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Somniloquios

Bobos de oro



Por un momento estuve tentado de escribir una crónica en directo de los Globos de Oro, al estilo de aquélla de los Oscars que tan buena noche me hizo pasar, pero supongo que esta vez no me dio el humor para tanto. Vi un ratito la ceremonia, que no tiene casi nada que ver con los Oscars salvo por los protagonistas. Aquí los premios caen como las bolas en la Lotería de Navidad, a todo trapo y sin consideraciones agregadas. Al final resulta que la prosopopeya constituye la verdadera esencia del asunto Oscar; sin ella, queda todo como desleído. Verdaderamente los Globos de Oro sí que son una reunión de vecinos de Hollywood que se hacen los gamberros y cuentan en el escenario sus veleidades alcohólicas, si viene al caso, o hacen chistes con la cocaína. Todo cargado a la cuenta de un anfitrión con ínfulas que se los lleva a cenar a un hotel de lujo mientras oculta en el sótano de casa a su familia disfuncional. Después de leer este artículo sobre la reunión de alegres diletantes, más o menos desocupados, que conforman la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood, mi desconfianza se multiplicó.

Si me asomé al tema creo que debió ser para tranquilizar mi conciencia o bien para afirmarla, y me explicaré: no hubiera podido digerir otro premio a la "radiante" y "guapísima" Penélope, que no ganó. Ganó Kate Winslet, portentosa actriz de Reading. Y ganó dos veces, lo que me pareció muy de ley. Y no es que le desee yo a Penélope que no gane porque, oiga usted: aunque ella no lo sepa, esa chica y yo tenemos al menos un amigo en común. Y eso sin echar mano de la teoría de los seis grados de separación. No le deseo derrotas a Penélope, ya digo, y no voy a decir algunas cosas que dice la gente anónima por ahí. Pero me remueve mis convicciones eso de que la vean tan maravillosa en papeles en que yo la aprecio tan limitada. Y me molesta porque me importa el cine, supongo. Porque me gusta. Porque yo sí que soy un desocupado que gasta un buen tiempo de su vida en ver películas y pensar sobre esas películas. La diferencia es que yo lo hago a cambio de nada. Por responsable diversión. Sin prejuicios, sin obligaciones.

Si digo que lo de Winslet fue muy de ley, lo digo porque este año llego muy preparado a la temporada de premios, os lo aviso. Podéis preguntar lo que queráis, que como siempre os responderé lo que me dé la gana. Preparado no sé para qué, pero que me lo he visto casi todo. Y sin salir de casa apenas. Las salas de cine son como el mundo: un lugar potencialmente maravilloso, que nos vemos obligados a compartir con incómodos desconocidos. Así que en mi cómodo sillón he visto las de Clint Eastwood: la emotiva ‘El Intercambio', cine enorme;  y ‘Gran Torino', el último papel de Clint Eastwood según Clint Eastwood. Y más Clint Eastwood que nunca si eso es posible, con un veterano de Corea que parece un compendio de todos sus duros personajes. He visto ‘Revolutionary Road' (amarga reflexión acerca de las insatisfacciones vitales de la edad adulta, ojo que hay que mirar ésta con cuidado si uno no ve clara su existencia), ‘Slumdog Millionaire' (hábil y vibrante cuento de hadas sobre un perro callejero que se hace multimillonario, o no, en un concurso de televisión). ‘El Curioso Caso de Benjamin Button', o ‘Frost/Nixon' (en España llamada ‘El Desafío', no sea que alguien no conozca a Richard Nixon y ya no digamos al periodista David Frost).

También he visto la descarnada y árida ‘Gomorra' (que está muy de moda decir lo buena que es, aunque me resultó demasiado cruda en el fondo y en la forma); y ‘El Divo' (que no está de moda decir lo buena que es pero te digo yo que es también italiana y también buenísima y, para mi gusto, mucho mejor que la otra). O ‘Appaloosa', un western bastante estimulante, tal y como se ha puesto el kilo de western a estas alturas, con engendros como ese de ‘El Tren de las 3:10': ¿Desde cuándo los malos de los westerns se arrepienten y se hacen buenos? ¿Desde cuando los buenos sufren traumas sentimentales porque no pueden ser héroes para sus hijos?

He visto tantas películas en tan poco tiempo que de algunas me cuesta hasta acordarme del final. Me parecieron insustanciales ‘Quemar después de leer' (los Cohen son divertidos pero ya sabemos que nunca serán grandes, aunque tengan grandísimos momentos), ‘Vicky, Raimunda, Barcelona' (ya lo dije) y ‘Quantum of Solace'. Me gustó tan poco Bond (con lo mucho que me había gustado el anterior Bond) que para compensar y de seguido decidí mirar otra de Bond, de los setenta: ‘Vive y Deja Morir', con el estirado Roger Moore y la explosiva canción del señor Paul McCartney. Me gustó ver por fin ‘Marathon Man', una de esas películas de los años 70 que jamás había visto, pero que me quedó en la memoria inconsciente una mañana lejanísima en que mi abuelo me llevó al Cine Dorado a ver una matinal de Sandokán, y yo me obsesioné pensando que se había confundido al comprar las entradas y nos meteríamos en la que no era. Como si alguien pudiera confundir a Dustin Hoffman con Kabir Bedi. He visto ‘Funny Games', del inquietante Michael Haneke; ‘Wall-E' y ‘Bolt'; hasta el ‘Rock and Roll Circus' de los Rolling me vi, una de esas noches en la que necesitaba clavarme en la vena la aguja de un giradiscos. Y me quedé colgado de la tremebunda versión del Sympathy for the Devil que hacen ahí los chicos.

