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Buena pinta

Buena pinta


Nosotros somos gente de ley. El día que entró en vigor la ley que permitía a los pubs abrir todo el domingo entero fue un domingo, claro, allá por el verano del 95, y lo pasamos entero en un pub a la vuelta de Portobello Road, en Londres. Round table en una terraza en sombra. Once horas en un mismo pub podría parecer demasiado pero, una vez consumidas las tres primeras pintas, el cuerpo se hace cómodo, se almidona dulcemente en el acogedor banco de madera, y además, cada tanto se añaden nuevos contertulios y todos traen otra ronda. Los vasos caen vacíos como campanadas. La tarde resbala de forma conveniente sin que la adviertas. Conviene que sea así, porque la tarde de un domingo siempre tiene un cierto aire deprimente. Si eso os parece deprimente, es que no habéis visto la tarde de un domingo en las calles laterales de una ciudad británica. El pub es la terapia.

Ahora hay libertad de horarios y se han relajado las costumbres. Hemos ganado y hemos perdido, como siempre. Ha desaparecido el síndrome de la campana, pero también ese divertido ritual de pedir al menos un par de pintas o tres para bebértelas en apenas media hora y así conjurar la frustración de los horarios de guerra. Last orders... y la carrera general a la barra. Siempre me han gustado especialmente los pubs silenciosos, sin música, en los que tres o cuatro parroquianos beben sin decir palabra, sin mirarse a pesar de que han bebido a pocos metros unos de otros durante los últimos 35 años. Los pubs tan recogidos que casi resultan claustrofóbicos, recubiertos de madera, moqueta, revestimientos en las paredes y sillones de eskay. Ahí uno puede quedarse durante horas, ignorante de las bombas alemanas o la caída del gobierno conservador. Todo se oye. A veces entra un visitante nuevo y bromea con agudeza con el publican. Aunque nadie ha dicho nada, todos los presentes se ríen. En esa extraña comunión humorística reside todo su afecto.

Algo de eso hay en The Jolly Judge, pub de la Royal Mile en Edimburgo, en uno de esos maravillosos espacios interiores de piedra, a la espalda de la calle principal, que se encuentran aquí y allá. En una de las casas colindantes se encontraron por primera vez el doctor Samuel Johnson y su buen amigo Bosswell. Algo más arriba, en dirección contraria al castillo, está Deacon Brodie's, la taberna dedicada a la memoria del diácono de vida recta durante el día y licenciosa por la noche en el que se inspiró Robert Louis Stevenson, cuentan, para escribir El misterioso caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde. El sábado, después del rugby, el Brodies's fue un hervidero de kilts y cerveza toda la tarde... Hace años recuerdo, en Balloch, a la orilla del Loch Lomond, un pub de aldea extraordinario: me queda la quietud sombría del lugar y a los lugareños mirando a John Mayor en la televisión con aparente respeto para, de pronto, comentar una de sus frases con sorna y explotar en violentas risotadas conjuntas: "Ye fucking twat... ayeeee!".

De este viaje me quedo con The State, en Holland Street sobre la esquina con Sauchiehall Street, en Glasgow. Como para marcar el signo de los tiempos, en el piso de arriba hay una sala bien moderna, con música y desenfado; abajo, al final de las escaleras y a través de una puerta alternativa, escoceses desdentados beben en serio y en silencio. Sillones orejeros y libros en los estantes. Cálido y hogareño. No es el mejor pub del mundo, y no va a aparecer en ninguna guía... pero tiene esa modestia de los espacios inolvidables.

[Foto: veo ahora que la imagen ha adquirido el aspecto empastado de una pintura gracias a mis juegos experimentales con la luz, pero es una fotografía tomada el sábado por la tarde en el Ensign Ewart, en la Royal Mile de Edimburgo: allí vaciamos algunas pintas de Caledonian, estupenda bitter escocesa).

El Oasis

El Oasis


Desde Glasgow, la carretera A-82 serpentea entre lagos y valles sucesivos hasta las Highlands, la tierra mítica escocesa, conformadora de carácter, folklore, historia y leyendas. Algunas guías le dicen a esto autopista, pero sólo podría ser considerada autopista si uno viajara en triciclo. Dos carriles por sentido no caben entre esta aguas y montañas. De hecho, apenas caben dos coches en direcciones opuestas. Es lo que se dice una carretera peligrosamente hermosa, que parte de los suburbios al oeste de la ciudad y casi de inmediato ingresa en la belleza generosa de Loch Lomond, el primero de los diversos lagos de rizos plateados que llevan hacia el norte. En estos territorios, Escocia parece la mezcla antigua, desafinada, de dos modelos de diversa magnificencia: por momentos, entre laderas boscosas e inmensos estanques naturales, con montes coronados de nieve, parecería una Suiza aún en proyecto o a la que alguien le hubiese atemperado su perfección; en los remotos campos de brezo, en los árboles tomados por un musgo amarillento, en los colores ocres y las montañas de un mullido verde esponjado de agua, Escocia recuerda en cierto modo a Patagonia.

