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Conversaciones con Alicia

La señorita Alicia

La señorita Alicia


El tiempo me tiene atrapado en su ventajoso simulacro de eternidad. Supongo que me muevo, pero tan despacio que me resulta imposible confirmarlo. Para ello debo recurrir a los otros, que son quienes me ofrecen la perspectiva de la velocidad del cambio al mismo tiempo que revelan la cómoda incongruencia de mi vida diaria. Sé que pasa el tiempo porque se marchó Leonor, camino de los 102 años ya para siempre. Los viejos madrugan para irse, tal vez por no alterar las costumbres de su cuerpo, que decide por ellos. Si no dije nada aquí (espacio en el que Leonor estableció hace días su condición de referencia mítica) fue porque no puedo decir nada. Hay cosas -hechos, pensamientos, impresiones, imágenes- que están más allá de las palabras. Por indescifrables, por íntimas, por el tamaño de su brutalidad o de su naturaleza son radicalmente indecibles, al menos para mí. La vi por última vez unos pocos segundos, pero podría escribir (si pudiera) cientos de folios acerca de tiempo tan escaso. Enseguida mi madre me dijo: "Vamos, hijo, que se la van a llevar". Y me imaginé a un coro de mínimos ángeles que la trasladaban en volandas hacia el tiempo perfecto de la nada. Debe de ser que soy religioso, aun a pesar de mí mismo. Si fueron ángeles parecían sólo monjas.

El tiempo se me hace muy concreto si miro a Alicia, que ayer cumplió ocho rotundos años que me hicieron pensar bastante. Se ha arrancado la piel de niña y ahora anda vistiéndose con afiladas ironías de incipiente señorita. La veo en su mejor momento, aun a mi pesar: libre aún de los laberintos adolescentes, pero con la perspectiva agrandada de quien está ya a salvo de tantos benditos engaños de la infancia. Temo que deba tratarla de usted a partir de este momento. Alicia, para quien siempre fui un torrente de pequeñas historias fascinantes, me ha convertido ahora en un variable objeto de perspicacias y réplicas sardónicas. Cuenta a su favor con la ventaja de mi perplejidad inadaptada a la nueva relación; y con el arma del lenguaje, que maneja de forma muy precisa. La llamé por la tarde, aún desde el trabajo, para felicitarla. Inútilmente traté de emboscarla en un bobo engaño ya trasnochado:

-¿Qué haces?

-Estoy celebrando el cumpleaños...

-¿Cumpleaños? Qué pasa, que cumple años alguna amiga tuya del colegio.

-Que cumplo años yo -réplica muy seca, como diciendo: ‘Eh, no te hagas el tonto conmigo’, frase que, como sabemos, una mujer puede pronunciar con el mismo significado a lo largo de varias décadas y siempre con destinatarios equivalentes que resumiremos en uno: el pavo de turno.

-¡¿Pero qué me dices?! -exclamé con patético asombro fingido.

En mala hora.

-Oye, a mí no me tomes el pelo. Sabes perfectamente que es mi cumpleaños.

Arrié las velas y me dispuse a permitirle que me deshiciera a dentelladas. Mascullé mi rendición en un sentido "Felicidades". "Muchas gracias", contestó, rigurosa con el guión. Al fondo se oían muchas voces y se elevó una que parecía anunciar algo a una concurrencia que imaginé sin dificultad. Traté de que me contara algún regalo pero ella estaba atenta a las instrucciones del micrófono. Ya no me oía a mí. Pronto me dijo:

-Mira, tengo que dejarte.

La frase me sonó como un disparo. No por el hecho en sí, comprensible, sino por el modo de formularlo. Podría haber dicho: "Tío, que me están llamando para empezar la fiesta con los otros niños del colegio". Esa posibilidad hubiera sido infantilmente explícita. Pero Alicia empieza a manejar con natural soltura las armas sutiles propias de su condición. "Mira, tengo que dejarte": Otra frase que le servirá durante al menos 30 o 40 años. Válida para muchas ocasiones. Perfecta para establecer la distancia adecuada, para decir lo que se quiere decir de manera que, con los Códigos Jurídicos en la mano, ningún tribunal te pueda acusar de no haberlo dicho, aunque todos sepamos que está dicho sin decirlo, sin entrar en detalles, sin dar explicaciones (¿dónde está escrito que haya que dar explicaciones?, ¿es que no te queda claro, pedazo de bobo?), sin conceder ni una sola ventaja. "Mira, tengo que dejarte". Le pasó el teléfono a su hermana pequeña (que va a ocupar su papel, pero de otra manera muy distinta) y me dejó con la palabra en el aire.