Y pensé que tengo que hablar de la biografía de Ron Wood y de un episodio en el que Ron Wood y yo estuvimos juntos cierta noche tomando yo vino y él vodka a samugazos. Y hasta aquí puedo leer porque eso es un somniloquio aparte y no voy a reventarlo. Hago un inciso: es notable que, siendo periodista, los tres o cuatro encuentros más llamativos con mitos vivientes que he tenido en mi vida fueron casuales y no tuvieron (casi) nada que ver con el periodismo. Detallo: el referido con Ron Wood, el día que le estreché la mano a Mike Tyson, la noche en que me invitó a cenar Hunter Davies, el biógrafo oficial de los Beatles, para luego contar su conversación conmigo en uno de sus libros. Y, por fin, aquella otra velada en la que los Buzzcocks, ídolos del proto punk mundial, nos pidieron que los lleváramos de bares por la ciudad y nos quedamos en blanco sin saber dónde decirles. Y me regalaron una bolsa de plástico con no menos de 50 latas de Guinness para que pasara la noche calentito. Como no sabía a dónde ir con esa carga del todo ilegal, la abandoné en el backstage de La Casa del Loco.

En fin, que vi los Globos de Oro. Que Mickey Rourke ha regresado del infierno con muy mal aspecto, pero con una película llamada The Wrestler, sobre una crepuscular estrella de la lucha libre americana, que no pinta mal. La veo esta noche y ya os llamaré con lo que sea. La triunfadora de los premios fue Slumdog Millionaire, resultona aunque un poco tramposa, como casi siempre ocurre con Danny Boyle (quien por cierto parece el fantasma redivivo de Terenci Moix). Pero una estupenda película, ya digo, quizás mi favorita. Bonita, emocionante, terrible en algunos aspectos, colorista, con una fotografía hermosísima que rescata la belleza incluso en la miseria. El premio a la canción se lo llevó Bruce Springsteen, una irresponsabilidad porque en la sala estaba, nominada, Beyonce Knowles, y habría que haberla sacado a que hiciera el bailecito de Single Ladies (Put A Ring On It), que desde que lo vi os juro que vivo subido a un árbol. Pero claro, con Springsteen en competición la única posibilidad de derrota sería que se enfrentase a Bob Dylan, y no era el caso. El premio lo entregó Sting, tan aceitunado de piel (¿no era un inglés este hombre?, digo) y tan barbudo, con una barba tan cerrada como una alfombra persa: que si no dice el anunciador que es Sting, yo me creo que se ha colado ahí José Manuel Parada. El momento genial de la noche fue un chiste del inglés Rick Gervais sobre el premio a Winslet y las películas sobre el Holocausto... animal, desternillante. Sacha Baron Cohen (el de Borat) intentó después estar a la altura de Gervais, pero ese muchacho tiene la gracia donde ponía Marlon Brando la mantequilla.

Y eso os cuento. Como nota de color, porque sé que las apreciáis, os diré que Demi Moore está más joven que cuando hizo 'Ghost' (mientras Patrick Swayze va ya camino del camposanto, el pobre); y algo parecido ocurre con Tom Cruise: cuando estrenaron Top Gun él tenía 24 años y yo, poco más de 15. Ahora yo paso de los 39 y él se ha quedado en los 32 como mucho. Y de ahí no se mueve desde 'Entrevista con el Vampiro'.

Pd: Estuve pensando poner una foto de la "guapísima" Penélope u otra de Freida Pinto, la adorable actriz india que nos arranca el corazón en su personaje de Latika en 'Slumdog Millionaire'. Porque a mí el canon indio me va tanto como el curry indio, desde siempre, y esta chica es canon pero canon, como el detective Cannon. Y porque si me dicen que Pe es guapísima, que hay opiniones, no sé yo cómo calificar a la tal Pinto exactamente, o a Eva Mendes, que hay que ver cómo se ha puesto esa chica en cuatro días. Compararlas viene a ser como decir que yo juego al mismo deporte que los All Blacks. En el fondo, yo me quedo con el aire de madura dipsomaníaca que va adquiriendo con los años Drew Barrymore, cada día más parecida a Ann Margret en sus mejores mañanas. Al final, os regalo ese vídeo resumen, con la canción de Springsteen para The Wrestler de fondo. Y como decía siempre John Wayne... 'so long my friends!'.

El ojo de Lennon

El ojo de Lennon


El otro día le dije a Alicia que el cielo no existe. No sé por qué le dije eso, ni siquiera recuerdo la conversación. Naturalmente, me respondió con espantada urgencia: "¿Cómo que el cielo no existe? Pues claro que existe...". Nos estábamos refiriendo al cielo físico. De inmediato me arrepentí, porque cómo le iba a explicar yo que el cielo sólo es una esfera aparente, nacida de la radiación difusa, de la transición de la luz solar a través de la atmósfera. Por tanto, una ilusión óptica, muy bien acabada, perfectamente constante, dramáticamente variable, un escenario gaseoso de colores diversos, un telón falso que oculta la insondable tramoya del Universo. Algo se interpuso entre nosotros y esa explicación; algo más urgente, porque dejamos ahí la duda, tendida en la tarde como ropa lavada.

