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Jack el Saltador

Jack el Saltador

La primera vez que estuve en el pub The Ten Bells fue en el verano de 1995: no tenía otra referencia más allá de la leyenda que afirma que Jack el Destripador estuvo bebiendo en el lugar y allí coincidió al menos con un par de sus víctimas, y desde luego con la más tristemente célebre: la irlandesa Mary Jean Kelly. La muchacha, una prostituta treintañera que afrancesó su nombre para hacerse llamar Marie Jeannette Kelly y mejorar el rendimiento de su negocio (las putas irlandesas eran las últimas en el escalafón de tarifas y apreciación popular en aquellos días), solía hacer la calle a la salida de este establecimiento de Commercial Street. Aquella tarde en Whitechapel acudí con mi hermano a tomar una pinta al bar más popular en la ruta de Jack the Ripper. Mi hermano había venido a Londres comisionado por mi padre para repatriarme como fuera. Me habían hecho una oferta de trabajo en el mismo periódico que un año antes prescindió de mí y yo me resistía a abandonar la precaria felicidad juvenil que vivía en Londres, como si fuera la ultima ocasión de mi vida para ello. Mi hermano logró a medias su objetivo, si es que llegó a hacerlo suyo en algún momento. Eso sí, en el mientras tanto vacíamos cuantas pintas se pusieron en nuestro camino, vimos a Rob Andrew y a Jerry Guscott jugar al rugby en el campo del London Wasps y nos paseamos por Whitechapel, con un innegable acojono por su parte. El barrio no está tan mal, pero tiene esa aspereza del Londres residual. Yo no lo percibía; pero claro, a esas alturas yo vivía entre Kensal Green y Willesden, al noroeste, y estaba acostumbrado a ver maleantes de todas las edades en la parte alta de Harrow Road y sus alrededores.

El caso. Debidamente sugestionados por los carteles y recortes de periódicos sobre las andanzas de Jack que exhibe el bar en sus muros, aderezados con el relato de presuntas apariciones fantasmagóricas en la bodega donde se situaban, nos bebimos unas cuantas cervezas. De la micción ni hablamos: no nos atrevíamos a bajar las escaleras hacia las decimonónicas toilets. El Ten Bells se mantiene en pie desde 1752; debía de ser sórdido en un East End enfermo de pobreza y terror en 1888, cuando comenzaron los asesinatos de Jack. Hoy día, y cuando yo lo visité en 1995, mantiene ese aspecto desabrido en un local pequeño, trasnochado pero con un indudable sabor de verdad del tiempo. En un momento dado, con la vejiga ya bien apretada, me levanté a la barra y le dije al geezer del otro lado: "Ponnos lo mismo, chato". Mientras lo hacía, el tipo me habló. Y ocurrió una de esas cosas que siempre pueden ocurrirte en Inglaterra, incluso si hablas bien inglés y todavía más a este lado de Londres: que no entiendas nada de lo que te han dicho, o tal vez una parte mínima y poco aclaratoria de la frase. En mi caso, capturé al vuelo el final: "...así que vosotros decidís, por mí no hay problema, pero si os sentís molestos... Es cosa vuestra". No sabía de qué hablaba aquel tipo, pero con determinación muy propia del caso decidí: "Go ahead". O sea, pon las pintas y ya veremos...

Unos minutos después, entendí la advertencia. Apareció una muchacha alargada y seca como el pub, se retiró una gabardina hacia el final de la barra y, con un escaso tanga satinado por toda vestimenta, caminó con decisión hasta el centro de la sala y se aferró a una delgada columna mientras comenzaba a sonar la música. Debíamos estar cinco o seis personas en el pub. Como si bailara para una audiencia invisible, la chica empezó a moverse con ese estilo sinuoso pero vasto con la que se mueven las strippers de baja estofa. Sólo recuerdo que tenía la piel muy pálida. El barman se puso a leer un diario acodado sobre la barra; entre los parroquianos no hubo ningún movimiento sospechoso. Continuaron tomando su pinta a sorbos contenidos y mirando la luz grisácea que entraba por los ventanales. La lascivia británica es silenciosa, oculta, interior. La chica bailó un rato, fueron y vinieron las pintas en un espeso trasiego de miradas al vaso y a la carne fresca de la stripper, y cuando terminó se encerró en la gabardina, tal vez cruzó las piernas sobre una banqueta y pidió un combinado. La tarde seguía, sin más estridencias.

El jueves pasé de nuevo por la puerta del Ten Bells, entre un grupo de unas cien personas que seguíamos los pasos de Jack por las calles del East Eand, casi 120 años después del llamado Otoño del Terror. Al frente de la nube de curiosos, un inglés largo como una espiga y tocado por una gorra de lana en singular patchwork. London Walks organiza estos paseos sombríos a última hora de la tarde, por calles hoy remodeladas, salubres, habitables; nada que ver con las callejuelas y callejones, los alleys desde los que Jack asaltaba a las meretrices cuarentonas que subsistían en esa sopa de nacionalidades que era entonces el este de la ciudad. Los barcos llegaban al puerto de Londres y allí descargaban los restos de las guerras y el hambre, como ahora. Y los refugiados permanecían donde tocaban tierra. Londres nunca fue ni es ahora una ciudad generosa. Recibe pero no acoge.