Esa indefinición entre los dos modelos explica el carácter variable de las Tierras Altas, paisaje en el que la aproximación a lo bucólico pronto queda corregida por un páramo inhóspito, que cruza una manta de agua formidable. La luz cambia, surge remota en un claro e ilumina con violencia una colina exacta de entre muchas. Después, el frente de la carretera se emborrona, engullido por una bruma minuciosa que deshilacha todos los contornos y corre una cortina en el paisaje. Aquí llueve sin graduaciones progresivas; se pasa de la calma a la tempestad de un segundo a otro, como en un cambio riguroso de escenario. Alf observó que, tal vez, a los lugareños no les importaría la posibilidad de que el cambio climático fuese cierto y dramático: por ejemplo, que Escocia se convirtiera en Hawai por algún tiempo, y que Hawai pasase a ser el norte de Escocia o la tundra de las islas Orcadas. Comer patatas asadas con haggis y tocar el ukelele. Ir a la playa con el kilt remangado y sentir entre esos muslos de leche pelirroja el cosquilleo de los mares del sur.

Si eso ocurriera, El Oasis caería sobre los jardines con palmeras que hay a la espalda de Waikiki, o en el inicio de la rampa que baja a la bahía de Hanauma, allá donde se hundió un volcán y quedó un feraz arrecife a cinco metros de la playa. Como el cambio climático, así entendido, aún no se ha dado, El Oasis continúa donde lo encontramos hoy: en el descansillo del sinuoso ascenso tendido que la A-82 inicia hacia las Highlands. El Oasis es una camioneta blanca con un toldo metálico en lugar de la pared lateral, detenida en esta carretera, en una revuelta de lluvia inmisericorde y vientos salvajes. La versión montaraz de las estaciones de servicio con nombre de petroleras. La atiende un tipo de cabello cano, mandil a rayas, camiseta negra ajustada y un gorro de tela blanca con rejilla superior. Las manos del tipo están hechas de roca cuidadosa: puede cebar un chocolate o partirle el cuello a un toro Hereford. En El Oasis uno encuentra todo lo que un ser humano puede necesitar para congraciarse con el universo, en ese instante en el que la naturaleza está a punto de llevárselo por delante: chocolate caliente, té hirviendo, café,  bebidas refrescantes, pasteles de carne, bizcochos, hamburguesas, perritos calientes, sándwiches, la sopa del día, pizza casera... El Oasis: un cartelito con el nombre sobre el fondo amarillento, el color de un sol abrasador. El Oasis. Del lateral exterior de la camioneta cuelga un termómetro: la columna encarnada del mercurio apenas se levanta de los cero grados. Un camionero descamisado, cubierto apenas por una chaquetita, se come una hamburguesa con queso de El Oasis con primaveral tranquilidad, mientras charla con el highlander del mandil rayado.

Al fondo de la escena, sobre los campos que se abren hacia montañas y valles, tres venados observan apenas a 20 metros de distancia y olisquean el aire. Al sentirse descubiertos inician un trotecillo de vuelta hacia la espesa pesadumbre de los campos, donde nadie en su sano juicio va a ir a buscarlos. La carretera sigue hacia el norte. Un cartelón da la bienvenida a las Highlands y abre la vasta hendidura que es el Great Glen, el valle que horada esta tierra en perpendicular y que acoge lagos sin cuenta, un brazo de mar, el valle Coen y el Nevis (escenarios felices, de película), las Tres Hermanas, la estación de esquí del Ben Nevis (la mayor elevación de Gran Bretaña), montañas sin nombre que se levantan del piso con la forma repentina de una ola, con sus largo faldón convexo y una cumbre que parece querer darse vuelta sobre sí misma. Y, desde luego, esta tierra acoge el inefable Loch Ness.

Hacia allá vamos. Uno no quiere tomarse el té ardiente de El Oasis. Quiere abrazarlo para calentarse. El camionero sigue inmóvil, almorzando bajo el viento y el aguanieve mientras conversa. Desconfiados, los cervatillos trotan despacio. Son animales avisados: de cuando en cuando, se detienen y comprueban que nadie los sigue.

El día que doblé el cabo de Hornos

El día que doblé el cabo de Hornos


Hay pocos grupos tan notables como un grupo de ciudadanos británicos en cualquier lugar del mundo. Ellos no contemplan la disensión espacial que los rodea. Ellos mismos constituyen, a su manera, un país. Así que, donde ellos van, permanece ese país con todas sus circunstancias y condiciones. Se plantan como si plantasen una bandera en tierra extraña. No sé, yo los quiero, les tengo ese viejo afecto... Y me asombra que sigan en el más alegre desconocimiento del euro. La macroeconomía va que vuela en Europa. Puertas adentro, la gente murmulla: "¡Cómo nos cagaron con el euro!". Y los británicos ahí, tan panchos, pagando con su libra esterlina hasta en los aviones de vuelta de España. "Sterling, please"; "Egg and crest, por favor"; "and a cup'o'tea, darling...". Uh, ah, Daily Star!!!

John Lennon Airport. Liverpool. Scousers despreocupados bajan del avión. Voy a Glasgow vía Liverpool, a Glasgow para ver The Old Firm, el derby de Escocia. El fotógrafo Alfonso Reyes y yo viajamos desde hace unos meses para buscar por el mundo la historias que el fútbol no cuenta en las crónicas. Imagen y palabra, algo que rescate la inabarcable dimensión social, también la esencia si es que queda algo de ella, de lo que siempre fue este juego. ¿En qué se parece un partido de fútbol de chicos descalzos en un pedregal senegalés a la tienda de merchandising del Celtic de Glasgow? Esa pregunta deben responderla, con certeza o sin ella, las imágenes. En el mientras tanto, nos entretenemos. Al periodismo hay que buscarle la vuelta. Como dice el personaje de Primera Plana, la película de Billy Wilder. "No le digas a mamá que soy periodista; dile que trabajo en un burdel".