Luego fui a verla y le llevé sus regalos. He abierto la veta Beatles y eso da para toda la vida, espero. Comenzamos por una hermosa cajita de música, un sencillo cubo de madera decorado con el rostro de los cuatro muchachos de Liverpool en su primera época, con un toque de pop-art. "Ahí puedes guardar tus secretos", le indicó su madre. Qué hermosa y terrible frase. La cajita tiene una manivela. La invité a darle vueltas y sonó la música. "¿Qué canción es?". Le costó un poquito reconocerla: las cajas de música son como los viejos móviles, una especie de diagrama resumido de sonidos, politonos monocordes. Sin embargo no tardó mucho: "¡¡¡Let It Be!!!", exclamó. Sí. Aunque yo pensé, con cierta oscuridad interior: "Let It Bleed". No supe si la frase ("Déjalo sangrar") me venía de algún recuerdo, de una película (¿no se lo dice Bobby de Niro al empleado del banco que atracan en Heat después de reventarle las narices?) o de cierta canción sombría... Cantamos Let It Be un poquito: "When I find myself in times of trouble...". Fue el tema que expuse para traducir en una clase de Inglés en el colegio, hace tres o cuatro siglos. Siguiente regalo: un neceser (o un estuche, o vaya usted a saber qué) decorado con motivos de Yellow Submarine. Y el Album Rojo (The Beatles 1962-66), porque no fui capaz de resolver si es ya momento de meterle concepto con un disco como Rubber Soul o Revolver o, desde luego, el Sgt. Pepper’s y no digamos el Album Blanco... Cualquiera diría que no, claro, pero no olvidemos que su canción favorita, declarada, es Strawberry Fields Forever: esa precocidad psicodélica me abruma.

A Sergio, el chico de La Ventana Indiscreta (felicísima tienda de cine y memorabilia pop en la calle San Lorenzo) le llamó la atención que los regalos fueran para una niña de ocho años. Yo había visto la cajita de música hacía varios meses y pensé: ésta es mía. Había varias. Le pregunté si las tendría en junio. Él dijo que seguramente. Cuando llegué ayer, confesó que sólo le quedaba una y que la había reservado un cliente. Se me tensaron las calandracas. Fue como un duelo en mitad de una polvorienta calle del oeste. Nos miramos en silencio un instante. Sin decirlo, le indiqué con los ojos que la caja tenía que ser para mí. Aguantó el envite. Lo intenté rodear: "¿No sería yo el que te la encargó?". Burdo. Es verdad que había preguntado, pero sin concretar. "Fue alguien que vino hace un mes", empezó a argumentar. "Pero claro, ya no ha vuelto. Y tú la quieres ahora y yo no puedo estar esperando siempre porque igual no vuelve". Se me representó la soledad silenciosa de una tienda en el día a día. "Mira, lo dejo en tus manos", cedí, no sin falsedad. Me hubiera gustado añadir: O me das la caja o te vulco el garito, chato. Con habilidad sorprendente para mí mismo, resolví usar a Alicia como los de la Intifada, de escudo humano: "Su canción preferida es Strawberry Fields Forever". "¿Con ocho años?". "Sí... ¿No te parece maravilloso?".

No tardó nada en sacar la caja. Mientras la envolvía, hurgué en su debilidad: "Mira, si a esa niña la diseño yo con un ordenador, no me sale mejor: rubia, ojos azules, la mala hostia de los Ornat, le gustan los documentales de bichos, tiene inquietud musical, me pide partidos de rugby cuando viene a casa y está enloquecida con los Beatles". Sergio asintió. Preferí ahorrarle explicaciones acerca del lado oscuro de tales coincidencias. "Mira, también tenemos chapas de los Beatles", me invitó. Me mató: "Pon todas".

El ojo de Lennon

El ojo de Lennon


El otro día le dije a Alicia que el cielo no existe. No sé por qué le dije eso, ni siquiera recuerdo la conversación. Naturalmente, me respondió con espantada urgencia: "¿Cómo que el cielo no existe? Pues claro que existe...". Nos estábamos refiriendo al cielo físico. De inmediato me arrepentí, porque cómo le iba a explicar yo que el cielo sólo es una esfera aparente, nacida de la radiación difusa, de la transición de la luz solar a través de la atmósfera. Por tanto, una ilusión óptica, muy bien acabada, perfectamente constante, dramáticamente variable, un escenario gaseoso de colores diversos, un telón falso que oculta la insondable tramoya del Universo. Algo se interpuso entre nosotros y esa explicación; algo más urgente, porque dejamos ahí la duda, tendida en la tarde como ropa lavada.

Cierta noche, en el parque, le pregunté a Nicolás: "¿Quién es más grande, la Luna o tú?". No lo dudó: "Yo". ¿Y eso? Me dijo que la Luna le cabía en la mano. Es más, le cabía entre dos dedos, el índice y el pulgar. Y me lo demostró: se puso la mano frente a los ojos y rodeó con los dedos el contorno de la Luna, que lucía en el cielo. Guardó la medida, con el índice y el pulgar separados apenas unos centímetros. En ese espacio le había cabido la Luna. "Mira, así de pequeñita es la Luna", me dijo. Después tomó esa medida y la comparó consigo mismo: "Yo soy más grande". Recordé el día en que mi padre me explicó los días y las noches, el movimiento de rotación y traslación de la Tierra. Lo hizo con un flexo y una naranja. Marcó un punto en la naranja con un rotulador y luego la situó frente a la bombilla. Lentamente la hizo girar y me dijo: "Fíjate en el punto: ahora está iluminado... Avísame cuando llegue al lado de la sombra". Así lo hice. Ese instante era la noche. Yo le dije a Nico: "¿Quién es más grande, Alicia o tú?". "Alicia", contestó con seguridad. En ese momento, Alicia jugaba a varias decenas de metros de nosotros. Invité a Nicolás a medir a Alicia con sus dedos, tal y como había hecho con la Luna. Él la enfocó entre su pulgar y el índice. Mantuvo la medida y me miró, como empezando a comprender que algo iba mal. "Compárala contigo", le propuse. Se echó a reír. La ves pequeña porque está lejos. Y luego trasladé el razonamiento a la distancia de la Luna. Nicolás comprendió. Tal vez ahora lo haya olvidado, pero eso nos ocurre a todos. Sabemos, comprendemos y olvidamos, de forma constante. Por conveniencia o fatalidad.