Cierta noche, en el parque, le pregunté a Nicolás: "¿Quién es más grande, la Luna o tú?". No lo dudó: "Yo". ¿Y eso? Me dijo que la Luna le cabía en la mano. Es más, le cabía entre dos dedos, el índice y el pulgar. Y me lo demostró: se puso la mano frente a los ojos y rodeó con los dedos el contorno de la Luna, que lucía en el cielo. Guardó la medida, con el índice y el pulgar separados apenas unos centímetros. En ese espacio le había cabido la Luna. "Mira, así de pequeñita es la Luna", me dijo. Después tomó esa medida y la comparó consigo mismo: "Yo soy más grande". Recordé el día en que mi padre me explicó los días y las noches, el movimiento de rotación y traslación de la Tierra. Lo hizo con un flexo y una naranja. Marcó un punto en la naranja con un rotulador y luego la situó frente a la bombilla. Lentamente la hizo girar y me dijo: "Fíjate en el punto: ahora está iluminado... Avísame cuando llegue al lado de la sombra". Así lo hice. Ese instante era la noche. Yo le dije a Nico: "¿Quién es más grande, Alicia o tú?". "Alicia", contestó con seguridad. En ese momento, Alicia jugaba a varias decenas de metros de nosotros. Invité a Nicolás a medir a Alicia con sus dedos, tal y como había hecho con la Luna. Él la enfocó entre su pulgar y el índice. Mantuvo la medida y me miró, como empezando a comprender que algo iba mal. "Compárala contigo", le propuse. Se echó a reír. La ves pequeña porque está lejos. Y luego trasladé el razonamiento a la distancia de la Luna. Nicolás comprendió. Tal vez ahora lo haya olvidado, pero eso nos ocurre a todos. Sabemos, comprendemos y olvidamos, de forma constante. Por conveniencia o fatalidad.

Alicia no olvida. Sé que regresará sobre el asunto en alguna de nuestras próximas conversaciones. Siempre vuelve y pregunta: si prefiero el fútbol o el rugby, cuál es mi selección favorita de rugby, qué equipo de fútbol prefiero en Inglaterra. Cuando le digo el Liverpool, ella responde: "¡Toma, yo también!". ¿Por qué el Liverpool?, la interrogo. La respuesta es obvia: "Porque los Beatles son de allí". Razón de sobra, no importa si uno de ellos (McCartney, siempre se dijo) apoya en realidad al Everton. De momento no me ha preguntado más acerca de la existencia del cielo. Debe de ser porque consideró el comentario una estupidez que no precisa mayor indagación. Hoy hemos pasado la tarde viendo Help y vídeos de Hey Jude, de All You Need is Love, de Lucy in the Sky with Diamonds o de I Am The Walrus. Luego, en el coche hemos escuchado The Long and Winding Road (que se traduce como "el largo y ’tortugoso’ camino", según ella), y La Balada de John y Yoko, en la que murmura fonéticamente la letra y se une a los coros a tiempo para el célebre "they’re gonna crucify me!". ¿Habremos creado un peligroso clon? El veneno ha llegado tan lejos ya que su hermana Cayetana, de dos años, se montó un día en el coche con su madre y antes de arrancar empezó a decir, con tono urgente: "Opite". La palabra era nueva. Nadie la entendió: "Opiteeeeee", repitió ella. Varios gritos después la descifraron: opite significa Los Beatles. Hubo que ponérselos para calmarle la ansiedad.

Me ha preguntado la edad de Lennon cuando murió. He estado a punto de decirle 33, pero hubiera precisado otra explicación tan grave como la del cielo. Así que le he dicho la verdad. Luego le he tomado esa y otras fotos mirando al ojo de Lennon en Strawberry Fields Forever. Un ojo que rebosa la la pantalla y que son dos planetas en órbitas concéntricas: una pupila distorsionada y su marco de anteojos redondos. He pensado en el ojo contenido en un triángulo. Probablemente el cielo no exista, pero mientras lo descubrimos podemos escuchar a opite.

La soledad del corredor de pollos

La soledad del corredor de pollos

El día 31, a las seis de la tarde, me corrí la primera popular urbana de mi vida, la San Silvestre de Zaragoza. Versión reducida, ojito, porque un diez mil me hubiera impresionado sobremanera y ya no tengo edad para emociones fuertes. Así que salimos ahí al Paseo Independencia a despedir el año con otros 2.000 desocupados. Decía la animosa publicidad: “No hay mejor forma de despedir el año que haciendo deporte”. Y yo, que me gusta tanto el deporte, pensaba: si sabré yo que hay maneras mejores de despedir el año... Pero ésta es la que toca esta vez. Y a gusto, oye. Con deportividad. Mallas apretadas, la camiseta del portero aragonés, que calienta y estiliza mucho, y un cabezal ligerito. Ojo que vas a pasar calor, me advirtió Angelito, veterano de la prueba. Quita, quita, que yo soy de mucho abrigarme para el deporte, lo tranquilicé.

