Blogia
Somniloquios

Vivir de cine

David Carradine (1936-2009)

Bill: Hello, kiddo.
The Bride: How did you find me?
Bill: I’m the Man.

(Bill y La Novia se reencuentran con mutuo temor en Kill Bill Vol.2).

Todos los hombres, el hombre

Gran Torino, de Clint Eastwood

Contra mi propia convicción estilística, me referiré a lo general en primera persona. La base de mis juicios sobre cualquier película es simple: a un lado, las que tengo suficiente con haber visto una vez, aunque me hayan gustado o incluso me hayan gustado mucho; al otro, las que volvería a ver nada más terminar de verlas o a los pocos días. Aunque no vuelva a mirarlas jamás. Como cualquier otra forma del arte, como la literatura, como la música, como los momentos inolvidables, como las pasiones, las derrotas y la soledad, las películas tienen menos de entretenimiento huero que de experiencia vital. Las hay vacías, las hay inservibles, las hay alimenticias, las hay liberadoras, catárticas, dolorosas o definitivas. Creo que están ahí para cumplir la inexcusable misión de completar la realidad con la magia parcial de una existencia paralela que nos mejora y nos hace más enteros. La realidad basta para sobrevivir. Es la ficción de nuestros pensamientos lo que nos permite existir en definitiva libertad. Las películas no son sino ficciones de pensamientos ajenos, como cualquier actividad creativa. Ensayos de humanismo, en el mejor de los casos. De entre los directores que mejor forma han sabido darle a esa tentativa de descripción del hombre, Clint Eastwood aparece en el grupo de cabeza. Su obra ha trazado a lo largo de los años una modesta enciclopedia sobre esa materia que somos nosotros mismos. Como los grandes maestros de la síntesis, ha descrito lo general por medio de lo particular. A la manera de John Ford, ha explotado las contradicciones interiores de sus personajes para convertir en héroes dignos de modesta admiración a antihéroes conformados por despreciables pulsiones. En cada hombre ha convocado a muchos hombres.

En Gran Torino están todos reunidos en uno solo: Walt Kowalsky. Quizás el último, si creemos a Clint Eastwood cuando dice que este personaje supone su efectiva despedida como actor. Walt Kowalsky es un ex combatiente de la guerra de Corea dispuesto únicamente a confesar que no tiene ningún interés en confesarse. Viudo y anciano, vive acompañado de un perro, toma cerveza en su porche presidido por una bandera de los Estados Unidos, conserva y abrillanta un preciado Ford Gran Torino del 68, discute sardónicamente con el joven sacerdote de su parroquia y larga salivazos mientras observa con indisimulado rencor la emigración oriental instalada en su vecindario.

Gran Torino no tiene tanto de peripecia argumental como de representación icónica. Es un resumen de Clint Eastwood por el propio Clint Eastwood, cineasta con una inteligente conciencia, bien detallada, de los arquetipos que ha creado su obra y del efecto que han tenido y aún tienen en el público. También, desde luego, de lo que representan. Eastwood posee el nervio y la maestría precisas para abordar una conclusión sobre su propio modelo, hacerlo con humor, sensibilidad y energía. Hay otro elemento decisivo en el valor de este director. De un lado, su empeño en explicar al hombre, causa fundamental del cine que a menudo olvidan de forma conveniente los directores de hoy. No hay que culparlos: cualquiera no vale para algo así. Por otra parte, Eastwood no rehúye ninguno de los conflictos modernos y se le agradece esa valentía. Pasando por encima de la corrección política, trata de atender las discrepancias internas que en cualquiera de nosotros provoca la sociedad moderna. Por ejemplo, como en este caso, la no siempre edificante deriva de la geografía humana.

Esta película cuenta una historia humilde pero suficiente, y cumple los ciclos que tanto y tan bien le gusta bordear a Clint Eastwood: de la comedia a la tragedia con parada en todas las estaciones intermedias. Kowalsky sintetiza a todos los grandes personajes del hombre de Malpaso, un tipo al que no recordamos encarnando a un imberbe, un pazguato o un inocente. Todas las debilidades las reservó para su larguísima y enérgica tercera edad, desde el William Muni de Sin Perdón hasta el Walt Kowalsky de Gran Torino. Como los Ethan Edwards de la era clásica del western, sus personajes habitaban la pantalla en esencial soledad interior. Ahora, camino de los ochenta, en esta segunda inocencia que da el no creer en nada, los hombres de Clint Eastwood buscan asideros en los que reposar sus extenuaciones vitales. Lo hacen, desde luego, a su manera: en el desencuentro con sus propios hijos y la adopción sentimental de otros ajenos; en un dolorido escepticismo religioso que combaten con el ejercicio de su propia y muy piadosa moral; en actos de apariencia descarnada repletos de dramática generosidad; en un conflicto irresoluble con el concepto de la muerte. Todos los fuera de la ley que resumía Josie Wales mataban sin hacer preguntas; los hombres reunidos en Walt Kowalsky están dispuestos a morir para hallar todas las respuestas.

Cuando uno entra a ver una película de Clint Eastwood, puede estar seguro de algo: al final de la historia, sus personajes se han convertido en mejores personas; cuando se enciendan las luces y abandone la sala, el espectador también lo será.

Perro millonario

Perro millonario


Y sí, ha pasado un año y aquí estamos de vuelta con los Oscars. Puede que seamos los mismos pero eso nunca se sabe. Sin ir más lejos, por ejemplo Jaume Figueras ha desaparecido de la mesa de comentaristas en la que reina esa mujer nacida para arrollar y contarlo, Angels Barceló, que se hace acompañar esta vez de dos muchachos a los que no tengo el gusto, pero ya me enteraré quién son antes de que se los devore la dama. La verdad es que no los veo haciéndole frente a Angels sino tocando las maracas, un poco como los dos morenos que acompañaban por la playa a la crepuscular Ava Gardner de La Noche de la Iguana. En fin, que la noche de los Oscars va, ya está en el tema. Los Oscars, la alfombra roja y Penélope Cruz, todo en uno. El hombre somniloquio no está muy fino ni del humor preciso para afrontar lo que viene, advertido queda: a ver si nos centramos porque me da a mí que ésta no va a ser la noche, pero en fin... Ahí vamos. Presenta Hugh Jackman, el australiano de Australia. No es primo de Gene Hackman ni de Larry Haghman, pero podría. Hackman es socarrón; Haghman era un cabrón y Jackman es un pibón: alto, guapo y bien plantado, trabajador y sobre todo muy limpio, no hay más que verlo. Se cepilla los dientes no menos de tres veces al día, no hace pelotillas en público y ya querrían muchos llevar la cara como él lleva el culo. Dicho sea esto sin señalar porque acaban de poner en pantalla a Mickey Rourke, al que se le ha muerto uno de los perros que lo sacó del infierno ("Mis perros me salvaron", se le oyó decir), y digo yo que ese perro había de llamarse Cerbero, porque no podía ser sino el guardián del averno de Dante. Lo han entrevistado en la alfombra roja (a Mickey, no a su perro) y el estirado periodista (que se parecía a Franz Beckenbauer, pero con el pelo caoba y una pluma más larga que la del indio Black and Decker) le ha jurado que todos estaríamos pensando esta noche en Loki, que así se llamaba el bicho. Cualquiera pensará que para sacar a Mickey del infierno bien haría falta un pit-bull de dos metros de envergadura o Kim Basinger con un plato de fresas con nata, pero el animal en cuestión era un chihuahua, ojo al dato. Y un chihuahua viejete mal pelo. Qué escenas tan inconvenientes seríamos capaces de imaginar entre el infortunado Loki y el terrible Mickey... En fin, pasemos a otra cosa.

