We nous allons...
En Londres conocí a un muchacho de ascendencia irlandesa que aseguraba que, en el final de los tiempos, al fondo a la derecha de un futuro indeciso, el inglés sería el único idioma que había de quedar en pie sobre la Tierra. No daba más explicaciones, así que yo me abandonaba a la formidable potencia evocadora de la conjetura, que proponía una convergencia algo orwelliana, pero bastante cómoda de acuerdo a mis cualificaciones. Acostumbrado a la supervivencia a contrapelo, a una incómoda conciencia de inadaptación al asunto de la vida y sus detalles cotidianos, mi cerebro me anunciaba ufano que yo estaba bien preparado para el fin de los tiempos. Yo domino el inglés, sobre todo si es bajito y se deja, como bromeaba Eugenio... Y con el inglés uno se hace entender en casi cualquier parte, salvo en China y Japón, me cuentan. Mi cerebro está programado para hablar inglés cuando intenta el paso a una lengua extranjera, así que no es raro el cruce de lenguajes. Por ejemplo, vino la camarera del Hotel Pulitzer a preguntarnos si podía entrar a hacer la habitación, cuando terminábamos de cerrar nuestras bolsas y, ante el silencio del otro Ornat (estudiante de francés en los viejos Corazonistas), asumí la responsabilidad de la respuesta, que formulé así: "We nous allons in un minute". Ella me miró un segundo y, como sancionando mi intento, contestó: "D’accord".
Esta artimaña idiomática no valdría en cualquier lugar. En China no sirve ni el truco de enseñarle al taxista la dirección del hotel en una tarjeta: no entienden una sola de las letras del abecedario. Pruebe usted a rasgarse los ojos y tomar un vehículo de Servicio Público en la Estación Delicias. Muéstrele una tarjeta con la dirección de Pensión Holgado en ideogramas mandarines y verá la respuesta del profesional. En cierta ocasión regresé de Escocia con algunas libras mezcladas con los euros en mi bolsillo. Cuando el señor de la cabina del peaje en la provincia de Tarragona me pidió el importe, entreveré las monedas. Al ver el busto de Reina del Imperio Británico en una de las piezas con las que intentaba pagarle, el tipo podría haber dicho: "Señor, se ha equivocado usted de moneda". Eso sería así en Gran Bretaña. En la provincia de Tarragona, el comentario con acento charnego fue: "¿Y esta señora quién es?". Lo que me recordó que, efectivamente y opinasen lo que opinasen los nacionalistas, estábamos en España.
El futuro en confluencia que anunciaba mi amigo me suele venir a la cabeza en cada ciudad extranjera que visito, asociado a otra idea: todas las ciudades se han convertido en lo mismo. Las mismas ideas urbanísticas, la misma mezcla racial, las bicicletas de alquiler, los garitos de kebabs, Zara, las mismas franquicias, las tiendas de ropa, relojes y deportes, las cadenas de cafés, de bares, de restaurantes de comida rápida y los pubs irlandeses. La pérdida de identidad resulta bastante trágica, pero no hay forma ya de darle la vuelta. Alcanza a las expresiones superiores del capitalismo comercial y a las inferiores del universalismo social. Como ocurre con el hombre y los animales, la diferencia ya no es de clase, sino de grado. Si a usted le parece que Mugabe podría reclamar en cualquier momento la soberanía sobre la calle Unceta y sus alrededores, o si piensa que el monarca de Conde Aranda no es otro que Hassan, pruebe a darse una vuelta por la banlieu parisina y comprenderá cuánto le queda de vigencia a la Marsellesa.
La cosa tiene sus ventajas. Uno se para en cualquier lugar del mundo y resulta altamente improbable que esté a una distancia superior de 150 metros del pub irlandés más cercano. Es la teoría de los seis grados de separación pero en versión cerveza. Últimamente no puedo evitar la asociación de cada ciudad a un pub irlandés. En Atenas nos pasamos un tercio de nuestro tiempo en el James Joyce, casi a los pies del Agora; en París avistamos nada más llegar un O’Sullivans y allá fuimos sin pensarlo un segundo. Porque, además de la acogedora seguridad de tales lugares, la comparación de precios de una pinta de Guinness en cada capital viene a hacer de confiable unidad de medida: en París, Boulevard Montmartre, zona de la Ópera, neuvième arrondissement, el O’Sullivans cobra a siete euros la pinta de Guinness y/o Kilkenny’s. Que se sepa. Con música en directo, por cierto.
La universalidad del pub irlandés me resulta especialmente asombrosa, a la vez que muy conveniente. Recuerdo la liturgia de la primera pinta de cerveza británica en mis lejanos viajes a Inglaterra, cuando asaltábamos el pub a cualquier hora, incluso a las once y cinco de la mañana, nada más abrir, para tomar la primera. Y con un hervor nervioso en el cuerpo observábamos al barman tirar de la palanca dos veces, y sabíamos que la segunda lograba que la tibia cerveza ascendiese desde las bodegas hasta nuestro vaso, primer estadio del viaje hacia la garganta. Había algo mítico en aquel redescubrimiento ocasional. Para beber esas cervezas había que ir allá. Ahora las cervezas y todo lo demás han venido a la esquina de casa. Cerca de todos los domicilios en todos los lugares ha de haber un quiosco de periódicos, un supermercado, la panadería y una taberna irlandesa. Un poco más allá está la tienda de los chinos y el kebab.
La derrota es lenta pero segura. El día que descubrí que en Londres surgían cadenas de pubs irlandeses prefabricados supe que el mundo estaba por terminarse. Eso sí, también advertí que veremos el Apocalipsis cómodamente agarrados a una pinta de cerveza negra, lo que siempre mejorará la previsible angustia del Juicio Final. De acuerdo a la previsión de Tony, la vista oral se desarrollará en inglés, lo que siempre me da la posibilidad de zafar de los sartenazos de Lucifer y sus esbirros al colocarme como traductor para los rezagados del Wall Street Institute. En el mientras tanto, los parisinos se aferran a su propia idea del tiempo y el espacio vestidos con su singular estilo de chaquetón o abrigo de paño, largas y elegantes bufandas de lana y tocados con sombrero. Ellas fuman como chimeneas y transitan por los bulevares en fugaz soledad, camino de un amante o en bella huida por los empedrados grises, paseando con suave tranco ese algo etéreo que llamamos je ne sais quoi. Al mirarlas, como quien recorre una costa maravillado de la muchedumbre del mar, que escribió Borges, somos espectadores de su hermosura y nos preguntamos si no sería mejor arriesgarnos y que una de ellas nos leyera la Sentencia Eterna. A ser posible. con un hilito de la voz de Jacques Brel de fondo.
[Foto: sombras chinescas -en realidad, japonesas- en el balcón de Trocadero, a la espalda del Museo del Hombre].