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Somniloquios

La noche del Predicador

La noche del Predicador

 

"Swaggart has been caught with his trousers round his knees /
After damning me and you to hell for eternity /
Sex and power and money is the prayer of these priests /
They bribe their way past heaven's gates and steal a set of keys
"
(God Only Knows, de James)

En el paréntesis oscuro de un jetlag, la realidad llega a adquirir formas turbadoras. La otra noche, una madrugada de neblina en San Francisco, combatía al reloj del cuerpo (el otro, el que dice las horas, es apenas una mierda de convención) leyendo La noche del cazador, la adorable novela de Davis Grubb sobre la que Charles Laughton engastó una joya de película. Y silenciosamente odiaba a Walt y Icey Spoon -dos personajes ignorantes, beatos y conformados- que le abren las puertas con su estulticia al malvado predicador de los nudillos tatuados. Me preguntaba: ¿Es posible la America que representa ese deprimente matrimonio de la heladería? Devoré un centenar de paginas mientras afuera la madrugada silenciosa corría hacia ningun lado, y finalmente capitulé en un acuerdo de mínimos conmigo mismo: para dormir habría de mirar la television sin mirarla ni oírla, en rigurosa lejanía. Anulé el volumen y pasé canales al azar. Como la bola de una ruleta que busca un número prefigurado, me detuve en la imagen de un predicador negro que repartía botellines de agua milagrosa entre sus feligreses. El agua curaba enfermedades y almas negras. Pero antes, el reverendo forzaba la confesión de aquellos pobrecillos. En el silencio enmascarado, la desesperada contrición tomaba la forma del llanto, el asentimiento de los espectadores -largos yeah, yeah... yeah brother, you gonna save your fucking sinner nigger soul, yeah brother!!!-, la mirada admonitoria del aventajado predicador... Luego venía otro. Luego otro. Todos lloraban, se deshacían la dignidad en un gimoteo delirante para que el público estallase en aplausos frente al milagro de la nada. Los otros sostenían las cenizas de su llanto, un llanto llorado porque se estaban salvando. Y salvarse debe ser la hostia. Televisado para quien lo quisiera ver.

Maldiciendo a Walt y Icey, y a estos otros, fui a otro canal. Un grupo de animosos blancos, por decenas, saltaban repetidamente sobre una breve camita elastica de apenas un metro de diámetro. Urban Bouncer, así se llamaba el invento. Esta vez el predicador vestía una ajustada camiseta elástica y sonreía a dentadura abierta, no como el otro. Los músculos se le agolpaban en todas las esquinas del chasis. Ese cerebro aceitado era el inventor del Urban Bouncer, y con él predicaba la salvación de los cuerpos, el kármico el organismo perfecto, el pecado expiado en gotitas de sudor. Estúpidamente, varias decenas de fieles saltaban incansables sobre la camita elástica. Boing, boing, boing y su puta madre. Sin parar. Pasé a otro canal. Esta vez la bestia se llamaba Turbo Fitter. Invento del demonio consistente en un programa de variados espasmos musculares. Una rubia gastada prometía la eternidad de los tejidos con una sesión diaria de ese baile tribal de necios que otros tantos feligreses practicaban con religioso ardor. El Turbo Fitter te pone en forma a toda hostia, y vas directo al cielo de la belleza genital, que es la única que importa porque de la interior solo se da cuenta tu perro, que ve en blanco y negro y tiene un idioma de una sola palabra: guau. Pase lo que pase, chicos... guau. Me dormi en algún punto entre la salvación muscular y el Urban Bouncing de las almas perdidas. Entre brumas matinales entreví la falla de San Andreas que venía abriendose en canal desde el océano hacia la ciudad, devorando hombres y bicicletas a su paso...

A estas horas, el predicador Powell aún recorre el río como una sombra, persiguiendo a los chicos. La noche del cazador no se acaba nunca. Tampoco la de los predicadores orales o musculosos. Todos quieren lo mismo: saber donde ocultamos el dinero. John y Pearl lo saben, pero también saben distinguir el bien del mal y no se tragan el cuento de los nudillos de Robert Mitchum: la mano llamada Amor, la mano llamada Odio, en lucha eterna y victoria incierta. Icey y Walt Spoon, sin embargo, no entienden nada. En medio de la madrugada vasta de San Francisco, los negros buscan la salvación del alma. A los blancos eso les importa una mierda. Que le den por el culo al espíritu, eso quedó perdido entre Haight y Ashbury en el verano del 67. Ellos sólo quieren hacerse un cuerpo perfecto para dar bien en la foto de la eternidad.

2 comentarios

Will Hunting -

Realmente es un placer volver a pasear por aquí. Enhorabuena por la nueva vida que te espera por delante, no te dije nada antes...

alex -

Cazadores de almas. Todos conocemos alguno.