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Somniloquios

Comida y basura

Comida y basura

Ya que estamos en NYork, hablemos de perritos, de hot dogs, de salchichas, del frankfurter, como se llame. Cierta noche, hace algún tiempo, le di la serenata a unos amigos hablando de El Timple, mientras tomábamos una pinta, aportando rigurosos argumentos acerca del titánico hundimiento del perrito: en un tiempo su especialidad, una pequeña, breve forma de arte trascendental perdida en la velocidad de esta vida. Yo hablaba completamente en serio; ellos reían, concediéndome la gracia que se concede a un loco. Ahora volveré a hacerlo. Lo dijo Andrelo: "Para no ser un recuerdo, hay que ser un reloco".

Mi argumento defendía que El Timple viene a reflejar en escala menor, pero de vital importancia, el indetenible derrumbe de la calidad como factor en la vida cotidiana, media, mediocre si queremos. En esos niveles, donde nos movemos casi todos la mayor parte del tiempo, la calidad ha dejado de ser un objetivo. Importa la cantidad. Así que quienes prodigan ese bien escaso, generalmente lo hacen para diferenciarse, y aprovechan para clavar sables con artera alegría y sonrisa de favoritos. Todos sabemos de lo que hablamos, creo. Las cosas han acabado mezcladas en un borrón y de ahí nos alimentamos todos: nada sabe a nada, ni los tomates, ni la carne, ni la fruta, ni el pescado. Hay más que nunca pero no vale nada.

Reengancho con el Timple: cualquiera que se comiera un perrito del Timple antes de 1992 (que fue la frontera de la España de toda la vida con esto que nos va quedando ahora), en el viejo Timple de la Zona, sabe de lo que hablo. El viejo perrito del Timple era confeccionado con la seguridad final de una dichosa operación matemática. Proceso veloz ejercitado con mano voladora de prestidigitación. Sólo una pregunta concreta al cliente ("¿completo?") y arrancaba el número: mano veloz destapa panera caliente, pincha bollo, raja bollo, mano fugaz destapa salchichera, salchichas cocidas en agua, perfectas, humeantes, salchicha rellena bollo, y si es completo... tenazas a cebolla picada, zas zas, mano derecha cruza el espacio al grifo de ketchup, ris ras exacto sobre el borde de la salchicha, mano derecha cambia a grifo de mostaza, ris ras exacto de vuelta, mano suelta libera dos servilletas de las de hoja simple, envuelve bollo y a comer. Perrito del Timple. Exacto. Perfecto. Y cuando digo perfecto, digo per-fec-to. Ni un solo cambio en el sabor de un día a otro, ni un cachito más o menos de cebolla, ni una gota de ketchup o mostaza que amenazase la ventajosa y segura consumición del frágil conjunto. Uno podía ir a comerse un perrito al Timple con un traje de Hermenegildo Zegna recién comprado en Eduardo, y hacerlo seguro de que la corbata de seda no sufriría menoscabo alguno. Eso se llama calidad. No tiene otro nombre. El sinónimo es respeto.

Al viejo Timple me llevaba mi hermano cuando él ya era un jodido adolescente y yo sólo el pequeño, al que había que ir aproximando al borde de los caminos, a ver si daba con la dirección correcta, que no siempre debía ser la convencionalmente correcta. Vamos a comer una salchica al Gorila, así se refería mi hermano al muchacho que servía los perritos. Había otro delgado, de ojos muy claros, y a veces estaban los dos, cuando el Timple se ponía bravo en los sábados de la agitada Zona. Nosotros veníamos quizás del cine Victoria, de ver una de peleas de kung fu en Hong Kong: El mono borracho en el ojo del tigre, Operación Dragón, Karate a muerte en Bangkok... Una de esas. Bruce Lee y su chándal amarillo eran nuestros héroes más sólidos en esos días. Sobre todo cuando Bruce le arreaba a Chuck Norris o a John Saxon, que hacía de malo más malo que Fu Manchu. El Gorila y el otro, que parecía alemán no sé por qué, eran el final de la tarde o el paso a la península de la noche. Los dos ahí metidos, y esa agilidad: uno manejaba la batería de los perritos, otro saciaba a los alternativos del campero o a los heterodoxos de la hamburguesa. Todo en un espacio de dos por dos. La cerveza era quinto o tercio. No había mesas o había una mesa. Se comía de pie o sobre el estribo de Madre Vedruna o contra los coches aparcados. El  campero constituía una fe, una creencia comunicada en tradición oral a los no devotos. Era un fervor religioso, la alpargata perdida de La Vida de Brian. Yo lo probé, sí, pero jamás nadie me sacó del par de perritos. Completos. Completamente perfectos.

