Blogia

Somniloquios

Los superdotados

Los superdotados

Yo vivía en el noroeste de Londres, en una pacífica calle lateral de Harrow Road, a medio camino entre Kensal Green y Willesden Junction, cuando Suráfrica y los All Blacks se enfrentaron en la final de la Copa del Mundo de 1995. Por allí cerca estaban la vieja prisión de Wormwood Scrubs y el estadio de atletismo Linford Christie, en el que alguien organizó una macro fiesta con pantallas gigantes para ver la final del Mundial y beber. Allá fuimos, previo pago de una asequible entrada y con los bolsillos repletos de libras para gastar en los tenderetes de camisetas y cerveza. En aquel partido se produjeron tres hechos históricos, a saber: los Springboks detuvieron a Jonah Lomu, la picadora de carne que atropellaba hombres para apilarlos a su espalda, a razón de 10 segundos los cien metros; Suráfrica ganó la final con un solo jugador negro en sus filas (el ala Webster), pero la Copa la levantó Nelson Mandela junto al capitán Pienaar y esa escena puso fin al apartheid. Tercero y mucho más relevante: en el estadio Linford Christie se acabó la cerveza.

Retrospectivamente me doy cuenta de que aquél constituyó un momento dramático, que podría haber derivado en cualquier tragedia, porque varios miles de beodos desalmados no soportan bien que se termine la cerveza y nadie les dé explicaciones de cómo eso es posible. Todo el mundo sabe que no es posible. La cerveza, simplemente, no se puede acabar. Se trata de un fenómeno metafísicamente incomprensible, como la muerte. Y, como ella, provoca sollozos y preguntas repetidas sin sentido: ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo no supimos verlo a tiempo? Y se apodera del curda un incómodo sentimiento de culpa que suele terminar vulcando el bar. El caso es que, en lugar de arrasar el estadio y sus alrededores, en el Linford Christie se produjo un milagro. O bien la organización lo tenía todo previsto: alguien sacó de pronto un balón de rugby. Antes de que pudiera darle dos tragos a la pinta de sidra en la que había derivado mi ingesta de sustancias psicotrópicas, varias decenas de muchachos, que probablemente a esas horas no serían ya capaces de reconocer a su hermana, se habían constituido en sendos equipos de rugby y se disponían en dos interminables líneas a lo ancho de la mitad del campo no ocupada por las pantallas y la parafernalia mercadotécnica. Lo que siguió fue una cruenta batalla campal con un balón por el medio. Eso sí, demostraron sentido práctico: para no tener que preocuparse de la interpretación de las reglas del maul y el ruck ni el juego subterráneo, resolvieron jugar al rugby league, que consiste en la simplificación brutal del deporte: uno agarra la pelota y choca a toda velocidad contra el de enfrente. Y así todo el rato. En el estado de inconsciencia colectiva en el que esos muchachos se encontraban, la psicopática ferocidad de los choques y los placajes eran como ver una película de terror.

Yo me mantuve al margen, pero hacerlo es difícil. Cualquiera que haya jugado al rugby sabe que es peligroso ir a ver un partido de los amigos si éstos andan escasos de gente. Porque si los amigos tienen poca gente, sobre todo lo que no tienen es ninguna conciencia. Da igual que el afectado no lleve pantalón ni botas. O que le duelan el pie y un hombro. O que esa noche no haya dormido: antes de que se dé cuenta le habrán encontrado calzón, cualquier zapato y calcetines sucios para que complete el equipo... magullando su voluntad y, después, su cuerpo. Y jugará el partido. Este anómalo comportamiento se hunde en la noche de los tiempos y se practica en cualquier nivel del rugby. Compruébese en esta anécdota histórica hasta qué punto los equipos pequeños de rugby observamos la tradición de los pioneros. La primera vez que una selección de Gales jugó contra Inglaterra fue el 19 de febrero de 1881. Hasta entonces, sólo Inglaterra y Escocia se enfrentaban en lo que era el embrión del hoy Seis Naciones. Richard Mullock, el padre del rugby galés, retó a los ingleses a un partido internacional y para ello formó un equipo con gran espíritu... y ninguna organización. No hubo entrenamientos de criba y se eligió a los jugadores de acuerdo a su reputación. Sin que se sepa a qué tipo de reputación se atendía. Como nadie reparó en enviar citaciones oficiales a los convocados, dos no se presentaron. Pronto les encontrarían relevo: un par de universitarios, con leves antecedentes galeses, que habían viajado hasta Blackheath con la intención única de ver el partido. Ellos vistieron la camiseta escarlata con las plumas del Príncipe de Gales que Mullock eligió por enseñas. Los dos equipos bebieron en el pub, se cambiaron y después salieron a jugar. Ganó Inglaterra, que anotó siete goles, seis ensayos y un drop. Gales quedó a cero y no se sabe qué tal lo hicieron los espontáneos. Pero al año siguiente los ingleses, altivamente, decidieron no jugar otra vez contra esos sucios mineros del otro lado del río Severn. ¿Y para qué?

Por eso cuando uno juega al rugby o lo ha hecho, viene a ser como un Policía o como el ejército: está siempre de servicio y jamás se retira del todo. Si acaso pasa a la reserva, y ha de permanecer atento por si cualquier tarde de sábado -o peor, una de esas mañanas de domingo- lo llaman a filas o es reclutado a la fuerza para vestirse de corto. Así que, igual que los agentes del orden salen a la calle con su arma reglamentaria en el sobaco aunque vayan a la bolera con la mujer y los chicos, el jugador de rugby siempre ha de tener las botas a mano, a ser posible en el maletero del coche o incluso detrás del asiento del conductor, con lo que directamente puede meter los pies, entrar al campo y estará listo para bailar un zapateado en la espalda de un desconocido a la salida de un ruck.... A la hora de viajar, vaya uno donde vaya, las botas tienen que ser el segundo artículo del equipaje, justo después del cepillo de dientes y antes de los tapones para los oídos. Hay que llevárselas sea cual sea el destino y la naturaleza del viaje, incluso y sobre todo al viaje de novios y no digamos a los de negocios. Porque un partido de rugby salta allí donde menos lo espera uno, como ocurrió aquella tarde de 1995.

