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Jack el Saltador

Jack el Saltador

La primera vez que estuve en el pub The Ten Bells fue en el verano de 1995: no tenía otra referencia más allá de la leyenda que afirma que Jack el Destripador estuvo bebiendo en el lugar y allí coincidió al menos con un par de sus víctimas, y desde luego con la más tristemente célebre: la irlandesa Mary Jean Kelly. La muchacha, una prostituta treintañera que afrancesó su nombre para hacerse llamar Marie Jeannette Kelly y mejorar el rendimiento de su negocio (las putas irlandesas eran las últimas en el escalafón de tarifas y apreciación popular en aquellos días), solía hacer la calle a la salida de este establecimiento de Commercial Street. Aquella tarde en Whitechapel acudí con mi hermano a tomar una pinta al bar más popular en la ruta de Jack the Ripper. Mi hermano había venido a Londres comisionado por mi padre para repatriarme como fuera. Me habían hecho una oferta de trabajo en el mismo periódico que un año antes prescindió de mí y yo me resistía a abandonar la precaria felicidad juvenil que vivía en Londres, como si fuera la ultima ocasión de mi vida para ello. Mi hermano logró a medias su objetivo, si es que llegó a hacerlo suyo en algún momento. Eso sí, en el mientras tanto vacíamos cuantas pintas se pusieron en nuestro camino, vimos a Rob Andrew y a Jerry Guscott jugar al rugby en el campo del London Wasps y nos paseamos por Whitechapel, con un innegable acojono por su parte. El barrio no está tan mal, pero tiene esa aspereza del Londres residual. Yo no lo percibía; pero claro, a esas alturas yo vivía entre Kensal Green y Willesden, al noroeste, y estaba acostumbrado a ver maleantes de todas las edades en la parte alta de Harrow Road y sus alrededores.

El caso. Debidamente sugestionados por los carteles y recortes de periódicos sobre las andanzas de Jack que exhibe el bar en sus muros, aderezados con el relato de presuntas apariciones fantasmagóricas en la bodega donde se situaban, nos bebimos unas cuantas cervezas. De la micción ni hablamos: no nos atrevíamos a bajar las escaleras hacia las decimonónicas toilets. El Ten Bells se mantiene en pie desde 1752; debía de ser sórdido en un East End enfermo de pobreza y terror en 1888, cuando comenzaron los asesinatos de Jack. Hoy día, y cuando yo lo visité en 1995, mantiene ese aspecto desabrido en un local pequeño, trasnochado pero con un indudable sabor de verdad del tiempo. En un momento dado, con la vejiga ya bien apretada, me levanté a la barra y le dije al geezer del otro lado: "Ponnos lo mismo, chato". Mientras lo hacía, el tipo me habló. Y ocurrió una de esas cosas que siempre pueden ocurrirte en Inglaterra, incluso si hablas bien inglés y todavía más a este lado de Londres: que no entiendas nada de lo que te han dicho, o tal vez una parte mínima y poco aclaratoria de la frase. En mi caso, capturé al vuelo el final: "...así que vosotros decidís, por mí no hay problema, pero si os sentís molestos... Es cosa vuestra". No sabía de qué hablaba aquel tipo, pero con determinación muy propia del caso decidí: "Go ahead". O sea, pon las pintas y ya veremos...

Unos minutos después, entendí la advertencia. Apareció una muchacha alargada y seca como el pub, se retiró una gabardina hacia el final de la barra y, con un escaso tanga satinado por toda vestimenta, caminó con decisión hasta el centro de la sala y se aferró a una delgada columna mientras comenzaba a sonar la música. Debíamos estar cinco o seis personas en el pub. Como si bailara para una audiencia invisible, la chica empezó a moverse con ese estilo sinuoso pero vasto con la que se mueven las strippers de baja estofa. Sólo recuerdo que tenía la piel muy pálida. El barman se puso a leer un diario acodado sobre la barra; entre los parroquianos no hubo ningún movimiento sospechoso. Continuaron tomando su pinta a sorbos contenidos y mirando la luz grisácea que entraba por los ventanales. La lascivia británica es silenciosa, oculta, interior. La chica bailó un rato, fueron y vinieron las pintas en un espeso trasiego de miradas al vaso y a la carne fresca de la stripper, y cuando terminó se encerró en la gabardina, tal vez cruzó las piernas sobre una banqueta y pidió un combinado. La tarde seguía, sin más estridencias.