A la espalda del famoso Destripador permanece otro personaje londinense que aterrorizó al Londres victoriano con una estrategia mucho menos sangrienta, pero tanto o más esquizofrénica. El individuo ha pasado a la historia local con el nombre de Spring-heeled Jack, lo que diríamos Jack el Saltador. Un tipo con atuendo y aspecto que sus víctimas calificaban de demoníaco y que, durante los años 30 del siglo XIX protagonizó fantasmagóricas apariciones y asaltos de orden sexual al sur del río Támesis, en la zona de Clapham. Los informes policiales subrayaban declaraciones con sonoras coincidencias: al sujeto le atribuían una mirada de fuego y la capacidad de escupir llamaradas azules or la boca. La sufrida Policía Metropolitana no sabía qué pensar. Contra toda lógica, el Saltador aparecía y desaparecía por sorpresa y a los brincos, elevándose de forma sobrehumana a alturas de tres y cuatro metros, para escapar de sus fechorías.

A los sucesos se les dieron, como suele ocurrir, explicaciones escépticas y sobrenaturales; se desarrollaron teorías de la conspiración y las autoridades trataron el caso en la asamblea de próceres. Como suele ocurrir, un noble con rango de marqués y depravadas aficiones entró en la baraja de sospechosos. Nunca se supo quien era el tipo de la mascara que se comportaba como un sucio Batman de barrio bajo, asustando a hombres y mujeres, atacando a jovencitas adolescentes con sus febriles trucos. Hubo detenidos que se salvaron del arresto porque las víctimas insistían en que su atacante escupía lenguas de azufre por la boca, y ninguno de los sospechosos pudo llevar a cabo  semejante efecto especial. Una coartada imbatible. Ahora parece una broma, pero en aquellos días el terror se apoderó de la ciudad. La leyenda del Saltador lo situó en diferentes areas de Londres y hay informes de asaltos posteriores hasta principios del siglo XX y en otras ciudades de Inglaterra. Es de suponer que le salieron imitadores. La prensa inflamó su popularidad y aparecieron historietas (los dreadful pennies) que hicieron ficción de la realidad mientras el misterioso Jack hacia realidad de la ficción.

Aún hoy muchos piensan que, cuando el Destripador envió su primera carta a la policía de Londres y decidió firmarla como Jack, tal vez estuviera tributando un retorcido homenaje al individuo que 50 años antes saltaba por los muros y echaba miradas de fuego en el sucio Londres de la reina Victoria.

El ojo de Londres

El ojo de Londres

En Londres no quedan ingleses. La frase la dijo hace hace unos años mi amigo Sean mientras caminábamos por Queensway hacia The Standard, curry house a la que ya me he referido hace poco. Es cada día más cierta. Supongo que hay que ir a buscarlos a la City, a los pubs sin música de los barrios, al Quiz Game de los domingos y tal vez a las casas de apuestas o a las películas de Woody Allen. En las zonas comunes constituyen una rareza en franca retirada. También resisten en los tradicionales taxis negros de la ciudad: para los foráneos hace tiempo que dejaron el minicab, servicio alternativo sin el cual la ciudad se derrumbaría. Ayer debían estar todos en el fútbol, creo, porque el Boxing Day es día de comidas en familia, arranque de las rebajas de fin de año, servicios públicos reducidos y deporte, sobre todo deporte; naturalmente, los ingleses permanecen en las gradas, porque en los campos ya ha quedado dicho que quedan pocos. Si acaso, en los equipos menores y en los últimos clasificados. El gran fútbol inglés ha reducido su singularidad a un desenfreno cosmopolita que, de forma paradójica, recuerda mejor que nunca el alma cosmopolita (otros preferirán decir imperialista, pero yo soy generoso y creo que con razón) que siempre iluminó a este pueblo.

Para encontrar ingleses hemos decidido obviar los partidos de la Premier League, que son un espectáculo liofilizado en el que uno ya no puede ni levantarse del asiento para animar a su equipo, y buscaremos la verdad en las categorías periféricas, las que se juegan en campos periféricos, donde Londres extravía el nombre y el London Tube se divide en ramales con trenes que serpentean a la luz del día bajo la grisalla. En esos campos no hay conservantes ni colorantes y algo así buscamos. Como los ingleses conservan un cierto atavismo tribal en su modo de relacionarse con el juego que ellos mismos inventaron, la pasión tiene las mismas formas en la primera división que en la quinta. Hay otro motivo: acreditarse para un partido de la Premiership en Inglaterra resulta más complicado que conseguir una bendición papal. A la vuelta de la tragedia de Heysel, los ingleses desarrollaron una conciencia definitiva de sus culpas y remodelaron el fútbol de arriba abajo. Una de las consecuencias laterales que han traído los años consiste en la exigencia de un carísimo seguro (hablamos de miles de libras) que la liga cobra a los medios de comunicación que quieren cubrir con regularidad sus competiciones. Si alguien aparece con una mano delante y otra detrás, como nosotros, ha de pasar por taquilla. Esa es la otra media verdad de nuestra decisión.

