que la del indio Black and Decker) le ha jurado que todos estaríamos pensando esta noche en Loki, que así se llamaba el bicho. Cualquiera pensará que para sacar a Mickey del infierno bien haría falta un pit-bull de dos metros de envergadura o Kim Basinger con un plato de fresas con nata, pero el animal en cuestión era un chihuahua, ojo al dato. Y un chihuahua viejete mal pelo. Qué escenas tan inconvenientes seríamos capaces de imaginar entre el infortunado Loki y el terrible Mickey... En fin, pasemos a otra cosa.

Jackman ha triunfado en la primera parte de la presentación con un número de inspiración musical clásica, veta que la ceremonia va a explotar mucho este año. Eso y el humor fino, por lo que se ve, ya que han salido Tina Fey (la Sarah Palin del Saturday Night Live y la serie esa que tampoco he visto nunca, sí, sí, esa con Alec Baldwin...) y Steve Martin. Han hilado un par de chistes muy en su línea, sin cambiar la cara, y por el mismo precio le han dado el Oscar al Mejor Guión Adaptado a Milk (puaj), y el Mejor Guión Original a Slumdog Millionaire, que ya os avisé que iba a llevarse hasta los abrigos del guardarropa en esta gala. ¿Os lo avisé o no os lo avisé? Espera, igual sólo lo pensé. Bueno, es lo mismo. La ceremonia avanza a buen ritmo y yo ando retrasado. Han salido Jennifer Aniston y Jack Black (que rima con Black Jack y Rat Pack) y andan repartiendo premios entre los dibujos animados. Wall-E y tal. Esta pareja es aún peor que la de Loki y Mickey. Jack Black y Jen Anniston: que no, joder, que no. Que hay que esmerarse un poco más a la hora de juntar a la gente...

Llegados a este punto, hay que decir que, efectivamente, la señorita Penélope Cruz se ha llevado el Oscar de marras. Como diría Pumares, ahora ya se le puede considerar oficialmente guapa y buena actriz. Era el primero y no lo he podido dar en directo; no sé si queréis que insistamos en el tema o no. Yo se lo hubiera dado a Marisa Tomei por sus strip-tease en The Wrestler (compárese vía YouTube con el de Pe en Chromophobia y señalen las ocho diferencias) y porque no se me ocurre ninguna posibilidad mejor. Las otras nominadas es que casi ni tienen tiempo de competir: Amy Adams en La Duda pues sí, está bien de monja floja y sosa, pero no alcanza para tanto; Viola Davis levanta el vuelo en la misma película, pero sale tan poco que, en fin, no da tiempo a armarle una coartada con la que enfrentarla a Raimunda. Algo parecido ocurre con Taraji P. Henson en El Curioso Caso de Benjamin Button, esa película tan bonita tan bonita que molesta de bonita que es. Como no había rival, porque lo de Marisa tampoco es para romperse la camisa (pareado), pues se lo lleva Penélope. Qué os voy a decir que no sepáis. Se lo ha entregado un combo de cinco premiadas anteriores, con Tilda Swinton, Angelica Huston y otras actrices no acabadas en Nton. Entre ellas Goldie Hawn, recién levantada siempre de la cama tras una mala noche, a la vista de su peinado. Naturalmente, Pe ha nombrado a Pedroooooo Almodóvar, a Trueba, a Bigas Luna, a Alcobendas y a "toda la gente en España que considere suyo este premio". Que no sé yo si los hay, porque foro donde me meto, foro donde están despedazando a esta muchacha acusándola de todo y nada. Pero bueno, que oye, como diría Angels Barceló, "ya tenemos otro Oscar", aunque ese plural mayestático me da a mí temor y no sé bien a quién se refiere, si a los españoles, a los amigos de Penélope, a los oyentes de la Ser o a los tres de la mesa, que todo puede ser. La gente salta y festeja en una sala madrileña donde se han reunido para tal ocasión. Y digo que yo sólo se me ocurre una perversión equiparable a ésta, que consiste en reunirse para ver si Rosa ganaba Eurovisión con el Celebration aquél. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