El jueves pasé de nuevo por la puerta del Ten Bells, entre un grupo de unas cien personas que seguíamos los pasos de Jack por las calles del East Eand, casi 120 años después del llamado Otoño del Terror. Al frente de la nube de curiosos, un inglés largo como una espiga y tocado por una gorra de lana en singular patchwork. London Walks organiza estos paseos sombríos a última hora de la tarde, por calles hoy remodeladas, salubres, habitables; nada que ver con las callejuelas y callejones, los alleys desde los que Jack asaltaba a las meretrices cuarentonas que subsistían en esa sopa de nacionalidades que era entonces el este de la ciudad. Los barcos llegaban al puerto de Londres y allí descargaban los restos de las guerras y el hambre, como ahora. Y los refugiados permanecían donde tocaban tierra. Londres nunca fue ni es ahora una ciudad generosa. Recibe pero no acoge.

A la espalda del famoso Destripador permanece otro personaje londinense que aterrorizó al Londres victoriano con una estrategia mucho menos sangrienta, pero tanto o más esquizofrénica. El individuo ha pasado a la historia local con el nombre de Spring-heeled Jack, lo que diríamos Jack el Saltador. Un tipo con atuendo y aspecto que sus víctimas calificaban de demoníaco y que, durante los años 30 del siglo XIX protagonizó fantasmagóricas apariciones y asaltos de orden sexual al sur del río Támesis, en la zona de Clapham. Los informes policiales subrayaban declaraciones con sonoras coincidencias: al sujeto le atribuían una mirada de fuego y la capacidad de escupir llamaradas azules or la boca. La sufrida Policía Metropolitana no sabía qué pensar. Contra toda lógica, el Saltador aparecía y desaparecía por sorpresa y a los brincos, elevándose de forma sobrehumana a alturas de tres y cuatro metros, para escapar de sus fechorías.

A los sucesos se les dieron, como suele ocurrir, explicaciones escépticas y sobrenaturales; se desarrollaron teorías de la conspiración y las autoridades trataron el caso en la asamblea de próceres. Como suele ocurrir, un noble con rango de marqués y depravadas aficiones entró en la baraja de sospechosos. Nunca se supo quien era el tipo de la mascara que se comportaba como un sucio Batman de barrio bajo, asustando a hombres y mujeres, atacando a jovencitas adolescentes con sus febriles trucos. Hubo detenidos que se salvaron del arresto porque las víctimas insistían en que su atacante escupía lenguas de azufre por la boca, y ninguno de los sospechosos pudo llevar a cabo  semejante efecto especial. Una coartada imbatible. Ahora parece una broma, pero en aquellos días el terror se apoderó de la ciudad. La leyenda del Saltador lo situó en diferentes areas de Londres y hay informes de asaltos posteriores hasta principios del siglo XX y en otras ciudades de Inglaterra. Es de suponer que le salieron imitadores. La prensa inflamó su popularidad y aparecieron historietas (los dreadful pennies) que hicieron ficción de la realidad mientras el misterioso Jack hacia realidad de la ficción.

Aún hoy muchos piensan que, cuando el Destripador envió su primera carta a la policía de Londres y decidió firmarla como Jack, tal vez estuviera tributando un retorcido homenaje al individuo que 50 años antes saltaba por los muros y echaba miradas de fuego en el sucio Londres de la reina Victoria.

2 comentarios

Mornat -

El mío no era el gran Donald Rumbelow, sino un fulano llamado Shaughan al que antes de cinco segundos habíamos rebautizado como Jackie, por Jackie Charlton: como él, tenía aspecto de irse a pescar truchas en un arroyo todos los domingos. Jack y Jackie: hacían buena pareja.

jcuartero -

Yo también he participado en el London Walk de Jack the Ripper. El tipo que lo hace es bastante siniestro se llama Donald Rumbelow, un ex- sabueso de Scotland Yard (me encanta la expresión sabueso de Scotland Yard)que tiene varias publicaciones sobre el tema. Tras el paseo le compré un libro que me dedicó con una firma que haría las delicias de los grafólogos. No me quedaban Libras y la idea de buscar un cajero automático en la oscuridad por los alrededores del mercado de Spittafields no resultaba muy acogedora, así que le pague en Euros y realicé mal el cambio, no recuerdo si intencionalmente. Creo que engañe al tipo que estuvo a punto de descubrir la identidad de Jack. Espero