La primera dificultad fue colgarme el dorsal 1.540 que me había entregado la organización de la prueba. ¿Cómo se pone uno el dorsal, co?, le pregunté a César, que me había embaucado sin confianza en el asunto. Imperdibles, contestó. Claro, eso ya lo suponía: la cosa es... yo soy un hombre sin imperdibles en su domicilio. Aunque levanté varios cajones y les di vuelta, no fui capaz de encontrar uno. Me resigné a hacer todo el recorrido en patética y poco diligente postura, con la mano agarrando el dorsal contra el pecho, como un moderno caballero del Greco. Menos esbelto, eso sí. Sentí un cierto vértigo escénico, la gente señalándome, el tipo de la megafonía comentando el sucedido por los altavoces en el Paseo Independencia: “Ahí va Ornat, sin imperdibles señores, no se lo pierdan que hace falta ser lerdo: se nota que lo más que ha corrido este cantamañanas es para coger el autobús... Y bueno, señoras y señoreeeeees, cinco minutos más para la cuenta atrás”. Afortunadamente, gentes de buena voluntad me prestaron unos imperdibles con los que me agarré el 1.540 al pecho.

Aun así, ya no me pude quitar los nervios en buena parte de la carrera. No me digáis por qué, pero yo estaba nervioso. Llevaba toda la mañana pensando en la subidita de San Vicente de Paúl, donde calculaba yo que iba a cascar el huevo, con lo que me quedaría un buen tramo todavía, como de milqui o algo así, en el que echar el bofe para solaz del pueblo zaragozano que no tuviera otra cosa que hacer que apostarse en las veredas a mirar la carrera del día de Nochevieja. En fin, con esos pensamientos y un chip prodigioso en el cordón de la zapatilla derecha para registrar mi tiempo por métodos electrónicos que me superan, nos situamos entre los 2.000 participantes. Alguien dio la salida. Venga que vamos. Nadie se movió. Bueno sí, supongo que los de delante, Eliseo, la Macías (yo jugué con su hermano al rugby hace tres o cuatro siglos, que se sepa), Larraga, el Benarafa, Chamalen, Cram, Ovett y Nourredine Morceli, qué sé yo: todos esos salieron como una instalación, según vi luego en la tele y las fotografías. Nosotros tardamos unos segundos, como en los semáforos. Si irían rápido esa gente que antes de que nos pudiéramos mover, ya habían girado en el monumento del Justicia y bajaban pateando el asfalto hacia la Plaza de España como si fueran a quitar las calles, oye. Entonces empezamos a movernos nosotros.

El trío de la bencina nos situamos por la derecha y partimos como el Renault aquél de Alonso, adelantando a todo meter y además por el lado de la acera, para que el pueblo nos pudiera jalear. Yo tomé la retaguardia desde el primer momento. En esos primeros metros la carrera se pone muy perra y no me convenía ir largo al suelo como Zola Budd, aquella que corría descalza. Uno tiene un leve prestigio que mantener. Aun así, apreté los esfínteres cuanto pude y les seguí el ritmo a los otros. Versado atleta y buen conocedor de las calles de la ciudad, Angelito avisó: “Vamos a agarrar la cuerda por el otro lado que hay que dar el giro”. Y eso que nos ahorramos, pensé yo. Como buen deportista, sostuve un breve diálogo conmigo mismo: “Ornat, tú no te cebes que no te conviene una carrera rápida. Tú a la marchica, a la marchica”. Así que bajé Independencia, pasé la contrameta donde estaban todos los fotógrafos, giramos en el Coso, Fnac y afrontamos la calle Alfonso, donde me sentí grande porque oye, uno ha nacido ahí como quien dice, así que en la esquinita con Torre Nueva casi levanto los brazos para saludar, pero no había nadie a quien saludar. Gente sí, gente había, pero ni un solo Ornat: andaban preparando el rape con langostinos.

El adoquinado de la zona de las Murallas se lo hubiera colado en el orto ahí mismo a Béloc, insigne munícipe, pero lo salvé medio subiéndome a la acera, bordeando la cinta de la Policía Local. Salimos a Echegaray en pentacampeones. El ritmo era superior a lo que yo mismo me podía permitir, eso estaba claro: presa del entusiasmo y la inercia de la masa, recuerdo haber pensado claramente: “En San Vicente de Paúl pliego, tú”. Ya no había remedio. Mucha gente mirando, uno no puede desfallecer. Efectivamente, en el puente de Piedra se me vinieron de vez el láctico y la deuda de oxígeno, dos términos que siempre me han encantado. ¿Quién me mandaba haber pasado la mañana jugando al pádel? No sirve como excusa: si te quedas tirado sin llegar y alguien te pregunta y dices: “Sabes qué pasa, co, es que me he pasado la mañana jugando al pádel, co”... Suena patético. Ahí pasado el puente se me escapó definitivamente César, que yo creo que venía concediéndome una moratoria hacía rato. Llegó la temida cuesta de San Vicente y, sí, qué bien se va en coche a todas partes, señores. La subí porque otra cosa no, pero orgullo los Ornat tenemos el que haga falta. Y huevos mucho gordos. Y luego me dije: chato, recupera un poco porque si no vas a dar un espectáculo lamentable en el paseo y eso no puede ser. La estrategia es básica en el medio fondo, tú. Si caes muerto frente a los ventanales del Heraldo, fíjate qué planchazo...