A estas horas ya ha amanecido en Londres, aunque con esa pereza con la que amanece aquí en invierno. Once benevolentes grados afuera, dice mi termómetro de Windows Vista. Y Ordinary People, del último Lp de Neil Young, de fondo, lo que contribuye a que todo comience despacio, a entrar en el día con cuidado, como en una piscina en calma. Ayer fue Boxing Day, fiesta nacional: aquí a una fiesta nacional le llaman Bank Holiday, que es también el título de una áspera y realista canción de Blur en su álbum Parklife. No hay fiestas provenientes del santoral, pero sí tradiciones que sostener. El Boxing Day es una de ellas: no es el día del boxeo, sino el día de los regalos. Desde la edad media y los tiempos feudales, los terratenientes concedían un día libre después del día de Navidad a los menesterosos miembros de su servicio, en compensación por su trabajo en el día de Navidad. Y les entregaban una caja (box) con regalos y sobras de la comida del día anterior para que compartieran con su familia una segunda comida de Navidad. De ahí que el Boxing Day haya quedado como día familiar, de entrega de regalos y lifaras compartidas. Pubs a media asta y una impresión equívoca acerca de la velocidad a la que se mueve este cuerpo mastodóntico.

"Londres es un pub", escribió Martin Amis a finales de los años 80. La afirmación parece ya discutible, porque el bebedor serio y silencioso de esta ciudad también hay que ir a buscarlo a los suburbios. "Todas las high streets son iguales", decía Damon Albarn, con mucha razón, en la canción referida arriba. Deberíamos subrayar con desmayo que, hoy en día, todas las ciudades son iguales y puede que hasta intercambiables, al menos su lado reciente. Los mismos comercios, las mismas cadenas de cafeterías, las mismas tiendas de ropa, las mismas franquicias de comida rápida o de comida lenta. El alma de las ciudades reside en lo que su pasado haya sido capaz de reunir y conservar, y en lo que su futuro haya sido capaz de inspirar: la curva arquitectura de Regent's Street (probablemente, la calle que más me fascinó y aún lo hace, desde que aparecí por primera vez en Londres), los memoriales de la guerra de Parliament Street, los leones que guardan a Nelson, los ribetes dorados de la torre en las Casas del Parlamento, los jardines de Kensington, los parquecitos en las plazas residenciales, los ratoncitos en equilibrio sobre las negras vías del metro, las máquinas de chocolate Cadbury's en los andenes, las librerías de Charing Cross Road... Esas y otras cosas.

Cuando yo vivía en Londres no existía el London Eye, esa noria gigante que observa el Big Ben y el distrito de Whitehall desde el otro lado del río. Ese ojo que todo lo ve como antes todo lo veía el almirante Nelson desde lo alto de su solemne columna en Trafalgar Square. Cuando yo vivía en Londres la Jubilee Line de metro era un agujero negro y polvoriento en inacabable reforma, y ayer salí en Westminster a una estación modernista, de aspecto industrial, que me hizo pensar en las chimeneas de la fábrica de Battersea Park; cuando yo vivía en Londres ni siquiera había alcalde de la ciudad, como ahora, y cada barrio tenía un ayuntamiento propio que regía su distrito con reminiscencias del pasado. Cuando yo vivía en Londres, ya no quedaban punkies en Picadilly Circus pero sí postales de cuando había punkies en Picadilly Circus: tengo que fijarme, pero me parece que eso también ha desaparecido. La ciudad vivía detenida en un círculo vicioso de pasados que ya no le correspondían. Ahora hay unos Juegos Olímpicos en el horizonte de cuatro años y un horizonte dominado por el Gherkin, ese edificio con silueta de supositorio o de dildo que emerge en los alrededores de Liverpool Street. Cuando yo vivía en Londres quedaban ingleses y aún deben de estar en algún lado, bebiendo cerveza en silencio, en pubs que no pertenecen a ninguna destilería, con cervezas propias, de nombres desconocidos y sabores variables: si te tirabas encima una gota, la mancha resistía varios detergentes. Productos orgánicos. Aunque siempre fue de algún modo así, ahora Londres se ha magnificado a sí misma y parece una síntesis del planeta, una especie de parque temático de las nacionalidades o de los flujos de migración que describirán los libros de historia. Venir a Londres supone ir un poco a todos los lados, a los países del este, al subcontinente asiático, al África negra, a las antípodas, a la Europa sin memoria y a la América silenciosa y deprimida... Londres pone el decorado y los demás miramos y actuamos, unos para otros, sobre un fondo de neones. Público y audiencia en un mismo cuerpo: leed Instrucciones para John Howell, de Cortázar. No faltarán calles por las que correr. Supongo que venimos a buscar a los ingleses o a buscar una ciudad franquicia del mundo, una ciudad que acoja a cualquiera con desdén y que esté dispuesta a escupir a cualquiera con desdén, y que ese cualquiera celebre la posibilidad de ser deglutido por el desorden general y luego arrojado a una orilla del escenario.