Alicia no olvida. Sé que regresará sobre el asunto en alguna de nuestras próximas conversaciones. Siempre vuelve y pregunta: si prefiero el fútbol o el rugby, cuál es mi selección favorita de rugby, qué equipo de fútbol prefiero en Inglaterra. Cuando le digo el Liverpool, ella responde: "¡Toma, yo también!". ¿Por qué el Liverpool?, la interrogo. La respuesta es obvia: "Porque los Beatles son de allí". Razón de sobra, no importa si uno de ellos (McCartney, siempre se dijo) apoya en realidad al Everton. De momento no me ha preguntado más acerca de la existencia del cielo. Debe de ser porque consideró el comentario una estupidez que no precisa mayor indagación. Hoy hemos pasado la tarde viendo Help y vídeos de Hey Jude, de All You Need is Love, de Lucy in the Sky with Diamonds o de I Am The Walrus. Luego, en el coche hemos escuchado The Long and Winding Road (que se traduce como "el largo y ’tortugoso’ camino", según ella), y La Balada de John y Yoko, en la que murmura fonéticamente la letra y se une a los coros a tiempo para el célebre "they’re gonna crucify me!". ¿Habremos creado un peligroso clon? El veneno ha llegado tan lejos ya que su hermana Cayetana, de dos años, se montó un día en el coche con su madre y antes de arrancar empezó a decir, con tono urgente: "Opite". La palabra era nueva. Nadie la entendió: "Opiteeeeee", repitió ella. Varios gritos después la descifraron: opite significa Los Beatles. Hubo que ponérselos para calmarle la ansiedad.

Me ha preguntado la edad de Lennon cuando murió. He estado a punto de decirle 33, pero hubiera precisado otra explicación tan grave como la del cielo. Así que le he dicho la verdad. Luego le he tomado esa y otras fotos mirando al ojo de Lennon en Strawberry Fields Forever. Un ojo que rebosa la la pantalla y que son dos planetas en órbitas concéntricas: una pupila distorsionada y su marco de anteojos redondos. He pensado en el ojo contenido en un triángulo. Probablemente el cielo no exista, pero mientras lo descubrimos podemos escuchar a opite.

Alicia, los Beatles, el fútbol y yo

Alicia, los Beatles, el fútbol y yo

El sábado llevamos a Alicia al fútbol. Hace rato que no venía, aunque siempre estuvo cerca y yo aguardé a ver si le surgía por iniciativa propia una afición a la que siempre ha vivido próxima, por motivos evidentes. A los pocos días de nacer la retrataron casi metida en la Copa del Rey ganada en Sevilla; Aguado la tuvo en sus brazos un par de años antes de su retirada; posó también en marzo de 2004 con el trofeo ganado en Montjuïc; creo que fue dos años después, antes de la final del Bernabéu, cuando le hicieron aquel reportaje junto a Cani: eran Peter Pan y Campanilla. Durante mucho tiempo guardé la hoja de las alineaciones en la que Alicia garabateó en su primera visita a La Romareda, cuando aún era muy niña para fijarse en nada de lo que ocurría abajo. Esta vez, sin embargo, estaba loca de anticipación, ganada por los nervios y ansiosa de ver el rectángulo esmeralda, como me pasaba a mí...

Para la ocasión le regalé la camiseta que Cani me regaló a mí en su día. La apretó en la mano y así caminó con ella hasta el estadio. En cuanto entramos, se la puso. Ese rasgo de timidez me pareció muy familiar. La camiseta le caía hasta encima de las rodillas, como esos blusones estampados que con tanta modestia de formas suele llevar Nuria Roca. Cuando vio a los niños fotografiarse en el césped con el equipo, cosa que ella ha hecho varias veces, y siempre con una molesta indiferencia, dijo que ella no se ponía ahí abajo ni loca, que se moría de vergüenza:

-Pero si tú has bailado en el Teatro Principal, ¿cómo vas a tener vergüenza por salir ahí?

-Sí, pero en el teatro estaba con todas mis compañeras. No es lo mismo.

Alicia hace ballet y estudia piano. Iniciación a la música, como quiera que se llame. Un día, cuando llegábamos a casa, vio un grafito sobre el muro del portal y, como hablando para sí misma, reconoció:

-Una clave de sol.

-¿Qué?

-Que eso es una clave de sol.