Entonces fue cuando un tipo me faltó al respeto. Y creo que era de la organización, porque estaba de este lado de la cinta y con atuendo corporativo. Me vio venir. Yo no lo voy a negar, ahí iba sufriendo sí, tratando de recuperar un poco después de la subida, pero vamos que no arrastraba los pies ni nada parecido. Sin embargo, cuando pasé por delante del elemento en cuestión, me dijo: “Venga, que ya estás”. Así, sin más. Venga, que ya estás. Lo dijo sin énfasis, como sin ganas, igual que si alguien lo hubiera programado para decir “venga, que ya estás”, maquinalmente, al que pasara por delante. Yo me fui muy dolido, tengo que decirlo. ¿Se lo decía ese hombre a todo quisque? ¿Tanto me vio sufrir? ¿No se daba cuenta de que llevaba a cosa de 1.200 personas más por detrás? ¿Movía mi estampa a semejante conmiseración?

Con esos pensamientos descentrándome, alcancé el Coso y el tramo definitivo. Iba haciendo grupo con chicos y chacos que me pasaban o los pasaba, y a veces las dos cosas porque los ritmos fluctuaban bastante. Aguanté el tipo y entré en el paseo digamos que jodido, para qué nos vamos a engañar. En el reloj daban las seis y cuarto: ¿será posible sufrir tanto en un solo cuarto de hora de carrera? Será. El paseo parece corto en un día cualquiera, pero cuando uno ha de correrlo, oye, como que se alarga. Calculando si echaría el bofe o no, sentí la soledad del corredor de pollos y ese apretoncito blando que se apodera del vientre en este tipo de situaciones, pero me dije: “Ornat, si aflojas un poco más se te van a subir los caracoles a la pija, mira a ver si tal...”.

 

Al tomar la última curva, oí que un chico y una chica que iban bastante cuadrados se daban referencias: “Ahora son 20 minutos, así que nos quedan cinco para entrar en los 25”. Calculé y vi que la resta estaba bien hecha. 25 menos 20: Cinco. Clavao. Del Justicia a la Cai, donde estaba la meta, me dije que cinco minutos no me podía costar en la vida. Entonces mi lado menos coherente entró en acción. Y, contra todo pronóstico, ataqué a la salida de la curva. ¿A quién ataqué? Lo primero, a la pareja de la suma y la resta, que no sé por qué dije: a estos los dejo yo de rueda pero ya. Pero sobre todo me ataqué a mí mismo, como luego se vería. Y me puse en un ritmo tremendo de llegador consumado, tratando de no cabecear mucho y dispuesto a sostener mi larga y desconsiderada ofensiva. En ese fugaz pasaje de gloria recogí unos cuantos cadáveres... A punto estuve de recoger también el mío propio. A mitad de recta me pareció que la meta estaba en Cuenca. ¿La estarían moviendo para abajo esos cabrones? La pareja de los 25 minutos me adelantó por la izquierda. Vaya cambio de habas que había metido. Pero no era momento de venirse abajo sino de proclamar la gloria del triunfador, porque el triunfo está en terminar, dicen. Eso dicen, a mí no me miréis. Con el sentido del dramatismo que me caracteriza, pensé componer una estampa en la llegada como la de Sebastian Coe en la foto, pero no había nadie para inmortalizarme. Así que entré en meta en un honroso 755º puesto, en 23:24 minutos, a algo más de once minutos del ganador de la prueba, el tal Eliseo. Once minutos no es tanto, no me jodas: es lo que llego yo siempre tarde a cualquier sitio que vaya. Me dieron una bolsa con un plátano, unos conguitos, una botellita de agua y una camiseta conmemorativa verde pistacho que para dormir no te digo yo que no vaya a hacer su papel. El jamón del sorteo no me tocó.

Canción de amor en (irónica) pareja



No lloro por ti,
no lloro por ti,
lloro por las nubes que son de un blanco imposible
y aquí abajo nada es puro, todo es feo y tan horrible.

No lloro por ti,
no lloro por ti,
lloro por las hojas que se caen en el otoño,
ni las miras al pisarlas, qué pena, qué abandono.

No lloro por ti,
no lloro por ti,
lloro por los perros que abandonan en la calle,
lo que sienten, lo que sufren, nadie lo sabe.

No lloro por ti,
no lloro por ti,
lloro por lo mucho que quería este momento,
aquí estás tú de rodillas y me importas un pimiento.

[No Lloro por Ti, de Nacho Vegas y Christina Rosenvinge]

Canción de amor navideña

(Él: ¿Qué?

Ella: ¿Se puede saber qué haces?

Él: Estoy leyendo un cuento de Navidad, joder...

Ella: ¿Desde cuándo te gusta leer?

Él: Mira, no empecemos...

Ella: No empecemos, no... ¡No empieces tú conmigo! Se supone que en Navidad íbamos a visitar a mis padres y en lugar de eso ¿qué hacemos? ¡Una fiesta con tus amigotes!