También mis amigos deben de estar en algún lado, ocultos del blitz post moderno. He recurrido a The Killers y su último Sawdust para saltar de la cama a la ducha. Londres es un ojo que lo ve todo. Una ciudad que lo ha visto todo y aún quiere ver más. Quiere verlo todo como si nada le importase.

Salónica, 2666

Salónica, 2666

Los mercados, dije yo. Es lo que más me gusta fotografiar de las ciudades. Los mercados y los cementerios, agregó José Miguel. Y lo dijo así de bien: "Lo que comen los vivos y cómo despiden a sus muertos". Salónica. Otra con J. M. Le pregunto medio en broma: "¿Te interesa el arte bizantino?". "Me interesa el arte bizarro". Lo bizantino es muy bizantino y un poco bizarro, visto desde este lado del tiempo. Salónica me pareció (con todos los juicios en cuarentena por lo presuroso del viaje) una ciudad bizarra en su casi molesta sencillez. Las casas parecen apartamentos de la playa, cuatro o cinco plantas y terrazas muy largas, para creer que uno puede mirar al mar o soñar que no va a regresar nunca al otoño. Ya es otoño y los perros duermen volcados sobre las costillas y contra el pie de los muros, como si los hubieran anestesiado fatalmente, con un cansancio casi metafísico. Los vi dormir en los portales como aquí los hombres duermen en los cajeros, desmayados de indolencia, ajenos al pudor. A pares o de cuatro en cuatro, en severas filas. A media mañana, como los desocupados, o en la primera hora de la noche, igual que los derrotados.

Puse en la maleta una novela interminable, 2666, de Roberto Bolaño. Me pareció adecuada para el ritmo de una competición que espero larga, la Copa UEFA. Dudé entre La Montaña Mágica y ésta y un par de Murakami. Me decidí por las enigmáticas fabulaciones de Bolaño, que levanta universos sin centro geográfico ni narrativo conocidos. Sus protagonistas andan siempre por la periferia de lo contado, escapando del foco como de un fuego. El Ratón dijo hace tiempo que una novela de más de 300 páginas le parece un abuso de confianza del autor contra el lector, y tiene razón: 2666 me enfrenta contra 1.125 en la edición de Anagrama. Este viaje ha de ser largo, aunque el 1-0 compromete todo el plan. Siempre queremos que cada viaje sea largo, y que nos ofrezca la dudosa posibilidad de no regresar. Hace un rato vi un documental sobre Byron Bay, el centro hippie de la costa este australiana, donde pasé unos cuantos días en el ya inencontrable año 2000. Allí un barbudo barrigón armó un psicodélico museo de la historia aborigen; es decir, de la aniquilación aborigen por el hombre blanco (anoto mentalmente que he de volver a Mark Twain y su viaje alrededor del Ecuador). Ese hombre abandonó el mercado bursátil de Londres diciéndose: "Tiene que haber algo más que esto". Y durante diez años viajó por la India. Es verdad, tiene que haber algo más que esto.

Poco que contar. Un bazar pequeño pero muy verdadero, en el que los carniceros sajan la carne, pendiente de un gancho, a machetazos. Caras arrugadas y otras muy tersas. Costados de piel dorada al aire, pocos perfiles griegos clásicos, iglesias del viejo Bizancio, cirios en hornacinas (encendimos uno pero fue 1-0), baños turcos de artesonados borrosos, tahonas primorosas y una Torre Blanca al borde del agua, como una torre del oro en Sevilla. La gente fuma donde quiere, casi nadie lleva casco en la cabeza y el cinturón de seguridad es una relajada obligación todavía. Europa pero aún no. España en 1990, tal vez. El yogurt griego, cremoso y amargo, y el recuerdo de aquél otro que me comí en el lado asiático de Estambul.

Bizancio, Constantinopla, Thessaloniki, Córdoba argentina (escribo para MediaPunta sobre Juan Domingo Cabrera, el primer hombre al que Maradona le hizo un caño), Ciudad Juárez o Santa Teresa, Antony and The Johnsons: The Atrocities. Quiero ir a Praga (el Sparta empató a cero), a Bucarest, a Moscú, a Kiev o volver a Sofia, por donde pasé camino de Constantinopla en el ya inenarrable 1989. Quiero llegar a Manchester en mayo y comerme un curry en Rusholme mientras escucho Rusholme Ruffians. ¿Cuánto tardaría en morirme si saltara desde la copa de un paracaídas?

Salónica, 2666. La búsqueda de Archimboldi ha comenzado.

La música, el tiempo

La música, el tiempo

Jesús Ordovás, el hombre de Diario Pop durante los últimos 25 años, es otro de los que toma la perversa vía Cafarell: jubilado a los 60, como otros cuatro mil empleados más de RTVE. La mujer que iba a regenerar la televisión pública, a darle el sentido verdadero y propio de su naturaleza, a convocar a un comité de sabios, será recordada apenas como la mujer que abrasó la memoria de espectadores y oyentes con un dictado masivo de prejubilaciones. Eso sí, hecha la operación, ya ejerce al frente del Instituto Cervantes. Su tránsito constituye un paradigma de lo que la propaganda y los méritos atribuidos por otros pueden hacer con una persona de exhaustiva incompetencia.