Le pedí que me explicara en qué consiste una clave de sol (suerte de ideograma que yo tenía por mera gamberrada sin significado... y puede que lo fuera) y, aunque lo hizo, en su cerebro había tantas evidencias que no pude entender para qué sirve una clave de sol. De la misma forma que Lisa Simpson toca el saxofón y no puede renunciar a la crueldad de Rasca y Pica, a Alicia le gusta la música y su afición por el piano la comparte con las peleas de lucha libre americana. O sea, que sabe lo que es una clave de sol o reconoce Carmina Burana de inmediato si la oye, pero al mismo tiempo se sabe la biografía de John Cena y sus diversas novias; talla, peso y procedencia del Gran Khali; y vibra subiéndose al sillón con los giros y los botes sobre las cuerdas del Rey Mysterio, su favorito. Es decir, que su mente admite con idéntico entusiasmo la lírica y la brutalidad, lo cual me gusta mucho.

La procacidad musical de Alicia está fuera de duda: desde que aprendió a hablar supo cantar, con mucho oído. Siendo muy niña aún, era capaz de memorizar las letras con sorprendente facilidad. Le enseñé el himno del Zaragoza y, pasados años, el otro día se acordaba de un buen tramo. Sabía cantar la de Heidi en japonés por pura aproximación fonética, de tanto verla en la televisión. Este verano ha sido importante para ella. Más que importante, diría yo decisivo. En primer lugar, se ha pasado el tiempo viendo los Juegos Olímpicos, de cabo a rabo. En segundo, ha descubierto a los Beatles, lo cual supone un acontecimiento mayor, de esos que pueden marcar tu vida. A veces cuando viene a casa le pongo vídeos de música en YouTube y la última vez que la interrogué sobre sus gustos me nombró a  Amaral, a La Quinta Estación y a Julieta Venegas. Este verano, cuando la visité en Laredo, una de sus primeras preguntas fue:

-¿A ti te gustan los Beatles?

Le contesté con rotundidad:

-Yo me sé de memoria todas las canciones de los Beatles.

-Jope - masculló.

Mentí, porque jamás he conseguido aprenderme 'Eleanor Rigby' ni 'Old Brown Shoe', vete a saber por qué. Pero quedaba bien como afirmación, para que quedase claro que está ante una auténtica autoridad en la materia. En cuanto nos metimos al coche, empezó a sonar el cd de los Beatles y se me quedó mirando. La primera era ‘She Loves You’, que naturalmente entoné. Me siguió. Me alcanzaba al final de las frases y el estribillo lo entonaba sin problemas. Cuando le recitaba a toda velocidad "and with a love like that / you know you should be glad", abría mucho los ojos y se reía. Le pregunté qué canción de los Beatles era su preferida. El corazón me dio un vuelco cuando respondió, sin dudarlo un segundo:

-Strawberry.

'Strawberry Fields Forever'. Tan hermosa e intrigante. Me pidió que se la tradujera, pero le dije que mejor la aprendiese en inglés.

-Yo aprendí mucho inglés oyendo las canciones de los Beatles.

Dobló la boca así como con un gesto de extrañeza y le dije:

-Primero aprenderemos ‘Hello, Goodbye’.

-Esa ya me la sé.

Y se la sabe. Cuando sonó, se la sabía.

El sábado comienza sus clases de tenis. Ayer se fue a comprar una raquetita barata. Veremos cuánto tarda en acertarle a la bola, porque Alicia nunca ha tenido en el cuerpo la agilidad que sí la asiste en el cerebro. Pero todo le hace ilusión o le aplica una lógica aplastante. Cuando unos días antes de empezar el colegio la interrogué sobre el fin de las vacaciones de verano, buscando rastros de la angustia que yo solía sufrir y aún padezco, contestó:

-Sí, empieza el colegio, pero también empieza el ballet, el piano, el tenis... y todas esas cosas me gustan.

Ojalá yo tuviera esa claridad. Me ahorraría un mes de septiembre, o más, a pelotazos con la depresión.

La epifanía deportiva de Alicia, más allá del pressing catch, ha tenido que ver con los Juegos de Pekín. Una tarde me llamó para contarme cosas y preguntarme otras (lo que hace con bastante frecuencia) y me anunció, como si la noticia nos alcanzara de lleno:

-¿Sabes que se ha caído Tomita?

No entendí nada. ¿Quién se ha caído?

-Tomita... ¿O es que no sabes quién es Tomita?

Ni idea tenía yo.

-El gimnasta japonés.

Hiroyuki Tomita, campeón olímpico que se hostió en la lucha por las medallas, provocando una considerable desazón a Alicia, que hinchaba por él. Le dije que yo era de Nemov, que ya estaba retirado. Ni contestó. Cambió de tema. Fue al tema, de hecho. Sin asomo de duda, me participó:

-¿Sabes que voy a ir a los Juegos Olímpicos?

-¿A verlos? -adiviné.

-A verlos, no. A participar...

-No me digas.

-Sí, lo he decidido.

-Hubiera sido mi gran ilusión -admití.

-¿Y por qué no fuiste? -se lamentó, sin entender el motivo de tan boba renuncia.

-Es que es muy difícil.

-Pues yo voy a ir.

Le advertí que para eso había que entrenar mucho. Como si no me hubiera oído, siguió adelante.

-¿Sabes en qué deportes voy a participar?