A las 3:17 de la madrugada, hora local en mi casa, El Curioso Caso de Benjamin Button (película en la que a ninguno de los personajes le parece suficientemente curioso el caso, porque todos se comportan como si fuera de lo más normal), decía que Button se acaba de apuntar su primer Oscar: la Dirección Artística, que es un concepto así como muy de manual. La Dirección Artística. El que no sepa de qué va, puede acudir a Google, donde está todo lo necesario y mucho más de lo innecesario. Aquí tenemos suficiente con mantenernos despiertos, vive dios. ¿Esta gente no piensa hacer descansos? Se ve que, por ahora, no... Ha debido haber alguno pero se me ha pasado. Anda Sarah Jessica Parker del brazo de Daniel Craig por el escenario, presentando el premio al vestuario (cómo no, claro) para The Duchess, y menos mal que los han puesto juntos porque estos dos son personas que, de pie uno encima del otro, alcanzan a duras penas el metro ochentaicinco... Carrie Bradshaw lleva un vestido muy vaporoso y Craig va disfrazado de Bond. El mismo traje, la misma cara de amenaza e idéntica nerviosa inmovilidad, así que parece el guardaespaldas de la otra. Y no apostaríamos que no le apeteciera darle un tortazo a alguno de los presentes, pongamos al presentador. Tal y como está la cosa, eso animaría mucho. Eso o alguna inconveniencia por parte de Mickey Rourke, la esperanza blanca de la noche. Hugh Pac-Man ya le ha advertido, graciosamente, de que la ceremonia va al aire con siete segundos de retraso, pero que la van a poner en un par de minutos de demora si él sube a recoger el premio de Mejor Actor. Lo mejor para decir una verdad es recubrirla con una broma. Es como mantequilla en el culo, con perdón por lo de mantequilla.

Tengo que decir, ahora que la cosa se ha parado un poco, que The Wrestler ha sido mi película preferida de esta edición, seguida a una distancia considerable por Slumdog Millionaire y La Boda de Rachel, que la he visto esta misma noche. Y, a pesar de que en esta última Jonathan Demme se ha puesto en plan dogma, moviendo mucho la cámara y tal y con violentos conflictos familiares que recuerdan La Celebración de Thomas Vintenberg, resulta que Anne Hathaway está fantástica en su filosa languidez. La película y yo hemos mantenido una enconada batalla por no gustarnos mutuamente, pero al final nos hemos entendido, no sé cómo, al punto de echarla de menos en las nominaciones, en el lugar de películas con fecha de caducidad inmediata como El Lector o La Duda o la misma Milk si me apuran un poco. Yo divido las películas entre las que vería otra vez y las que no vería. Y The Wrestler la vería. El resto, pues no. Pero el caso es que el factor Penélope este año viene a ser terrible: o sea, nivel bajo. Desde ya aviso que mis preferidos para los premios de actores son Anne Hathaway (La Boda de Rachel) entre ellas y Frank Langella (Frost/Nixon) en el apartado macho. Por si a alguien le importa, que no creo.

Esperad que voy a escuchar un poco a Angels, que está parlamentando... (Pausa en tiempo real). Bueno, pues no era para tanto. El trío ha estado contenido, reflexionando de forma elocuente sobre la escenografía de la ceremonia, muy variada y original, con ritmo más vivo que de costumbre. Pero bueno... que ponernos a hablar de esto a tales horas, qué sé yo. Es la diferencia entre ellos, que van al meollo, y nosotros, que somos gente ávida de digresión. En el mientras tanto, acaba de salir la reina Amidala a presentar un Oscar, toda vestida de fresa y, con perdón, el premio a la señorita de la noche se lo van a disputar entre ella y Freida Pinto, la nena de Slumdog Millionaire, salvo que aparezca Jessica Alba ya dada a luz y nos alumbre. Je. Natalie Portman le da el premio a la Cinematografía a Slumdog, o sea que en estos momentos la cosa va empate a dos entre Button y los indios. ¿Os hablé el año pasado de la camisa con puños de chorreras de Angels? Pues ahí está otra vez. No digo yo que sea la misma, Dios me libre. Hoy la remata con chaleco negro, que viste mucho, como bien sabía Juan Tamarit.