La única diferencia con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado es que, mientras está de servicio, el jugador de rugby puede beber cuanto quiera, salvo que tope con un entrenador demasiado ordenancista o con una visión distorsionada del juego. De hecho, no será raro que los propios compañeros lo animen al alcohol, porque muchos de estos fenómenos son aún mejores cuando juegan beodos o con una desaforada resaca. De todos los jugadores de rugby que he conocido en mi vida, los que más respeto y admiración me han merecido siempre son aquellos capaces de emborracharse no después de los partidos, que no tiene mérito aunque para todo hay que tener una prestancia, sino sobre todo antes de los partidos. Conviene tener claro que este tipo de hombres son superdotados, así no más, de forma que su comportamiento tiende a ser genialmente errático. Desde luego, no van a responder al teléfono cuando los llames para ir a jugar, por eso el capitán o alguien con autoridad en el grupo debe guardar una copia de la llave de su casa, cosa de no tener que echar la puerta abajo ni colar a un ala liviano por el hueco de la ventilación. Además, si el tipo es delantero (lo más probable es que hablemos de un primera o segunda línea), conviene que quienes vayan a buscarlo pertenezcan también al paquete y hayan pasado muchas noches con él en circunstancias similares. La confianza resulta fundamental, porque los muchachos pueden ponerse violentos en el instante de despertar y hay que aguantar el embate. No se les puede culpar si presentan una reacción desmesurada.

Una vez los sacas de la cama, jamás hay que darles de comer. Puede ser fatal para la posterior suerte de todos los implicados. Conviene vestirlos con la misma ropa de la noche anterior y un abrigo ligero, para que no se apolillen en el viaje. Después los metes en el coche, en el asiento de atrás, con espacio suficiente para que se desperecen y retocen en su propia mugre interior, porque en general a esas horas se comportan con la gracilidad de un saco de patatas viejas. El trayecto, dure lo que dure, ha de hacerse con las ventanillas abajo, aunque afuera esté helando: ningún cristiano es capaz de aguantar sin desmayo el efluvio enfermo que emerge de esos cuerpos. Si los superdotados tienen alma, han de ser almas hediondas, es verdad. Pero se trata de nuestros amigos y lo más probable es que lo corroboren atizándole un puñetazo artero al que nos mire mal en el campo. Así que nada de juicios higiénicos. Una vez en el vestuario, hay que dejarlos tranquilos, hablarles poco, no recordarles su estado y por supuesto abstenerse de hacerles consideraciones morales acerca del compromiso con el deporte, la salud, la edad o ese tipo de cosas. Bien al contrario, se les debe permitir todo el tiempo necesario para cambiarse y, por encima de todo, no pedirles jamás que den un paso en el calentamiento, hagan progresiones o se arriesguen a intentar una flexión cuerpo a tierra. Ellos calientan al trote, sin cambios de ritmo y sin necesidad de espasmos musculares. La ciencia lo ignora todo acerca de cómo se engrasan esas maquinarias de músculo, espesa sangre y grasa sedienta. Ese tipo de seres humanos se regulan por sí mismos, y lo hacen maravillosamente bien. En cuanto se ponen la camiseta les crece una imprevista creatividad con la pelota, se vuelven peligrosamente explosivos, elevan su umbral de dolor hasta lo inhumano y, sobre todo, les huele la boca a fiemo. Y eso, en una melé, siempre ayuda mucho.

Un hombre en San Francisco

Mi nombre es Harvey Milk, de Gus van Sant (2008)

En las empinadas calles de San Francisco, una ordenanza municipal obliga a los residentes a aparcar sus coches con las ruedas viradas hacia la acera, para evitar que se vayan cuesta abajo o se crucen en la calzada si falla el hombre o el freno de mano del hombre. En San Francisco hay una bahía neblinosa de aguas frías, una prisión legendaria sobre la roca de un islote, un puente para su jubilación, una tienda de discos con miles de metros cuadrados, una calle con catorce curvas y un amplio café que sobrevuela Union Square y en el que se pueden tomar trescientas clases diferentes de tarta de queso. También, al otro lado de la bahía, está Berkeley, la universidad donde nació el movimiento estudiantil de finales de los sesenta, la esquina de Haight y Ashbury, en la que los hippies inauguraron el verano del amor con una sentada, y el barrio residencial de Castro, donde los homosexuales izaron hace más de 30 años la bandera del movimiento gay y dispararon la revolución hacia el reconocimiento de sus derechos civiles. San Francisco es a Estados Unidos lo que París a Europa: la penetrante conciencia de una civilización.

Harvey Milk había nacido al otro lado del país, en Long Island, Nueva York, hijo de una familia de inmigrantes lituanos cuyo apellido, Milch, derivó como tantos otros hacia un inglés más acomodado. Durante su juventud y primera edad adulta, Milk se trasladó dos veces a esa ciudad tan contradictoriamente adorable que es San Francisco. La segunda, a partir de los 40 años y mediados de los setenta, es la que le interesa a la película llamada Milk, aquí re titulada Mi nombre es Harvey Milk. Sospecho que si tuviéramos la oportunidad de dialogar un buen rato con quienes toman este tipo de decisiones (cómo se llamará aquí una película que allá se llama otra cosa), aprenderíamos mucho acerca del márketing, la psicología de las masas o la imaginación de los desocupados. A mí que me gusta tanto preguntar y preguntarme, me encantaría saber por qué Slumdog Millionaire se va a llamar así mismo, sin traducción, mientras que Frost/Nixon acaba rebautizada El Desafío: Frost contra Nixon, o esta Milk pasa a ser Mi nombre es Harvey Milk, lo que la convierte en una presunta secuela de Mi Nombre es Joe, con la que no tiene, claro, nada que ver. En todo caso, y poniéndonos minuciosos, habrá que decir que "mi nombre es Harvey Milk" es la frase con la que el personaje inicia sus discursos callejeros y que cualquier traductor preferiría "me llamo Harvey Milk" como versión española del "my name's Harvey Milk". De hecho, en la versión doblada se dice "me llamo Harvey Milk". Piénsenlo. ¿Los españoles decimos me llamo tal o decimos mi nombre es tal? Pues eso.

Aclarado lo cual hay que señalar que el anti énfasis con el que Gus van Sant, el director, pretende subrayar la relevante figura de Harvey Milk no pesa tanto como inteligente recurso de estilo (que no estaría mal si logra que el biopic no derive en empalagosa hagiografía), sino que aparece como debilidad de la película, cuyos personajes secundarios están apenas dibujados en un fondo poroso del que no logran escaparse los dos mejores, los que hacen James Franco y Josh Brolin. Y esa indefinición tampoco enmarca al carácter principal. En Milk no se subrayan más de la cuenta sus grandezas ni se indaga mucho en las contradicciones, los aspectos brillantes ni los oscuros. Y además se nos presenta con un anti énfasis contradictorio porque, por un lado, la narración comienza revelando el final de Harvey Milk (que es conocido porque forma parte de la historia del atribulado movimiento gay) y, por otro, introduce en Milk una deliberada conciencia anticipatoria de su destino, lo que de inmediato lo convierte en un mártir voluntario. No tengo claro que algo así acabe de ser cierto, dado que el desenlace lo provoca alguien que parece más movido por su propia frustración política que por un ideario radical contra los homosexuales. Una cosa es ponerle objeciones al matrimonio gay (cosa que ocurría entonces y ocurre ahora), otra negar los derechos civiles de los gays y, una última, matar a uno de ellos. A veces da la impresión de que la corrección política, y esta película, quiera establecer arriesgadas equivalencias entre esas tres posibilidades. En fin, que hablar de todo esto sin desvelar los detalles de la trama resulta algo confuso.

