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El Oasis

El Oasis


Desde Glasgow, la carretera A-82 serpentea entre lagos y valles sucesivos hasta las Highlands, la tierra mítica escocesa, conformadora de carácter, folklore, historia y leyendas. Algunas guías le dicen a esto autopista, pero sólo podría ser considerada autopista si uno viajara en triciclo. Dos carriles por sentido no caben entre esta aguas y montañas. De hecho, apenas caben dos coches en direcciones opuestas. Es lo que se dice una carretera peligrosamente hermosa, que parte de los suburbios al oeste de la ciudad y casi de inmediato ingresa en la belleza generosa de Loch Lomond, el primero de los diversos lagos de rizos plateados que llevan hacia el norte. En estos territorios, Escocia parece la mezcla antigua, desafinada, de dos modelos de diversa magnificencia: por momentos, entre laderas boscosas e inmensos estanques naturales, con montes coronados de nieve, parecería una Suiza aún en proyecto o a la que alguien le hubiese atemperado su perfección; en los remotos campos de brezo, en los árboles tomados por un musgo amarillento, en los colores ocres y las montañas de un mullido verde esponjado de agua, Escocia recuerda en cierto modo a Patagonia.

Esa indefinición entre los dos modelos explica el carácter variable de las Tierras Altas, paisaje en el que la aproximación a lo bucólico pronto queda corregida por un páramo inhóspito, que cruza una manta de agua formidable. La luz cambia, surge remota en un claro e ilumina con violencia una colina exacta de entre muchas. Después, el frente de la carretera se emborrona, engullido por una bruma minuciosa que deshilacha todos los contornos y corre una cortina en el paisaje. Aquí llueve sin graduaciones progresivas; se pasa de la calma a la tempestad de un segundo a otro, como en un cambio riguroso de escenario. Alf observó que, tal vez, a los lugareños no les importaría la posibilidad de que el cambio climático fuese cierto y dramático: por ejemplo, que Escocia se convirtiera en Hawai por algún tiempo, y que Hawai pasase a ser el norte de Escocia o la tundra de las islas Orcadas. Comer patatas asadas con haggis y tocar el ukelele. Ir a la playa con el kilt remangado y sentir entre esos muslos de leche pelirroja el cosquilleo de los mares del sur.

Si eso ocurriera, El Oasis caería sobre los jardines con palmeras que hay a la espalda de Waikiki, o en el inicio de la rampa que baja a la bahía de Hanauma, allá donde se hundió un volcán y quedó un feraz arrecife a cinco metros de la playa. Como el cambio climático, así entendido, aún no se ha dado, El Oasis continúa donde lo encontramos hoy: en el descansillo del sinuoso ascenso tendido que la A-82 inicia hacia las Highlands. El Oasis es una camioneta blanca con un toldo metálico en lugar de la pared lateral, detenida en esta carretera, en una revuelta de lluvia inmisericorde y vientos salvajes. La versión montaraz de las estaciones de servicio con nombre de petroleras. La atiende un tipo de cabello cano, mandil a rayas, camiseta negra ajustada y un gorro de tela blanca con rejilla superior. Las manos del tipo están hechas de roca cuidadosa: puede cebar un chocolate o partirle el cuello a un toro Hereford. En El Oasis uno encuentra todo lo que un ser humano puede necesitar para congraciarse con el universo, en ese instante en el que la naturaleza está a punto de llevárselo por delante: chocolate caliente, té hirviendo, café,  bebidas refrescantes, pasteles de carne, bizcochos, hamburguesas, perritos calientes, sándwiches, la sopa del día, pizza casera... El Oasis: un cartelito con el nombre sobre el fondo amarillento, el color de un sol abrasador. El Oasis. Del lateral exterior de la camioneta cuelga un termómetro: la columna encarnada del mercurio apenas se levanta de los cero grados. Un camionero descamisado, cubierto apenas por una chaquetita, se come una hamburguesa con queso de El Oasis con primaveral tranquilidad, mientras charla con el highlander del mandil rayado.

Al fondo de la escena, sobre los campos que se abren hacia montañas y valles, tres venados observan apenas a 20 metros de distancia y olisquean el aire. Al sentirse descubiertos inician un trotecillo de vuelta hacia la espesa pesadumbre de los campos, donde nadie en su sano juicio va a ir a buscarlos. La carretera sigue hacia el norte. Un cartelón da la bienvenida a las Highlands y abre la vasta hendidura que es el Great Glen, el valle que horada esta tierra en perpendicular y que acoge lagos sin cuenta, un brazo de mar, el valle Coen y el Nevis (escenarios felices, de película), las Tres Hermanas, la estación de esquí del Ben Nevis (la mayor elevación de Gran Bretaña), montañas sin nombre que se levantan del piso con la forma repentina de una ola, con sus largo faldón convexo y una cumbre que parece querer darse vuelta sobre sí misma. Y, desde luego, esta tierra acoge el inefable Loch Ness.

Hacia allá vamos. Uno no quiere tomarse el té ardiente de El Oasis. Quiere abrazarlo para calentarse. El camionero sigue inmóvil, almorzando bajo el viento y el aguanieve mientras conversa. Desconfiados, los cervatillos trotan despacio. Son animales avisados: de cuando en cuando, se detienen y comprueban que nadie los sigue.

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