Él: ¿¿¿Mis amigotes???

Ella: ¡Sí!

Él: ¡Y tús amigos qué!

Ella: ¡Yo no tengo amigos!

Él: Claro, claro, no tienes amigos porque ni siquiera sabes ¡cómo hacer amigos!)

 

Feliz Navidad, esta noche no quiero líos

Feliz Navidad, esta noche no quiero líos

Feliz Navidad, esta noche no quiero líos


¿Dónde se ha metido Papa Noel? ¿Está en su trineo?

Dime, ¿es que esto es siempre lo mismo?

¿Dónde está Rudolph? ¿Cariño, dónde anda Blitzen?

Feliz Navidad, feliz feliz feliz Navidad

 

Todos los niños arropaditos en la cama

Con hadas buenas bailándoles en la cabeza

Guerras de bolas de nieve, qué emocionante cielo


Yo te quiero y tú me quieres a mí

Y así es como debe ser

Te quise desde el primer momento

Porque la Navidad no es momento de romperle el corazón a nadie


¿Dónde se ha metido Papa Noel? ¿Está en su trineo?

Dime, ¿es que esto es siempre lo mismo?

¿Dónde está Rudolph? ¿Cariño, dónde anda Blitzen?

Feliz Navidad, feliz feliz feliz Navidad


Todos los niños arropaditos en la cama

Con hadas buenas bailándoles en la cabeza

Guerras de bolas de nieve, qué emocionante cielo


 Yeah, yeah, yeah

Yo te quiero y tú me quieres a mí

Y así es como debe ser

Te quise desde el primer momento

Porque la Navidad no es momento de romperle el corazón a nadie


Feliz Navidad, esta noche no quiero líos

Feliz Navidad, esta noche no quiero líos

Feliz Navidad, esta noche no quiero líos... contigo

 

(Él: Oh, cariño, cuánto lo siento... No deberíamos pelearnos así, es Navidad...

Ella: Lo sé, lo sé. Qué tontería. Lo siento... lo siento.

Él: Mmmm, te quiero tanto, cariño.

Ella: Siento que siempre vamos a estar juntos, lo sé.

Él: Tengo una sorpresa... Feliz Navidad.

Ella: Oh, me has comprado un regalo, qué amor... porque yo no te he comprado nada.

Él: No, no importa mi vida.

Ella: Oye, que no vamos a romper, eh...

Él: Claro que nooooo, vamos a estar siempre juntos, ya sabes mi amor.

Ella: Oh, guau.... oh, imbécil, imbécil: ¡Esto es rojo, rojo! El rojo me hace más gorda...

Él: Qué va, si te queda fantástico.

Ella: No, no... dsaf asdjf alsñdfjasdlfj sadlkldsdffsdafjaslfaioqewurioewqr xcvu oqpdfuaouoqeurqpouewr asñdlfasfjalñjlñ...)

[Merry Christmas (I Don't Want To Fight Tonight), de The Ramones]

Vicky, Raimunda y Woody Allen

Con un cómodo retraso, como tantas otras, anoche vi Vicky, Cristina, Barcelona: el título siempre me pareció estúpido; la película, ni mal ni bien sino todo lo contrario. Woody Allen no deja de ser un americano que, pese a haber visto y admirado mucho cine europeo, sabe de Europa lo mismo que yo de la formación de los minerales en Marte, y la mira con los ojos romanticones con que los americanos miran a ciertas ciudades de Europa, con el mismo artificial deleite con el que beben vino. En realidad, debo confesar algo: me he cansado del señor Allen, antes Woody. Lo digo ahora pero ocurrió hace ya unas cuantas películas. Le había concedido la bula del amigo, el privilegio debido. Es más, diré que El Sueño de Cassandra o Melinda & Melinda me gustaron bastante más que a la media. Pero ya no se trata de las películas. Lo que me ha cansado es el personaje. Me ha agotado el cliché Woody Allen, el concepto de la película por año, las estupendas chicas de sus filmes, los lugares comunes de los actores que las interpretan, la inevitabilidad de Scarlett Johansson haciendo el mismo papel cuatro veces y todas ellas de modo admirablemente olvidable, la recreación oral de la genialidad del hombre por boca de otros y no por su actual trabajo.

Bardem está bien, pero sin exagerar: le llega para levantar y sostener en pie al Juan Antonio éste y recubrir de cierta credibilidad a un personaje que rebosa tópicos bohemios. Sobre el fenómeno de Penélope Cruz y su María Elena (qué nombres para los personajes, señor, qué nombres)... en fin, sobre esta moza ya no sé qué pensar. Es una actriz a la que sinceramente he de rendirme, porque somete a su favor los juicios de tanta gente de forma tan frecuente que a mí no me llega para negarla. Serán más listos que yo, seguro. Lleva una carrera en la que será raro que nos encontremos salvo casualidad, porque de cada diez películas que hace me interesa media. La inestabilidad emocional de su María Elena me parece igual que aquella rabia interior hecha dignidad de la tal Raimunda. Si Pe y Bardem están nominados para los Globos de Oro, enhorabuena a los premiados y compruebo una vez más que no están iguales todas las cabezas. O será que a Rebecca Hall ya se lo han dado de antemano, porque la mire por donde la mire en esta película sólo se salva Rebecca Hall en el papel de Vicky, el único personaje que no es un boceto o un racimo de tópicos. Y de lejos, la más hermosa de las tres mujeres. Y la única que no aparece en el cartel anunciador de la película, siendo que la película es ella y las paridas de los demás. En fin: para inestabilidades emocionales en el universo de Woody Allen, véanse algunos papeles de Mia Farrow, Anjelica Huston y, sobre todo, Judy Davis, una de sus grandes secundarias, en Maridos y Mujeres.