Todos hemos seguido comiendo los perritos del Timple aquí y allá, pero los tiempos han cambiado y el Gorila y el Alemán han dado paso a un sinnúmero de muchachos de nacionalidades aún más inconcretas que las de los dos primeros protagonistas, que debían ser de ahí al lado mismo. Y ninguno tiene la magia, ni la calidad, ni la exactitud, ni el cuidado, ni la velocidad para el repertorio de bollo, salchicha, cebolla, ketchup mostaza. Ni les preocupa. Ni quieren. Nadie les dijo que fuera importante. Nadie les señaló que hay medidas exactas en esta tradición. Así que en el totum revolutum, el ketchup vuela, la mostaza salta, la cebolla desborda por los confines del bollo y todo para en los zapatos. Hay goterones rojos que amenazan los jeans Diesel y los DKNY y los Levi's twisted. Antes nada se salía de su sitio. Era un equilibrio perfecto, atroz casi, que soportaba la mordida con todo rigor. Ahora, ay, el perrito del Timple ha adoptado la forma despreocupada e irrespetuosa del mundo postmoderno, que es una buena mierda pero muy conveniente para todos, sobre todo para los que venden. El principio sigue ahí, la salchicha cocida y lo demás, pero no... Nos hemos hecho mayores y el hot dog (ot dog, como diría Luisito Muñoz) sólo alcanza para recuerdo reloco.

En NY, hoy, ¿cómo no atacar el hot dog callejero? ¿Cómo no tentar esa memoria tan larga haciendo la prueba definitiva? ¿Cómo no recordar, desde luego, al grasiento Ignatius J. Reilly que crease John Kennedy Toole para La conjura de los necios? Su carrito de hot dogs por las avenidas elevadas y angostas en el horizonte, como cañones de cemento y acero modelado... Ese primer momento debe tener algo de iniciático, como el día que me comí el primer perrito en Londres, frente al Tower Bridge, para descubrir el poder abrasador, de hongo atómico que anula la vida a su alrededor, de la mustard inglesa. Como la salchicha vienesa en los bajos del estadio del Prater, antes de jugar con el Austria. Como las golosas salchichonas germanas en Bielefeld y aquellas cervezas maravillosas de la Alemania, que nos liberaban del dogmático queso holandés...

Allá vamos. Cruzo, miles de coches, una vaharada loca de gases fritura sale de la carretilla plateada y conquista la avenida. El tipo ya no es Ignatius, es quizás Mohammed, Viswanathan, Ahmed, qué sé yo. El proceso recuerda a lo de siempre, pero es proceso sin vida, rápido pero sin patria. Mordisco. Otro. Otro y el último. Craso error, craso como Ignatius: no se pueden comer los perritos de las calles neoyorquinas. Como poco son asquerosos. Insípidos, plásticos, hechos con con desinterés ventajoso, de mafia que maneja los hilos desde la trastienda. Probé con el falafel. Nada, lo mismo: aceite disimulado entre la verdura, añoranza del falafel jamaicano en Portobello Road, bien arriba en la calle, bajo el puente. Desesperado, me entregué a la última posibilidad, mi fe más acendrada: las películas. La última frontera de la realidad americana: probamos con el Gray's Papaya, la célebre cadena de perritos calientes... esa que nombran aquí y allá en Hollywood.