El caso es que Van Sant retrata a Milk (el primer político gay en pisar cierto poder en Estados Unidos) siempre desde una media distancia algo fría, y si consigue algún matiz de relieve que nos haga aproximarnos a él lo logra gracias a la convincente interpretación de Sean Penn, elevado a una categoría superior desde que se puso aquellos rizos y aquellas patillas en Atrapado por su pasado ("¡¡¡¡suéltame, pasado!!!!", gritaban Les Luthiers en una de sus actuaciones), película más conocida como Carlito's Way. Desde entonces, Sean Penn no ha dejado de elevarse, aunque aquí hay más de mímesis que de construcción interpretativa, y yo lo prefiero en Acordes y Desacuerdos de Woody Allen o, por supuesto, en el Mystic River de Clint Eastwood. Como cualquiera puede sospechar y como ocurría de forma dramática en Acordes y Desacuerdos, el doblaje rebaja mucho a Sean Penn. Se diría que el doblaje no encontró el modo de matizar la meliflua voz sin incurrir en la caricatura, así que descarta ese poderoso matiz.

La película ni molesta ni asombra. Es un buen alegato a favor de la esperanza de un colectivo y una convincente reconstrucción de un tiempo y un espacio. Yo la vi a gusto pero me he descubierto olvidando demasiado pronto el racimo de detalles que la conforman. En mi impreciso cerebro, dejó apenas un par o tres de ideas de menor peso: primero, que el Oscar a la Mejor Película de este año está barato, porque el nivel de las contendientes no reclama mayor memoria. segundo, que tengo muchas ganas de volver a San Francisco y hasta de quedarme probando las 300 tartas de queso, si fuera preciso; y tercero, y en referencia directa a Harvey Milk, confirmamos que un hombre basta para defender una idea, pero no alcanza para salvar una película.

Vuelven los hombres fuertes

Vuelven los hombres fuertes


Como dijo en cierta ocasión Jean-Pierre Garuet, pilar de Francia en los años 80, "siempre van a hacer falta los hombres fuertes". La brutal desnudez física del rugby (una camiseta es suficiente protección frente a los golpes) conspira a favor de la admiración general. Habrá deportes más duros, otros de mayor exigencia y desde luego los habrá más violentos, pero pocos o ninguno pueden igualar la liturgia del rugby: ese sabor arraigado de sombría distinción, su fascinante confusión de caballerosidad y vandalismo, la crueldad atroz y la humanista misericordia. Si la guerra constituye el hecho sustantivo de mayor abyección y nobleza que ha desarrollado el hombre, y si consideramos el juego del ajedrez la alegoría más refinada del arte de la destrucción del oponente, diríamos con apropiada generosidad que el rugby se sitúa a medio camino entre ambos. Si uno no quiere morir ni quiere matar, pero le parece insuficiente como estímulo hormonal la posibilidad de mover piezas por cuadrados blancos y negros, o si desea bordear los territorios emocionales que conducen al precipicio, tiene dos posibilidades: jugar al rugby o ver el Seis Naciones. Si practicas ambas, serás un Hombre, hijo mío. Muchos nos enamoramos de este deporte viendo el Cinco Naciones, porque ahí estaban y están los hombres fuertes de los que hablaba Garuet, oscuramente atractivos como los soldados de un desfile. Ver este torneo es aún mejor que ver una película de guerra: la sangre es real, no hay actores y el final a menudo no suele ser feliz. El Seis Naciones 2009 comienza este sábado, con estos partidos.
 

Inglaterra-Italia (Twickenham, 16:00 C+Deporte)

La Inglaterra después de Jonny Wilkinson es un disparo al aire. Su torneo el año pasado fue tan desconcertante como los tests del mes de noviembre con los gigantes del hemisferio sur. Si alguien salió mal parado fue Danny Cipriani, número 10 en el que Inglaterra ansiaba a un Mesías que borrase la sombra monumental de Wilkinson. A los 21 años, Cipriani reunió tantas expectativas que se olvidó de agarrar los balones en las cargas y de placar las acometidas contrarias. Martin Johnson (jugador y capitán de carácter, entrenador de cabeza fría) ha declarado con pérfida diplomacia paternal que a la carrera de Cipriani le queda "mucho tiempo por delante" y que no hace falta convertir este Seis Naciones en un plebiscito a la joven perla de la Rosa. Dicho lo cual lo ha mandado al banquillo, tal vez porque un segunda línea siempre sospechará (y con razón) de un jovencito hábil con el 10 a la espalda. De forma que en el codiciado puesto de medio apertura inglés estará Andy Goode. Y su pareja de baile habrá de ser, en este primer partido, el también Harlequin Harry Ellis, por culpa de la lesión de otro alumno aventajado, Danny Care. Esa asociación de team-mates puede funcionar bien. ¿Qué más puede funcionar bien en Inglaterra? Ni idea. La melé parece irregular, pero se salva una primera línea que sabe Latín y algunas otras lenguas muertas, de esas que se hablan en los agrupamientos. La segunda no me dice gran cosa y la tercera me deja frío. Atrás hay un poco de todo. Desapareció (por fin, digo yo) el exótico Vainikolo, un tipo con una cabeza como las de la Isla de Pascua, y la misma gracia para jugar al rugby. Sigue Sackey en el otro ala. No se sabe si es Sackey o el cantante de los Fugees: por Tutatis, ¿no hay mejores y más consistentes alas en todo el Imperio Británico? Debe de ser que no, porque en el otro lado va a empezar Mark Cueto, sometido a un plan de rejuvenecimiento. Me gustan los medios, Tindall y Flutey, que son de carga con la bayoneta calada, aunque tengo predilección por Matthew Tait y Toby Flood. A Inglaterra le va a venir bien un primer partido al calor del hogar en Twickenham y frente a Italia, para ir calentando el asunto. Los italianos, equipo de larga progresión, van añadiendo talento en la tres cuartos a su excelente trabajo en la delantera, donde los primeras líneas tienen ese inquietante aspecto a medio camino entre el hombre de campo y un sicario de la Camorra. Un equipo peligroso en el cuerpo a cuerpo, y si no pregunte usted por Sergio Parisse. Esta vez comienza con un terrible problema en el puesto de medio de melé por culpa de las lesiones, así que Nick Mallet va a tirar de Mauro Bergamasco (¡un flanker!) como número 9. Troncon lleva días dándole un curso intensivo, y tendrá su gracia ver cuántas veces resiste Bergamasco la tentación de meterse en el barro y a cuántos rivales plancha desde esa privilegiada posición para el placaje que es el medio de melé.