Ah, es más de uno, pensé yo, asombrado.

-Dímelos.

-Tenis, ciclismo, gimnasia deportiva, natación sincronizada y natación normal.

-¿No serán muchos? -le repliqué.

-Claro que no.

Me nombró a los campeones de cada disciplina: a Tomita, a Michael Phelps, a Gemma Mengual  y Andrea Fuentes, a Leire Olaberría... Ésta última yo no tenía ni idea de quién era. Medallista de ciclismo en pista, aclaró. Para luego razonar los motivos de su seguridad:

-Al tenis empiezo a entrenar en octubre, bicicleta tengo una en casa de la yaya y ya he montado varias veces, el ballet sirve para hacer gimnasia y en natación también estoy aprendiendo y ya me suelto sola en la piscina grande.

Tuve que admitir que estaba en camino.

-¿Y el atletismo? -me atreví a proponerle.

-Es que no me gusta.

-Pues Usain Bolt ha sido una de las estrellas de los Juegos, con Phelps.

Se quedó un momento pensando y enseguida, para mi pasmo, me respondió:

-Bah, Usain Bolt no sé quién es. A mí el que me gustaba era Michael Johnson.

Cumpleaños total

Cumpleaños total  

Alicia cumplió el sábado seis años. Ansioso, la noche anterior la llamé por teléfono para hacernos una conversación previa de cumpleaños como mandaba el caso. Es decir: comentar qué tal le van a caer, cambios que prevea o haya podido observar de antemano en el paso de los cinco a los seis, qué espera del día, cómo y dónde lo vamos a celebrar... Ese tipo de cosas que uno comenta antes de un cumpleaños. He decidido que a partir de ahora Alicia y yo celebraremos juntos nuestros cumpleaños, aunque estén separados por diez meses de distancia y aunque nadie más lo sepa ni se entere. Esos detalles carecen de relevancia. A nadie le importa cuándo cumplo yo mis años y, en todo caso, a nadie le interesa celebrarlo. Ni siquiera a mí mismo. Pero he pensado que, si lo reúno imaginariamente con el de Alicia, me va a salir mejor. Con Alicia sí me apetece celebrarlo: delego en ella la alegría, la ilusión, el nerviosismo por los regalos y la fiesta. También lo de soplar las velas. Ella hace todo eso mucho mejor que yo.

-¿Qué te van a regalar? -le pregunto. Es como decir: ‘¿Qué nos van a regalar?'.

-Un telescopio para mirar las estrellas.

-¿De verdad?

-Sí. ¿Te gusta?

-Me encanta. Siempre había querido tener un telescopio para mirar las estrellas en las noches de verano.

Y es verdad que siempre lo había querido. Una noche muy clara en Hervey Bay, en la costa oeste de Australia, nos tumbamos con nuestras cervezas en unos jardines en plena calle y pasamos un buen rato mirando a las estrellas, a la Cruz del Sur, mientras alguien explicaba que en el Hemisferio Sur no se ven las mismas constelaciones que en el Norte. O al menos se ven algunas específicas. Yo no me moví: no tengo ni idea. Pero siempre me hubiera gustado tener un telescopio.

Está muy extendida la costumbre de mentirles a los niños, pero yo a Alicia no le miento jamás. Dado que me paso el tiempo engañándome a mí mismo, para ella reservo las verdades. El caso es que yo quería un telescopio pero de una forma muy leve, sin atreverme nunca a mencionarlo porque nunca creí poseer la inteligencia necesaria para mirar por un telescopio. Habrá quien diga que no hace falta ningún talento especial para poner el ojo en la mirilla y apuntar a alguna de las luches del techo solar, pero a mí no me llega para eso. Lo sé desde que metía 5 pesetas en los miradores azules que había en la ribera del Ebro, en el Paseo Echegaray, cuando era crío. Nunca veía nada si es que había algo que ver. Los catalejos azules han desaparecido. Levantaron el paseo y lo volvieron a dejar en su sitio, con un carril verde del lado del río, un carril para bicicletas por el que pasa una bicicleta cada tres días. Así las bicicletas pueden no circular pero al menos no circulan con toda comodidad, mientras los coches circulamos con toda incomodidad. Con el tiempo me he preguntado qué había que mirar en esos telescopios azules que con tierna ingenuidad pretendían hacer del paseo un paseo marítimo sobre el Ebro. Pero me gustaban. Aunque no viera nada.

-Me encanta el telescopio. ¿Me dejarás ver las estrellas?

-Claro. Las estrellas y los planetas. Porque también se ven planetas, ¿no?

-Bueno -trato de pensar rápido-, los planetas no sé si se ven... Están muy lejos. Sé que Venus sí se ve.

Lo sé porque se ve a simple vista: un punto de leche muy brillante, más grueso que una estrella, sobre la alfombra negra. Venus tilila con levedad mortal. Si es que es Venus...

-¿Se verá Marte? -insiste Alicia.

Dudo. No quiero decirle que vamos a ver Marte y que después Marte no se vea porque el telescopio no da más que para mirar a las vecinas, como hacía Hitchcock en Tinseltown: el señor Alfredo tenía el suyo entre las cortinas, apuntando a las ventanas de Grace Kelly al otro lado del valle (lo cuenta Kenneth Anger en Hollywood Babylonia).