Es otro nivel, sí. Otra actitud. Otra preparación. Otra cosa. Hay cebolla pochada y cebolla pochada con tomate. El espíritu está ahí. Raja, salchicha, rellena, pinza cebolla, grifo tomate grifo mostaza. Una cierta emoción en la escenografía. Y afuera, un neón anaranjado que completa la broma: "¡Recession special: save $1!". Especial recesión: ahorre un dólar. Eso es cuidar la macroeconomía de un país y apoyar a las tropas que combaten bajo la solana y frente a las sombras en Irak. Con respecto a Mohammed Ignatius, es un paso, repito, un paso notable, aunque no definitivo. El sabor tiene mucha más enjundia, pero no alcanza para la proclamación. Y el servicio tiene esas cosas de la globalidad desbocada: los tipos que venden hablan un inglés hecho de 48 lenguas, y ahí no caben las dudas. Si te equivocas, cagaste. Si se equivoca él, estás perdido. Jamás te entenderás con ellos para deshacer la orden y reclamar otro perrito con la cebolla pochada pero no atomatada, brother. "You said onion this is onion". Literalidad. Lateralidad. Hay que saber bien lo que se quiere y asegurarse, no hay otra ocasión. Pasar el mostrador decidido entre los negros como castillos, ser cauto, preciso y ahorrativo al enunciar la orden. El mínimo desliz, la mínima duda, el detalle solitario... y Babel se viene abajo con tu puta salchicha entre los escombros.

Terminaré con dos afirmaciones absolutas. El mejor perrito de este lado del Ebro está en la calle Dato, en La Mostaza. Exacto como el del viejo Timple. Casi heróico, pienso ahora. Uno le da un mordisco y hay que aferrarse a los quitamiedos del tiempo para no desmayarse: la única diferencia es que ya no tenemos 12 años, que Jackie Chan es rico perdido y que el cine Victoria no existe. Hicieron un bingo y luego no sé... palmeras en un paseo central, tipos reunidos en las veredas, esperando algo, pero ¿qué?; ese aire de High Street en Conde Aranda, en los rough boroughs del norte de Londres. A este lado, insisto, La Mostaza. Sin duda. Al otro lado, en la tierra del lúcido Ignatius, el mejor que yo he comido me lo dio una abuela en el snack bar de Hanauma Bay, un paraíso volcánico en la costa sureste de Oahu, Hawaii. Esa playa es un edén más allá del tiempo. Si Fontanarrosa escribió un cuento sobre un cielo argentino hecho de asados y fútbol, entonces ese hot dog en la playa de Hanauma supone la indudable forma americana del cielo.

Foto: El hombre somniloquio, con un perrito de más en Gray's Papaya, en la Octava Avenida de Nueva York. Los hay diseminados por toda la ciudad. Ojo al cartel luminoso: si el país va mal, bajamos un dólar el precio del hot dog. Y que God bless America, rediós!!!!!!

14 comentarios

jaime -

Tío, lo has clavado. Enhorabuena.

jorge -

No puedo, sino decirte, que se me ha escapado una lagrimilla al recordar viejos tiempos.Primero el Timple y después, con lo poco que me quedaba, a los recreativos de la calle de al lado ,al cual mis padres me prohibían entrar,pero obviamente como rebelde quinceañero, me daban igual las órdenes paternas y me gastaba las cien pesetas restantes.Nunca entendí, y ya me perdonareis, a los del campero ,¿que era eso?, si no sabía a nada....En fin,eran otros tiempos

Mario -

Tres era la cifra de asentamiento, no cabe duda. Los de las manchas: ¿Aplicábais la homologada consunción horizontal? Porque yo me mancho -como mi buena madre- siempre que hay ocasión, y la verdad... esos perritos eran una fortuna. De todos modos, no se trata de casuística sino de espíritu. Viva el viejo Timple, copón!!!!