Bueno, acaba de saltar la sorpresa: ya pueden retirarse Amidala y Freida Pinto, porque acaba de aparecer en escena la señorita Beyonce Knowles con sus dos muslos al frente y aquí el que suscribe está dando vueltas sobre el lomo en el suelo como un alegre perrillo, porque la muchacha ésta ha redefinido el concepto de cuádriceps y reivindica la cadera como forma de vida superior y posibilidad de desaforada religión laica. Me he acordado de cuando mi madre me dejaba pollo asado en el horno y regresaba yo de una larga curda post-adolescente y así, con todo el morao, me peleaba contra esos muslos grasientos mientras afuera rayaba el alba, y me ponía de jugo y carne como un auténtico vikingo, como para ducharme antes de ir a dormir. Qué muslos, dios qué muslos, Beyonce y ese pollito a la cerveza. Juro que cuando ha salido (para hacer un número de homenaje al musical con Hugh Jackman a su lado) hacía tres segundos que el hombre somniloquio había pensado: "Esta ceremonia no puede ser nada si no aparece Be". Porque Be y Pe son bilabiales las dos y resuenan mucho. Y ha sido pensarlo y zas. Perdonadme que me calle un rato porque voy a pedir tres deseos, ahora que tengo la capacidad anticipatoria más acusada que el propio Marcelino, que dijo el viernes que el sábado el Zaragoza tenía muchas opciones de perder, y el Zaragoza le hizo caso y perdió. Y diréis que adivinar tal cosa no resultaba tan complicado, porque el Zaragoza siempre pierde fuera. Ya. A vosotros lo que os pasa es que queréis echar a Marcelino, pájaros. Que se os ve el plumero.

Y aquí estamos, de tontada en tontada hemos alcanzado las cuatro de la mañana. Hora en que le van a dar el premio al Mejor Actor Secundario: Josh Brolin por Milk, Robert Downey Jr. en Tropic Thunder (¡¡¡vamos Bobby, siempre Bobby!!!!), el dudoso Philip Seymour Hoffmann en La Duda, Michael Shannon el breve por Revolutionary Road y el difunto Heath Ledger en ya sabéis cuál...Se diría que no hacía falta que vinieran el resto, pero el que no ha venido, obviamente, es Heath Ledger, que andará paseando al chihuahua de Mickey Rourke si es que Cancerbero se deja. Y se lo han dado a Heath Ledger, claro. Si sirve de algo decir que  no estoy de acuerdo, oye, yo lo digo. No me gustó El Caballero Oscuro más de la cuenta ni Heath Ledger más que Jack Nicholson. Pero bueno, yo no entiendo nada. Durante el discurso de la familia del finado han puesto un plano de Adrian Brody, que hacía una cara como de dolorida contrición, igual que si alguien le estuviera apretando los huevos por debajo del asiento. Puede que estuviera emocionado por lo de Heath Ledger o bien pensando en lo que hará mañana por la mañana, pero siempre tiene la misma cara, un gesto de lástima expresionista que a Ninette le gustó mucho, dicen, porque a esa chica lo mismo le gusta el arte que las motos, mire usted.

La gente ésta se ha puesto ahora con los documentales, que bien podría presentarlos Pedro Erquicia y la cosa ganaría mucho. Ha habido en la historia del hombre poca gente más envarada que Erquicia, cuya anatomía se compone de cuello almidonado, gafas prominentes y un tronco seco como taco de madera. Un espectáculo de gracilidad, no digáis que no. Os voy a ahorrar la emoción de la lista de nominados y premiados en estas categorías. Los chicos del Plus agregan ahora una nota interesante de color, sobre quién se quedará el Oscar que le ha tocado a Heath Ledger. Porque la legalidad de los Oscars, si el juez Garzón no indica lo contrario, establece que no se puede delegar en nadie para recogerte el premio. Y donde podía esperarse al director de la película, cosa habitual, ha aparecido la familia Ledger. Según el derecho de sucesión que rige en el Teatro Kodak de Los Ángeles, la estatuilla la debe heredar la hija de Heath Ledger, una niña de 12 o 13 años llamada Michelle. "Veremos qué deciden los padres de Heath Ledger", apunta, suspicaz, Angels. ¿Querrán los yayos birlarle el premio a la nieta? Qué cosas, oye...