Para alguien que, como yo, considera Annie Hall una de las más hermosas películas de amor de todos los tiempos, esto supone arrancarse un pedazo del corazón y echárselo a los perros. Hay tres o cuatro personas a las que jamás conoceremos pero que son capaces de salvarnos la vida una o varias veces, incluso por sorpresa. Uno puede esperar el próximo álbum de Wilco y la próxima gira de Wilco y, en la relajada tensión de esa espera, discurrir por los días sin tropezarse. Uno puede entrar una tarde en la Fnac y descubrir que Richard Ford ha publicado en España su última novela, y reparar en que aún quedan novelas de Richard Ford por leer, y que eso le da algo de sentido a todo este asunto tan extraño de pasar los días, y dormir y luego despertar otra vez, como si regresáramos de alguna muerte pasajera, y otra vez dormir y entre medias comer pero con cuidado, y luego amar o no amar, pensar o no pensar, sentir o no sentir, acertar, equivocarse, decir hola, decir adiós, ver trenes que pasan, días que van, gente perdida, la niebla, el viento, el sol, la lluvia. Pero entonces compras la novela de Richard Ford... La compras y sales a la calle con ganas de contarle a alguien ese hecho tan pequeño: Richard Ford ha publicado una novela, yo no lo sabía, y entonces he ido a la tienda a ramonear y la he visto y... bueno, ahora soy feliz. No sé por qué, soy feliz.

La vida es un largo proceso de sumas y restas con decimales muy opinables. Es verdad que ya no van a volver Ian Curtis ni Joy División. Es verdad que sólo existe una primera vez en la que leer El Amor en los Tiempos del Cólera, El Sueño de los Héroes, El Muerto, Rayuela o El Perseguidor. Ya no podemos correr con el coche por las noches escuchando a los Clash. Ya no hay una primera vez para ver El Graduado ni Centauros del Desierto o Manhattan... Pero está Clint Eastwood, un tipo fiable. Está Bob Dylan, que no saluda ni se hace el simpático, pero no falla. Excluyo a los Beatles de toda consideración temporal: siempre jóvenes y haciéndonos jóvenes, en perfecto estado de descomposición genial. El estimado señor Allen era uno de esos pilares sobre los que uno construye su quebradizo edificio de días y noches. Pero todo acaba así, de forma abrupta. O admites que se terminó hace tiempo y que el drama sólo ha sido diferido a esta hora concreta. Un día el compañero de pupitre te dice que los Reyes Magos son los padres. Y 33 años después, encuentras una terrible convergencia entre Woody Allen y Almodóvar, vía Penélope, la Scarlett, Cristina y Raimunda.

A Woody Allen y a mí, como acostumbra a ocurrir con los viejos amigos, nos separan unas mujeres. Caído ese muro antes infranqueable, me quedo pensando que no hay nada que pensar ni motivos para hacerlo. Y a partir de ahí oigo la voz de Kipling que me dice: entonces serás un hombre, hijo mío, pero un hombre escéptico para los restos. Lo cual me permite darle vueltas a una duda que nunca me atreví a poner sobre la mesa con mi propio plato de comida y que estos días me corroe, después de escuchar varias veces con mucha atención Beggars Banquet y Exile on Main Street: ¿De verdad son tan buenos los Rolling Stones?

Pastel de arándanos con crema



My Blueberry Nights
, de Wong Kar Wai (2007)

Las películas de Wong Kar Wai están hechas con la sugerente levedad del celofán. Son deliciosas en el sentido gastronómico del término. No poseen la consistencia alimenticia de un solomillo de ternera cocinado al gusto, pero procuran ese placer visual y gustativo de un bizcocho de frutas cubierto de crema, los helados de fresa y tarta de queso coronados con chocolate negro, un bombón de dulce de leche. No alimentan, pero engordan el espíritu, lo rellenan de la gozosa caloría de lo irresistible. Su naturaleza no tiene que ver con la construcción de una trama, sino con la transmisión de emociones.