El caso, ahora que he soltado lastre, es que Jesús Ordovás fue homenajeado ayer en Discópolis por otro histórico de Radio 3, José Miguel López. Y yo pasaba por allí y me quedé a oír cómo Ordovás recordaba sus comienzos en la emisora, el nacimiento del legendario programa en el otoño de 1982, y la dirección y los micrófonos compartidos con otros nombres a los que reconozco como mis mejores (si bien no los únicos) educadores en el amor de la música: nombres como José María Rey, locutor adorablemente despiadado; Tomás Fernando Flores, faro de la modernidad desde Siglo XXI; Diego Manrique y ese crisol de sonidos llamado El Ambigú; Julio Ruiz, del sedoso y popero Disco Grande... y otros que no recuerdo ahora mismo pero a los que profeso la fe del discípulo. Para quienes preferimos la música radiofónica desprovista de jingles, locutores de artificio, efectos sonoros y listas, Radio 3 y todos estos muchachos han sido y son la compañía exacta durante muchos años.

Me gustó especialmente el recuerdo que Jesús Ordovás hizo de su descubrimiento de la música en una España de costuras apretadas. Sus temporales exilios juveniles a París, a Londres, a Rotterdam... Eran exilios interiores o búsquedas. Por eso, el joven melómano concluyó que ninguno de esos lugares había de ser el lugar. Y que el lugar estaba en California, donde había ocurrido todo. El vórtice del cambio si es que hubo algún cambio. Así que viajó a San Francisco, la ciudad por antonomasia en los finales sesenta, y allí conoció el desencanto. Ordovás se paseó por el cruce de Haight y Ashbury y sus alrededores, allá donde se produjo la primera sentada hippie en el verano del amor, en busca de una directriz o de una revelación o de un espíritu desde el que encontrarle sentido a todo lo demás. Fatigó las calles, las esquinas, los cafés, las tiendas de música. Enseguida descubrió que había llegado tarde. Ya habían muerto las tres jotas: Jimmie Hendrix, Jim Morrison y Janis Joplin, todos ahogados por su propio exceso de grandeza y droga. De la utopía apenas quedaban los nombres de las calles, el cartel en el cruce legendario y un buen número de jóvenes que serían mendigos, arrastrando los pies o desperdigados con sus guitarras por el parque.

Esos todavía estaban cuando llegué yo, casi cuarenta años más tarde que Jesús Ordovás. Cuatro décadas después y de modos muy distintos; pero al oírle ayer yo sentí que habíamos ido buscando en el fondo lo mismo, y que veníamos de un lugar, aunque con perspectivas y circunstancias bien diferentes. Diríamos que casi contrarias. Ya no estaba el ideario hippie y yo nunca tuve nada que ver con eso. Pero hay algo más, algo más al fondo de esos viajes y esos lugares. Están ellos, los hombres que salen de un tiempo inexistente como reclamando que ellos son el tiempo; están las tiendas de cachivaches, de propuestas esotéricas, de ropas alternativas, y sus colores estridentes en los muros. Pura psicodelia en la lata del tiempo. Eso que tan bien cuenta Chema Rey en sus especiales de la historia del movimiento psicodélico, Sunset Boulevard. Sobre todo está Amoeba, la bolera reconvertida en una gigantesca y hermosísima tienda de discos, como un supermercado de las canciones, las músicas, los sonidos y los ambientes. Un lugar sin tiempo. Y a eso voy. Están los murales de Hendrix, los Cadillacs en los aparcamientos, las librerías que todavía son librerías, las ardillas que abren nueces en el parque, los hombres que empujan carros de la compra repletos de ropas usadas y objetos sin uso. Sus gritos, las risas desaforadas, las melenas deshechas de suciedad, la mugre en los baños públicos... Cuando nos sentamos en aquel parque inmenso, nos rodeaban. Uno de ellos jugaba a mirar la hierba con una lupa que habría encontrado en algún cubo de basura de la ciudad. Otro hizo ademán de abrirse la bragueta, invitando al de la lupa con una voz áspera: "¡¡¡Mira a ver qué tal se ve esto que tengo aquí!!!". Todos se reían. Otros se reunían en grupos, diseminados por los bancos, formando círculos en la hierba alrededor del muchacho de ojos claros que tocaba la guitarra. Muchos pedían limosna con un comportamiento que uno consideraría decididamente digno. Sobre todo me impresionaban los ojos, relucientes en las caras renegridas, engastados como joyas al fondo de un rostro que rejuvenece en la proximidad. Esa es la América silenciosa, que como siempre digo canta a George Harrison, a Dylan, a Lennon, a Janis Joplin y lo que pueden de Hendrix...

