La batalla de Alexandras
El fútbol en Grecia se presenta bajo la escenografía de una operación militar. Dos horas antes del partido, la policía antidisturbios cubre todos los flancos de la Avenida Alexandras, desplegada por los alrededores del estadio del Panathinaikos en sucesivos cinturones humanos. Autobuses enrejados clausuran las esquinas del desvencijado campo aprovechando la protectora estrechez de las calles adyacentes, urbanizadas con la abigarrada profusión típica de Atenas. Un entramado de vías angostas que se repiten en ángulos rectos. Resulta fácil imaginar las juergas que se deben correr por aquí los hinchas más violentos. El barrio es perfecto para la emboscada. Contra esa amenaza, los agentes interponen valladares mecánicos y cierran los huecos con sus cuerpos, para contener la circulación de aficionados de un flanco a otro del estadio mientras dura la tensa llegada de los equipos en sus autocares. Es la primera parte de la operación. El ambiente no es de fútbol, sino de maniobras militares de la infantería. Hay más uniformes que camisetas verdes.
Esta tarde de abril juegan el Aris de Salónica y el equipo local. Un largo tramo de la avenida está cerrada al tráfico y sólo el automóvil de algún residente sobrepasa el espacio de seguridad establecido por la policía. En la cercana estación de metro de Ambelokipi todo aparece tranquilo: un domingo por la tarde alejado del bullicio de los barrios turísticos, de los cafés de Plaka, de los restaurantes de Monastiraki, de los clubes de rebetika de Omonia, del mercadillo de cachivaches de Thiseio, del tráfico incesante en las avenidas que rodean el Pireo, de los restaurantes marineros y los cafés ambientados de R&B de Microlimano... En una ciudad que, como Atenas, glorifica la arqueología y el fárrago urbanístico, las modernas, limpias y funcionales estaciones de metro argumentan que el nuevo siglo comenzó en la ciudad con los Juegos de 2004. En la azotea de un moderno edificio de fachada simétrica, frente al campo, varias cámaras de televisión aparecen apostadas en la altura, como francotiradores. Las construcciones recuerdan la funcional arquitectura comunista, con sus líneas rectas y desnudas de artificios. Desde esa privilegiada posición los camarógrafos obtienen un magnífico tiro de cámara, es cierto. Pero también, y sobre todo, están a salvo. Un helicóptero sobrevuela el área y le proporciona a la tarde plomiza un ronquido en sordina. Es raro el silencio alejado de la nave. Es rara la tranquilidad aparente. La severidad policial recuerda que algo podría suceder en cualquier momento.
Estamos en la penúltima jornada del campeonato griego y ninguno de los dos equipos tiene nada en juego. El título ha quedado a medio camino entre otros dos clubes de la capital: el AEK de Atenas y el Olympiakos. Caminamos hacia la fachada del estadio y luego hacia el lado opuesto, al fondo donde está situada la infausta Gate 13, la puerta 13, donde se alojan los hinchas más violentos del Panathinaikos. Los policías fiscalizan cada paso, alineados aquí y allá. Miran, juzgan y calculan. Nosotros tenemos que entrar por la puerta 11, que está apenas a 50 metros de donde nos han detenido los guardias: "Por aquí no se puede pasar. Tendréis que dar la vuelta", dice uno, Los alrededores de la 13 son territorio comanche, y nadie quiere a un fotógrafo en territorio comanche, por múltiples motivos: esa acendrada generosidad de los agentes del orden siempre me ha llamado la atención. Parece que te dicen: "Sea usted prudente", pero al mismo tiempo, están diciendo: "No me cree usted problemas". Así que hay que dar otra vez la vuelta entera al campo. Sobre la esquina contraria, la agitación azulmarino crece por momentos. Un oficial con gorra de plato alza la voz una y otra vez, corrige las posiciones de sus hombres con un grito y luego con otro, después gesticula violentamente y exige velocidad. Quiere que se muevan y que se muevan rápido. Se dirige a ellos igual que lo haría a un equipo de fútbol de muchachos desobedientes o desganados. Los jóvenes agentes se miran entre sí, como si no entendieran la orden o como si las órdenes que llevan oyendo en la última hora y media se contradijeran unas con otras. Pero se apresuran a corregir su posición y seguir al jefe, que los advierte con otro bramido. Tiene motivo para la urgencia: al fondo de una de las calles laterales, precedido por varias motocicletas, asoma el autobús del Aris. La policía se cierra sobre los costados del vehículo. En ese instante, cualquier movimiento de los que estamos allí es reconvenido de inmediato. Sólo se puede retroceder o mirar sin más. El despliegue tiene un tono exagerado. Hay poca gente y casi nadie dice nada. Hoy no vienen aficionados visitantes. Ajenos al despliegue, varios hombres toman capuchino helado en una terracita sitiada por los policías. Capuccino freddo, una de las bebidas más populares en la bochornosa Atenas.