Hace 13 años hice este mismo trayecto, de Liverpool a Glasgow, en un autocar. Era joven y estaba a punto de quedarme sin trabajo, pero yo eso no lo sabía. Ahora lo completo en coche de alquiler y voy solo. En las afueras de Liverpool brilla un sol honesto que se impone a las inevitables nubes. A la manera de Mark Twain, habrá que decir que uno de los inviernos más fríos que recuerdo fue un verano en Liverpool. Eso fue hasta que caí en San Francisco, claro, la ciudad de la que hablaba Twain. En la maleta llevo el segundo tomo de su Viaje alrededor del mundo siguiendo el Ecuador, gloriosa colección de sus notas de viaje. Y La Guerra del Fútbol, una colección de reportajes de Ryszard Kapucynski (y espero haber acertado con las vocales y consonantes). Discos de The Killers (compruebo en pocos días que son el grupo número 1 del momento en el Reino Unido), de Wilco, de Neil Young, de Los Planetas... Pongo la radio, pero conducir por Inglaterra requiere tal estado de concentración que no la subo mucho. Si canto me estrello.

En las siguientes horas buscaré repetidas veces el freno de mano en el lado equivocado, y tiraré de un cinturón de seguridad, que no existe, sobre mi hombro izquierdo. Acostumbrado a acodarme en la ventanilla con la zurda y sostener el volante al mismo tiempo con esa misma mano, esta descontextualización resulta dolorosa. Por la izquierda no se puede adelantar. Sí, es obvio... pero cada cierto rato hay que recordarlo, decirlo en voz alta, darle a refrescar o actualizar. Por fortuna, el limpiaparabrisas está en el mismo lado, así como los intermitentes. Busco el retrovisor donde no es, y me encuentro el cielo. Escucho las noticias: una madre ha matado a su hijo en algún lugar; Irak, resumen diario de bombas y muertos; y por fin ha terminado la reforma de Wembley. La empezaron poco después de que yo me fuera de Londres, allá por el 96, creo. Una década y unos 800 millones de libras después, he tenido que regresar yo para que eso saliera adelante...

De momento va todo bien, lo suficiente para empezar a mirar alrededor. Dejo a un lado Manchester, al otro Liverpool, atravieso las lindes del Distrito de los Lagos y enfilo para Escocia. Paso por ser uno de los pocos seres humanos que ha visitado el Distrito de los Lagos sin ver un solo lago. Me trajo Andy H., un tipo capaz de eso y más. Pero esta zona de la región de Cumbria me parece hermosa, pese a todo. Twain anotó que, en lo paisajístico, Inglaterra constituía un canon de belleza. Sí, habría sitios más exuberantes, pero no tan armónicos en su conjunto. Yo creo que ese gusto significa una frecuente exageración, pero a mí me fascina también de un modo raro esta suavidad perezosa de las colinas, las cercas de madera de los campos, la repetición del escenario y los carneros detenidos en las lomas, como si los hubiera pintado Carrington. A veces hay vacas inclinadas sobre las rampas verdes, y uno diría que están a punto de volcar o que combaten la gravedad con las ubres. Desde el cielo de un avión, Inglaterra se hace un burbujeo de nubes esponjosas. Abajo, la bóveda se abre y se cierra como una puerta automática: llueve y sale el sol, diluvia o sopla el viento. Cambios repentinos. En ciertos lugares de Inglaterra, un día es un lapso de tiempo demasiado largo como para que siempre haga el mismo clima; en otros lugares de Inglaterra, cinco minutos es un lapso de tiempo demasiado largo como para que siempre haga el mismo clima.

Pasado Carlisle, el paisaje inicia un cambio dramático. La verde ternura inglesa pierde brillo, los colores decaen y los valles se abren, para que la vista pueda resbale bajo una luz tenue que viene y va. Tonos ocres, agrestes, menos previsibles. Colinas elevadas. Tejados de pizarra en dos aguas de triángulo muy cerrado, prendidos en las laderas igual que alfileres de piedra. Escocia. Unos kilómetros más adelante, me sorprende un cartel a un lado de la carretera: "Lugar de nacimiento de Carlyle". E invita al desvío. Paso de largo y el cielo me castiga ese desinterés con un chaparrón sin misericordia. Me pareció advertirlo de antemano en la confabulación de nubes oscuras que vi reunirse delante de mí, sobre el vértice que formaban dos colinas terrosas a los lados del asfalto. No me equivoqué lo más mínimo, pero es que no había escapatoria. Tenía que cruzar aun sin quererlo. Apenas unos minutos después, el piso había desaparecido y con él los límites de los carriles y de la misma vía. De un momento a otro caía tanta agua que me pareció estar atravesando el Canal de La Mancha en un Ford Focus. El esfuerzo del parabrisas tenía algo de agonía mecánica que casi me entristeció. El salpicadero iluminó un piloto anaranjado con el símbolo de la nieve o la helada: afuera, el termómetro caía hacia los cero grados. "What the f...". Llamé a Glasgow y ordené que encendieran de inmediato la calefacción.