-Marte no sé si se verá -reacciono-. Pero podemos ver la Luna con todo detalle, los cráteres y todo.

-Vale, la Luna está bien. Pero me gustaría ver Marte.

A quién no.

-Habrá que esperar a que no haya nubes. Si hay nubes no se ven los planetas ni las estrellas.

-¿Por qué? -se sorprende Alicia, como si hubiera un error en el sistema o incluso un fallo de fabricación, que ha detectado de antemano, en el telescopio que le van a regalar.

-Bueno, porque las nubes tapan el cielo. Si hay nubes, ¿sabes cuál será el único planeta que podrás ver?

-No.

-La cabeza de papá... que está llena de extraterrestres.

Alicia se ríe. Alicia se carcajea. Alicia se encana. No puede parar de reírse.

-Mañana se lo dices a papá.

-No, no... díselo tú.

-Se lo tienes que decir tú.

Y Alicia se lo dijo. Y se rió igual que por el teléfono, un poco descontroladamente, como si se le hubiera soltado el cable que sujeta la risa o le patinara. Pero hablábamos de Marte, y desde luego que vamos a ver Marte. Aunque estoy al otro lado de la mesa, Alicia me llama a gritos cuando le dan el telescopio de regalo:

-Mariooooo -es raro que no me añada el parentesco, pero me gustaría que no lo hiciera nunca-. ¡Marioooooo, el telescopio!.

Voy a verlo. Es precioso. Viene en una maleta gris plateada, rectangular, como una caja de herramientas enorme pero con un uso mucho más respetuoso con los vecinos, y desde luego infinitamente más interesante que hacerte una carretilla para transportar geranios con un par de tablones que te sobraron de la última obra. No es que sea precioso, es que es alucinante. Más aún que un caleidoscopio que me había enseñado la última vez (también quise tener siempre un caleidoscopio). El telescopio Viene con un libro-catálogo de estrellas, constelaciones, planetas, nebulosas, cometas, cuerpos y sucesos celestes con el que vamos a pasar horas mirando al cielo y leyendo los nombres y pensando lo lejos que están y explicándole a Nicolás -como hice aquella tarde que anochecía en el parque- por qué la Luna se ve más grande unas noches que otras, cómo lo que está lejos se ve pequeño y lo que está cerca se ve más grande. Le vamos a enseñar muchas más cosas.

Luego soplamos las velas, comimos tarta, nos pusimos los bañadores y nos bañamos los cuatro, con Isabel y Nico; yo le había regalado un pequeño equipo de buceo a Ali (otro regalo para mí mismo), pero no acertamos a ponérnoslo y mirar debajo del agua y respirar al mismo tiempo por el tubo, así que lo dejamos para otro día y nos pusimos a tirarnos los unos a los otros por el aire, volando para caer en el agua. La piscina era de 1.07 y Alicia hacía pie (tocaba). Hacía un poco de frío pero no queríamos salir. Después vino una tormenta, susurraban enfurecidos los árboles y tuvimos que salir corriendo del agua, secarnos rápido e ir a cubierto. Aún nos dio tiempo a jugar un poco al balón con Nicolás, que le pega con las dos piernas y bota muy bien con la izquierda. Enseguida se puso a llover y cayeron tres mil rayos sobre los montes del Cabezo de Buenavista o más allá, en ese lugar incierto en el que casi siempre están las tormentas.

De Alicia envidio su capacidad para desear cosas diferentes de forma constante y muy serena. Si no las consigue, razona la relativa importancia de la pérdida y se sobrepone de inmediato. Enseguida se le ocurre otra ilusión con la que sustituirla. Por ejemplo, yo sólo quise ser periodista y no se me ocurrió nada más, ni ahora ni antes. Alicia, sin embargo, primero quiso ser domadora en un circo, después veterinaria y ahora duda si hacerse astrónoma. Con una noche así, no pudimos mirar por el telescopio. Pero no importa. Lo habíamos pasado de miedo. Y aunque hoy también llueve, quedan muchas noches, muchas, muy largas, como mis noches de ahora, largas y un poco tristes si uno se descuida. Noches interminables para no dormir, para despertar llorando o para sentirnos bien en las horas intermedias y procurar que duren, aferrados a las esquinas del tiempo para que no se nos lleve el aire traicionero de las tormentas, que te puede dejar paralizado. Noches para mirar a las estrellas y los planetas con Alicia. Aunque yo no lo consiga, ella seguro que ve Marte.

Construcción

Construcción

He estado con Alicia, otra vez en su lado del espejo, como me suele ocurrir. Alicia me da un beso y otro, con un esponjoso abrazo igual que siempre, y sin más intermedios me dice:

-Me tienes que contar muchas cosas de Hawai.
-Pero si ya te he contado todo -protesto.
-Pues otra vez.
-¿Qué quieres que te cuente?
-Lo del barco en el fondo del mar.

