La princesa diana
El inagotable espíritu pionero de los ingleses podemos advertirlo en sus hechos de guerra, en las salas del Museo Británico (el lugar más fascinante de todo Londres) y en la invención de los principales juegos y deportes practicados por el hombre moderno. Podemos agradecerles el fútbol y el rugby, por ejemplo, con el mismo entusiasmo con el que celebramos a Dickens, Wilde, Chesterton y el doctor Johnson. A la espalda de esos ingenios tan sonoros, tan populares, quedan otras prácticas típicamente inglesas que, de tan simples, resultan del todo crípticas para el observador de ultramar: me estoy refiriendo al cricket y sus monótonos partidos de cinco días (que a mí me gusta, de todos modos), el snooker (divertida variante del billar) y los dardos. La otra tarde estuve viendo la final del campeonato del mundo de dardos en Sky Sports, y me pregunté por qué estos tipos son capaces de convertir en espectáculo algo tan sencillo; sobre todo me pregunté a qué espera Aragón TV para montar, patrocinar, emitir en directo y narrar un campeonato del mundo de guiñote. Basta de deportes convencionales. Tú organizas un torneo de guiñote en cualquier bar de la ciudad y la gente se apunta como al roscón de San Valero en la plaza del Pilar. Así que sólo hay que buscar recinto y organizar una jerarquía. Esto lo dice uno de los tres aragoneses (no puede haber más) que jamás en su vida ha jugado una partida de guiñote. Aprendí las reglas un día de adolescencia en el colegio y a la mañana siguiente ya las había olvidado.
Es lo que ocurrió con los dardos. Que de ser un juego de pub se ha convertido en un deporte profesional del que me gusta todo. Pero todo, todo. Desde luego el ambiente de pub, que se mantiene: durante este campeonato, celebrado en el Alexandra Palace de Londres, se ha calculado una media de siete pintas diarias por persona y sesión. No está nada mal. Me gustan las camisolas enormes y los cuerpos de pera de la mayoría de jugadores (los hay flacos, pero componen una excepción), sus rostros a veces patibularios o de oronda amenaza. Me gusta la diversión del público, que desde las mesas come, bebe y rotula cartelitos de apoyo a su jugador preferido para exhibirlos frente a las cámaras, y los hay verdaderamente ingeniosos. Me gusta, mucho, el elemento que canta las puntuaciones con esa entonación tan especial, alargando las cifras y celebrándolas con un grito muy singular. Y me gusta la facilidad con la que los tipos meten triples 20, con la aparente naturalidad con la que clavan el dardo en el ojo de la aguja, y la velocidad mental con la que calculan de forma automática las combinaciones necesarias para cerrar en cero el juego al 501. Jugar a los dardos divierte a cualquiera. Pues a mí aún me gusta más ver los dardos.
Cuando vivía en Londres mi jugador preferido era un tiparraco con cara de malo, camisas hawaianas o con flamencos rosas estampados sobre negro: se llamaba y se llama Peter Manley, un mal perdedor al que durante años abuchearon en cada partido por haberse negado a darle la mano al tatuado Phil the power Taylor, uno de los popes del mundo de la diana, después de que el gran campeón le metiera entre pecho y espalda un doloroso 7-0 en una final del campeonato del mundo. Manley es un jugador sucio, puede que en más de un sentido. Tiene un cierto aspecto de higiene descuidada, para qué negarlo, y además no es raro que se líe en intercambios poco flemáticos con el otro jugador, como le ha ocurrido en varias ocasiones en el Las Vegas Desert Classic, un torneo mayor del circuito profesional. Cuando la gente lo increpó por su comportamiento, dijo aquello tan frontal: "Me importa muy poco lo que piense la gente de mí: lo que me importa son las 25.000 libras que me he metido al bolsillo". Encantador. Luego se casó en la capital del juego con una jugadora de dardos de su talla y aficiones. La primera vez que vi jugar a Manley a mediados de los noventa quedé prendado. No fue por nada; fue por un cartelón que levantó una chica rubia de entre el público, una chica de esas fronterizas, del tipo Dolly Parton. El cartel decía: "Peter, you're so Manley!". Un juego de palabras entre el apellido del jugador y el término manly (varonil). Pensé que la muchacha debía de tener el camión aparcado afuera.
En el pub en el que vi la final del otro día entre Kirk Shepherd, inglés, y John Part, canadiense y ya doble campeón del mundo, había indisimulado entusiasmo. Kirk Shepherd es un muchacho de 21 años que empezó a jugar a los dardos cuando tenía nueve, de la mano de su padre, y se quedó enganchado. A los 13 se lo tomó en serio, si es que alguien puede tomarse algo en serio a una edad tan impropia como los 13 años, que están a medio camino de todos los lugares de la vida. Al mismo tiempo se aficionó a otro deporte tan disímil como el karate y llegó lejos: es cinturón negro segundo dan. O sea, que si te agarra con una patada voladora te desenrosca la cabeza. Pero el joven Kirk había quedado atrapado por ese espíritu fondón y un poco tabernario de los dardos y siguió practicando y bebiendo, bebiendo y practicando. Conforme más le crecía la barriga, más afinaba la muñeca. Cuando entró en los 20 estaba lejos de los grandes circuitos. The Independent le dedicó las dos primeras páginas de su sección de Deportes del día de Año Nuevo y Shepherd reconocía estar harto de su trabajo. Es obrero del metal en una empresa de Kent. "Lo odio, si pudiera no volvería mañana", le dijo al periodista sin pedir el off the record. Shepherd, cenicienta de pelo pincho y camisola blanquinegra, ha vivido unos días de ensueño a fuerza de hacer volar dardo sobre dardo. Las casas de apuestas no contaban con él ni para repartirse las sobras, pero sorprendió a todo el mundo desde las fases clasificatorias hasta alcanzar la final del mundial. Antes de estos días de gloria era apenas el número 140 del mundo y quería ganar las 100.000 libras de premio del torneo para dejar el trabajo, vivir de la princesa diana y llevarse a sus padres y a su novia de vacaciones unos días (lo que no suele ser buena idea, pero eso aún no lo sabe porque tiene sólo 21). Cuando intentó calzarse el zapato de cristal, lo partió por el medio.
Todo sus anhelos juveniles se le vinieron encima en la final, en la que John Part no le dejó meter la cuchara. Lo derrotó por 7-2 y el chico Shepherd mostró al final la vulnerabilidad de unos nervios poco adultos. En un juego de precisión loca como los dardos, una duda interior significa la derrota. Kirk Shepherd lloró después de perder, se abrazó a sus padres, agradeció con palabras entrecortadas el jubiloso apoyo de los beodos que vieron la final en directo en el Ally Pally; y se metió al bolsillo, figuradamente, un cheque gigantesco de 45.000 libras. Con eso le da para las vacaciones. Si no acaba en Mallorca o en Tossa de Mar, ni bien ni mal. Después de hacer diana de esa manera no lo veo yo regresando a la fabrica de aceros. Sobre todo si su jefe lee el Independent o no le gustan los dardos...
[Foto: Kirk Shepherd celebra un puntazo bien dado. El tipo del fondo, el pelado de la cabeza granítica, es el speaker que canta las puntuaciones. Un fenomeno digno de la película Lock&Stock and two smoking barrels...].
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davicius -