Doblado el cabo de Hornos, el resto de la travesía resultó más tranquila. Me llamaron la atención algunos bosques de pinos altísimos y varios patronímicos bien escoceses. Después de todo, llegar a Glasgow resulta sencillo, aun por la izquierda: basta con entrar por el lado correcto en las rotondas y luego seguir los carteles: "¿Estados Unidos? Vas hasta Groenlandia y giras a la izquierda", dijo Ringo. Creo que fue Ringo. Esto es igual. Frente a las primeras casas de la ciudad, me llama la atención el Parque Temático de Escocia. Pienso en Inglaterra, Inglaterra, novela en la que Julian Barnes desmenuza todos los arquetipos ingleses para darle forma a un singular parque temático sobre la idiosincrasia del país y sus gentes. Aquello termina en una desmandada caricatura que tal vez Chesterton hubiera domeñado, a la manera de El hombre que fue jueves, pero que Barnes se le escurre  de las manos como un balón de rugby empapado. Algo más adelante, a la derecha aprecio la robusta tribuna Jock Stein del Celtic Park, el estadio de los Bhoys, donde estaremos el domingo por la mañana. Al fondo queda Glasgow, la ciudad decadente e industrial reconvertida en capital europea de la Cultura en 1999. Alegremente provinciana. Divertida y amable. Lluviosa.

Aunque estoy entrando en Glasgow, me queda hora y cuarto de viaje. Una cosa es llegar y otra entenderse con los escoceses para encontrar el hotel. Aye, what a grrreat auld land this is!

[Foto: Lluvia en el cemento gris: el cielo de Glasgow desde el suelo de Glasgow, en Bath Street Park. Tomo la foto de un bonito blog: Uncertain Times(Midland Stories)],

Territorio navajo, territorio Ford

Territorio navajo, territorio Ford

 

Monument Valley, en el extremo sur de Utah, donde la línea de los estados se reúne con Arizona. Territorio navajo. Desde el aire, más allá del Desierto Pintado y de los meandros fascinantes de Lake Powell, de las carreteras de ripio nacen brazos que serpentean hasta los hooghans, las viviendas tradicionales de los navajos: leves pirámides circulares de barro o madera (nunca la madera de un árbol golpeado por el Rayo, ese árbol pertenece al poderoso Rayo y no debe ser utilizado), con la puerta de entrada mirando al este, para que la ilumine el primer atisbo de cada amanecer. Descendimos sobre Monument Valley, tierra roja, arbustos, paredes de piedra como madera tallada, territorio Ford. Un lugar extrañamente emocionante. La luz jugó todo el mediodía con las texturas y, para cuando llegamos al John Ford's Point, al pie de la roca llamada Las Tres Hermanas (tres agujas casi gemelas, como un tridente), las nubes habían velado el sol y ensuciaban las fotografías en un contraluz de rabiosa naturalidad, que yo no pude recoger. En Monument Valley residen miles de memorias cruzadas y la mía remite con constancia a las películas del oeste, que son un pedazo muy sólido de mi imaginario. Creí adivinar la loma desde la que las patrullas del indio Cicatriz asaltan al grupo de Ethan en Centauros del desierto, pero no es seguro que fuera aquella u otra. Aprovechando mi alucinada desatención, cuatro moteros en choppers intentaron sisarme la cazadora: pensé en Easy Rider, el último western, mientras los maldecía en violento español. Harry Goulding atrajo a Hollywood hasta este lugar olvidado por el tiempo, desierto de piedra y arena que el cine convirtió en lo que ya era en las oraciones de los Navajos: territorio mítico, donde el castor y el coyote surgieron al Cuarto Mundo para levantar el primer hooghan. No pude filmar Monument Valley, pensé que ya lo había filmado Ford y eso me tranquilizó. Un vídeo parecía inadecuado en la tierra consagrada por el genio, el maestro: los lugares mágicos quedan inscritos en el recuerdo y tal vez en una fotografía a la que mirar de cuando en cuando. Mientras la tarde iniciaba su descenso, clausurada la luz, vino una lluvia agitada a refrescar el valle e inundó el autobús sin ventanas. Los japoneses corrieron en busca de protección en el Centro de Visitantes. Yo me quedé afuera y disparé esta última imagen contra la cortina gris.

His Bobness

His Bobness

Al poco rato de poner pie en Estados Unidos, vi a Bob Dylan en la portada de la Rolling Stone y dije lo mismo que dije cuando vi la última versión de las Air Jordan: "Yo eso me lo tengo que comprar". Desconozco si la edición española de RS (esa adaptación tan pálida de esta publicación fundamental para la cultura popular en los últimos 50 años) ha sacado también estas semanas a la calle el número con la trabajosa entrevista de Jonathan Lethem a Dylan. Viene encuadrada en el contexto de la publicación de Modern Times, el último Lp del músico interminable, y del que no me voy a molestar en hacer una crítica. No me asiste la capacidad para hablar de música más allá del corregible criterio de un melómano aficionado. Pero algunas pinceladas sí pueden anotarse. Que el disco se llame Modern Times parece una broma del longevo Dylan, quien ya usó ese juego de circunstancias paradójicas hace un par de Lps (Time Out of Mind). Como anotó con agudeza el argentino Rodrigo Fresán, hace rato que Dylan comienza y termina en sí mismo, de modo que resulta imposible congelarlo o situarlo en relación con algún momento exacto que tenga que ver con este tiempo, el anterior o las variaciones por venir. Se las ha arreglado para situarse más allá o más aquí del tiempo, y no está claro si sus canciones provienen del pasado, del futuro o de un lugar indeterminado en el que se reúnen tradiciones musicales imperturbables. Dylan las revisa y transita entre ellas con una voz cuarteada en la que ya no se trata tanto de cantar sino de contar.