Alineaciones
Inglaterra 15 Delon Armitage, 14 Paul Sackey, 13 Mike Tindall, 12 Riki Flutey, 11 Mark Cueto, 10 Andy Goode, 9 Harry Ellis, 8 Nick Easter, 7 Steffon Armitage, 6 James Haskell, 5 Nick Kennedy, 4 Steve Borthwick (c), 3 Phil Vickery, 2 Lee Mears, 1 Andrew Sheridan.
Suplentes: 16 Dylan Hartley, 17 Julian White, 18 Tom Croft, 19 Joe Worsley, 20 Ben Foden, 21 Shane Geraghty, 22 Mathew Tait.

Italia: 15 Andrea Masi, 14 Kane Robertson, 13 Gonzalo Canale, 12 Gonzalo Garcia, 11 Mirco Bergamasco, 10 Andrea Marcatto, 9 Mauro Bergamasco, 8 Alessandro Zani, 7 Sergio Parisse (cap.), 6 Josh Sole, 5 Marco Bortolami, 4 Santiago Dellapée, 3 Martin Castrogiovani, 2 Fabio Ongaro, 1 Salvatore Perugini.
Suplentes: 16 Carlo Festuccia, 17 Carlos Nieto, 18 Tommaso Reato, 19 Jean-Francois Montauriol, 20 Giulio Toniolatti, 21 Luke McLean, 22 Matteo Pratichetti.

Irlanda-Francia (Croke Park, 18:00 Canal+)

Uno de los grandes partidos del torneo, con condiciones: que Irlanda alcance su deseado cénit y que Francia demuestre que la transición del pasado año le llevaba a algún lado. Dos equipos antojadizos porque ellos son así. Irlanda es un libro abierto, pero tan bien escrito que da para mucho. Delantera de recitado escolar, con seis tipos del Munster entre los ocho de inicio: no es que tenga un poco de todo, es que tiene mucho de todo. Para este primer partido se queda fuera Stringer y comenzará O’Leary como 9. Tanto monta, monta tanto. O’Gara, rugby dandy con el pie y la mano; Paddy Wallace, repartidor de balones, y O’Driscoll, repartidor de cera. Asesinos de guante blanco que ya jugaban juntos en la Sub-19 irlandesa. Llama la atención la entrada de Rob Kearney por Geordan Murphy en el puesto de zaguero. Bajo su aspecto de modesto oficinista, Murphy oculta un nervio de acero, a veces barra de acero. ¿Cómo es que este equipo, preñado de puro talento ofensivo, está bajo sospecha por haber marcado un solo ensayo en los tests de noviembre frente a Nueva Zelanda y Argentina? Vaya usted a saber... Respecto a Francia, tiene aspecto de pelearse por el Grand Slam con Gales (al que además recibirá en París). Destacaré la vuelta de Harinordoquy en la tercera línea, el vasco del Biarritz Olympique, palomero aventajado y superviviente de aquella maravillosa terna que completaban Olivier Magne y Serge Betsen. Hoy lo acompañan Dusautoir (otro psicópata del placaje) y Ouedrago, al que no tengo el gusto. Poitrenaud será el zaguero por la garantía que ofrece en los balones altos, y ya se sabe que en Dublín suelen llover ese tipo de patadas que los célticos llama garryowen. En este nuevo equipo de Francia, yo le pondré mis monedas a un nombre y le pido atención al que no lo haya visto: Máxime Medard. Ala o zaguero del Stade Toulousain. Esta vez ala. Yo lo he visto de zaguero y tanto por sus frondosas patillas, como por la melena al viento y el aliento creativo de su rugby en carrera, recuerda visualmente al inigualable JPR Williams. Y que Dios me perdone la comparación.

Alineaciones
Irlanda: 15 Rob Kearney (Leinster), 14 Tommy Bowe (Ospreys), 13 Brian O’Driscoll (Leinster, captain), 12 Paddy Wallace (Ulster), 11 Luke Fitzgerald (Leinster), 10 Ronan O’Gara (Munster), 9 Tomas O’Leary (Munster), 8 Jamie Heaslip (Leinster), 7 David Wallace (Munster), 6 Stephen Ferris (Ulster), 5 Paul O’Connell (Munster), 4 Donncha O’Callaghan (Munster), 3 John Hayes (Munster), 2 Jerry Flannery (Munster), 1 Marcus Horan (Munster).
Suplentes: 16 Rory Best (Ulster), 17 Tom Court (Ulster), 18 Mal O’Kelly (Leinster), 19 Denis Leamy (Munster), 20 Peter Stringer (Munster), 21 Gordon D’Arcy (Leinster), 22 Geordan Murphy (Leicester).

Francia: 15 Clement Poitrenaud (Toulouse), 14 Julien Malzieu (Clermont-Auvergne), 13 Florian Fritz (Toulouse), 12 Yannick Jauzion (Toulouse), 11 Maxime Medard (Toulouse), 10 Lionel Beauxis (Stade Francais), 9 Sebastien Tillous-Borde (Castres), 8 Imanol Harinordoquy (Biarritz), 7 Fulgence Ouedraogo (Montpellier), 6 Thierry Dusautoir (Toulouse), 5 Lionel Nallet (Castres) (c), 4 Sebastien Chabal (Sale), 3 Benoit Lecouls (Toulouse), 2 Dimitri Szarzewski (Stade Francais), 1 Lionel Faure (Sale).
Suplentes: 16 Benjamin Kayser (Leicester), 17 Nicolas Mas (Perpignan), 18 Romain Millo-Chluski (Toulouse), 19 Louis Picamoles (Montpellier), 20 Morgan Parra (Bourgoin), 21 Benoit Baby (Clermont-Auvergne), 22 Cedric Heymans (Toulouse).