Como ahora están con los premios técnicos, me he puesto a hacer zapping y en Sportmania están poniendo voleibol féminas, que te digo yo que ojo con ese tema. Pero de verdad. Hay una sacadora que pega unos samugazos de miedo, da terror pensar si esa muchacha te larga un bofetón por llegar tarde cualquier noche de salida con los amigotes... Otra vez muslos de pollo a la cazadora, vaya noche llevamos. Espera que muevo un poco a ver. Me he ido a Teledeporte y nada más ponerlo, hala, un plano de Diego Milito con el Genoa, que me dan ganas de llorar o de salir volando para la Antártida. Vuelvo a la cosa que nos ocupa: Mezcla de Sonido para Slumdog Millionaire. En realidad lo que mezcla bien esa película son los arquetipos narrativos: un rato parece que la película quiere ser un drama social con la India de fondo, después gira hacia el cine de mafias y malevos de poca monta y mucha perversidad, y termina por desembocar en un cuento de hadas para adultos, recubierto de una luminosidad adorable y de un celofán muy bien puesto para filtrar la inverosimilitud de todo el tema. El Montaje también se lo ha llevado Slumdog Millionaire, dicho sea de paso. Lo que no es poca cosa porque la estructura de la narración, con continuos flashbacks explicativos que le van dando el sentido último a la historia, no es sencilla. De hecho, hay un ratito al principio en que uno duda si esa discontinuidad no se llevará por delante tantas otras virtudes de la película, en la que la ciudad de Bombay, los colores, olores, sabores y sonidos de la India, componen un poderoso personaje que le hace de manto acogedor a la sórdida historia. Van cuatro.

He de decir que me estoy aburriendo. No sé si se nota, pero me aburro. No por la gala, que está bien: es la falta de emociones interiores, que me tiene de esta manera frente al mundo, como si me hubiera dejado la riada, tú. Lo que no tengo es sueño porque yo soy así de desordenado. Le han dado el Oscar humanitario a Jerry Lewis, el profesor chiflado, lo que no deja de ser un acto de generosidad. Más generoso es lo de Pe, aunque ese es otro tema, no nos vayamos del asunto. Se lo ha entregado Eddie Murphy, y se me ocurre pensar si dentro de cincuenta años no veremos (o verán, crucemos los dedos) a Eddie Murphy recoger un Oscar honorífico a toda su carrera o como reconocimiento a sus obras sociales, cual ha sido el caso de Jerry Lewis. Porque desde luego, dárselo por alguna película está complicado si no cambia mucho la cosa. A ver cómo va el voleibol, espera: mecachis que se ha terminado. Ahora ponen la Liga Indoor de fútbol, ese invento para veteranos. Real Madrid-Athletic, mira tú... Con Buyo en la portería y José Emilio Amavisca, que aún no se ha cortado el pelo ni ha engordado un gramo. Qué tío seco, eh... La Banda Sonora Original se la ha llevado... decidlo vosotros que a mí me da la risa: sí, Slumdog Millionaire. Están el escenario y la platea que revientan de indios, oye. Parece Brick Lane. Menos mal que el sábado, con acerado espíritu anticipatorio, nos trapiñamos un curry. Si no, a estas horas me estaría subiendo por las paredes. Y espera porque ahora viene la Canción Original y de las tres nominadas dos son de Slumdog y la otra de Wall-E. Me voy a escanciar un vaso de leche en lo que las cantan.

He aprovechado para cambiarle el agua al canario, que ya era hora, y en fin, que las cancioncitas se las traen: si se presentan Nena Daconte o La Oreja de Van Gogh yo creo que mojan. Un día de éstos hablaremos de la tragedia que para la canción ligera española ha supuesto la separación de Amaia Montero y los otros, porque si ya era terrible aguantar una oreja, ahora resulta que hay dos orejas, porque todos cantan lo mismo o parecido. No os digo quién ha ganado este Oscar, por cierto, pero son los de siempre. Una cosa de locos. Bollywood revienta, chico. Y a Danny Boyle, el director, le va a dar un chungo en cualquier momento. Y que no enfocan a Freida ni a tiros, eh... ¡Para un momento, que si antes hablo!: ahora sale a presentar, justo. Estoy que lo clavo esta noche. Ahí está Freida, cogida del brazo de Liam Neeson, luminosa sonrisa, y premio para Japón. Es impagable escuchar a un japonés hablando inglés, con esa dicción a martillazos. Sorpresón, dicen Angels y sus dos cortesanos. Imágenes de Pe en el backstage después del premio. Ha hecho historia, insisten. El fútbol es así.