Desde que supo que íbamos a Hawai, Alicia quiso venir. Ocurrió en medio del apogeo de su periodo Lilo&Stitch, que había convertido Hawai en un territorio mágico y feliz para ella, un lugar al otro lado del espejo en el que todo sería posible. Le parecía raro que yo quisiera estar ahí; yo no podía ser un personaje de Lilo&Stitch porque ya no me corresponde. Algún día le explicaré que mi fascinación hawaiana proviene en parte de mi irresistible anhelo de viajar al lugar más alejado posible; y también de los relatos de viajes de dos héroes de la Literatura decimonónica: Twain y Stevenson. Alicia tiene un traje completo de bailarina hawaiana, con su corona de guirnaldas, que compramos allá. Le conté que había conocido a una chica que tenía la misma cara que Lilo (y era verdad, la camarera de una alegre pizzería en los bajos del Hilton Hawaian Village, en Waikiki), pero no le impresionó en absoluto esa coincidencia. Hay que decir que en Hawai apenas quedan lo que nosotros entendemos por hawaianos; si acaso un 10-12% de la población total después de haber sido diezmados por enfermedades y epidemias importadas del lejano continente americano (el archipiélago de Hawai es el punto de tierra firme más alejado de un continente). Lo que quedó fue una alegre mezcla compuesta por americanos ortodoxos, razas minoritarias y una colonia japonesa imponente. Sí... hay miles y miles de japoneses en Hawai. No de visita, no. Viven ahí. Otro día hablaré de eso. A Alicia tampoco le interesa que en Honolulu haya japoneses por todos los lados. Ella sabe bien lo que quiere oír. El relato del barco que reposaba en el fondo de la bahía.

-Cuéntame otra vez lo del barco.
-Era un barco hundido que bajamos a ver. Nos tiramos al agua y el capitán de nuestra embarcación descolgó el cabo del ancla por debajo. Yo iba con Jen. Hay que bucear en equipos de dos o tres personas, no más, y cada uno debe cuidar de su compañero en todos los casos.
-¿Había peces en el agua?
-No, al principio no. Nos agarramos del cabo del ancla y comenzamos a bajar. El agua estaba tan clara, como una piscina, que desde la superficie veíamos abajo, al fondo, la silueta gris del barco. Otros iban delante y su respiración se transformaba en burbujas traslúcidas que subían hacia nosotros, haciéndose cada vez más grandes,como enormes y hermosísimas setas transparentes, por el efecto inverso de la presión. Era todo muy azul, precioso. ¿Te gustaría bucear conmigo?
-Uhmm, sí... -dice sin mucha convicción, como sopesando los temores-. ¿Vísteis peces?
-Vimos peces y tortugas marinas enormes.
-¿Qué peces? -con Alicia las generalizaciones no valen; conoce el nombre de un buen número de peces que yo ignoro, y también el de muchos animales terrestres que los adultos no identificaríamos casi nunca. Como yo soy un asiduo de los documentales de bichos, estoy medianamente preparado para hacerle frente.
-Había peces payaso, un pez globo -esto me lo invento-, había frailecillos, y todo tipo de peces tropicales, de muchos colores.
-¿Qué son peces tropicales?
-Los peces que viven en las aguas de los países del trópico.
-¿Qué es el trópico?
-Una zona de la Tierra con temperaturas muy cálidas y estaciones cambiantes, una en la que llueve mucho y otra seca. Por eso hay selvas, mucha vegetación, muchos animales raros..
-¿Como en África?
-Más o menos.
-También me dijiste que habías visto una morena.
-Sí. Una pequeñita, un bebé. Apareció nadando de abajo arriba en una de las columnas de acero del barco hundido y se escondió por un hueco antes de que pudiéramos verla bien.
-¿Había pirañas? -aquí cambia la cara y pone esa mueca de miedo o asco o aprensión muy característica.
-Noooo, no hay pirañas en el mar. Las pirañas están en algunos ríos de Suramérica, como el Amazonas.
-No me gustan las pirañas. ¿Seguro que no había?
-No había.
-¿Y ballenas?
-Ballenas hay, pero no vi.
-Pero me dijiste que habías visto ballenas...
-No, eso fue en Argentina, en otro sitio.
-¿Eran ballenas como la de Pinocho?
-No sé qué tipo de ballena era la de Pinocho. Éstas eran ballenas jorobadas... Ya sabes que hay muchos tipos diferentes.
-Sí. Las ballenas me gustan, pero no me quiero bañar con ellas.
-Yo tampoco, son demasiado grandes. Pero son muy bonitas.
-¿Cómo son?
-Tienen la piel oscura, muy recia y con arrugas. Con costras y postillas por los parásitos que anidan en ellos. Son como verrugas. Tienen en la boca una cortinilla grande de pelos para retener el plancton y que salga el agua. Así se alimentan.
-¿Qué es el plancton?
-Bichitos y nutrientes que están en suspensión en el agua y de los que se alimentan las ballenas.
-Bichitos en el agua... -pondera.
-Pero no se ven.

Otra vez la cara de asco. Uno no quiere bichitos en el agua, está claro. Alicia quiso trabajar en un circo, ser domadora de caballos, y ahora ha decidido que se dedicará a la Veterinaria... aunque antes tendrá que sobreponerse a algunos temores más o menos superables. Por ejemplo, el miedo a los caracoles. Se ríe, pero yo siempre la apoyo. De niño yo tenía mucho miedo a las babosas. Además, Alicia dice con mucho tino:

-A los caracoles no hay que curarlos.