Jackman ha triunfado en la primera parte de la presentación con un número de inspiración musical clásica, veta que la ceremonia va a explotar mucho este año. Eso y el humor fino, por lo que se ve, ya que han salido Tina Fey (la Sarah Palin del Saturday Night Live y la serie esa que tampoco he visto nunca, sí, sí, esa con Alec Baldwin...) y Steve Martin. Han hilado un par de chistes muy en su línea, sin cambiar la cara, y por el mismo precio le han dado el Oscar al Mejor Guión Adaptado a Milk (puaj), y el Mejor Guión Original a Slumdog Millionaire, que ya os avisé que iba a llevarse hasta los abrigos del guardarropa en esta gala. ¿Os lo avisé o no os lo avisé? Espera, igual sólo lo pensé. Bueno, es lo mismo. La ceremonia avanza a buen ritmo y yo ando retrasado. Han salido Jennifer Aniston y Jack Black (que rima con Black Jack y Rat Pack) y andan repartiendo premios entre los dibujos animados. Wall-E y tal. Esta pareja es aún peor que la de Loki y Mickey. Jack Black y Jen Anniston: que no, joder, que no. Que hay que esmerarse un poco más a la hora de juntar a la gente...

Llegados a este punto, hay que decir que, efectivamente, la señorita Penélope Cruz se ha llevado el Oscar de marras. Como diría Pumares, ahora ya se le puede considerar oficialmente guapa y buena actriz. Era el primero y no lo he podido dar en directo; no sé si queréis que insistamos en el tema o no. Yo se lo hubiera dado a Marisa Tomei por sus strip-tease en The Wrestler (compárese vía YouTube con el de Pe en Chromophobia y señalen las ocho diferencias) y porque no se me ocurre ninguna posibilidad mejor. Las otras nominadas es que casi ni tienen tiempo de competir: Amy Adams en La Duda pues sí, está bien de monja floja y sosa, pero no alcanza para tanto; Viola Davis levanta el vuelo en la misma película, pero sale tan poco que, en fin, no da tiempo a armarle una coartada con la que enfrentarla a Raimunda. Algo parecido ocurre con Taraji P. Henson en El Curioso Caso de Benjamin Button, esa película tan bonita tan bonita que molesta de bonita que es. Como no había rival, porque lo de Marisa tampoco es para romperse la camisa (pareado), pues se lo lleva Penélope. Qué os voy a decir que no sepáis. Se lo ha entregado un combo de cinco premiadas anteriores, con Tilda Swinton, Angelica Huston y otras actrices no acabadas en Nton. Entre ellas Goldie Hawn, recién levantada siempre de la cama tras una mala noche, a la vista de su peinado. Naturalmente, Pe ha nombrado a Pedroooooo Almodóvar, a Trueba, a Bigas Luna, a Alcobendas y a "toda la gente en España que considere suyo este premio". Que no sé yo si los hay, porque foro donde me meto, foro donde están despedazando a esta muchacha acusándola de todo y nada. Pero bueno, que oye, como diría Angels Barceló, "ya tenemos otro Oscar", aunque ese plural mayestático me da a mí temor y no sé bien a quién se refiere, si a los españoles, a los amigos de Penélope, a los oyentes de la Ser o a los tres de la mesa, que todo puede ser. La gente salta y festeja en una sala madrileña donde se han reunido para tal ocasión. Y digo que yo sólo se me ocurre una perversión equiparable a ésta, que consiste en reunirse para ver si Rosa ganaba Eurovisión con el Celebration aquél. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

A las 3:17 de la madrugada, hora local en mi casa, El Curioso Caso de Benjamin Button (película en la que a ninguno de los personajes le parece suficientemente curioso el caso, porque todos se comportan como si fuera de lo más normal), decía que Button se acaba de apuntar su primer Oscar: la Dirección Artística, que es un concepto así como muy de manual. La Dirección Artística. El que no sepa de qué va, puede acudir a Google, donde está todo lo necesario y mucho más de lo innecesario. Aquí tenemos suficiente con mantenernos despiertos, vive dios. ¿Esta gente no piensa hacer descansos? Se ve que, por ahora, no... Ha debido haber alguno pero se me ha pasado. Anda Sarah Jessica Parker del brazo de Daniel Craig por el escenario, presentando el premio al vestuario (cómo no, claro) para The Duchess, y menos mal que los han puesto juntos porque estos dos son personas que, de pie uno encima del otro, alcanzan a duras penas el metro ochentaicinco... Carrie Bradshaw lleva un vestido muy vaporoso y Craig va disfrazado de Bond. El mismo traje, la misma cara de amenaza e idéntica nerviosa inmovilidad, así que parece el guardaespaldas de la otra. Y no apostaríamos que no le apeteciera darle un tortazo a alguno de los presentes, pongamos al presentador. Tal y como está la cosa, eso animaría mucho. Eso o alguna inconveniencia por parte de Mickey Rourke, la esperanza blanca de la noche. Hugh Pac-Man ya le ha advertido, graciosamente, de que la ceremonia va al aire con siete segundos de retraso, pero que la van a poner en un par de minutos de demora si él sube a recoger el premio de Mejor Actor. Lo mejor para decir una verdad es recubrirla con una broma. Es como mantequilla en el culo, con perdón por lo de mantequilla.

Tengo que decir, ahora que la cosa se ha parado un poco, que The Wrestler ha sido mi película preferida de esta edición, seguida a una distancia considerable por Slumdog Millionaire y La Boda de Rachel, que la he visto esta misma noche. Y, a pesar de que en esta última Jonathan Demme se ha puesto en plan dogma, moviendo mucho la cámara y tal y con violentos conflictos familiares que recuerdan La Celebración de Thomas Vintenberg, resulta que Anne Hathaway está fantástica en su filosa languidez. La película y yo hemos mantenido una enconada batalla por no gustarnos mutuamente, pero al final nos hemos entendido, no sé cómo, al punto de echarla de menos en las nominaciones, en el lugar de películas con fecha de caducidad inmediata como El Lector o La Duda o la misma Milk si me apuran un poco. Yo divido las películas entre las que vería otra vez y las que no vería. Y The Wrestler la vería. El resto, pues no. Pero el caso es que el factor Penélope este año viene a ser terrible: o sea, nivel bajo. Desde ya aviso que mis preferidos para los premios de actores son Anne Hathaway (La Boda de Rachel) entre ellas y Frank Langella (Frost/Nixon) en el apartado macho. Por si a alguien le importa, que no creo.