Escocia-Gales (Murrayfield, domingo 16:00 C+Deporte)

En mi opinión, Gales vuelve a ser el favorito para ganar el torneo y la Triple Corona, aunque tendrá difícil repetir el Grand Slam porque visita París. Y ahí estará Somniloquios, por cierto, en riguroso directo el 27 de febrero desde el Stade de France. Por evolución y según lo visto en noviembre (victoria sobre Australia) Gales merece la consideración de cabeza de serie de esta edición. En Gales está mi delantera preferida del torneo, con una primera línea de libro (tendría posters del oso Adam Jones si un tipo así cupiera en cualquier pared) y una tercera fantástica, con Andy Powell, el hombre-piedra, en el número 8. Powell constituye un prodigio de aprovechamiento físico, tiene una explosividad que lo hace terrible en defensa, tanto o más que en ataque. Placa como un animal y está en las suyas y en las de los demás. En estos momentos, uno de los más estimulantes del planeta en su posición. Los otros dos, Williams y Jones, no son mancos. Otro subrayado en el número 9, donde empezará Michael Phillips en lugar de Dwayne Peel. Del resto destaca el avance de Gavin Henson (aquel muchacho con la camiseta ceñida al abundante músculo del anuncio de Nike) al puesto de primer centro, donde le vimos irrumpir en la élite antes de enloquecer de tanto mirarse al espejo. Y el juego del bailarín de claqué recauchutado que es Shane Williams, un muchachito al que parecen hinchar con una bomba de aire antes de ponerle la camiseta de Gales. Frente a todo eso, ¿qué tiene Escocia? Orgullo, sobre todo. Experiencia y, hay que esperar, sentido de equipo que alcance a lo que no llegan las individualidades. Lo que le falta es lo principal, tal vez: nivel real para aproximarse a los tres de arriba. Eso sí, Escocia se ha especializado en la maniobra de despiste. Nadie sabe bien qué esperar (o qué no) del equipo del Cardo en los últimos años. Yo mismo miro el equipo y no sé muy bien qué decir. Será porque yo voy con Escocia, ahora y siempre. Y allá donde veo una gaita, canto el Flower of Scotland y me acuerdo de Gavin Hastings, el Tiburón Blanco y David Sole: esos tíos ganaron el Grand Slam en campo inglés. Oh tempora, oh mores!.

Alineaciones
Escocia: 15 Hugo Southwell (Edinburgh), 14 Simon Webster (Edinburgh), 13 Ben Cairns (Edinburgh), 12 Graeme Morrison (Glasgow), 11 Sean Lamont (Northampton), 10 Phil Godman, 9 Mike Blair (capt), 8 Simon Taylor (Stade Francais), 7 John Barclay (Glasgow), 6 Ally Hogg (Edinburgh), 5 Jim Hamilton (Edinburgh), 4 Jason White (Sale), 3 Geoff Cross (Edinburgh), 2 Ross Ford (Edinburgh), 1 Allan Jacobsen (Edinburgh).
Suplentes: 16 Dougie Hall (Glasgow), 17 Alastair Dickinson (Gloucester), 18 Kelly Brown (Glasgow), 19 Scott Gray (Northampton), 20 Chris Cusiter (Perpignan), 21 Chris Paterson (Edinburgh), 22 Max Evans (Glasgow).

Gales: 15 Lee Byrne, 14 Leigh Halfpenny, 13 Jamie Roberts, 12 Gavin Henson, 11 Shane Williams, 10 Stephen Jones, 9 Michael Phillips, 8 Andy Powell, 7 Martyn Williams, 6 Ryan Jones (captain), 5 Alun-Wyn Jones, 4 Ian Gough, 3 Adam Jones, 2 Matthew Rees, 1 Gethin Jenkins.
Suplentes: 16 Huw Bennett, 17 John Yapp, 18 Luke Charteris, 19 Dafydd Jones, 20 Dwayne Peel, 21 James Hook, 22 Tom Shanklin.

Dilo tú, Carlitos...

La afición (!) me pide que hable de los Goya, que dé mi opinión sobre los Goya, que cuente los Goya, que haga un cronicórum bien opinativo de los Goya. Aparecen comentarios alusorios en somniloquios previos y hasta por teléfono lo solicitan, como hacían muchachos y damas con los discos dedicados en la radio, de eso hace siglos. Seamos claros: la afición lo que quiere es descojonarse de los Goya y convertirme a mí en medium posibilista para su solaz. O sea, que los deshaga yo para así deshacerlos ellos. Y pasar un buen rato todos. En algún caso, la afición incluso pretende que yo, humilde mediador, les explique el caso Penélope, como si ese caso tuviera explicación o como si yo pudiera acceder a los ocultos entresijos de un misterio tan elevado. A mí sólo se me ocurre una torpe comparación con Beckham, un futbolista de nivel medio al servicio de un estratosférico aparato de publicidad. Hay dos diferencias invertidas: una, que el fútbol no le concede premios individuales a Beckham, lo que invita a pensar que el fútbol se toma a sí mismo mucho más en serio que el cine; dos, que nadie en el cine hace películas tituladas Quiero ser como Penélope y, en cambio, sí hay quien hace Quiero ser como Beckham, lo que invita a pensar que el cine se toma más en serio a sí mismo que al fútbol.

Dije ya que jamás he visto una gala de los Goya y me parece altamente improbable que lo haga alguna vez. No se trata de una decisión, es simplemente que nunca me han interesado: si paso canales y los veo, sigo pasando como si no hubiera visto nada, igual que paso los programas esos de Callejeros o las tertulias rosas o el House (ya vale ya con el lupus ese, que no sé qué coño de enfermedad es pero que sale en uno de cada dos episodios), y los telediarios de Antena 3 y las carreras de Fórmula 1. Usted, amigo, preguntará: ¿Qué ve este hombre en la televisión? Eso mismo pienso yo. Documentales de bichos y programas de deportes o partidos de deportes, creo. El resto es internet... Así que con los Goya no hay posición ideológica ni prejuicio. Nunca los he visto. De hecho, cuando conocí a gente que los veía como yo había visto los Oscars toda mi vida, me resultó muy sorprendente, y hasta me extrañé de mi extrañeza porque pensé que ser aficionado al cine y ver los Goya tenía su lógica, tal vez, lo que revelaría mi incoherente apatía. Aún me fascinan más los índices de audiencia que recogen los Goya, pero supongo que en el fondo el ejercicio de ver los Goya viene a equivaler al ejercicio de ver Aída. Luego hay otro problema: son en domingo, los Goya y Aída; y uno en domingo anda dedicado al fútbol. A esas mismas horas están El Día del Fútbol con Noemí y Club de Fútbol, con Vitín. Por si faltaba algo, este domingo además ponían al señor Brad y la señora Angelina mano a mano, en esa magnífica película, ideal para verla sin sonido, que es lo que hice (medio rato). Tenía las orejas ocupadas con los programas deportivos de la radio, que visito de uno en uno en riguroso y aburrido zapeo hasta que apago y busco jazz o bien engancho el último disco que me he bajado (en este caso, Morrissey, oiga usted). Mezclado todo con el tomate más canónigos y los cien gramos de mortadela de pavo. Miren... lo siento pero a todo no llega uno.

