Todas las mañanas
Es poco probable que yo me levante de la cama con sueño; es mucho más probable que lo haga con pena. Una lástima informe que a veces relleno con seis galletas de fibra o que me limpio en la ducha cruzando las palmas de las manos bajo las axilas, para dejarle un descenso liso al agua de la cabeza a los pies, y una ruta de huida hacia el desagüe redondo y de ahí al centro de la Tierra. Si eso no basta, como ayer, entonces pruebo a salir a la calle y caminar despacio. En días así no sé ir a ningún lado si no es a una librería. Todas las mañanas del mundo son caminos sin retorno, leí hace años en un libro hermoso y oí en una película hermosa, en la que Depardieu acababa por morirse bajo un sol cuarteado por las copas de los árboles, a trompicones, con una conciencia artificial de la belleza del instante y una música antigua de marco. Hace años que no sé nada de ese libro. He sospechado a menudo que los libros te abandonan como te abandonan otras cosas. O me abandonan. Algunas mañanas pienso en ellos con melancolía, miro de reojo a los estantes y me doy cuenta de que se marcharon hace mucho tiempo. No he vuelto a saber nada de ese libro, que tal vez me soñó leyéndolo.
Ayer me fui a pasar la mañana a una librería. No pensaba comprar nada. Sólo quería esconderme. Las librerías tienen libros y tienen asientos duros de espuma para ojearlos, y en algunos casos tienen recodos acogedores y silenciosos en los que uno puede ocultarse medianamente del tráfico insaciable de la ciudad. En la calle San Miguel han construido una casa del libro, con minúsculas, con una chica de pelo muy tirante al mostrador. Una casa del libro es como una casa de muñecas. Esa chica le habla a los libros como si los libros tuvieran interés en escucharla. La primera vez le pregunté por La Ciudad Automática, de Julio Camba, y ella se fue hacia la C hablando sola y preguntando: "A ver, ¿dónde está usted señor Camba? No se me esconda. Señor Camba, señor Camba...", lo llamaba. "Pero si lo había visto yo por aquí". Yo le dije: "Mira que ya me he fijado por aquí y no lo he visto" (al señor Camba, debí agregar, pero me dio reparo la familiaridad o bien una locura tan amable); pero entonces ella hizo así, alargó una mano como si fuera a tomar en ella un pajarillo y no un libro, y siguiendo la línea de sus dedos vi que frente a nosotros aparecía el señor Camba en su ciudad automática. "Aquí está...", le dijo ella al libro, no a mí. Y me lo entregó. Y le faltó advertir: "Cuídelo usted, el señor Camba requiere atenciones. Se conserva bien en interiores y peor al sol, salvo en los primeros días de marzo hacia el mediodía". O bien: "Que se tome dos optalidones con el café con leche después de cada comida; el café con leche en vaso, eh... Al señor Camba no le gustan las tazas de loza ni los vinos sin sabor". No me dijo nada, sin embargo. Y entonces le pregunté por Josep Pla. El señor Pla, el señor Pla, repitió ella. Otra vez lo mismo. Mira que yo no lo he visto por aquí, por la P. Y el mismo milagro. Como las madres, que siempre encuentran en su sitio y a la primera lo que nosotros no habíamos visto en su sitio y a la cuarta.
Ayer la chica no estaba. Había otra dos mucho más silenciosas y con el pelo liberado, a las que preferí no preguntarles nada. Resbalé por las estanterías con el iPod a toda pastilla, vi el atril que le habían preparado a Javier Tomeo y un pequeño hemiciclo de asientos de espuma verde. Presentaba el volumen Javier Gurruchaga. La Literatura es una cosa muy rara. Leí las primeras páginas de Los Amantes de Silicona, su última novela, y luego me dejé caer hacia los rincones, atravesé pasillos de poesía, traspuse el retablo de las novelas negras y caí sobre la ventanilla de los viajes. Los libros exhaustivos no me gustan, pero me atraen como si quisieran gustarme. En Charing Cross me hundí en una librería de novela sólo negra, asesinatos, muertes, misterios, casquería, casos sin resolver, matanzas históricas, detectives de todas las calañas. Pero salí sin nada porque era todo tan exhaustivo que, no sé. De todas formas siempre hay que comprar algo. Ayer, en un recodo donde renacía la Literatura Española e Hispanoamericana en versión de bolsillo, allí me quedé. No me gustan los libros de tapa porque no te puedes acostar sobre ellos, tienen la textura de un colchón duro. En cambio los de bolsillo proponen un espacio mullido para la cabeza, en el que puedes meter la frente, guardar papelitos, hacer un rulo, educar una flor, parir una memoria. Nunca doblar las esquinas de las páginas.