Esperad que voy a escuchar un poco a Angels, que está parlamentando... (Pausa en tiempo real). Bueno, pues no era para tanto. El trío ha estado contenido, reflexionando de forma elocuente sobre la escenografía de la ceremonia, muy variada y original, con ritmo más vivo que de costumbre. Pero bueno... que ponernos a hablar de esto a tales horas, qué sé yo. Es la diferencia entre ellos, que van al meollo, y nosotros, que somos gente ávida de digresión. En el mientras tanto, acaba de salir la reina Amidala a presentar un Oscar, toda vestida de fresa y, con perdón, el premio a la señorita de la noche se lo van a disputar entre ella y Freida Pinto, la nena de Slumdog Millionaire, salvo que aparezca Jessica Alba ya dada a luz y nos alumbre. Je. Natalie Portman le da el premio a la Cinematografía a Slumdog, o sea que en estos momentos la cosa va empate a dos entre Button y los indios. ¿Os hablé el año pasado de la camisa con puños de chorreras de Angels? Pues ahí está otra vez. No digo yo que sea la misma, Dios me libre. Hoy la remata con chaleco negro, que viste mucho, como bien sabía Juan Tamarit.

Bueno, acaba de saltar la sorpresa: ya pueden retirarse Amidala y Freida Pinto, porque acaba de aparecer en escena la señorita Beyonce Knowles con sus dos muslos al frente y aquí el que suscribe está dando vueltas sobre el lomo en el suelo como un alegre perrillo, porque la muchacha ésta ha redefinido el concepto de cuádriceps y reivindica la cadera como forma de vida superior y posibilidad de desaforada religión laica. Me he acordado de cuando mi madre me dejaba pollo asado en el horno y regresaba yo de una larga curda post-adolescente y así, con todo el morao, me peleaba contra esos muslos grasientos mientras afuera rayaba el alba, y me ponía de jugo y carne como un auténtico vikingo, como para ducharme antes de ir a dormir. Qué muslos, dios qué muslos, Beyonce y ese pollito a la cerveza. Juro que cuando ha salido (para hacer un número de homenaje al musical con Hugh Jackman a su lado) hacía tres segundos que el hombre somniloquio había pensado: "Esta ceremonia no puede ser nada si no aparece Be". Porque Be y Pe son bilabiales las dos y resuenan mucho. Y ha sido pensarlo y zas. Perdonadme que me calle un rato porque voy a pedir tres deseos, ahora que tengo la capacidad anticipatoria más acusada que el propio Marcelino, que dijo el viernes que el sábado el Zaragoza tenía muchas opciones de perder, y el Zaragoza le hizo caso y perdió. Y diréis que adivinar tal cosa no resultaba tan complicado, porque el Zaragoza siempre pierde fuera. Ya. A vosotros lo que os pasa es que queréis echar a Marcelino, pájaros. Que se os ve el plumero.

Y aquí estamos, de tontada en tontada hemos alcanzado las cuatro de la mañana. Hora en que le van a dar el premio al Mejor Actor Secundario: Josh Brolin por Milk, Robert Downey Jr. en Tropic Thunder (¡¡¡vamos Bobby, siempre Bobby!!!!), el dudoso Philip Seymour Hoffmann en La Duda, Michael Shannon el breve por Revolutionary Road y el difunto Heath Ledger en ya sabéis cuál...Se diría que no hacía falta que vinieran el resto, pero el que no ha venido, obviamente, es Heath Ledger, que andará paseando al chihuahua de Mickey Rourke si es que Cancerbero se deja. Y se lo han dado a Heath Ledger, claro. Si sirve de algo decir que  no estoy de acuerdo, oye, yo lo digo. No me gustó El Caballero Oscuro más de la cuenta ni Heath Ledger más que Jack Nicholson. Pero bueno, yo no entiendo nada. Durante el discurso de la familia del finado han puesto un plano de Adrian Brody, que hacía una cara como de dolorida contrición, igual que si alguien le estuviera apretando los huevos por debajo del asiento. Puede que estuviera emocionado por lo de Heath Ledger o bien pensando en lo que hará mañana por la mañana, pero siempre tiene la misma cara, un gesto de lástima expresionista que a Ninette le gustó mucho, dicen, porque a esa chica lo mismo le gusta el arte que las motos, mire usted.

La gente ésta se ha puesto ahora con los documentales, que bien podría presentarlos Pedro Erquicia y la cosa ganaría mucho. Ha habido en la historia del hombre poca gente más envarada que Erquicia, cuya anatomía se compone de cuello almidonado, gafas prominentes y un tronco seco como taco de madera. Un espectáculo de gracilidad, no digáis que no. Os voy a ahorrar la emoción de la lista de nominados y premiados en estas categorías. Los chicos del Plus agregan ahora una nota interesante de color, sobre quién se quedará el Oscar que le ha tocado a Heath Ledger. Porque la legalidad de los Oscars, si el juez Garzón no indica lo contrario, establece que no se puede delegar en nadie para recogerte el premio. Y donde podía esperarse al director de la película, cosa habitual, ha aparecido la familia Ledger. Según el derecho de sucesión que rige en el Teatro Kodak de Los Ángeles, la estatuilla la debe heredar la hija de Heath Ledger, una niña de 12 o 13 años llamada Michelle. "Veremos qué deciden los padres de Heath Ledger", apunta, suspicaz, Angels. ¿Querrán los yayos birlarle el premio a la nieta? Qué cosas, oye...

Como ahora están con los premios técnicos, me he puesto a hacer zapping y en Sportmania están poniendo voleibol féminas, que te digo yo que ojo con ese tema. Pero de verdad. Hay una sacadora que pega unos samugazos de miedo, da terror pensar si esa muchacha te larga un bofetón por llegar tarde cualquier noche de salida con los amigotes... Otra vez muslos de pollo a la cazadora, vaya noche llevamos. Espera que muevo un poco a ver. Me he ido a Teledeporte y nada más ponerlo, hala, un plano de Diego Milito con el Genoa, que me dan ganas de llorar o de salir volando para la Antártida. Vuelvo a la cosa que nos ocupa: Mezcla de Sonido para Slumdog Millionaire. En realidad lo que mezcla bien esa película son los arquetipos narrativos: un rato parece que la película quiere ser un drama social con la India de fondo, después gira hacia el cine de mafias y malevos de poca monta y mucha perversidad, y termina por desembocar en un cuento de hadas para adultos, recubierto de una luminosidad adorable y de un celofán muy bien puesto para filtrar la inverosimilitud de todo el tema. El Montaje también se lo ha llevado Slumdog Millionaire, dicho sea de paso. Lo que no es poca cosa porque la estructura de la narración, con continuos flashbacks explicativos que le van dando el sentido último a la historia, no es sencilla. De hecho, hay un ratito al principio en que uno duda si esa discontinuidad no se llevará por delante tantas otras virtudes de la película, en la que la ciudad de Bombay, los colores, olores, sabores y sonidos de la India, componen un poderoso personaje que le hace de manto acogedor a la sórdida historia. Van cuatro.