La zona es tranquila, poco amenazante. Uno puede pasear arriba y abajo, detenerse bajo el cartel de Haight y Ashbury y recordar. Imaginar. Eso es todo, no hay más. La niebla que sube desde el océano y los cafés. Los despojos en el parque. Y sin embargo, en el cruce de las calles Haight y Ashbury hay algo suspendido en el aire, que no se puede definir pero que siempre está ahí. Mucho tiempo después de estar yo mismo, al escuchar el relato de Jesús Ordovás he advertido que ese algo es la música. La posibilidad de combatir todos los tiempos y las circunstancias con música, a la que considero algo parecido a una sustancia casi material del tiempo; un pensamiento sin soporte racional ni científico, sólo la impresión común de que una canción te lleva y te trae a escenarios que ya no son de hoy. Aunque llegues tarde. La música sería el tiempo sin tiempo. Sólo por eso, hay que pararse en la esquina entre Haight y Ashbury, como en tantos otros lugares del mundo... y escuchar. Y después cruzar a Amoeba, un poco más allá en dirección al Golden Gate Park. Agarrar una cesta metálica como aquéllas del viejo Spar y llenarla de esos pedacitos cuadrados de tiempo que llamamos discos. O música.

[Nota: la foto que ilustra el perfil del hombre somniloquio, en el margen derecho, fue tomada ante uno de los muros decorados de Amoeba, en San Francisco].

Más malos que el Sebo

Más malos que el Sebo


Un compañero me dijo el otro día que el fútbol inglés viene a ser como las películas de tiros o aventuras: ejercicios ligeros y en absoluto pretenciosos, concebidos y ejecutados con el único fin del entretenimiento. El razonamiento me llamó la atención, estuvo a punto de parecerme ajustado y puede que hasta brillante. Lo miro así porque el fútbol inglés siempre me ha fascinado precisamente por su vigor, por su capacidad para la diversión, por esa honestidad que lo asiste y que me lo presenta como un fútbol libre del pecado original, que tiene la forma de la vanidad del engaño y la egolatría de los futbolistas, sumado al empeño de los entrenadores por hacer del juego una pura medición cartesiana o cientifista. He admirado y disfrutado a muchos jugadores y equipos ingleses. Sin embargo ahora, desde hace años, observo el fútbol inglés con conmiseración. Les han colado una modernidad europeísta que ha trastocado la ingenuidad del modelo, y que mezcla mal. Sobre todo, les han llenado los equipos de futbolistas de todas las latitudes y los banquillos con entrenadores de fuera de las Islas. Y no se trata de xenofobia, cómo iba yo a ser xenófobo a favor de los ingleses... Lo que digo es que han absorbido el modelo a la inversa; antes eran los de fuera quienes se adaptaban al modo de juego británico; ahora, al ser ya tantos, la tendencia es la opuesta. El resultado, en mi modesta y afectuosa opinión hacia el fútbol de esos países, constituye un error: ahora en Inglaterra se juega al fútbol con pretensiones. Se ha atemperado en buena parte aquella velocidad, aquel denuedo, aquel estruendo competitivo que definía los partidos; pero los jugadores, el tipo de jugador, aún es el mismo. Es como vestir a un indio americano con chaqué: no está en su naturaleza. Se le nota la impostura.

Sigo viendo el fútbol inglés. Un algo por devoción, un mucho por deformación profesional. Ya no me divierte como solía hacerlo durante los años setenta y ochenta; o cuando pagaba entradas por los estadios de Londres (sobre todo el viejo Stamford Bridge, que me caía cerca) los sábados que tenía libres durante mi estancia en Londres. Por eso, cuando hace unos días fuimos a ver el derby de Glasgow, Celtic-Rangers, recuperé esa vieja expectación por ver el protofútbol que siempre se jugó en las Islas. Soy de los que piensa que el verdadero fútbol inglés ya no puede verse en Anfield, en Highbury o en Stamford Bridge. Está en el campo del West Ham (qué equipo el West Ham... es para morirse los dos partidos que le he visto últimamente por la televisión), tal vez un poco en Villa Park, y sobre todo más abajo, en los Nottingham Forest, en el Torquay, en el Barnet o igual en el mismo Milwall, qué sé yo. En esos campos de Dios en los que no está Dios (así definía mi tía Chilita, mi ejemplo familiar de viajero, las bellas iglesias y catedrales británicas: "Son preciosas... pero no está Dios"). ¿Estaría el fútbol británico en Celtic Park?

Estaba. Pero en su versión más pobre, claro. Si me vais a preguntar por el ambiente, lo digo de antemano: extraordinario. Emotivo, subyugante, conmovedor. Hubo un homenaje al gran Jimmy Johnstone en los vídeo marcadores realmente precioso. Y esa extraña incoherencia que a menudo muestra el fútbol británico: en este derby de connotaciones religiosas (católicos pro irlandeses frente a protestantes filobritánicos), los aficionados del Rangers caminan con mucha tranquilidad hacia el fondo que les corresponde en el estadio. Van a ser 4.000 y están perfectamente controlados... pero uno diría que no hace falta un control excesivo. Yo estuve viéndolos llegar y no había un atisbo de la violencia artera y peligrosa que he advertido en muchos campos españoles. No digamos en Sevilla, donde vimos uno de los últimos clásicos entre Betis y Sevilla hace un mes y poco. A Celtic Park vienen caminando, sin escolta policial, sólo un relativo y lógico control en los accesos al campo para que el área esté lo más limpia posible. No hay ningún tipo de agitación en la gente del Celtic, que va entrando hacia sus asientos con matinal calma (todos los partidos de riesgo se juegan en Gran Bretaña en horario matinal, para evitar la consumición de alcohol en los pubs). El fútbol británico está limpio. El peligro son los viajes al extranjero. Por lo demás, el fútbol constituye un entretenimiento familiar, tan seguro como ir al Radio City Music Hall de Nueva York a ver el especial de Navidad...