My Blueberry Nights son noches de pastel de arándanos y la búsqueda o el encuentro del amor por el camino más largo. O su pérdida absoluta por el sendero más corto. Tres mujeres y tres hombres (el último de ellos elidido, sólo nombrado, sin presencia corpórea en ningún plano) cuyas historias se entrelazan muy levemente, apenas se rozan, a lo largo de un delgadísimo hilo argumental cuya línea de fuga ha de ser, inevitablemente, un círculo. El personaje de Norah Jones, el que vertebra lo que hay de historia en la película, apenas agrega matices a su punto de partida, pero de algún modo misterioso, mágico diremos, se sostiene en ese esmerado lecho de hermosuras que le procura el director; Jude Law levanta con destreza al suyo, que es la otra mitad del que hace Norah Jones; David Strathairn le otorga en su rostro una convincente carga de desesperación al policía dipsómano fatalmente enamorado de Rachel Weisz, mujer hecha de porcelana en permanente tensión, siempre a punto de quebrarse y desencadenar un terremoto; por fin, Natalie Portman vuelve a domesticar un papel en rotunda negación de su apariencia física: una buscavidas del poker a la que le asoman las costuras del extravío. Para una actriz a la que siempre recordaremos como la niña de Leon, el Profesional y, sobre todo, como la adolescente Marty de Beatiful Girls, supone un logro nada desdeñable, ya obtenido en Closer. En cualquier caso, ninguno de los personajes de My Blueberry Nights reclama memoria alguna. A menudo bordean los tópicos. Y sin embargo...

Los protege la cámara de Wong Kar Wai, que los filma con sumo cuidado protector, como si no quisiera incomodarlos: con frecuencia los vemos al otro lado de persianas, de cristaleras rotuladas, de paredes tras las que el director asoma muy despacio su cámara, con un amoroso barrido horizontal. Visualmente, este director chino construye un sostenido elogio del desenfoque, expresividad visual que resalta, sobre un fondo de terciopelo multicolor, a un puñado de personajes abrasados de nostalgia. Es el elegante manierismo de Wong Kar Wai. El amor en color, forma y sabores. Esta película se levanta sobre la dulzura movediza de un beso con crema y el hueco silencio de un adiós sin disparo. En esos terrenos tan livianos asienta WKW trenes sobre un paso elevado, reflejos de neón en los cristales, noches de azul marino casi negro, un café en Nueva York (¿qué hay más cálido que un café en Nueva York), la voz musical de Cat Power, llaves que abren puertas que se cierran, hombres y mujeres vistos en huida por carreteras hacia el interior.

Lo que In The Mood For Love se expresaba con silencios -esa dramática imposibilidad de amar-, se convierte aquí en palabras entreveradas de ausencia. La necesidad de conjurar el dolor con un trago o un pastel, y alguien al otro lado de la barra. La fatalidad de Wong Kar Wai, que tan dulcemente nos amenaza. Ésta no es una obra maestra, ni mucho menos. Si acaso, un hermoso ensayo sin conclusiones acerca del esperanzado (des)amor; de la muy humana y pasajera (in)felicidad.

Shoe Terror


Anotaciones:

1) Buena esquiva de Doble Uve: sin mover los pies del suelo, apenas se ladea un tanto hacia su colega iraquí y evita el proyectil.

2) Wishful Thinking: si en lugar de Doble Uve ahí está el robótico McCain, lo retrata seguro. De Obama no sabemos: sospechamos que, visto de canto, Obama desaparece, lo cual es muy conveniente para un mandatario. A Aznar le hubiera pasado por arriba. A Zapatero le hubiera dado en la mano porque estaría moviendo los brazos seguro. Es un presidente de mucho mover los brazos y las manos, lo que acostumbra a ser un signo de vaciedad discursiva: he visto yo directores adjuntos que hacían mucho aire con las extremidades. La otra posibilidad es que Zapatero estuviera con las manicas bajo los puños de la camisa, gesto que le gusta mucho y le sale sin querer.

3) Los diarios españoles titularon: "Iraq despide a Bush a zapatazos". Una sinécdoque de libro, muy lograda y habitual. La NBC, de la que proceden las imágenes, fue a los hechos... o casi. Su epígrafe reparte méritos entre el agresor y la habilidad corporal de Doble Uve: "El presidente Bush, obligado a esquivar los zapatos que le lanzó un periodista iraquí". Como se ve, la realidad incluye muchos puntos de vista.

3) ¿Qué le hubiera pasado al periodista si los zapatos se los tira al finado Saddam?

4) Según la lógica medieval de la Ley del Talión o como se llame, ¿sería condenado a esquivar un par de zapatos?

5) Respecto al segundo zapato, Doble Uve no lo esquiva sino que apenas se mueve y levanta el antebrazo derecho para protegerse, como si fuera Batman. Es emotivo el gesto de Nuri al Maliki, el primer ministro de Irak, que hace como un amago incompleto de intentar cazar el zapato al vuelo.

6) Una vez lanzado el segundo zapato, surge de la segunda fila un tipo de seguridad de pelo entrecano que se va a situar junto a Doble Uve y éste le hace un gesto como diciendo: "Tate ahí que está todo controlado". Si llegan tarde a dos zapatos, a qué hora llegarían a un balazo...

7) ¿Será por esto que los musulmanes se quitan los zapatos antes de entrar a sus templos?

8) Declaración posterior de Doble Uve: "Todo lo que puedo decirles es que era un 43".

9) Reflexión periodística de Arcadi Espada sobre el zapatazo y acerca de la naturaleza de los diarios digitales: pinche aquí y verá París. 

10) El grito de Mountazer al-Zaïdi, el periodista de Al-Baghdadia que salió descalzo y apaleado de la rueda de prensa: "Ahí tienes tu beso de despedida, pedazo de perro". Es frase del año seguro.