He de decir que me estoy aburriendo. No sé si se nota, pero me aburro. No por la gala, que está bien: es la falta de emociones interiores, que me tiene de esta manera frente al mundo, como si me hubiera dejado la riada, tú. Lo que no tengo es sueño porque yo soy así de desordenado. Le han dado el Oscar humanitario a Jerry Lewis, el profesor chiflado, lo que no deja de ser un acto de generosidad. Más generoso es lo de Pe, aunque ese es otro tema, no nos vayamos del asunto. Se lo ha entregado Eddie Murphy, y se me ocurre pensar si dentro de cincuenta años no veremos (o verán, crucemos los dedos) a Eddie Murphy recoger un Oscar honorífico a toda su carrera o como reconocimiento a sus obras sociales, cual ha sido el caso de Jerry Lewis. Porque desde luego, dárselo por alguna película está complicado si no cambia mucho la cosa. A ver cómo va el voleibol, espera: mecachis que se ha terminado. Ahora ponen la Liga Indoor de fútbol, ese invento para veteranos. Real Madrid-Athletic, mira tú... Con Buyo en la portería y José Emilio Amavisca, que aún no se ha cortado el pelo ni ha engordado un gramo. Qué tío seco, eh... La Banda Sonora Original se la ha llevado... decidlo vosotros que a mí me da la risa: sí, Slumdog Millionaire. Están el escenario y la platea que revientan de indios, oye. Parece Brick Lane. Menos mal que el sábado, con acerado espíritu anticipatorio, nos trapiñamos un curry. Si no, a estas horas me estaría subiendo por las paredes. Y espera porque ahora viene la Canción Original y de las tres nominadas dos son de Slumdog y la otra de Wall-E. Me voy a escanciar un vaso de leche en lo que las cantan.

He aprovechado para cambiarle el agua al canario, que ya era hora, y en fin, que las cancioncitas se las traen: si se presentan Nena Daconte o La Oreja de Van Gogh yo creo que mojan. Un día de éstos hablaremos de la tragedia que para la canción ligera española ha supuesto la separación de Amaia Montero y los otros, porque si ya era terrible aguantar una oreja, ahora resulta que hay dos orejas, porque todos cantan lo mismo o parecido. No os digo quién ha ganado este Oscar, por cierto, pero son los de siempre. Una cosa de locos. Bollywood revienta, chico. Y a Danny Boyle, el director, le va a dar un chungo en cualquier momento. Y que no enfocan a Freida ni a tiros, eh... ¡Para un momento, que si antes hablo!: ahora sale a presentar, justo. Estoy que lo clavo esta noche. Ahí está Freida, cogida del brazo de Liam Neeson, luminosa sonrisa, y premio para Japón. Es impagable escuchar a un japonés hablando inglés, con esa dicción a martillazos. Sorpresón, dicen Angels y sus dos cortesanos. Imágenes de Pe en el backstage después del premio. Ha hecho historia, insisten. El fútbol es así.

Las 5:14, tú. A ver si alguien dice qué queda por delante porque mi motivación es mínima: ah, los cuatro grandes anuncia en este momento Angels. Actor/Actriz, Película y Director. Yo creo que si le dan el Oscar a Rourke, ahí me retiro. O no. Igual tendría que aguantar, que soy un profesional del amague y la mentira del área. Insisto en mis preferencias, que son un brindis al sol: se los daría a Frank Langella, Anne Hathaway, The Wrestler (que no está nominada, así que apuesto por Slumdog) y Danny Boyle (con Jonathan Demme, tampoco nominado, muy cerca por La Boda de Rachel). A ver cuántos acierto. Allá vamos. Va primero el director: Danny Boyle. Toma ya. ¿Será que sé de esto? Ni papa, tú, pero ya dije que aparezco como crítico de cine en la Gran Enciclopedia de Aragón, a ver si revisan la cosa esa o si acaso que me incluyan como jugador de rugby en franca progresión con la edad. A lo que vamos: Danny Boyle ha hecho una película muy adorable en sus variados registros, y un trabajo de embellecimiento fílmico de la mierda muy apreciable. No lo intentéis en casa que no os saldrá. Ahora va el de la actriz. Todo el mundo apunta a Kate Winslet, pero a mí El Lector no me pareció nada tan especial: la segunda parte me resultó tópica y negó todo lo que me había gustado de la primera. Debe de ser porque en ese tramo manda Ralph Fiennes, un señor que me amarga cualquier película con su expresión de perenne deglutidor de limones; y ella, una de mis favoritas, me gustó mucho más en Revolutionary Road, digo. Ese maquillaje del personaje envejecido le hace mucho daño a su implacable credibilidad. Meryl Streep le pone a su ordenancista monja de La Duda una maestría muy clásica, intemporal, pura academia. Y el Oscar es para... Kate Wislet, claro. Sexta nominación al Oscar, primer premio. Quince nominaciones tiene ya Meryl Streep, que viene a ser como Borges con el Nobel. ¿Nombrará Winslet a su Alcobendas inglesa, conocida como Reading? Veremos... es falseta en los discursos (no te cuento la otra), ya me percaté en los Globos, pero parece que no. Minuto y resultado: Alcobendas 1-Reading 0. ¿Nos dice esto algo? Opinen ustedes.

Toca el actor principal. Si apuesto por Langella es porque su Nixon no incurre en la imitación física (digamos, el de Anthony Hopkins), sino en la recreación interior, en la humanización visceral de un monstruo con enorme sutileza y habilidad, una fusión tremenda. Sean Penn es Meryl Streep pero mejorada, un animal interpretativo de voracidad brutal: devora los personajes y las películas. El Button de Brad Pitt es un tipo que ni siente ni padece, eso sí que resulta un caso curioso. La vida lo traspasa en dirección contraria al tiempo normal, pero él parece desprendido de cualquier lazo con su mundo interior y exterior. Lo menos interesante de Benjamin Button (una película intachable en muchos aspectos) es, precisa y fatalmente, Benjamin Button. Y respecto a Mickey Rourke y su luchador, bueno... la realidad y la ficción se intercambian de forma literal y metafórica. The Wrestler está definida por la pedregosa tos de deportista decadente con la que se abre la película. Esa tos es la historia resumida y seguramente el mejor momento, fugaz, de toda la cinta. Uno puede imaginarse fácilmente a Mickey Rourke expectorando igual cualquier mañana de estos últimos años. ¿Y quién ha ganado? Sean Penn. Bueno, su personaje era poderoso, la película mucho menos. No creo que se aproxime a Mystic River, su otro Oscar. Es obvio que resulta más adecuado elegir a un activista gay asesinado que a un ex presidente tramposo y aún vivo, ahora en la carne de Doble Uve  Bush. Queda la película, anuncia Spielberg y lo digo rápido: Slumdog Millionaire. Ocho de diez. La vida es un cuento de hadas para adultos... sólo a veces.

Mickey se ha quedado sin perro y sin Oscar. Frase de cierre de Sean Penn en sus agradecimientos: "Mickey Rourke resucita de nuevo y él es mi hermano". Del chihuahua (perro millonario fallecido a los 18) no se acordó. A ese no lo resucita ya ni el muslo de Beyonce.

Un hombre en San Francisco

Mi nombre es Harvey Milk, de Gus van Sant (2008)

En las empinadas calles de San Francisco, una ordenanza municipal obliga a los residentes a aparcar sus coches con las ruedas viradas hacia la acera, para evitar que se vayan cuesta abajo o se crucen en la calzada si falla el hombre o el freno de mano del hombre. En San Francisco hay una bahía neblinosa de aguas frías, una prisión legendaria sobre la roca de un islote, un puente para su jubilación, una tienda de discos con miles de metros cuadrados, una calle con catorce curvas y un amplio café que sobrevuela Union Square y en el que se pueden tomar trescientas clases diferentes de tarta de queso. También, al otro lado de la bahía, está Berkeley, la universidad donde nació el movimiento estudiantil de finales de los sesenta, la esquina de Haight y Ashbury, en la que los hippies inauguraron el verano del amor con una sentada, y el barrio residencial de Castro, donde los homosexuales izaron hace más de 30 años la bandera del movimiento gay y dispararon la revolución hacia el reconocimiento de sus derechos civiles. San Francisco es a Estados Unidos lo que París a Europa: la penetrante conciencia de una civilización.