Del fútbol en sí no hay gran cosa que decir. El nivel medio del futbolista escocés ha descendido o está en el mismo lugar de toda la vida. El mejor jugador del Celtic sobre el campo era Gordon Strachan, el entrenador. Qué días aquéllos: Gordon Strachan, Archie Gemill (aquel pedazo de gol contra Holanda en el Mundial 78, que glosan en la película Trainspotting), Kenny Dalglish, Graeme Souness, desde luego Jimmy Johnstone... De los que aún tienen edad para jugar el más rescatable me pareció, de lejos, un zurdo con cara de niño que juega en la banda izquierda del Celtic: Aidan McGeedy. Tiene un cierto aire a Jimmy Johnstone, el rubio cabello enrulado, el caracoleo con la pelota... Pero no es él, claro. El resto eran para analizarlos. Los centrales de los dos equipos parecían muñecos sólo parcialmente articulados, siempre a punto de desganglillarse o de que se les saliese una pierna de su inserción con la cadera. El mejor de los cuatro era Ehiogu, el del Rangers, un africano interminable con muchos años encima, al que recuerdo haber visto en The Bridge frente al Chelsea en el año 94, cuando él acababa de llegar al Norwich City. Como para ratificarlo, se inventó un gol de media chilena a la salida de un córner, antes de la cual hubo hasta tres cabezazos verticales e inútiles en el área del Celtic. De horror. Con ese tanto, al Rangers le bastó para ganar. No hubiera podido meterlo de ninguna otra manera. Su delantero más idolatrado es un tal Sebo, ex del Austria Viena (me enferma recordar a ese equipo) al que la hinchada azul le canta el nombre con deleite: "Seeeeeebooooooo, Seeeeeeeeboooooooo". Es tan malo, pero tan malo, que hasta los aficionados del Celtic se ríen de él, en lugar de temerlo. Como cuando la grada del Real Madrid de baloncesto, en los viejos partidos contra el Barça en el pabellón de la Ciudad Deportiva, pedían a voz en grito que saliera Seara, aquel base que me recordaba al inspector Clouseau. Eso sí, Sebo da unas patadas de miedo; persigue a los defensas, los acosa, los hostiga, les mete el cuerpo, el codo, la cadera, la rodilla en el estómago si hace falta. Tiene esa cara de británico enredador tan conocida, la de Wayne Rooney. Con el "fuck off" siempre colgándole de la boca... Los momentos más emocionantes de este tipo de partidos no son los córners ni los goles; son los balones que se quedan sueltos y van dos rivales a disputarlos. Uno tiene ganas de llamar a la ambulancia antes de que lleguen, porque es como ver un choque frontal entre dos automóviles. Da miedo. Hay unas castañas de cárcel. Sebo es el primero de la fila: deja los pies colgando y siempre rasca hasta donde puede. Sebo es más malo que el sebo, pero al día siguiente la Prensa lo exaltaba por sus carreras desesperanzadas en pos de pelotas perdidas. Los escoceses (vale decir, los británicos) no puntúan a los futbolistas según criterios futbolísticos; los juzgan de acuerdo a consideraciones casi morales. No es de extrañar que Henrik Larsson se hiciera de oro en este fútbol: comparado con Sebo o con Miller, el punto del Celtic, el sueco era el mismo Dios, una forma superior de vida.

Gravesen no jugó. Y bien que lo sentí... Porque ahí debe ser el rey. Lo sustituía otro muchacho africano llamado Sno. La verdad es que las alineaciones parecían una fuga de vocales: Sno, Prso, Sebo. Nombres que más bien se dirían apodos para un chat. El partido de Sno fue demencial. A su lado, Lennon. Sólo faltaba McCartney, que no ha debido darle una patada a la pelota en su vida. Lennon (el jugador del Celtic) estaba gordo y tabernario. Hasta los suyos le dijeron de todo menos guapo. El único con un mínimo criterio en el medio campo era Barry Ferguson, del Rangers, al que por cierto vigiló muy de cerca el Zaragoza en el último mercado de invierno, cuando buscaba un mediocampista de paso. Acabó encontrando a Gustavo Nery, que en verdad ahora vemos que está de paso. En la segunda parte me gustó Nacho Novo, ex jugador de Huesca. Que un futbolista de nivel Segunda B en España sea el rey en la banda derecha del Rangers especifica sin necesidad de más matices cómo está el fútbol escocés. Eso sí, el ambiente es magnífico y volvería mañana. Se me ocurre que tanta canción es en realidad una forma de entretenerse, para olvidar lo de abajo. Pero no es así. La gente del Celtic, los británicos en general, aman el fútbol y a sus equipos de un modo ejemplar. Nunca voy a ser absolutamente cruel con ellos: les guardo el afecto enorme de la diversión que me han proporcionado.

