El extraño
Yo entro en las librerías como paso por la vida: sin intenciones concretas. Incapaz de imaginar un proyecto en plazo futuro o de pensar un título con antelación. Sólo entro y empiezo a dar vueltas. Desconfío de la estantería de novedades y de los volúmenes de tapa dura, como desconfío de los hombres que dan la mano blanda y de los que nunca gritan. En muy raras ocasiones compro un libro con las tapas duras. Me gusta la edición de cubierta blanda, el paperback; y cuanto menor el tamaño, más me gusta. No soporto los libros que no caben en las estanterías, salvo si se trata de una antología fotográfica. Me molesta tener que tumbarlos en el estante o apoyarlos, inclinándolos más de lo que se inclina la cabeza que ansía un hombro. La tapa blanda me ofrece una serenidad que yo solo no alcanzo. Cuando entro en una librería no entro estrictamente a comprar libros, aunque a menudo salgo con cuatro bajo el brazo. Puede que sólo quiera sentirme rodeado por la noble materia, sentir que estoy a cubierto e imaginarme menos solo. En cierta ocasión tuve esta epifanía durante una de mis visitas a Los Portadores de Sueños: ser dueño y atender mi propia librería quizás pudiera gustarme. Me quedé pensándolo. En la mesita, con un ordenador portátil como éste, tal vez haciendo anotaciones como éstas, con un fondo de música de jazz o viejos temas de rock guitarrero, Johnny Cash, Cassandra Wilson, Lisa Ekhdal, infusiones de pop suave (pienso en Trembling Blue Stars, en Jack Johnson, en Elliott Smith, desde luego en Teenage Fanclub o en Belle and Sebastian), recomendarle a un aficionado a Cortázar que lea los cuentos inaugurales de La Otra Orilla, porque ahí está el Cortázar en potencia, con una fantasía mucho más decidida, menos esponjosa que la de sus genialidades posteriores, con un estilo de menor serenidad, pero con una prestancia inconfundible. Leer a Cortázar pensando que no parece Cortázar. Podría hablarles de esas u otras cosas. Como hago aquí. Pasar los mediodías en silencio, almorzar solo si no viene nadie. A las ocho cerraría, dejaría dormir a los libros, bajaría la persiana y saldría con mi bolsa al hombro (tal vez debiera llevar unas gafas de pasta negra) para irme a jugar al rugby. Vendería cedés, sí, pero sólo cedés escogidos, unos pocos. El que sonara en ese momento estaría de pie sobre la mesita con un cartelito que avisara: "Ahora Suena... Now Playing". Disimular la estantería de las novedades. Leer. Releer. Esperar. Pasar las horas. Pensé que sí, que una librería propia me haría feliz. Pero qué sé yo de librerías. De gestionar librerías. "Un negocio ruinoso", se apresuraron a decirme. En las librerías también hay facturas, pedidos, órdenes de la realidad quizás imposibles para alguien como yo, que jamás abre los recibos.
La vida sí que es un negocio ruinoso.
La otra tarde me llamó el Ratón y hablamos de libros y de fútbol, poco, porque no quiero hablar de fútbol. Me he aburrido del fútbol. Es pasajero, supongo, creo. El Pele me proponía ayer un programa de televisión sobre fútbol. Ya ha tejido el fondo, el ambiente, una tertulia en penumbra, como tomando un café. Una lástima, porque el entusiasmo generoso de su idea se estrellaba contra mi cansancio. Hablamos con el Ratón de lo que hace él, de lo que hago yo. Por las mañanas escribe, luego sale a correr, después prepara algo de comida, por la tarde tal vez lee o pasea o sale a tomar algo. Pensé que podría adscribirme de inmediato a ese proyecto de vida. Añadirle algunas expediciones fotográficas de aficionado, esas que hago ahora mientras el doctor Reyes, con esa pedagógica paciencia suya, me explica cómo calcular las relaciones de luminancia entre unas zonas y otras de la imagen que quiero fotografiar. Con el Ratón hablamos de la escritura cotidiana, del hábito de escribir, unas horas cada día, porque es a lo que ahora se dedica. Generalmente por la mañana. Si es temprano, mejor. ¿Con música, me pregunté sin decirlo? No. Ya dije que yo no puedo escribir con música, pero este mismo instante lo está negando porque tengo a Bunbury en el fondo, con un volumen que no es de fondo. Y escribo. Hablamos de los últimos libros que ha leído o está a punto de leer: nombró dos y me provocó la necesidad inmediata de entrar en la librería más próxima y comprarlos. Y lo hice: 31 Canciones, de Nick Hornby. El Adversario, de Emmanuel Carrère. Le agregué Dietario Voluble, de Enrique Vila-Matas, que arranca, por cierto, con el autor en su función matinal y diaria de escribir, con Be My Baby, de las Ronettes, de fondo. Suena el timbre de la puerta de casa y Vila-Matas sale a abrir. Yo no saldría. Tampoco aguardo llamadas. No hay llamadas inesperadas y tampoco las esperadas. Las hay supuestas, si acaso. Pero ninguna hace ruido. Mi teléfono continúa en Silencio. También compré After Dark, de Murakami, éste para regalo. Hablamos del Borges de Bioy, de sus agudas observaciones, del riesgo de la monotonía. Con Lopecito también hablamos del Borges, nos reímos de algunas citas, de muchas citas. Hablamos de Maradona, nos reímos; hablamos de las cosas tristes que han pasado, de otras alegres que han pasado, hablamos de las cosas que no han pasado. Hace tiempo que el Ratón me dijo que un libro de más de 150 páginas le parece un abuso de confianza por parte del autor. Cuelgo. Salgo de casa. Voy directo a la librería.