Harvey Milk había nacido al otro lado del país, en Long Island, Nueva York, hijo de una familia de inmigrantes lituanos cuyo apellido, Milch, derivó como tantos otros hacia un inglés más acomodado. Durante su juventud y primera edad adulta, Milk se trasladó dos veces a esa ciudad tan contradictoriamente adorable que es San Francisco. La segunda, a partir de los 40 años y mediados de los setenta, es la que le interesa a la película llamada Milk, aquí re titulada Mi nombre es Harvey Milk. Sospecho que si tuviéramos la oportunidad de dialogar un buen rato con quienes toman este tipo de decisiones (cómo se llamará aquí una película que allá se llama otra cosa), aprenderíamos mucho acerca del márketing, la psicología de las masas o la imaginación de los desocupados. A mí que me gusta tanto preguntar y preguntarme, me encantaría saber por qué Slumdog Millionaire se va a llamar así mismo, sin traducción, mientras que Frost/Nixon acaba rebautizada El Desafío: Frost contra Nixon, o esta Milk pasa a ser Mi nombre es Harvey Milk, lo que la convierte en una presunta secuela de Mi Nombre es Joe, con la que no tiene, claro, nada que ver. En todo caso, y poniéndonos minuciosos, habrá que decir que "mi nombre es Harvey Milk" es la frase con la que el personaje inicia sus discursos callejeros y que cualquier traductor preferiría "me llamo Harvey Milk" como versión española del "my name's Harvey Milk". De hecho, en la versión doblada se dice "me llamo Harvey Milk". Piénsenlo. ¿Los españoles decimos me llamo tal o decimos mi nombre es tal? Pues eso.

Aclarado lo cual hay que señalar que el anti énfasis con el que Gus van Sant, el director, pretende subrayar la relevante figura de Harvey Milk no pesa tanto como inteligente recurso de estilo (que no estaría mal si logra que el biopic no derive en empalagosa hagiografía), sino que aparece como debilidad de la película, cuyos personajes secundarios están apenas dibujados en un fondo poroso del que no logran escaparse los dos mejores, los que hacen James Franco y Josh Brolin. Y esa indefinición tampoco enmarca al carácter principal. En Milk no se subrayan más de la cuenta sus grandezas ni se indaga mucho en las contradicciones, los aspectos brillantes ni los oscuros. Y además se nos presenta con un anti énfasis contradictorio porque, por un lado, la narración comienza revelando el final de Harvey Milk (que es conocido porque forma parte de la historia del atribulado movimiento gay) y, por otro, introduce en Milk una deliberada conciencia anticipatoria de su destino, lo que de inmediato lo convierte en un mártir voluntario. No tengo claro que algo así acabe de ser cierto, dado que el desenlace lo provoca alguien que parece más movido por su propia frustración política que por un ideario radical contra los homosexuales. Una cosa es ponerle objeciones al matrimonio gay (cosa que ocurría entonces y ocurre ahora), otra negar los derechos civiles de los gays y, una última, matar a uno de ellos. A veces da la impresión de que la corrección política, y esta película, quiera establecer arriesgadas equivalencias entre esas tres posibilidades. En fin, que hablar de todo esto sin desvelar los detalles de la trama resulta algo confuso.

El caso es que Van Sant retrata a Milk (el primer político gay en pisar cierto poder en Estados Unidos) siempre desde una media distancia algo fría, y si consigue algún matiz de relieve que nos haga aproximarnos a él lo logra gracias a la convincente interpretación de Sean Penn, elevado a una categoría superior desde que se puso aquellos rizos y aquellas patillas en Atrapado por su pasado ("¡¡¡¡suéltame, pasado!!!!", gritaban Les Luthiers en una de sus actuaciones), película más conocida como Carlito's Way. Desde entonces, Sean Penn no ha dejado de elevarse, aunque aquí hay más de mímesis que de construcción interpretativa, y yo lo prefiero en Acordes y Desacuerdos de Woody Allen o, por supuesto, en el Mystic River de Clint Eastwood. Como cualquiera puede sospechar y como ocurría de forma dramática en Acordes y Desacuerdos, el doblaje rebaja mucho a Sean Penn. Se diría que el doblaje no encontró el modo de matizar la meliflua voz sin incurrir en la caricatura, así que descarta ese poderoso matiz.

La película ni molesta ni asombra. Es un buen alegato a favor de la esperanza de un colectivo y una convincente reconstrucción de un tiempo y un espacio. Yo la vi a gusto pero me he descubierto olvidando demasiado pronto el racimo de detalles que la conforman. En mi impreciso cerebro, dejó apenas un par o tres de ideas de menor peso: primero, que el Oscar a la Mejor Película de este año está barato, porque el nivel de las contendientes no reclama mayor memoria. segundo, que tengo muchas ganas de volver a San Francisco y hasta de quedarme probando las 300 tartas de queso, si fuera preciso; y tercero, y en referencia directa a Harvey Milk, confirmamos que un hombre basta para defender una idea, pero no alcanza para salvar una película.

Dilo tú, Carlitos...

La afición (!) me pide que hable de los Goya, que dé mi opinión sobre los Goya, que cuente los Goya, que haga un cronicórum bien opinativo de los Goya. Aparecen comentarios alusorios en somniloquios previos y hasta por teléfono lo solicitan, como hacían muchachos y damas con los discos dedicados en la radio, de eso hace siglos. Seamos claros: la afición lo que quiere es descojonarse de los Goya y convertirme a mí en medium posibilista para su solaz. O sea, que los deshaga yo para así deshacerlos ellos. Y pasar un buen rato todos. En algún caso, la afición incluso pretende que yo, humilde mediador, les explique el caso Penélope, como si ese caso tuviera explicación o como si yo pudiera acceder a los ocultos entresijos de un misterio tan elevado. A mí sólo se me ocurre una torpe comparación con Beckham, un futbolista de nivel medio al servicio de un estratosférico aparato de publicidad. Hay dos diferencias invertidas: una, que el fútbol no le concede premios individuales a Beckham, lo que invita a pensar que el fútbol se toma a sí mismo mucho más en serio que el cine; dos, que nadie en el cine hace películas tituladas Quiero ser como Penélope y, en cambio, sí hay quien hace Quiero ser como Beckham, lo que invita a pensar que el cine se toma más en serio a sí mismo que al fútbol.