Apoyado sobre la espalda, mirando al techo pero con las piernas del otro lado, sobre la almohada, encontré al señor James, don Henry. Un librito de recuerdos de su llegada a Londres en el invierno de 1876 y en los inviernos y veranos sucesivos. Se titula así, Londres; e igual se titulaba uno de Virginia Woolf que compré en otra casa de muñecas, en Madrid, hace algunas semanas o meses, no me acuerdo. Una colección breve de retratos costumbristas sobre un Londres evaporado, de casitas repetidas. Se llama igual: Londres. Sólo eso. Me senté un rato con él. A esa esquina venía poca gente. Me dejaron tranquilo. Yo estaba en Modo Aleatorio, un desorden ordenado. Sonaba la Creedence y a continuación Ian Brown y después Death Cab for Cutie, Placebo, incluso Wombats o Patti Smith. Pasaron por allí un par de chicas que no me vieron ni yo a ellas.
Después de un rato me arrastré por el suelo para salir. Tropecé con Doctor Pasavento y me detuve en la esquina de Vila-Matas, donde me incorporé. Herman Hesse también estaba allí, acechante como siempre, desde que me atreví con su Lobo Estepario y con Demian y Siddharta siendo demasiado niño y demasiado temeroso. Ahora ni siquiera tengo cojones de abrir su Cuentos de Amor. Hesse también escapó hace años de mi librería. De aquel grupo sólo permanece Kafka, un hombre generoso. Sabe que si se marcha dejaría un hueco tan grande que yo no podría sobrevivir.
Compré una libretita para hacer anotaciones de viajes o de nada, con una tapa en la que aparece una imagen antigua de Times Square, en Nueva York. Todo muy sugerente. Tiene una goma para cerrar el conjunto y que no se escape ni una letra. Aún me queda pendiente la tarea de robar Tortilla Flat, de Steinbeck. Fue una conjura que hicimos una noche de hace muchos años en el Malevaje, inspirada por Carretero: "Si no es robado, no se puede leer", dijo él. Y le dio un trago muy cuidadoso a la cerveza. Yo miré el submarino oscuro de bourbon en mi jarra y supe que nunca cumpliría. No lo he hecho y por eso no soy un hombre. Ayer lo tuve en la mano y lo pensé, pero nadie comete una violación en una casa de muñecas. Salí a la calle y me senté en un banco del paseo a mirar a la gente pasar. Yo seguía con el estómago vacío, abrí la libreta pero nadie había escrito nada. Y todos me ignoraron de forma minuciosa, aunque caminaban muy bien al ritmo de la música. Siempre he envidiado esa armonía de las personas que no conozco.
[Foto: el señor Henry James: un americano en Londres].
13 comentarios
Mornat -
A mí, sin embargo, lo que más me gusta de las libretas es verlas vacías, tan blancas, tan nítidas, tan repletas de posibilidades...
Elena -
Yo tengo muchas libretas de esas, pero las relleno en los viajes. Y si no estoy de viaje, con cualquier cosa, una receta que me dan, un libro que recomiendan, lo que sea. Todo por tener muchas de ellas
Mornat -
Gracias
Elsa -
Mornat -
Mornat -
Elsa -
Nuha -
Nuha -
De Virginia Wolf estoy leyendo To the Lighthouse, pero he de reconocer que se me está resistiendo...
Y, querido Mario, no temas al bueno de Hesse. Si en algún momento entró en tu vida, forma ya parte de ella para siempre.
Mornat -
Gracias a ti por el saludo.
Ann -
Mornat -
Saludos y gracias
javier p. -
En fin. Pase Vd. cuando quiera por lo mío.
Un abrazo desde Lima la horrible.
Y los días van pasando: espero que esté bien.