Los críticos advierten en Modern Times la culminación de una trilogía que Dylan habría iniciado con Time Out of Mind y continuó a través de Love and Theft. Los tres suponen discos estupendos y con similitudes, al menos en la actitud del Dylan de hoy hacia la música. Qué le apetece tocar y por qué (si alguien que no sea Greil Marcus se atreve a preguntar por qué). Dice His Bobness: "A todos nos gusta oír los discos en giradiscos pero, afrontémoslo, eso se ha ter-mi-na-do. Así que haces lo que puedes, te peleas con la tecnología de todas las formas posibles, pero no conozco a nadie que haya sacado un disco que sonara decentemente en los últimos veinte años, la verdad. Escuchas estos discos modernos y... son atroces, tienen sonido por todas partes. Nada está definido, ni las voces, nada, sólo.... ruido". Dylan reúne 20 años bajo esa radiografía como el que está hablando de la semana pasada o la última temporada musical. En ese sentido, verdaderamente podemos intuir cierta condición unitaria en los últimos tres discos del genio: no suenan a ahora o a entonces. Suenan clásicos. Y muchas canciones podrían ser trasplantadas de un album a otro sin que la unidad acusara mella alguna. Probablemente no sean obras maestras si por obras maestras entendemos Blonde on Blonde, Blood On The Tracks o The Freewheelin’, pongamos. Pero desde luego, estos discos son la obra indudable de un maestro. Una obra hermosa, indeed.

Como a cualquiera, de Dylan me interesa tanto su música como su inasible personalidad. En algunas épocas concretas me interesa igual o más. Por eso miré con deleite religioso el documental No Direction Home, de Scorsese, que considero una de las grandes películas de los últimos años. Y por eso hube de comprarme las Jordan y la RS, porque no me resisto al ventajoso espectáculo que para un periodista supone ver a otro periodista intentando entrevistar a Dylan. En general, no son entrevistas, sino tentativas de entrevistas. El personaje es demasiado extenso para someterlo a la revisión de unas cuantas preguntas. Y además, en cuanto alguien aproxima un tanto la lupa, adopta posiciones lo suficientemente ambiguas, críticas o distantes como para correr un velo de desconcierto entre él y su interlocutor. Me refiero a ese modo dylanesco de situarse más allá de la imagen que el mundo tiene de él, y que viene de los primeros días. No hace falta recorrer los episodios tan conocidos. No direction Home los expone con generosidad y maestría. Hay una rueda de prensa en la que los periodistas le interrogan por la canción protesta. Dylan ni se inmuta: "No tengo idea de qué es eso que ustedes llaman canción protesta". Pero su música conlleva una importante carga de ideas políticas, le contraatacan. ¿Es que usted no cree en lo que canta?: "No necesariamente. Son sólo canciones".

La minuciosa pelea de Lethem por encontrarle un hueco en la guardia a Dylan tiene dos valores. La fotografía que enmarca el texto, en la que Dylan mira con remotos ojos grises y exhibe en el rostro las arrugas y cráteres del último planeta por descubrir. Y este párrafo que transcribo a continuación acerca de su significación como icono permanente de los Sesenta:

"La gente tiende a exagerar mucho con los Sesenta, ¿sabes? Parece que hablaran de los días de la Guerra Civil: los Sesenta (enfáticamente)... Pero, quiero decir, tú estás hablando con alguien que es el dueño de los Sesenta. Y... ¿hice yo algo para adquirir esa década? No. En lo que respecta a mí, te la puedes quedar, toda tuya. Te la regalo".

Comida y basura

Comida y basura

Ya que estamos en NYork, hablemos de perritos, de hot dogs, de salchichas, del frankfurter, como se llame. Cierta noche, hace algún tiempo, le di la serenata a unos amigos hablando de El Timple, mientras tomábamos una pinta, aportando rigurosos argumentos acerca del titánico hundimiento del perrito: en un tiempo su especialidad, una pequeña, breve forma de arte trascendental perdida en la velocidad de esta vida. Yo hablaba completamente en serio; ellos reían, concediéndome la gracia que se concede a un loco. Ahora volveré a hacerlo. Lo dijo Andrelo: "Para no ser un recuerdo, hay que ser un reloco".

Mi argumento defendía que El Timple viene a reflejar en escala menor, pero de vital importancia, el indetenible derrumbe de la calidad como factor en la vida cotidiana, media, mediocre si queremos. En esos niveles, donde nos movemos casi todos la mayor parte del tiempo, la calidad ha dejado de ser un objetivo. Importa la cantidad. Así que quienes prodigan ese bien escaso, generalmente lo hacen para diferenciarse, y aprovechan para clavar sables con artera alegría y sonrisa de favoritos. Todos sabemos de lo que hablamos, creo. Las cosas han acabado mezcladas en un borrón y de ahí nos alimentamos todos: nada sabe a nada, ni los tomates, ni la carne, ni la fruta, ni el pescado. Hay más que nunca pero no vale nada.