Dije ya que jamás he visto una gala de los Goya y me parece altamente improbable que lo haga alguna vez. No se trata de una decisión, es simplemente que nunca me han interesado: si paso canales y los veo, sigo pasando como si no hubiera visto nada, igual que paso los programas esos de Callejeros o las tertulias rosas o el House (ya vale ya con el lupus ese, que no sé qué coño de enfermedad es pero que sale en uno de cada dos episodios), y los telediarios de Antena 3 y las carreras de Fórmula 1. Usted, amigo, preguntará: ¿Qué ve este hombre en la televisión? Eso mismo pienso yo. Documentales de bichos y programas de deportes o partidos de deportes, creo. El resto es internet... Así que con los Goya no hay posición ideológica ni prejuicio. Nunca los he visto. De hecho, cuando conocí a gente que los veía como yo había visto los Oscars toda mi vida, me resultó muy sorprendente, y hasta me extrañé de mi extrañeza porque pensé que ser aficionado al cine y ver los Goya tenía su lógica, tal vez, lo que revelaría mi incoherente apatía. Aún me fascinan más los índices de audiencia que recogen los Goya, pero supongo que en el fondo el ejercicio de ver los Goya viene a equivaler al ejercicio de ver Aída. Luego hay otro problema: son en domingo, los Goya y Aída; y uno en domingo anda dedicado al fútbol. A esas mismas horas están El Día del Fútbol con Noemí y Club de Fútbol, con Vitín. Por si faltaba algo, este domingo además ponían al señor Brad y la señora Angelina mano a mano, en esa magnífica película, ideal para verla sin sonido, que es lo que hice (medio rato). Tenía las orejas ocupadas con los programas deportivos de la radio, que visito de uno en uno en riguroso y aburrido zapeo hasta que apago y busco jazz o bien engancho el último disco que me he bajado (en este caso, Morrissey, oiga usted). Mezclado todo con el tomate más canónigos y los cien gramos de mortadela de pavo. Miren... lo siento pero a todo no llega uno.

Por si todo esto fuera poco, buscando no sé qué, encontré esa misma noche el videoblog de Carlos Pumares, al que ya soy adicto reconcentrado como lo fui de su inmemorial Polvo de Estrellas. Así que... ¿para qué voy a seguir hablando? Carlitos, dilo tú que a mí me da la risa:

La carcoma


Revolutionary Road
, de Sam Mendes (2008)

La conjetura sería ésta: si Leonardo di Caprio no se hubiera ahogado en el Atlántico Norte, habría terminado viviendo en Revolutionary Road con Kate Winslet, que se quedó viuda por anticipación, para convertirse en aquella abuela malos pelos que se trepaba descalza a la proa de los buques. Se trata de una hipótesis sencilla para definir el fondo de la película de Sam Mendes, un ensayo de lo que diríamos hiperrealismo psicológico, o radiografía de una crisis muy común en la edad madura: la vida que tenía pensada no era esto. De jóvenes, soñamos; de adultos, vivimos. El desajuste temporal de esas dos posibilidades contempla un drama. El que no sepa de lo que estamos hablando, que levante la mano. Se la volaremos de un disparo.

En general, la vida no tiene piedad con los soñadores o no tiene tanta piedad como tienen los soñadores consigo mismos. Tampoco en Revolutionary Road hay lugar para la utópica disculpa. Los Wheeler (Frank y April, Leo y Kate) viven en un área residencial del Connecticut de los años 50. Su latente aspiración consiste en salirse del carril por el que la vida conduce a la clase media, no dejarse atrapar por las convenciones y rebatir la uniformidad. No renunciar a la vida, tal y como lo dice April, si es que todo eso tiene algún significado. Cuando llega el momento, Frank duda si dar el paso; April está decidida a probar. Mudarse a París, ciudad soñada, y pensar que en otro lugar serán otras personas, las personas que quisieron ser, exactamente. Se trata de un asunto de perspectivas: lo próximo no genera estímulos; lo inalcanzable dibuja un anhelo. El patio trasero de mi casa es el cotidiano patio trasero de mi casa y, al mismo tiempo, un lugar exótico para un viajero del otro lado del mundo. Frank entrevé esa paradoja y su vía de escape consiste en la infidelidad, lugar común de la ausencia de estímulos en la mediana edad. April desea combatir y la desigual parábola de su intento es la que impulsa la historia.

Esa tensión de interiores (el interior de un hogar y el interior de las personas) resume una multitud de tensiones interiores equivalentes. La película (basada en una novela de Richard Yates) se ambienta en un periodo concreto de los Estados Unidos, muy conveniente por cuanto predomina un modelo por convicción y necesidad, que Sam Mendes expresa en el tapiz de sombreros y trajes repetidos que toman el tren y desembocan en una estación cada mañana, camino de las oficinas. Pero tanto el contexto como su pretendida refutación de lo que llamamos el sueño americano constituyen representaciones de un afán universal, sin nacionalidad. Tampoco el sueño americano la tiene: cualquiera, en cualquier lugar, puede identificarse con su generoso fondo. El foco de Sam Mendes opera casi exclusivamente sobre el progresivo deterioro que la  carcoma infunde en el matrimonio de los Wheeler. Los dos hijos no tienen presencia. No es un error, es un modo de explicar el obsesivo laberinto emocional de una pareja (sobre todo de una madre y esposa que fue joven y desenfadada aspirante a actriz) extraviada en su propia vida. Kate Winslet le pone a su April el formidable vuelo dramático de la que es capaz esta actriz inglesa, que en mi opinión forma parte de una  trinidad de personales favoritas, junto a la inaccesible Susan Sarandon y la creciente Cate Blanchett. Di Caprio posee un registro muy amplio y aquí vuelve a proclamarlo.

Frente a los Wheeler y su ruidoso conflicto de puertas adentro, la película propone a varios interlocutores: el propio espejo y el otro lado de la cama, desde luego. Más un convencional matrimonio amigo y el desequilibrado hijo de sus vecinos, un matrimonio mayor. Ese último personaje (John Givings, que interpreta Michael Shannon) aparece apenas en tres escenas pero supone uno de los grandes hallazgos de la película. Posee una fuerza reveladora vital para el equilibrio de los argumentos y para que el director ejerza una deliberada equidistancia entre todos los personajes. Hay quien entiende que, en realidad, este director acostumbra a practicar un cruel distanciamiento con los antihéroes de sus obras. Es opinable. En American Beauty permitía a sus personajes derivar hacia las diversas obsesiones que los atrapaban, de un modo casi cómico pero con generosidad, para después rescatarlos uno a uno en el giro final de la historia. Esta vez, Sam Mendes abandona a los Wheeler a su suerte, que será diversa. Como la propia vida, sus dos soñadores no le merecen ningún tipo de piedad.

Bobos de oro



Por un momento estuve tentado de escribir una crónica en directo de los Globos de Oro, al estilo de aquélla de los Oscars que tan buena noche me hizo pasar, pero supongo que esta vez no me dio el humor para tanto. Vi un ratito la ceremonia, que no tiene casi nada que ver con los Oscars salvo por los protagonistas. Aquí los premios caen como las bolas en la Lotería de Navidad, a todo trapo y sin consideraciones agregadas. Al final resulta que la prosopopeya constituye la verdadera esencia del asunto Oscar; sin ella, queda todo como desleído. Verdaderamente los Globos de Oro sí que son una reunión de vecinos de Hollywood que se hacen los gamberros y cuentan en el escenario sus veleidades alcohólicas, si viene al caso, o hacen chistes con la cocaína. Todo cargado a la cuenta de un anfitrión con ínfulas que se los lleva a cenar a un hotel de lujo mientras oculta en el sótano de casa a su familia disfuncional. Después de leer este artículo sobre la reunión de alegres diletantes, más o menos desocupados, que conforman la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood, mi desconfianza se multiplicó.