En contradicción con esa imagen de parapeto anímico, he de decir que las librerías me ofrecen la agradable posibilidad, inexplicable, de sentirme extraño en un lugar conocido. No puedo evitar ese deseo, manifiesto en el anhelo de caminar por ciudades ajenas, lejanas. Cuanto más grandes, mejor. Cuanto más lejanas, más grandes. A González Sáinz le preguntaron por qué vivía en Trieste. Respondió: “Más quisiera yo saberlo. (…) Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada”. (Dietario Voluble, de Vila-Matas). Yo también necesito sentir que no pertenezco y que estoy de paso, en éste o en cualquier lado. En un lugar desconocido esa impresión resulta harto más sencilla. Mejor si es de noche y en invierno, aunque no un invierno demasiado melancólico. Mejor si es de noche, en invierno y hay una librería en la que entrar. A veces pienso en tomar un autobús en mi propia ciudad y dejarlo que me lleve hasta al final de la línea y luego seguir caminando en dirección a los campos. Esta mañana me he detenido en esos lugares, aquellos días en los que me he sentido extraño en un lugar desconocido y he tenido que admitir que me hacía feliz. Me he parado en la memoria de una tarde de marzo que resbalaba muy despacio hacia la noche en Edimburgo; una temprana mañana dominical en un café de Glasgow; las veredas de la avenida Santa Fe en Buenos Aires; la Sexta camino de Times Square y Broadway en Nueva York; la sombra recortada en niebla de la sede del San Francisco Chronicle; los rascacielos luminosos de Sydney a la espalda de la bahía; Harrow Road camino del noroeste de Londres, cualquier amanecer, todas las noches, los teatros en el West End, una tarde completa en Charing Cross; la Sofía nítida, aún comunista, de hermosa claridad ordenada; un café en Plovdiv, hecho vapor como un sueño; las callejas atenienses, el capuccino freddo. Lo que pasa cuando no pasa nada, sólo las calles.
No faltarán calles por las que correr. No faltarán calles en las que acordarse de lo necesario que sigue siendo olvidar.
Nota: Se ve que mi conciencia me conoce demasiado bien. Mucho mejor que yo a ella, en todo caso. También sospecho que no le caigo simpático o que me reclama cuentas pendientes que no se van a resolver solas. Suele hacerlo en sueños tan concretos que no parecen sueños sino humores de la memoria. En ocasiones logra hacer coincidir esos sueños con la fecha precisa en que se produjeron los hechos soñados. Eso sí que me parece un exceso de confianza, sobre todo con alguien que, como yo, carece de intenciones concretas cuando entra en una librería o cuando cada mañana, como ésta, ingresa en el día siguiente.
5 comentarios
lorena -
Aprovecho para recomendarlo.
Gracias por hacerme recordar aquel verano tan apacible. No pasaba nada y pasaba todo.
Jeremy North -
"31 canciones" de Nick Hornby está fenomenal. Hornby es uno de mis escritores favoritos, coincide conmigo en muchas cosas, siento su escritura como mía, por mucho que resida en Londres y sea hincha del Arsenal, porque sus personajes los encuentro cercanos, con problemas similares y soluciones siempre dispersas.
jcuartero -
Mornat -
Fedra -