[Foto: vi el partido al ladito de los comentaristas de la BBC en Escocia. Creo que era la BBC. No importa. Me encantó descubrir que todavía usan aquellos micrófonos de toda la vida, clásicos donde los haya, concebidos con esa plaquita superior que ayuda al locutor a mantener la distancia exacta con el micro. Detalle rancio que me pareció simbolizar lo que es el fútbol en estos lugares, una materia atemporal, un lugar en el que siempre se jugó más o menos igual. De las narraciones británicas me encanta la precisión con la que sitúan el juego, la perfecta vocalización y el "Yes!" de los goles].

El día del padre

El día del padre


A veces parece sencillo escribir una historia conmovedora. A veces parece imposible. A la espalda de Celtic Park, en Glasgow, caminamos por este viejo cementerio húmedo y gris. Entre lápidas caídas y oraciones olvidadas, encontré esta tumba. Contaba la historia de un Robert Graham. La inscripción tallada en la piedra decía:

"Erigido por Robert Graham
y su esposa Jane Young...
en memoria de sus hijos:

Robert, fallecido el 1 de febrero de 1863
a la edad de 1 año  y 6 meses

Bethia, fallecida el 7 de enero de 1865
a la edad de 1 año y 8 meses

Robert, fallecido el 21 de noviembre de 1865
a la edad de seis meses

John, fallecido el 28 de agosto de 1877
a la edad de 5 años y 8 meses

Y a la memoria de sus nietos
Adamine, Cameron y Anderson
fallecidos el 6 de febrero de 1899
(la fecha es borrosa)
a la edad de 18 meses

Bethia y Anderson
fallecidos el..."


La fotografía no me permite leer el resto de fechas. Un poco más abajo, el señor Robert Graham despide a su amada esposa Jane Young. La última línea registra la fecha del fallecimiento del señor Robert Graham.

A veces, es extraordinariamente sencillo, y terrible, escribir una historia conmovedora.

(Para mi padre; y para Pedro Luis... padres íntegros como piedra tallada).

Escenas: el predicador Guthrie

Escenas: el predicador Guthrie


Allá donde voy me gusta fotografiar las estatuas, elementos inmóviles que parecen reclamar algo de vida en las fotografías, donde todo está falsamente detenido. Ésta pertenece al predicador y profesor universitario Thomas Guthrie, quien ingresó en la Universidad de Edimburgo a los 12 años. Ya adulto, su ministerio atendió a la pobreza de los más desfavorecidos, animado por la idea de que una buena educación salvaría a los niños de la delincuencia juvenil. Por eso Guthrie aparece inmortalizado en el borde de Prince's Street con un infante tomado por el hombro, en actitud paternal. Al fondo, sobre la roca negra desde la que guarda Edimburgo, el afamado castillo de la ciudad.

Tusitala, esquina Boswell

Tusitala, esquina Boswell

La tarde del sábado la dejé caer muy despacio. Desde Murrayfield, el estadio de rugby, tomé un autobús hasta Prince's Street, la arteria comercial de Edimburgo, y después rodeé las estatuas que jalonan la avenida, la pinacoteca nacional escocesa y el impresionante monumento a Walter Scott para ascender hacia la ciudad vieja. Durante horas caminé por las callejas de piedra, tomado por una placentera soledad. Edimburgo parece hecha para ese estado de ánimo, en el que uno se siente más cerca cuanto más alejado está. Un lugar ideal para deambular por las viejas calles del espíritu. Basta ir arriba y abajo de la Royal Mile. Visité el Museo de los Escritores, un espacio modesto pero de delicada sensibilidad, que rinde tributo a Robert Burns, el padre de la poesía escocesa, al poderoso Walter Scott y, desde luego, a Robert Louis Stevenson, mi preferido de los tres. Stevenson falleció joven, antes de los 50 años; en las imágenes que exhibe el museo se ve a un hombre flaco y de ojos prominentes, cabello liso peinado con raya a la derecha, y una afabilidad generosa en la mirada. Las fotografías, escritos y pensamientos de Stevenson, viajero vocacional, en los Mares del Sur me dejaron una profunda emoción que me acompañó toda la tarde. Los nativos de las islas del Pacífico le llamaban Tusitala (el narrador de historias). Seguí caminando despacio hasta el portón de entrada del castillo de Edimburgo, levantado sobre un viejo volcán. El viento soplaba con vehemencia. Unos pocos metros antes encontré este pasaje en el que una placa recuerda que aquí se conocieron, en una cena, James Boswell y el doctor Samuel Johnson. Ese encuentro propició la que tal vez sea la biografía más feliz que se ha escrito nunca, el recuento de conversaciones y horas que el joven escocés pasó con el escritor inglés: La Vida del Doctor Samuel Johnson. Un libro obligatorio para la educación del espíritu y el intelecto... si es que a alguien le importan una de esas dos cosas o las dos.

[Foto: El hombre somniloquio, frente al Boswell's Court, en la Royal Mile de Edimburgo... Fernando Savater anotó en su prólogo a la obra de Boswell la cita de Litton Strachey, que define así al autor de la biografía de Samuel Johnson: "Uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización lo consiguió una persona que era un vago, un lascivo, un borracho y un snob". Un gran tipo, en definitiva. Cómo no vamos a querer a Boswell...].