Si me asomé al tema creo que debió ser para tranquilizar mi conciencia o bien para afirmarla, y me explicaré: no hubiera podido digerir otro premio a la "radiante" y "guapísima" Penélope, que no ganó. Ganó Kate Winslet, portentosa actriz de Reading. Y ganó dos veces, lo que me pareció muy de ley. Y no es que le desee yo a Penélope que no gane porque, oiga usted: aunque ella no lo sepa, esa chica y yo tenemos al menos un amigo en común. Y eso sin echar mano de la teoría de los seis grados de separación. No le deseo derrotas a Penélope, ya digo, y no voy a decir algunas cosas que dice la gente anónima por ahí. Pero me remueve mis convicciones eso de que la vean tan maravillosa en papeles en que yo la aprecio tan limitada. Y me molesta porque me importa el cine, supongo. Porque me gusta. Porque yo sí que soy un desocupado que gasta un buen tiempo de su vida en ver películas y pensar sobre esas películas. La diferencia es que yo lo hago a cambio de nada. Por responsable diversión. Sin prejuicios, sin obligaciones.

Si digo que lo de Winslet fue muy de ley, lo digo porque este año llego muy preparado a la temporada de premios, os lo aviso. Podéis preguntar lo que queráis, que como siempre os responderé lo que me dé la gana. Preparado no sé para qué, pero que me lo he visto casi todo. Y sin salir de casa apenas. Las salas de cine son como el mundo: un lugar potencialmente maravilloso, que nos vemos obligados a compartir con incómodos desconocidos. Así que en mi cómodo sillón he visto las de Clint Eastwood: la emotiva ‘El Intercambio', cine enorme;  y ‘Gran Torino', el último papel de Clint Eastwood según Clint Eastwood. Y más Clint Eastwood que nunca si eso es posible, con un veterano de Corea que parece un compendio de todos sus duros personajes. He visto ‘Revolutionary Road' (amarga reflexión acerca de las insatisfacciones vitales de la edad adulta, ojo que hay que mirar ésta con cuidado si uno no ve clara su existencia), ‘Slumdog Millionaire' (hábil y vibrante cuento de hadas sobre un perro callejero que se hace multimillonario, o no, en un concurso de televisión). ‘El Curioso Caso de Benjamin Button', o ‘Frost/Nixon' (en España llamada ‘El Desafío', no sea que alguien no conozca a Richard Nixon y ya no digamos al periodista David Frost).

También he visto la descarnada y árida ‘Gomorra' (que está muy de moda decir lo buena que es, aunque me resultó demasiado cruda en el fondo y en la forma); y ‘El Divo' (que no está de moda decir lo buena que es pero te digo yo que es también italiana y también buenísima y, para mi gusto, mucho mejor que la otra). O ‘Appaloosa', un western bastante estimulante, tal y como se ha puesto el kilo de western a estas alturas, con engendros como ese de ‘El Tren de las 3:10': ¿Desde cuándo los malos de los westerns se arrepienten y se hacen buenos? ¿Desde cuando los buenos sufren traumas sentimentales porque no pueden ser héroes para sus hijos?

He visto tantas películas en tan poco tiempo que de algunas me cuesta hasta acordarme del final. Me parecieron insustanciales ‘Quemar después de leer' (los Cohen son divertidos pero ya sabemos que nunca serán grandes, aunque tengan grandísimos momentos), ‘Vicky, Raimunda, Barcelona' (ya lo dije) y ‘Quantum of Solace'. Me gustó tan poco Bond (con lo mucho que me había gustado el anterior Bond) que para compensar y de seguido decidí mirar otra de Bond, de los setenta: ‘Vive y Deja Morir', con el estirado Roger Moore y la explosiva canción del señor Paul McCartney. Me gustó ver por fin ‘Marathon Man', una de esas películas de los años 70 que jamás había visto, pero que me quedó en la memoria inconsciente una mañana lejanísima en que mi abuelo me llevó al Cine Dorado a ver una matinal de Sandokán, y yo me obsesioné pensando que se había confundido al comprar las entradas y nos meteríamos en la que no era. Como si alguien pudiera confundir a Dustin Hoffman con Kabir Bedi. He visto ‘Funny Games', del inquietante Michael Haneke; ‘Wall-E' y ‘Bolt'; hasta el ‘Rock and Roll Circus' de los Rolling me vi, una de esas noches en la que necesitaba clavarme en la vena la aguja de un giradiscos. Y me quedé colgado de la tremebunda versión del Sympathy for the Devil que hacen ahí los chicos.

Y pensé que tengo que hablar de la biografía de Ron Wood y de un episodio en el que Ron Wood y yo estuvimos juntos cierta noche tomando yo vino y él vodka a samugazos. Y hasta aquí puedo leer porque eso es un somniloquio aparte y no voy a reventarlo. Hago un inciso: es notable que, siendo periodista, los tres o cuatro encuentros más llamativos con mitos vivientes que he tenido en mi vida fueron casuales y no tuvieron (casi) nada que ver con el periodismo. Detallo: el referido con Ron Wood, el día que le estreché la mano a Mike Tyson, la noche en que me invitó a cenar Hunter Davies, el biógrafo oficial de los Beatles, para luego contar su conversación conmigo en uno de sus libros. Y, por fin, aquella otra velada en la que los Buzzcocks, ídolos del proto punk mundial, nos pidieron que los lleváramos de bares por la ciudad y nos quedamos en blanco sin saber dónde decirles. Y me regalaron una bolsa de plástico con no menos de 50 latas de Guinness para que pasara la noche calentito. Como no sabía a dónde ir con esa carga del todo ilegal, la abandoné en el backstage de La Casa del Loco.

En fin, que vi los Globos de Oro. Que Mickey Rourke ha regresado del infierno con muy mal aspecto, pero con una película llamada The Wrestler, sobre una crepuscular estrella de la lucha libre americana, que no pinta mal. La veo esta noche y ya os llamaré con lo que sea. La triunfadora de los premios fue Slumdog Millionaire, resultona aunque un poco tramposa, como casi siempre ocurre con Danny Boyle (quien por cierto parece el fantasma redivivo de Terenci Moix). Pero una estupenda película, ya digo, quizás mi favorita. Bonita, emocionante, terrible en algunos aspectos, colorista, con una fotografía hermosísima que rescata la belleza incluso en la miseria. El premio a la canción se lo llevó Bruce Springsteen, una irresponsabilidad porque en la sala estaba, nominada, Beyonce Knowles, y habría que haberla sacado a que hiciera el bailecito de Single Ladies (Put A Ring On It), que desde que lo vi os juro que vivo subido a un árbol. Pero claro, con Springsteen en competición la única posibilidad de derrota sería que se enfrentase a Bob Dylan, y no era el caso. El premio lo entregó Sting, tan aceitunado de piel (¿no era un inglés este hombre?, digo) y tan barbudo, con una barba tan cerrada como una alfombra persa: que si no dice el anunciador que es Sting, yo me creo que se ha colado ahí José Manuel Parada. El momento genial de la noche fue un chiste del inglés Rick Gervais sobre el premio a Winslet y las películas sobre el Holocausto... animal, desternillante. Sacha Baron Cohen (el de Borat) intentó después estar a la altura de Gervais, pero ese muchacho tiene la gracia donde ponía Marlon Brando la mantequilla.