Reengancho con el Timple: cualquiera que se comiera un perrito del Timple antes de 1992 (que fue la frontera de la España de toda la vida con esto que nos va quedando ahora), en el viejo Timple de la Zona, sabe de lo que hablo. El viejo perrito del Timple era confeccionado con la seguridad final de una dichosa operación matemática. Proceso veloz ejercitado con mano voladora de prestidigitación. Sólo una pregunta concreta al cliente ("¿completo?") y arrancaba el número: mano veloz destapa panera caliente, pincha bollo, raja bollo, mano fugaz destapa salchichera, salchichas cocidas en agua, perfectas, humeantes, salchicha rellena bollo, y si es completo... tenazas a cebolla picada, zas zas, mano derecha cruza el espacio al grifo de ketchup, ris ras exacto sobre el borde de la salchicha, mano derecha cambia a grifo de mostaza, ris ras exacto de vuelta, mano suelta libera dos servilletas de las de hoja simple, envuelve bollo y a comer. Perrito del Timple. Exacto. Perfecto. Y cuando digo perfecto, digo per-fec-to. Ni un solo cambio en el sabor de un día a otro, ni un cachito más o menos de cebolla, ni una gota de ketchup o mostaza que amenazase la ventajosa y segura consumición del frágil conjunto. Uno podía ir a comerse un perrito al Timple con un traje de Hermenegildo Zegna recién comprado en Eduardo, y hacerlo seguro de que la corbata de seda no sufriría menoscabo alguno. Eso se llama calidad. No tiene otro nombre. El sinónimo es respeto.

Al viejo Timple me llevaba mi hermano cuando él ya era un jodido adolescente y yo sólo el pequeño, al que había que ir aproximando al borde de los caminos, a ver si daba con la dirección correcta, que no siempre debía ser la convencionalmente correcta. Vamos a comer una salchica al Gorila, así se refería mi hermano al muchacho que servía los perritos. Había otro delgado, de ojos muy claros, y a veces estaban los dos, cuando el Timple se ponía bravo en los sábados de la agitada Zona. Nosotros veníamos quizás del cine Victoria, de ver una de peleas de kung fu en Hong Kong: El mono borracho en el ojo del tigre, Operación Dragón, Karate a muerte en Bangkok... Una de esas. Bruce Lee y su chándal amarillo eran nuestros héroes más sólidos en esos días. Sobre todo cuando Bruce le arreaba a Chuck Norris o a John Saxon, que hacía de malo más malo que Fu Manchu. El Gorila y el otro, que parecía alemán no sé por qué, eran el final de la tarde o el paso a la península de la noche. Los dos ahí metidos, y esa agilidad: uno manejaba la batería de los perritos, otro saciaba a los alternativos del campero o a los heterodoxos de la hamburguesa. Todo en un espacio de dos por dos. La cerveza era quinto o tercio. No había mesas o había una mesa. Se comía de pie o sobre el estribo de Madre Vedruna o contra los coches aparcados. El  campero constituía una fe, una creencia comunicada en tradición oral a los no devotos. Era un fervor religioso, la alpargata perdida de La Vida de Brian. Yo lo probé, sí, pero jamás nadie me sacó del par de perritos. Completos. Completamente perfectos.

Todos hemos seguido comiendo los perritos del Timple aquí y allá, pero los tiempos han cambiado y el Gorila y el Alemán han dado paso a un sinnúmero de muchachos de nacionalidades aún más inconcretas que las de los dos primeros protagonistas, que debían ser de ahí al lado mismo. Y ninguno tiene la magia, ni la calidad, ni la exactitud, ni el cuidado, ni la velocidad para el repertorio de bollo, salchicha, cebolla, ketchup mostaza. Ni les preocupa. Ni quieren. Nadie les dijo que fuera importante. Nadie les señaló que hay medidas exactas en esta tradición. Así que en el totum revolutum, el ketchup vuela, la mostaza salta, la cebolla desborda por los confines del bollo y todo para en los zapatos. Hay goterones rojos que amenazan los jeans Diesel y los DKNY y los Levi's twisted. Antes nada se salía de su sitio. Era un equilibrio perfecto, atroz casi, que soportaba la mordida con todo rigor. Ahora, ay, el perrito del Timple ha adoptado la forma despreocupada e irrespetuosa del mundo postmoderno, que es una buena mierda pero muy conveniente para todos, sobre todo para los que venden. El principio sigue ahí, la salchicha cocida y lo demás, pero no... Nos hemos hecho mayores y el hot dog (ot dog, como diría Luisito Muñoz) sólo alcanza para recuerdo reloco.

En NY, hoy, ¿cómo no atacar el hot dog callejero? ¿Cómo no tentar esa memoria tan larga haciendo la prueba definitiva? ¿Cómo no recordar, desde luego, al grasiento Ignatius J. Reilly que crease John Kennedy Toole para La conjura de los necios? Su carrito de hot dogs por las avenidas elevadas y angostas en el horizonte, como cañones de cemento y acero modelado... Ese primer momento debe tener algo de iniciático, como el día que me comí el primer perrito en Londres, frente al Tower Bridge, para descubrir el poder abrasador, de hongo atómico que anula la vida a su alrededor, de la mustard inglesa. Como la salchicha vienesa en los bajos del estadio del Prater, antes de jugar con el Austria. Como las golosas salchichonas germanas en Bielefeld y aquellas cervezas maravillosas de la Alemania, que nos liberaban del dogmático queso holandés...

