Dormir, tal vez soñar
Pocas películas me fascinan como Mulholland Drive. Me hipnotiza de forma similar a como lo hace 2001, por el onírico magnetismo de sus imágenes, por su aséptica o terrible capacidad de sugestión. Y me gusta más en la oscuridad de las interpretaciones (aunque fueran erróneas, qué importa eso) que en la luz de la razón. A Lynch jamás le ha interesado ese matiz.
David Lynch utiliza un truco minúsculo (un sueño intrigante, un sueño relativamente dichoso, que se interpone a una realidad dramática) para construir una narración sin coordenadas, confusa en su esquizofrenia. Para Lynch la realidad no es más cierta que los sueños; de acuerdo a esa conjetura, ambos constituirían percepciones irrefutables, coherentes en sí mismas y acaso sólo relativamente independientes. ¿Por qué un sueño no concluye absolutamente al ser interrumpido por la vigilia? ¿Por qué arrastra un residuo de amargura, de felicidad, quizás una manifestación física? ¿Por qué un hombre despierta llorando a la vuelta de una pesadilla que no puede recordar? En Mulholland Drive, Lynch resuelve abrir las puertas que comunican un lado y otro y permitir que ambos se confundan. Porque ciertamente se confunden. Porque la vida no es sólo la vida concreta que sucede, nos sucede, cada día, sino también un sinfín de discordias que resolvemos en nuestro interior, en un oscuro escenario de soledades a veces más contundentes que el sol.
(*) Naomi Watts y Laura Harring, en un cartel promocional de Mulholland Drive, de David Lynch (2001).
La primera vez, la película se hace ciertamente incomprensible. Al menos para mí, que soy perezoso como ya ha quedado dicho. La volví a ver el jueves, repuesta por La 2, mucho tiempo después de haberla disfrutado en el cine, y reuní los cabos sueltos. En realidad, la historia es más sencilla de lo que parece: sólo tiene un pliegue que desdobla personajes, situaciones y caminos. A cada uno de los lados están Betty/Diane (maravillosa Naomi Watts), y Rita/Camilla (Laura Harring). Creo haber intuido después de la primera visión que no importaba el misterio, que era mejor no descubrir el truco: se trataba de dejarse llevar a una noción narrativa distinta y entregarse a la posibilidad de lo inasible, otras vidas propuestas por un sueño o un anhelo, las que quedaron en nada, las que interrumpió una elección propia o ajena, la suerte, el destino. En fin, no desechar los caminos extinguidos. Creer en la redención de un sueño frente a la pesadilla de una vida, como quiere creer Diane. Ahora que he descubierto el truco desaparece parte de la ilusión porque, racionalizada, la película queda desnuda de su sentido y de su formidable potencia evocadora. Cuando soñamos no sabemos cuánto dura ese sueño. Pero sabemos que, en el lapso de tiempo en el que duró, tenía perfecto y exacto sentido.
David Lynch utiliza un truco minúsculo (un sueño intrigante, un sueño relativamente dichoso, que se interpone a una realidad dramática) para construir una narración sin coordenadas, confusa en su esquizofrenia. Para Lynch la realidad no es más cierta que los sueños; de acuerdo a esa conjetura, ambos constituirían percepciones irrefutables, coherentes en sí mismas y acaso sólo relativamente independientes. ¿Por qué un sueño no concluye absolutamente al ser interrumpido por la vigilia? ¿Por qué arrastra un residuo de amargura, de felicidad, quizás una manifestación física? ¿Por qué un hombre despierta llorando a la vuelta de una pesadilla que no puede recordar? En Mulholland Drive, Lynch resuelve abrir las puertas que comunican un lado y otro y permitir que ambos se confundan. Porque ciertamente se confunden. Porque la vida no es sólo la vida concreta que sucede, nos sucede, cada día, sino también un sinfín de discordias que resolvemos en nuestro interior, en un oscuro escenario de soledades a veces más contundentes que el sol.
Esa puerta es una minúscula cajita azul que se abre con una minúscula llave azul. Es el interior de la oreja seccionada y recorrida de hormigas de Blue Velvet; es la desierta carretera oscura y la repetición de una línea discontinua blanca sobre el piso de asfalto en Carretera Perdida; es el fuego incesante de Corazón Salvaje. A Lynch le fascinan los símbolos y los recrea como nadie. El sueño es un teatro de silencios, en el que uno es al mismo tiempo actor y público; una pompa frágil cuyas fronteras pueden reventar en cualquier instante, como liberación o condena, para autorizar: la extraña certeza de, mientras uno aún duerme, saber que está soñando. A partir de esa conciencia, la vigilia aguarda sólo un instante más allá. Betty se aproxima a ese camino en el sugerente club del silencio. En el club del silencio (un hallazgo de guión, de escritura y puesta en escena de David Lynch), Betty experimenta la conmoción física y llora ante una imagen que se desvanece frente a ella, revelando su imposibilidad, y de la que perdura el sonido como representación de aquello que ha de traspasar la conciencia. El llanto, un despertar de amargura, una excitación carnal, un sombrío temor. En el club del silencio no hay orquesta, no hay banda, no hay actores, no hay nada. Todo es una grabación. Todo es una memoria sin orden en el subconsciente. Todo es silencio. Sueño.
(*) Naomi Watts y Laura Harring, en un cartel promocional de Mulholland Drive, de David Lynch (2001).
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