Por si todo esto fuera poco, buscando no sé qué, encontré esa misma noche el videoblog de Carlos Pumares, al que ya soy adicto reconcentrado como lo fui de su inmemorial Polvo de Estrellas. Así que... ¿para qué voy a seguir hablando? Carlitos, dilo tú que a mí me da la risa:

Un periódico en la calle

Un periódico en la calle

Mientras en uno o varios despachos alguien decide quién de ellos se irá al paro, los muchachos de Equipo permanecen firmes en su ejercicio diario de periodismo, actividad que -en el mejor de los casos- consiste en enfrentarse a la realidad con una estrategia a medio camino entre la esgrima y la lucha libre. También los de el Periódico de Aragón, que resisten la misma amenaza, y no me voy a olvidar de ellos porque a ese diario le debo un tanto por ciento elevadísimo de lo que sé de periodismo. Pero hablaré de Equipo. Porque el Equipo de hoy constituye uno de los más acabados ejemplos de heroísmo periodístico que yo haya contemplado jamás; y, como todos sabemos, las heroicidades se desarrollan en modesto silencio y no están animadas por voluntades trascendentales, sino por el simple y casi rutinario cumplimiento de un deber moral.

Estoy seguro de que ninguno de los chicos precisó una reunión matinal o vespertina para considerar, votar y resolver que el periódico que hoy debía salir a la calle había de ser un gran periódico, porque el día informativo (que es una mentira con ruedas) reunió ayer tal intensidad que había que responder como en los grandes días. O al menos intentarlo. Equipo lo hizo, en mi modesta opinión, mejor que nadie. Y lo hizo sin necesidad de cónclaves, sin ese proceso que sin embargo sí es necesario para armar una cacerolada de protesta a las puertas de la empresa o expresar la frustración con silbidos o, en el peor de los casos, dejar los brazos caídos y las máquinas paradas en un día de huelga. Nada de todo eso hace falta para construir un gran periódico, un periódico que se aproxime tanto a la precisa realidad (esa imposible meta del periodismo diario) como lo hace Equipo en su edición de hoy; un periódico que quiera entretener y servir; un periódico que quiera el rigor, la opinión, la información, la valentía y la entrega a un oficio, y que consiga todo eso de modo paradigmático; un periódico que defienda de modo tan extraordinario la inquebrantable voluntad de prestigio personal y colectivo que un informador persigue a diario: con su nombre por delante, matiz que casi todo el mundo pierde de vista y que constituye una diferencia crucial en la forma de enfrentarse a la jornada laboral. Un periodista es su firma. No es nada más. Una firma. Un nombre. Un hombre.

A cualquiera le parecerá que no hay gran mérito en este tipo de cosas. El mérito mayor no es ese. Está aquí, en otra perspectiva que ahora alumbraré: a estas alturas, en la circunstancia bajo la cual trabajan cada día en Equipo desde hace algunos meses, con una guillotina colgando del techo (y maldita sea la puta metáfora), en cualquier otro lugar habría corrido la sangre con la que los mediocres sacian de forma anónima la sed que les infunde el terror de su propio espejo, al que pretenden engañar todas las mañanas del mundo. Habrían volado los cuchillos ocultos entre telones, correrían las ratas por cubierta y en la aséptica mentira acristalada de los despachos se ocultarían grupos de portentosos estúpidos que descuartizarían el atribulado prestigio del tipo que se sienta en la mesa de enfrente, en la de al lado, la de atrás o en el piso de abajo. Para los que están acostumbrados a comportarse en un diario como se comportarían en la representación de una tragicomedia palaciega, para los que desconocen la gallardía de la sinceridad, para los tristes supervivientes del día a día, para los becarios de su propia existencia (qué bien dicho quedó aquello cuando fue escrito), para todos esos resultaría imposible entender por qué Equipo (que no es una cabecera, es la gente que lo piensa, lo hace, lo escribe, le da forma y lo pone en la calle) permanece inmutable en su convicción de que la amistad es la materia fundamental de la vida, y que todas las demás posibilidades derivan de ella.

Nadie premiará el ejemplar que Equipo ha publicado hoy. Ninguna asociación observará que no hace falta destapar un escándalo financiero o político para ejercer esta profesión con grandeza cotidiana. Nadie aguardaría anoche a la salida del trabajo a todos esos muchachos para darles un abrazo o un beso por lo que acababan de hacer, algo que era sin duda distintivo siendo igual. Y hoy ese diario lo comprarán o lo habrán comprado más o menos los mismos lectores que lo compran cualquier otro día o que lo han comprado todos estos años. Nadie reconsiderará las decisiones que ya están tomadas o las que se tomarán, porque esa posibilidad ingresa en los territorios de la utopía y de la utopía, que es quizás el alma que oculta el motor del Periodismo con mayúsculas, las empresas no saben ni quisieron jamás saber casi nada. No habrá un final feliz para esta historia, sea cual sea el final. Sólo habrá -un día más, como cualquier otro día, como todos los días- lo que siempre hubo y habrá mientras sea posible: un periódico en la calle.

La carcoma


Revolutionary Road
, de Sam Mendes (2008)

La conjetura sería ésta: si Leonardo di Caprio no se hubiera ahogado en el Atlántico Norte, habría terminado viviendo en Revolutionary Road con Kate Winslet, que se quedó viuda por anticipación, para convertirse en aquella abuela malos pelos que se trepaba descalza a la proa de los buques. Se trata de una hipótesis sencilla para definir el fondo de la película de Sam Mendes, un ensayo de lo que diríamos hiperrealismo psicológico, o radiografía de una crisis muy común en la edad madura: la vida que tenía pensada no era esto. De jóvenes, soñamos; de adultos, vivimos. El desajuste temporal de esas dos posibilidades contempla un drama. El que no sepa de lo que estamos hablando, que levante la mano. Se la volaremos de un disparo.

En general, la vida no tiene piedad con los soñadores o no tiene tanta piedad como tienen los soñadores consigo mismos. Tampoco en Revolutionary Road hay lugar para la utópica disculpa. Los Wheeler (Frank y April, Leo y Kate) viven en un área residencial del Connecticut de los años 50. Su latente aspiración consiste en salirse del carril por el que la vida conduce a la clase media, no dejarse atrapar por las convenciones y rebatir la uniformidad. No renunciar a la vida, tal y como lo dice April, si es que todo eso tiene algún significado. Cuando llega el momento, Frank duda si dar el paso; April está decidida a probar. Mudarse a París, ciudad soñada, y pensar que en otro lugar serán otras personas, las personas que quisieron ser, exactamente. Se trata de un asunto de perspectivas: lo próximo no genera estímulos; lo inalcanzable dibuja un anhelo. El patio trasero de mi casa es el cotidiano patio trasero de mi casa y, al mismo tiempo, un lugar exótico para un viajero del otro lado del mundo. Frank entrevé esa paradoja y su vía de escape consiste en la infidelidad, lugar común de la ausencia de estímulos en la mediana edad. April desea combatir y la desigual parábola de su intento es la que impulsa la historia.