Allá vamos. Cruzo, miles de coches, una vaharada loca de gases fritura sale de la carretilla plateada y conquista la avenida. El tipo ya no es Ignatius, es quizás Mohammed, Viswanathan, Ahmed, qué sé yo. El proceso recuerda a lo de siempre, pero es proceso sin vida, rápido pero sin patria. Mordisco. Otro. Otro y el último. Craso error, craso como Ignatius: no se pueden comer los perritos de las calles neoyorquinas. Como poco son asquerosos. Insípidos, plásticos, hechos con con desinterés ventajoso, de mafia que maneja los hilos desde la trastienda. Probé con el falafel. Nada, lo mismo: aceite disimulado entre la verdura, añoranza del falafel jamaicano en Portobello Road, bien arriba en la calle, bajo el puente. Desesperado, me entregué a la última posibilidad, mi fe más acendrada: las películas. La última frontera de la realidad americana: probamos con el Gray's Papaya, la célebre cadena de perritos calientes... esa que nombran aquí y allá en Hollywood.

Es otro nivel, sí. Otra actitud. Otra preparación. Otra cosa. Hay cebolla pochada y cebolla pochada con tomate. El espíritu está ahí. Raja, salchicha, rellena, pinza cebolla, grifo tomate grifo mostaza. Una cierta emoción en la escenografía. Y afuera, un neón anaranjado que completa la broma: "¡Recession special: save $1!". Especial recesión: ahorre un dólar. Eso es cuidar la macroeconomía de un país y apoyar a las tropas que combaten bajo la solana y frente a las sombras en Irak. Con respecto a Mohammed Ignatius, es un paso, repito, un paso notable, aunque no definitivo. El sabor tiene mucha más enjundia, pero no alcanza para la proclamación. Y el servicio tiene esas cosas de la globalidad desbocada: los tipos que venden hablan un inglés hecho de 48 lenguas, y ahí no caben las dudas. Si te equivocas, cagaste. Si se equivoca él, estás perdido. Jamás te entenderás con ellos para deshacer la orden y reclamar otro perrito con la cebolla pochada pero no atomatada, brother. "You said onion this is onion". Literalidad. Lateralidad. Hay que saber bien lo que se quiere y asegurarse, no hay otra ocasión. Pasar el mostrador decidido entre los negros como castillos, ser cauto, preciso y ahorrativo al enunciar la orden. El mínimo desliz, la mínima duda, el detalle solitario... y Babel se viene abajo con tu puta salchicha entre los escombros.

Terminaré con dos afirmaciones absolutas. El mejor perrito de este lado del Ebro está en la calle Dato, en La Mostaza. Exacto como el del viejo Timple. Casi heróico, pienso ahora. Uno le da un mordisco y hay que aferrarse a los quitamiedos del tiempo para no desmayarse: la única diferencia es que ya no tenemos 12 años, que Jackie Chan es rico perdido y que el cine Victoria no existe. Hicieron un bingo y luego no sé... palmeras en un paseo central, tipos reunidos en las veredas, esperando algo, pero ¿qué?; ese aire de High Street en Conde Aranda, en los rough boroughs del norte de Londres. A este lado, insisto, La Mostaza. Sin duda. Al otro lado, en la tierra del lúcido Ignatius, el mejor que yo he comido me lo dio una abuela en el snack bar de Hanauma Bay, un paraíso volcánico en la costa sureste de Oahu, Hawaii. Esa playa es un edén más allá del tiempo. Si Fontanarrosa escribió un cuento sobre un cielo argentino hecho de asados y fútbol, entonces ese hot dog en la playa de Hanauma supone la indudable forma americana del cielo.

Foto: El hombre somniloquio, con un perrito de más en Gray's Papaya, en la Octava Avenida de Nueva York. Los hay diseminados por toda la ciudad. Ojo al cartel luminoso: si el país va mal, bajamos un dólar el precio del hot dog. Y que God bless America, rediós!!!!!!

La América silenciosa

La América silenciosa

"La América silenciosa / como decía Dick
es otra cosa / es otra cosa..."
(Enola Gay, de Andrés Calamaro)

¿Qué voy a decir de NY? ¿Qué decir que no sea obvio? Hablemos del Dakota, si es que podemos, si es que tenemos huevos. Para allá agarré después de un día en el parque. No me gusta tomarme las ciudades como parques de atracciones: ahora me subo al Empire State Building (que está a la vuelta de la esquina*), ahora me subo a la estatua de la Libertad, ahora me subo al edificio del Rockefeller Center, ahora a la Torre Trump... Lo mío es estar, no ir realmente a ningún lado, sólo estar. No es que quiera hacerme el vivo ni dármelas de turista alternativo, de eso nada. Yo no alcanzo ni a alternativa de mí mismo, y mira que lo intento para ver si me pongo de acuerdo. Pero me gusta sólo andar por las calles, ir al cine (siempre voy al cine en las ciudades que visito, aunque no entienda nada de la película), mirar la televisión, desde luego vacíar de miradas las librerías... Y por encima de casi todas las cosas, me gusta ir a los parques y pasar un día allá. Quizás llevar un picnic, quizás no. Sentarme, mirar, oír a la gente. Alquilar una bicicleta.