Las 5:14, tú. A ver si alguien dice qué queda por delante porque mi motivación es mínima: ah, los cuatro grandes anuncia en este momento Angels. Actor/Actriz, Película y Director. Yo creo que si le dan el Oscar a Rourke, ahí me retiro. O no. Igual tendría que aguantar, que soy un profesional del amague y la mentira del área. Insisto en mis preferencias, que son un brindis al sol: se los daría a Frank Langella, Anne Hathaway, The Wrestler (que no está nominada, así que apuesto por Slumdog) y Danny Boyle (con Jonathan Demme, tampoco nominado, muy cerca por La Boda de Rachel). A ver cuántos acierto. Allá vamos. Va primero el director: Danny Boyle. Toma ya. ¿Será que sé de esto? Ni papa, tú, pero ya dije que aparezco como crítico de cine en la Gran Enciclopedia de Aragón, a ver si revisan la cosa esa o si acaso que me incluyan como jugador de rugby en franca progresión con la edad. A lo que vamos: Danny Boyle ha hecho una película muy adorable en sus variados registros, y un trabajo de embellecimiento fílmico de la mierda muy apreciable. No lo intentéis en casa que no os saldrá. Ahora va el de la actriz. Todo el mundo apunta a Kate Winslet, pero a mí El Lector no me pareció nada tan especial: la segunda parte me resultó tópica y negó todo lo que me había gustado de la primera. Debe de ser porque en ese tramo manda Ralph Fiennes, un señor que me amarga cualquier película con su expresión de perenne deglutidor de limones; y ella, una de mis favoritas, me gustó mucho más en Revolutionary Road, digo. Ese maquillaje del personaje envejecido le hace mucho daño a su implacable credibilidad. Meryl Streep le pone a su ordenancista monja de La Duda una maestría muy clásica, intemporal, pura academia. Y el Oscar es para... Kate Wislet, claro. Sexta nominación al Oscar, primer premio. Quince nominaciones tiene ya Meryl Streep, que viene a ser como Borges con el Nobel. ¿Nombrará Winslet a su Alcobendas inglesa, conocida como Reading? Veremos... es falseta en los discursos (no te cuento la otra), ya me percaté en los Globos, pero parece que no. Minuto y resultado: Alcobendas 1-Reading 0. ¿Nos dice esto algo? Opinen ustedes.

Toca el actor principal. Si apuesto por Langella es porque su Nixon no incurre en la imitación física (digamos, el de Anthony Hopkins), sino en la recreación interior, en la humanización visceral de un monstruo con enorme sutileza y habilidad, una fusión tremenda. Sean Penn es Meryl Streep pero mejorada, un animal interpretativo de voracidad brutal: devora los personajes y las películas. El Button de Brad Pitt es un tipo que ni siente ni padece, eso sí que resulta un caso curioso. La vida lo traspasa en dirección contraria al tiempo normal, pero él parece desprendido de cualquier lazo con su mundo interior y exterior. Lo menos interesante de Benjamin Button (una película intachable en muchos aspectos) es, precisa y fatalmente, Benjamin Button. Y respecto a Mickey Rourke y su luchador, bueno... la realidad y la ficción se intercambian de forma literal y metafórica. The Wrestler está definida por la pedregosa tos de deportista decadente con la que se abre la película. Esa tos es la historia resumida y seguramente el mejor momento, fugaz, de toda la cinta. Uno puede imaginarse fácilmente a Mickey Rourke expectorando igual cualquier mañana de estos últimos años. ¿Y quién ha ganado? Sean Penn. Bueno, su personaje era poderoso, la película mucho menos. No creo que se aproxime a Mystic River, su otro Oscar. Es obvio que resulta más adecuado elegir a un activista gay asesinado que a un ex presidente tramposo y aún vivo, ahora en la carne de Doble Uve  Bush. Queda la película, anuncia Spielberg y lo digo rápido: Slumdog Millionaire. Ocho de diez. La vida es un cuento de hadas para adultos... sólo a veces.

Mickey se ha quedado sin perro y sin Oscar. Frase de cierre de Sean Penn en sus agradecimientos: "Mickey Rourke resucita de nuevo y él es mi hermano". Del chihuahua (perro millonario fallecido a los 18) no se acordó. A ese no lo resucita ya ni el muslo de Beyonce.