Y eso os cuento. Como nota de color, porque sé que las apreciáis, os diré que Demi Moore está más joven que cuando hizo 'Ghost' (mientras Patrick Swayze va ya camino del camposanto, el pobre); y algo parecido ocurre con Tom Cruise: cuando estrenaron Top Gun él tenía 24 años y yo, poco más de 15. Ahora yo paso de los 39 y él se ha quedado en los 32 como mucho. Y de ahí no se mueve desde 'Entrevista con el Vampiro'.

Pd: Estuve pensando poner una foto de la "guapísima" Penélope u otra de Freida Pinto, la adorable actriz india que nos arranca el corazón en su personaje de Latika en 'Slumdog Millionaire'. Porque a mí el canon indio me va tanto como el curry indio, desde siempre, y esta chica es canon pero canon, como el detective Cannon. Y porque si me dicen que Pe es guapísima, que hay opiniones, no sé yo cómo calificar a la tal Pinto exactamente, o a Eva Mendes, que hay que ver cómo se ha puesto esa chica en cuatro días. Compararlas viene a ser como decir que yo juego al mismo deporte que los All Blacks. En el fondo, yo me quedo con el aire de madura dipsomaníaca que va adquiriendo con los años Drew Barrymore, cada día más parecida a Ann Margret en sus mejores mañanas. Al final, os regalo ese vídeo resumen, con la canción de Springsteen para The Wrestler de fondo. Y como decía siempre John Wayne... 'so long my friends!'.

Vicky, Raimunda y Woody Allen

Con un cómodo retraso, como tantas otras, anoche vi Vicky, Cristina, Barcelona: el título siempre me pareció estúpido; la película, ni mal ni bien sino todo lo contrario. Woody Allen no deja de ser un americano que, pese a haber visto y admirado mucho cine europeo, sabe de Europa lo mismo que yo de la formación de los minerales en Marte, y la mira con los ojos romanticones con que los americanos miran a ciertas ciudades de Europa, con el mismo artificial deleite con el que beben vino. En realidad, debo confesar algo: me he cansado del señor Allen, antes Woody. Lo digo ahora pero ocurrió hace ya unas cuantas películas. Le había concedido la bula del amigo, el privilegio debido. Es más, diré que El Sueño de Cassandra o Melinda & Melinda me gustaron bastante más que a la media. Pero ya no se trata de las películas. Lo que me ha cansado es el personaje. Me ha agotado el cliché Woody Allen, el concepto de la película por año, las estupendas chicas de sus filmes, los lugares comunes de los actores que las interpretan, la inevitabilidad de Scarlett Johansson haciendo el mismo papel cuatro veces y todas ellas de modo admirablemente olvidable, la recreación oral de la genialidad del hombre por boca de otros y no por su actual trabajo.

Bardem está bien, pero sin exagerar: le llega para levantar y sostener en pie al Juan Antonio éste y recubrir de cierta credibilidad a un personaje que rebosa tópicos bohemios. Sobre el fenómeno de Penélope Cruz y su María Elena (qué nombres para los personajes, señor, qué nombres)... en fin, sobre esta moza ya no sé qué pensar. Es una actriz a la que sinceramente he de rendirme, porque somete a su favor los juicios de tanta gente de forma tan frecuente que a mí no me llega para negarla. Serán más listos que yo, seguro. Lleva una carrera en la que será raro que nos encontremos salvo casualidad, porque de cada diez películas que hace me interesa media. La inestabilidad emocional de su María Elena me parece igual que aquella rabia interior hecha dignidad de la tal Raimunda. Si Pe y Bardem están nominados para los Globos de Oro, enhorabuena a los premiados y compruebo una vez más que no están iguales todas las cabezas. O será que a Rebecca Hall ya se lo han dado de antemano, porque la mire por donde la mire en esta película sólo se salva Rebecca Hall en el papel de Vicky, el único personaje que no es un boceto o un racimo de tópicos. Y de lejos, la más hermosa de las tres mujeres. Y la única que no aparece en el cartel anunciador de la película, siendo que la película es ella y las paridas de los demás. En fin: para inestabilidades emocionales en el universo de Woody Allen, véanse algunos papeles de Mia Farrow, Anjelica Huston y, sobre todo, Judy Davis, una de sus grandes secundarias, en Maridos y Mujeres.

Para alguien que, como yo, considera Annie Hall una de las más hermosas películas de amor de todos los tiempos, esto supone arrancarse un pedazo del corazón y echárselo a los perros. Hay tres o cuatro personas a las que jamás conoceremos pero que son capaces de salvarnos la vida una o varias veces, incluso por sorpresa. Uno puede esperar el próximo álbum de Wilco y la próxima gira de Wilco y, en la relajada tensión de esa espera, discurrir por los días sin tropezarse. Uno puede entrar una tarde en la Fnac y descubrir que Richard Ford ha publicado en España su última novela, y reparar en que aún quedan novelas de Richard Ford por leer, y que eso le da algo de sentido a todo este asunto tan extraño de pasar los días, y dormir y luego despertar otra vez, como si regresáramos de alguna muerte pasajera, y otra vez dormir y entre medias comer pero con cuidado, y luego amar o no amar, pensar o no pensar, sentir o no sentir, acertar, equivocarse, decir hola, decir adiós, ver trenes que pasan, días que van, gente perdida, la niebla, el viento, el sol, la lluvia. Pero entonces compras la novela de Richard Ford... La compras y sales a la calle con ganas de contarle a alguien ese hecho tan pequeño: Richard Ford ha publicado una novela, yo no lo sabía, y entonces he ido a la tienda a ramonear y la he visto y... bueno, ahora soy feliz. No sé por qué, soy feliz.

La vida es un largo proceso de sumas y restas con decimales muy opinables. Es verdad que ya no van a volver Ian Curtis ni Joy División. Es verdad que sólo existe una primera vez en la que leer El Amor en los Tiempos del Cólera, El Sueño de los Héroes, El Muerto, Rayuela o El Perseguidor. Ya no podemos correr con el coche por las noches escuchando a los Clash. Ya no hay una primera vez para ver El Graduado ni Centauros del Desierto o Manhattan... Pero está Clint Eastwood, un tipo fiable. Está Bob Dylan, que no saluda ni se hace el simpático, pero no falla. Excluyo a los Beatles de toda consideración temporal: siempre jóvenes y haciéndonos jóvenes, en perfecto estado de descomposición genial. El estimado señor Allen era uno de esos pilares sobre los que uno construye su quebradizo edificio de días y noches. Pero todo acaba así, de forma abrupta. O admites que se terminó hace tiempo y que el drama sólo ha sido diferido a esta hora concreta. Un día el compañero de pupitre te dice que los Reyes Magos son los padres. Y 33 años después, encuentras una terrible convergencia entre Woody Allen y Almodóvar, vía Penélope, la Scarlett, Cristina y Raimunda.

A Woody Allen y a mí, como acostumbra a ocurrir con los viejos amigos, nos separan unas mujeres. Caído ese muro antes infranqueable, me quedo pensando que no hay nada que pensar ni motivos para hacerlo. Y a partir de ahí oigo la voz de Kipling que me dice: entonces serás un hombre, hijo mío, pero un hombre escéptico para los restos. Lo cual me permite darle vueltas a una duda que nunca me atreví a poner sobre la mesa con mi propio plato de comida y que estos días me corroe, después de escuchar varias veces con mucha atención Beggars Banquet y Exile on Main Street: ¿De verdad son tan buenos los Rolling Stones?