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Somniloquios

La carcoma


Revolutionary Road
, de Sam Mendes (2008)

La conjetura sería ésta: si Leonardo di Caprio no se hubiera ahogado en el Atlántico Norte, habría terminado viviendo en Revolutionary Road con Kate Winslet, que se quedó viuda por anticipación, para convertirse en aquella abuela malos pelos que se trepaba descalza a la proa de los buques. Se trata de una hipótesis sencilla para definir el fondo de la película de Sam Mendes, un ensayo de lo que diríamos hiperrealismo psicológico, o radiografía de una crisis muy común en la edad madura: la vida que tenía pensada no era esto. De jóvenes, soñamos; de adultos, vivimos. El desajuste temporal de esas dos posibilidades contempla un drama. El que no sepa de lo que estamos hablando, que levante la mano. Se la volaremos de un disparo.

En general, la vida no tiene piedad con los soñadores o no tiene tanta piedad como tienen los soñadores consigo mismos. Tampoco en Revolutionary Road hay lugar para la utópica disculpa. Los Wheeler (Frank y April, Leo y Kate) viven en un área residencial del Connecticut de los años 50. Su latente aspiración consiste en salirse del carril por el que la vida conduce a la clase media, no dejarse atrapar por las convenciones y rebatir la uniformidad. No renunciar a la vida, tal y como lo dice April, si es que todo eso tiene algún significado. Cuando llega el momento, Frank duda si dar el paso; April está decidida a probar. Mudarse a París, ciudad soñada, y pensar que en otro lugar serán otras personas, las personas que quisieron ser, exactamente. Se trata de un asunto de perspectivas: lo próximo no genera estímulos; lo inalcanzable dibuja un anhelo. El patio trasero de mi casa es el cotidiano patio trasero de mi casa y, al mismo tiempo, un lugar exótico para un viajero del otro lado del mundo. Frank entrevé esa paradoja y su vía de escape consiste en la infidelidad, lugar común de la ausencia de estímulos en la mediana edad. April desea combatir y la desigual parábola de su intento es la que impulsa la historia.

Esa tensión de interiores (el interior de un hogar y el interior de las personas) resume una multitud de tensiones interiores equivalentes. La película (basada en una novela de Richard Yates) se ambienta en un periodo concreto de los Estados Unidos, muy conveniente por cuanto predomina un modelo por convicción y necesidad, que Sam Mendes expresa en el tapiz de sombreros y trajes repetidos que toman el tren y desembocan en una estación cada mañana, camino de las oficinas. Pero tanto el contexto como su pretendida refutación de lo que llamamos el sueño americano constituyen representaciones de un afán universal, sin nacionalidad. Tampoco el sueño americano la tiene: cualquiera, en cualquier lugar, puede identificarse con su generoso fondo. El foco de Sam Mendes opera casi exclusivamente sobre el progresivo deterioro que la  carcoma infunde en el matrimonio de los Wheeler. Los dos hijos no tienen presencia. No es un error, es un modo de explicar el obsesivo laberinto emocional de una pareja (sobre todo de una madre y esposa que fue joven y desenfadada aspirante a actriz) extraviada en su propia vida. Kate Winslet le pone a su April el formidable vuelo dramático de la que es capaz esta actriz inglesa, que en mi opinión forma parte de una  trinidad de personales favoritas, junto a la inaccesible Susan Sarandon y la creciente Cate Blanchett. Di Caprio posee un registro muy amplio y aquí vuelve a proclamarlo.

Frente a los Wheeler y su ruidoso conflicto de puertas adentro, la película propone a varios interlocutores: el propio espejo y el otro lado de la cama, desde luego. Más un convencional matrimonio amigo y el desequilibrado hijo de sus vecinos, un matrimonio mayor. Ese último personaje (John Givings, que interpreta Michael Shannon) aparece apenas en tres escenas pero supone uno de los grandes hallazgos de la película. Posee una fuerza reveladora vital para el equilibrio de los argumentos y para que el director ejerza una deliberada equidistancia entre todos los personajes. Hay quien entiende que, en realidad, este director acostumbra a practicar un cruel distanciamiento con los antihéroes de sus obras. Es opinable. En American Beauty permitía a sus personajes derivar hacia las diversas obsesiones que los atrapaban, de un modo casi cómico pero con generosidad, para después rescatarlos uno a uno en el giro final de la historia. Esta vez, Sam Mendes abandona a los Wheeler a su suerte, que será diversa. Como la propia vida, sus dos soñadores no le merecen ningún tipo de piedad.

5 comentarios

Soni In The sky -

Genial las dos cosas! A mí la peli me puso un poco nerviosa, consiguiendo que me sentara mal la cena. Pero, ¿no es eso lo que tienen que hacer las buenas pelis? Revolvernos por dentro? O quizá, sencillamente, fue la maldita pizza del maldito 'Diablito' (no sé si tenéis allí este restaurante)? jajaja.
Un abrazo.
Soni.

Mornat -

En estos casos, yo siempre me acuerdo del señor Lobo.
Abrazos.

Juan -

Me refería a tu artículo, por supuesto. Un abrazo.


Mornat -

La película, espero que te refieras a la película. Está bien: yo la recomiendo para espíritus aventureros en el patio de casa.
Abrazos, don Juan.

Juan -

Genial, Mario.