La llegada del autobús del equipo local resulta mucho más tensa, contra todo pronóstico. ¿Por qué? La afición local está decepcionada, y en Grecia la decepción equivale a una posibilidad de violencia: su equipo no ha luchado este año por ningún título, algo inadmisible de acuerdo al concepto que tienen de sí mismos. A la vista de su estadio, el Panathinaikos parece un equipo modesto, trasnochado frente al poder económico de sus dos rivales capitalinos. El AEK disputa sus encuentros en el Spyros Louis, el nuevo estadio olímpico. El campo del Olympiakos en los alrededores del puerto del Pireo se levanta entre modernos nudos de comunicaciones, al sur marítimo de la ciudad. El Panathinaikos dejó el estadio Apostolos Nikolaidis en 1984 para trasladarse al viejo olímpico, pero acabó regresando. Éste es el campo más tradicional del fútbol griego, aunque ya no puede defender esa condición. Bajo la curva este, un pabelloncito de 1.500 espectadores fue en 1959 la primera pista cubierta de baloncesto de Grecia: La Tumba India, lo bautizó un periodista para describir el ambiente opresivo de su interior. El Panathinaikos es un club polideportivo con 21 secciones diferentes. La de basket reúne las mayores glorias del club, pero el fútbol se tiene por el hermano mayor. Y en el fútbol la grandeza parece esquiva. El año pasado, Víctor Muñoz los llevó hasta la final de la Copa contra el Larissa, un equipo modesto del noroeste de la capital, pero perdieron. Este año ha sido un poco peor, suficiente para la escenificación ardorosa de tragedia griega que estamos presenciando... A la cabeza del autocar aparece un pelotón de antidisturbios de aspecto militar: los uniformes de campaña, la severidad de sus equipos, los cascos sobre la cabeza, el control disuasorio. Todo estudiado. Toman la zona como si desplegaran una fuerza de asalto. Ahora sí chilla la gente, los pocos que observan la escena, pero con un énfasis casi interior, sabiendo que la ira se va a perder en el aire de un grito. Los aficionados de fútbol suelen protestar así, conscientes de que sus quejas se pierden por el camino. Nadie puede tocar a las estrellas. En este caso, además, esa afirmación es literal: protegidos por una barrera de uniformes color tierra, cascos y escudos, los jugadores alcanzan la puerta de vestuarios sin novedad y sin bajas en ninguno de los dos bandos. Para acometer una acción contra ese autobús, considero rápidamente, hubiera hecho falta un comando terrorista.
Salimos de nuevo hacia Alexandras, que a esas horas se está convirtiendo ya en el escenario principal: cada vez hay más gente y, sobre todo, cada vez hay más policía. Digamos que el ejército regular multiplica a los rebeldes sin dificultad, pero están intranquilos. Los autobuses cierran ahora también las calles laterales al otro lado de la avenida, lo que crea una especie de zona cero en el frente de la fachada. Una foto gigante de Ferenc Puskas, posando al frente del Panathinaikos subcampeón de Europa de 1971, observa la escena. El Panathinaikos se metió en la final tras remontar con un impensable 3-0 el rotundo 4-1 que el Estrella Roja se había traído de la ida en Belgrado. Siempre se pensó que la causa de aquella hecatombe yugoslava (hecatombe, por cierto, palabra de origen griego que hace referencia al sacrificio festivo de cien bueyes) estuvo en un sabotaje de los griegos, que habrían proporcionado a los jugadores rivales comida en mal estado. Sin embargo, la realidad era mucho más prosaica, y tanto más ilegal: Despina Gaspari, esposa del entonces dictador Giorgios Papadopoulos, reveló hace algún tiempo que aquel encuentro fue comprado. El Panathinaikos perdería la final por 2-0 frente al Ajax de Cruyff.
Ahora llega el coche del presidente del club, con el aspecto inequívoco del automóvil de un estadista: azulmarino, largo, brillante de cera y con la magnética tintura de los vidrios atrayendo al publico. Esa oscuridad aislante supone, en un escenario como este, una provocación indudable. Varios hombres se aproximan. Los policías toman posiciones, aunque con un cierto desorden. El chófer se baja primero del coche: su aspecto es el de un mercenario del este. Si uno apostase a que va armado y dispuesto a disparar, no se equivocaría lo más mínimo. No se trata de un prejuicio, es una descripción: su rostro está cortado por ese aire de violenta determinación tan previsible en algunos hombres. Llega más público, algunos increpan, otros se enzarzan en una acalorada discusión, a gritos, a la manera griega. En el remolino que circunda al automóvil y al atildado presidente, varios policías intentan mantener separados a un aficionado que está fuera de control y a un compañero de armas que intenta lanzarse contra él. Lo curioso es que no se trata de una maniobra de la autoridad frente a un individuo, como cabría suponer; se pelean verbalmente e intentar llegar a las manos como dos ciudadanos cualesquiera que dirimiesen alguna disputa personal. No se trata de la ley, se trata de la hombría.
Del fondo de la avenida llegan detonaciones y una humareda que se eleva en el aire, sobre la trinchera de camionetas policiales que compone el frente de la fuerza de choque. Son los ultras de la 13. ¿Cuántos? Imposible saberlo. No se les ve, solamente se oye el ruido informe de una turba. Lo único que se ve es policía. El ruido de las botas que se desplazan de aquí allá, tomando posiciones, abriendo arcos de seguridad, arrastrando a la gente a los lugares convenidos. Pero no hay tanta gente. Me llama la atención el tráfico escaso de aficionados. La Avenida Alexandras, donde la afición griega recibió a la selección campeona de Europa en junio de 2004, es un campo de batalla en el que un ejército de hombres combate una amenaza fantasma. Después de dos horas de tensión, entramos al campo. Está tan vacío como destartalado. Me paso el primer tiempo desentrañando la grafía de los nombres griegos en el marcador, un ejercicio que comencé nada más llegar a Atenas y que he perfeccionado con los días, hasta leer casi perfectamente la alineación de los dos equipos en griego: mi compañero de pupitre, un joven local, asiente con un leve gesto aprobatorio. Para cuando la tarde ya se ha desplomado, el empate a cero continúa. Afuera un grupo de policías miran el encuentro en la televisión de una de sus camionetas blindadas. Parecen aburridos o definitivamente cansados. Ni había batalla ni hay partido.
0 comentarios