Esa tensión de interiores (el interior de un hogar y el interior de las personas) resume una multitud de tensiones interiores equivalentes. La película (basada en una novela de Richard Yates) se ambienta en un periodo concreto de los Estados Unidos, muy conveniente por cuanto predomina un modelo por convicción y necesidad, que Sam Mendes expresa en el tapiz de sombreros y trajes repetidos que toman el tren y desembocan en una estación cada mañana, camino de las oficinas. Pero tanto el contexto como su pretendida refutación de lo que llamamos el sueño americano constituyen representaciones de un afán universal, sin nacionalidad. Tampoco el sueño americano la tiene: cualquiera, en cualquier lugar, puede identificarse con su generoso fondo. El foco de Sam Mendes opera casi exclusivamente sobre el progresivo deterioro que la  carcoma infunde en el matrimonio de los Wheeler. Los dos hijos no tienen presencia. No es un error, es un modo de explicar el obsesivo laberinto emocional de una pareja (sobre todo de una madre y esposa que fue joven y desenfadada aspirante a actriz) extraviada en su propia vida. Kate Winslet le pone a su April el formidable vuelo dramático de la que es capaz esta actriz inglesa, que en mi opinión forma parte de una  trinidad de personales favoritas, junto a la inaccesible Susan Sarandon y la creciente Cate Blanchett. Di Caprio posee un registro muy amplio y aquí vuelve a proclamarlo.

Frente a los Wheeler y su ruidoso conflicto de puertas adentro, la película propone a varios interlocutores: el propio espejo y el otro lado de la cama, desde luego. Más un convencional matrimonio amigo y el desequilibrado hijo de sus vecinos, un matrimonio mayor. Ese último personaje (John Givings, que interpreta Michael Shannon) aparece apenas en tres escenas pero supone uno de los grandes hallazgos de la película. Posee una fuerza reveladora vital para el equilibrio de los argumentos y para que el director ejerza una deliberada equidistancia entre todos los personajes. Hay quien entiende que, en realidad, este director acostumbra a practicar un cruel distanciamiento con los antihéroes de sus obras. Es opinable. En American Beauty permitía a sus personajes derivar hacia las diversas obsesiones que los atrapaban, de un modo casi cómico pero con generosidad, para después rescatarlos uno a uno en el giro final de la historia. Esta vez, Sam Mendes abandona a los Wheeler a su suerte, que será diversa. Como la propia vida, sus dos soñadores no le merecen ningún tipo de piedad.

Morir sin las botas puestas

Morir sin las botas puestas

Mi equipo se fue a jugar a la Complutense y yo me quedé en casa, huérfano, con las botas tan vacías como el sábado. No quiero saber si jugaron en el Central de la universidad, pero seguro que jugaron en el Central. No quiero saberlo porque en el Central vi yo una mañana de domingo, hace muchos años, a Patrice Lagisquet: aquel ala izquierdo de Francia, perfil aguileño, los ojos hundidos y los labios prominentes. El clásico balón wallabie en las manos. Un conquistador imprevisto, de heterodoxo perfil cinematográfico, un dandi a la inversa al modo de Daniel Auteil. Aquella mañana vi a Lagisquet pasando contrarios de fuera adentro, como una luz ingrávida. No quiero saber si mis amigos jugaron en el Central, en ese mismo campo que pisó Lagisquet y que pisaron y pisan tantos otros. Para mí, ahora que la edad me ha desembocado en esta confusa mitomanía del rugby, hubiera sido una ocasión tremenda comandar a mi equipo en tal ocasión.

Pero me quedé en casa, porque la vida es aquello que te ocurre mientras piensas en otras cosas o estás haciendo planes; y tal vez por eso yo no hago planes, para que la vida no me agarre despistado, aunque me va a agarrar igual. La vida también es aquello que no puedes hacer porque tienes otra cosa que hacer, como trabajar, que consiste en arrancarle tiempo al tiempo, o mejor cambiar el tiempo por dinero: necesario pero delicadamente frustrante. Se quedaron mis botas vacías al aire húmedo de la niebla de la ciudad, cuyos perfiles se deshilachan en invierno, en esta bruma. Ya no llegaré a jugar en Twickenham ni en Arms Park ni en Croke Park ni en el Parque de los Príncipes. Nunca pensé llegar a jugar siquiera en La Isla, pero lo hice. Y me di el gusto de pisar los hermosos campos que marcaban en medio de los prados los equipos de la Liga del sur de Londres, aquellos campos de césped tupido como una barba asiática, húmedos, blandos, primorosos y empinados porque no los había diseñado un hombre, sino la suave naturaleza que delineó la tierra inglesa. He jugado en el Velódromo, en la Universidad de Zaragoza, en el campo de fútbol de La Almunia, en la Ciudad Deportiva de Ejea y en el viejo campo de fútbol de Ejea. En Teruel, en Sabiñánigo, en Jaca, en Huesca, en Calatayud, en Guecho, en la Universidad Pública de Pamplona, en la Universidad de Navarra y no sé en cuántos lugares más. Debo dejarme varios por los que pasé o pasaré, aún pasaré.

Sobre todo he jugado en el Seminario. A menudo me quedo solo en su campo oscurecido y frío después de los entrenamientos. Aguardo a que me diga algo, no sé bien qué. Pero está silencioso como una cueva. Me tumbo sobre él y espanto la rigidez de los músculos abrazado al aroma de la tierra. Cuando, de vuelta a casa, saco la ropa de la bolsa, aún huele a campo. Las botas tienen pedazos de barro endurecido que se hará viejo ahí, entre los tapones, hasta el próximo día. Y suelen estar húmedas, mojadas de sudor y frío, de sangre contenida y barro. Absorben vida como una esponja.
Miré ayer esas botas huérfanas y les tomé una o varias fotografías, pero no encontré en ellas ni su alma ni la tristeza de la orfandad. Tal vez debería haberme fotografiado yo mismo, vestido con el 1, pantalón corto, medias y botas de tacos y un balón de rugby, en medio de una avenida en sábado de rebajas. Para que la gente me mirase y a lo mejor me tomara fotografías. Tampoco ellos podrían capturar mi orfandad, que es un hada perdida, invisible. Las botas cuarteadas relatan partidos en su silencio agotador, como los campos. Se han rajado por los costados del empeine, sujetas con cinta que también sujeta la muñeca, los dedos torcidos, las orejas, los cordones para que nadie se enganche ni me enganche, a veces las medias, a veces los pantalones. Cinta siempre en los vestuarios, cinta para todo. Los tacos desgastados aún son legales, a pesar de un anuncio demasiado evidente de esa perversa baba, que es el arma preferida de los delanteros con cuentas pendientes y otras que abrir. Vacías, las botas son nada, pero sostienen la dignidad de haber pisado algunos campos y a muchos hombres. O a algunos hombres en muchos campos. No están hechas para caminar, como las botas de la canción. Están hechas para clavarse y avanzar, para retroceder sólo con el fin de dar impulso, para atacar y defenderse, para correr pero nunca para huir. Están hechas para la guerra y si yo tuviera que ir a una trinchera me las llevaría puestas, porque en su memoria guardan ya para siempre la oculta naturaleza brutal de un cuchillo, su misma inocencia y su misma exacta culpabilidad. Son el hombre que las calza, ni más ni menos. Con botas, uno puede morir tranquilo. Sin botas, uno se muere, sin más.