En el Golden Gate Park, en San Francisco, un día cualquiera hacia el mediodía, se reúne la América silenciosa. Eso que Calamaro llama la América silenciosa y que no sé si es esto mismo que yo pienso, pero le cae exacta la definición. La América silenciosa, para mí, reúne a los indigentes de las ciudades, que atestan carritos de la compra con cachivaches cubiertos por una lona o una colcha hilo bordado que perdió el color en algún tiempo inconcreto. Son esos tipos, y mujeres, de cara renegrida y ojos límpidos, muy azules, casi grises. En SF, los indigentes menudean: tienen un subsidio de 500 dólares para comida que los redime de la obligación de darse a la delicuencia o el robo. Están en la calle y piden con fórmulas de cortesía muy acabadas (algo así me ocurrió muchas veces en Argentina). Muchos se reúnen, como dije, hacia el mediodía en el inmenso y precioso parque del Golden Gate: rasguean una guitarra, hablan a voces en grupo, dormitan solitarios al sol, caminan con pasos desacompasados, arrastrando los pies y la mirada. Los que tocan la guitarra suelen visitar con levedad de acordes a Lennon y a Dylan y a los Beatles. Inevitable. Lo hacen todos. Parece que se hubieran quedado detenidos en los sesenta y los setenta, o que la nostalgia los rescate de la perdición. López me habló una vez de esa ótra América', reunida y vigilante en un recital de Dylan en el Spectrum de Philadelphia... Están también, en un escalón superior, en algunas películas de los Coen. Son el Nota y sus compinches. Nos entendemos.

En Central Park, este domingo, la América silenciosa se reunía en la esquina que da a Central Park West. Sin saberlo, fuimos cayendo con la tarde hacia ese lado, hasta que me di cuenta en qué dirección íbamos. Creo que toda mi vida me la pasé preparándome para ese momento, desde la manana de diciembre, cuando me preparaba para ir al colegio y mi madre me dijo: "Han matado a John Lennon". Yo pensé en Jack Lemmon, el actor. "Lennon -repitió ella-, el de los Beatles". Entonces no significó gran cosa para mí, desde luego no lo que significa ahora, pero retrospectivamente pienso que algo de conciencia dormida aguardaba, porque recuerdo ese instante (en el viejo cuarto de jugar, donde ahora está el salón, donde teníamos ese par de camas abatibles que usábamos en Navidad, cuando mi tía Micaela venía a quedarse con nosotros y narrarnos sus viajes y enviar la carta a los Reyes). El caso es que aquí estaba yo, más de 25 anos después... Cuando llegué al jardincito que llamaron Strawberry Fields ya me dio un vuelco el corazón y comencé a tararear bajito la canción: Let me take you down cos I'm going tooooo.... Strawberry Fields, nothing is real, and nothing to get hung about".

Nada en el jardín que recuerde a Lennon. Nada. Sólo césped y naturaleza. Sobre la linde del parque, apenas un embaldosado circular en el que se lee Imagine. Las japonesas se tiraban largas en el piso para hacerse las fotos; algunas occidentales tomaban posiciones casi eróticas, como abrazando sensualmente el Imagine del centro, mientras los novios disparaban alegres. A un lado vi a un tipo desastrado con un instrumento a medio camino entre el organillo y una suerte de acordeón rarísimo, con un fuelle con el que trabajosamente iba reuniendo las notas de algunos temas capitales de los Beatles. Acompanado de unas partituras y de la voz de una mujer que parecía el fantasma mejorado de Janis Joplin, intentaban dar con los acordes y las letras, sin acabar de lograrlo. Me senté y empecé a dirigirlos con la voz, aunque a menudo debía pararme a esperar porque el tipo no debía ver lo suficiente ni para seguir las partituras, de forma que el trío resultó un desastre, casi patético. Al otro lado de la arboleda y el límite del parque se veía, inconfundible, el edificio Dakota. Me negué a fotografiarme en ninguno de esos lugares. A la segunda canción me puse a lagrimear, rodeado de la América silenciosa: un indigente aferrado a una lata de cerveza como si fuera la barra del autobús, otro tan borracho que extraviaba de continuo las letras de las canciones. Unos cuantos más con sus perros y los carritos de supermercado atestados de basura, fumando en los jardines... Qué raro que Lennon haya sido un arquetipo para esa América inaudible, qué raro caminar hasta el Dakota y contrastar el lujo, la ostentación: el tipo  de librea y gorra relojeando a todos los que vienen o van, la bóveda iluminada por dos faroles desproporcionados que penden del muro, el patio ostentoso de adentro.

Me pareció todo rarísimo y enseguida me fui caminando, en silencio, hacia el downtown... Hoy mismo me compro la camiseta con la famosa foto de Lennon con una camiseta de Nueva York.

 (*) Una modesta recomendación para quien visite NYork: el Metro Hotel, en la calle 35, a la vuelta de la Quinta Avenida. Nivel turista pero de diseno más que agradable, imágenes de actores y actrices de siempre en los muros, el Metro Bar-Grill pegadito (sabrosísimos penne con pollo y salsa de vodka, ay... y jazz algunos miércoles en directo). Desayuno continental e internet gratis. Y sobre todo, la terraza del piso 13, que da al Empire State y procura algunas vistas portentosas del magnífico edificio. Y además te suben comida y bebida del bar. Pequeños lujos iluminados (Dalí dixit...).

Sonría, por favor

Nervioso diálogo previo a una inmersión en aguas de Hawaii, entre el hombre somniloquio y Jen (su babysitter en la profundidad), para ver los restos del Sea Tiger: un barco de inmigrantes coreanos (chinos, corrigió alguien...) hundido con fines comerciales -pragmatismo capitalista oriental- frente a la costa de Oahu:

M: Y si nos cruzamos con un tiburón, ¿cuál es el protocolo (sic) de actuación?
Jen: ¡Le sacamos una foto!