Jeremy North -

No sé vosotros pero yo me tenía que comer tres camperos del "Timple" para sentirme ligeramente bien, con uno no tenía ni para un diente, me parecían muy pequeños. Y manchar, manchaban bastante.

lorena -

todo correcto (y emocionante)... hasta lo de la corbata de seda. Los perritos manchaban. Y los camperos, también. Quizá por el ímpetu con los que los comíamos, pero manchaban.

kiko -

Yo fui al Temple y los que pidieron delante de mi se habian confundido. Me comi los mios y el que me ofrecio el gorila que le sobraba (gratis, por supuesto...)

alex -

Al Timple le empezó a dar la puntilla el Pizza Queen y esas porciones individuales tan sofisticadas, tan "in". Si había que besar, la cebolla podía ser un problema. Solución: pizza a las nueve y perrito a las dos, de vuelta a casa y después de dejar a quien haya que dejar en su portal. Mario, se agradece que hayas cambiado la pregunta del color de la nieve, pero esta de 2+2... Propongo que preguntes quiénes somos, a dónde vamos...

Gonzalo -

¿Y aquel grupo de cabrones que le hicieron creer a Chema una historia escatológica? Nunca volvió a pisar "El Timple". Y se reía de los que entraban. Bendita ignorancia.

Mario -

Grande J.M!!!! Era así. Al del campero se le miraba de reojo o medio lado. El campero era un secreto escondido, para iniciados, una cosa de desconfiar... Ahora, los que directamente tocaban la herejía eran, para mí, los de la hamburguesa con queso. Es como aquella novia adorable que tuvo mi hermano y a la que una vez llevamos a comer a un restaurante con usía en Pamplona y se pidió... una paella. Cosas que no caben.

José Miguel -

Y cuando en la comanda alguien incluía un campero, silencio. A nosotros nos pones seis perritos y lo de éste aparte.

jcuartero -

La vida de los perritos Zaragozanos está está llena de jet-lags. Acabo de volver de NYC. El summun del comedor de perritos neoyorquino es coger el metro hasta la línea D o la Q en dirección a Brooklyn y bajarse en Coney Island. El ambiente decadente del parque de atracciones sirve de escenario para el establecimiento original de Nathan´s, que lleva en pie desde 1916 (unos cuantos años más que el Timple. Todos los cuatro de julio se celebra el campeonato mundial de ingerir perritos en doce minutos. El record lo tiene un chino escuálido como un alambre que es capaz de comerse 54. En el lateral del establecimiento hay un marcador que parece sacado de un partido de la NHL, en el que una marcha atrás digital muestra el tiempo que falta para el cuatro de julio. Lo mejor es que mientras me pedí una cerveza Samuel Adams pude ver un anuncio que hacía referencia al freak show y junto a él un cuartucho astroso de reclutamiento del ejército norteamericano

Anónimo -

En Arzobispo Apaloaza estaba "The Timpol II".

Mario -

Sería The Timpol, no? Buena propuesta, no lo había visto nunca así. A mí el nombre me fascinaba: qué coño sería un timple, me preguntaba yo. Y cuando supe lo que era... qué tenía eso que ver con un garito de perritos calientes. Claro que Gray's Papaya también... Antes tenían mucha fama los bocadillos de salchicha del Nevada, en Fernando el Católico, pero no eran estrictamente hot dogs. Hay una Mostaza en Arzobispo Apaolaza??? Eso me sorprende, lo tenía por establecimiento único. Si se extiende y entra en el proceso de cadena, me empiezo a preocupar.

Iñakil -

El ritual del Timple es uno de los que recuerdo con más nostalgia. A mí me creaba incluso cierta ansiedad el no estar lo suficientemente atento para responder al gorila justo a tiempo: "completo". También me desconcertaba la indecisión de algún compañero que mientras meditaba su elección nos obligaba a los menos moderados a pasar una y otra vez por ese engranaje que describes. Te apoyaré en la defensa de aquel Timple donde se tercie (a mí el nombre me sonaba hasta inglés). Visitaré La Mostaza (...quizá siga abierto el de la zona de Arzobispo Apaolaza).