Botas de media caña, sobre el tobillo. Botas como un guante o una continuación. Botas que resuenan metálicas en los empedrados del vestuario, sonido inolvidable que se acalla al pisar el césped, al entrar al campo, al irrumpir en ese iniciático momento de la primera carrera. Son botas de trinchera, de bayoneta calada, botas que no retroceden, botas altivas, viejas, viejas botas queridas. Botas vacías. Decía García Márquez en El Amor en los Tiempos del Cólera: “Uno viene al mundo con los polvos contados; y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre”. Digo yo: uno viene al mundo con los partidos contados. Y cada partido que se juega, como cada polvo que uno echa, es un monumento al amor.

¿Por qué no se callan?

¿Por qué no se callan?

En 1993 hice un viaje desde Orense a La Coruña en el coche del narrador y el técnico de Antena 3 Radio. El CAI había jugado, y ganado, unos cuartos de final de la Copa del Rey a Estudiantes en la primera ciudad, pero debía trasladarse a La Coruña para las semifinales con el Joventut. Cruce que perdería, pero eso no importa mucho. Lo que importa es que, por intermediación de Mario Pesquera, me colé en el auto de los de Antena 3 Radio. Eso me permitió conocer a Andrés Montes, una voz que conformaba con Gaspar Rosety y Siro López la que para mí constituía la Santa Trinidad de la narración deportiva en aquellos días, sobre todo en los partidos de baloncesto. Montes, a quien saludé el año pasado en La Romareda y le recordé aquel viaje, era y es un tipo de trato excepcional. Es exactamente el tipo que parece en las narraciones, más allá de que a uno le guste o le repela su estilo. No voy a eso. Pero es divertido, ocurrente, muy riguroso y mucho más preciso en sus juicios de lo que deja entrever el singular desenfado de su forma de narrar. Sobre todo, Andrés Montes es un melómano, y ahí vamos.

Durante todo aquel viaje condujo el técnico (como es de ley) y Montes iba a su lado. Yo atrás. Montes me trató como si me conociera de toda la vida (como hizo el año pasado en La Romareda, aunque no me recordase ni a mí ni recordase el viaje que hicimos juntos), me hizo reír, hablamos de baloncesto y de música. Su profética obsesión de esos días era la invasión de la palabra en la FM. Durante todo el viaje buscó incansable la música en el dial del aparato de radio del coche, quejándose de la palabra, la palabra: en la FM, la banda que nació para las fórmulas musicales, la palabra estaba tomando el mando de forma silenciosa (contradicción estratégica) e implacable. Estos días me acuerdo de Montes. Pongo Radio 3, pruebo a poner Radio 3 muchas mañanas, y compruebo que la palabra ha invadido de modo definitivo el penúltimo reducto que le quedaba a la música (a la música, no a las cancioncitas, diferencia fundamental...). Y además no es la palabra precisa, sino la palabra dirigida. La última reforma de Radio 3 y la desaparición de algunos de sus históricos presentadores habían erosionado mi larguísima fascinación por esta emisora, en la que me eduqué y crecí musicalmente desde los primeros días en la Universidad. Con esta invasión panfletaria, ya no sólo ha muerto la fascinación sino, peor aún, la costumbre de abrir un ojo y ponerla al mismo tiempo que ponía el primer pie en el día. Y pasar con ella toda la mañana y los ratos libres.

Primero fue el reordenamiento de los programas, costumbre que hemos resistido durante años. Luego desaparecieron los locutores y, ahora, se bate en retirada la música como primera condición de las emisiones. La palabra interrumpe constantemente. Se diría que ahora hay música entre las palabras, demasiadas palabras; y demasiados mensajes con un aroma de propaganda de unos valores que no me parecen ni bien ni mal, pero que siempre van hacia el mismo lado. Una cosa era que Radio 3 ejerciera de ventana a iniciativas artísticas o sociales, lo que me parecía perfecto, y otra que de ventana haya pasado a altavoz. Parece que quiera impartir la asignatura de Educación para la Ciudadanía en versión adultos. Esta mañana he puesto Hoy Empieza Todo. Enseguida he sentido nostalgia de Música por Tres, de El Bulevar de Chema Rey y sus descorteses cortes en los concursos de oyentes; de El Ambigú, donde resiste a otras horas el magnífico Diego Manrique, de los días en que no me perdía ni una sola emisión de Diálogos 3, de otro narrador genial de baloncesto y rugby, Ramón Trecet; el Discópolis, el Flor de Pasión, el Disco Grande de los sábados por la tarde, El Diario Pop, el insustituible Área Reservada, la versión clásica de Siglo XXI de Tomás Fernando Flores... No sé, esos son los programas que me han forjado un oído musical, a mí y a mucha gente. Y los que me han entretenido, por encima de todo. Ahora Radio 3 me aburre. Y me molesta. Me molesta que me aburra tanto y me molesta que me moleste con consignas. El único aleccionamiento posible en esa emisora fue siempre la introducción del locutor al siguiente tema, en la que uno siempre podía aprender algo.

Esta mañana, después de la primera canción, una voz ha empezado a hablar de la LOE y de los colegios con separación de sexos y de la posibilidad de que las administraciones elijan no subvencionar a los colegios que discriminan por sexos; y luego, enseguida, han glosado el dato de que en la Comunidad de Valencia hay cinco de esos y que todos son del Opus Dei y no sé qué y que, en fin, he apagado y ya no volveré a encender. Porque cuando no es una cosa es otra, pero están todo el día con la matraca. Y la verdad, yo no tengo ánimo para más matraca y menos en Radio 3. Así que bye, bye. Se acabó la paciencia y se acabó Radio 3. Que catequizen a otro. Es una pérdida sentimentalmente grave, pero a partir de ahora (y mientros sigo buscando más alternativas, que seguro que las hay) quedo adscrito a mi propia discoteca (la digital y la material) y a AccuRadio, emisora de internet en la que no hay palabra, nada de palabra, y puedes elegir entre un sinfín de estilos musicales, del jazz al pop de los 60, del swing al hip-hop, del dance a la música clásica, o del rock alternativo o el R&B, pasando por todo lo actual y lo reciente. Ahí nadie habla. Al menos, por ahora.

[Foto: Jesús Ordovás, héroe y maestro -aunque suene excesivo- del Diario Pop. La foto está tomada de su web, donde la nostalgia suena a buena música].