Alicia me ha dejado ver un dibujo coloreado que hizo en el colegio. Está en la foto. Tenía que dibujar una casa y a algunas personas. Me ha impresionado la forma medianamente abstracta y colorista de hacerlo. Le pido que me explique qué es lo que se ve:

-Esto es una construcción.
-¿Una casa?
-No, una construcción. ¿Es que no lo ves?
-Sí.
-Tiene casa, pero también es castillo -miro a las almenas y al arco cromático del frente, sobre el lado izquierdo-, y muchos ladrillos de colores.
-Me encantan los colores. ¿Quiénes son las personas que hay ahí?
-Ésta es mi amiga Alicia, ésta es mi amiga Teresa y ésta soy yoooooooooo -alarga el pronombre en un grito divertido.
-Y este humo que sale...
-Pues la chimenea. ¿Qué va a ser?

Me gusta la construcción de Alicia. Me gusta mucho. Con esa deriva de las formas, como en las casas de los cómics o de las películas de Tim Burton (me recuerda mucho a la de Charlie en Charlie y la fábrica de chocolate). También parece una locomotora disparada valle abajo, con la chimenea de carbón a todo meter. Y la mezcla rutilante de rojos, amarillos, naranjas, verdes que parece el recuerdo impreciso que Cortázar tenía de los baldosines del parque Güell... Alicia escribe y dibuja con cierto desinterés, como si anticipara que la letra suele deteriorarse con el paso del tiempo, por la distracción del cerebro en otros asuntos más acuciantes que enlazar las letras o terminar la 'o' con un lacito. Pero esta Construcción la ha colgado en la pared de su terraza y yo la cuelgo aquí.

No me gusta regresar del otro lado del espejo. Es un lugar del que no saldría nunca. Alicia va a cumplir seis años y camina con inconsciente decisión hacia los límites de ese mundo. Su cabecita me ha mostrado con este dibujo lo que yo interpreto como una emocionante capacidad de abstracción. Me gustaría que la conservase, para poder comunicarnos de un modo personal y privado como yo quiero creer que hacemos ahora. Una cabecita abstracta no sirve de nada en el día a día, yo lo sé bien; pero al menos solventa tardes ociosas porque uno se puede meter en casa mano a mano con sus abstracciones y sobrevivir lo que haga falta sin necesidad ni deseo de las cosas concretas y aburridas de la vida. Una cabeza abstracta ayuda también a demoler el silencio de las horas de soledad; aunque otras veces lo inflama hasta la agonía, como hace el viento con el fuego.

Me pregunto si esta larga guerra interior que sostengo (construcción sin almenas ni vivos colores) precisa de tantas víctimas. 

El circo de Alicia

El circo de Alicia Alicia no ha ido hoy al colegio. Está “un poco malita”. Describe los síntomas: “Un poco afónica y también mocos”. A Alicia le gusta lavarse los dientes y mientras hablo con su padre la oigo que le pide que cuelgue pronto para ir los dos a lavarse los dientes juntos. Su padre le promete que lo harán en cuanto termine de hablar conmigo. Se pone Alicia. Me cuenta que no ha ido al colegio y por qué. Un poco malita. Tiene cuatro años, casi cinco, porque los cumplirá en junio. Mamá la llevará luego al médico. Hace pocos días estuvo en el circo (ella ya ha estado otras veces en el circo, y del circo le gustan sobre todo los animales) y le pido que me cuente qué vio en el circo. “Sólo había focas”. ¿Sólo focas? Y por qué... “Porque era un circo pequeñito y sólo tenían focas”. Entonces agrega: “El mío tendrá caballos”. Alicia va a trabajar en el circo y será domadora de caballos, ella ya lo sabe y me lo cuenta para que yo también lo sepa. ¿Cuántos caballos habrá en tu circo, Alicia? “Diez”, responde sin dudarlo. ¿De qué colores? Enumera: “Uno negro, otro blanco, otro gris, otro marrón, otro con manchas...”. ¿No te gustaría uno color canela, con la melena más oscura? A mí me gustan esos mucho: “Vale, uno canela también”. La sugerencia le parece aceptable, así que en el circo de Alicia también habrá un caballo color canela con la melena más oscura. “La melena marrón”. Eso es. Y  dime... ¿en cuál montarás tú, Alicia? “En el negro”. ¿Y cómo se llamará? “Philip”. ¿Y yo podré montarme en alguno? “Claro”. ¿En cual? “En el blanco”. Ah, qué bien, el blanco me gusta mucho. Pero a mí me gustaría también montarme en el negro, todo brillante. ¿Me lo dejarás? “Sí, te dejaré que montes”. ¿Y si montamos los dos? “Sí, sí. Los dos mejor, porque es un caballo fuerte”. De acuerdo entonces. Los dos en un caballo negro. Oye, le digo, ¿iremos un día al fútbol? “Sí, cuando no esté malita”. Vale. Un día iremos al fútbol. Alicia me ha prometido que me llevará al fútbol. Sé que ella me lleva a mí, no yo a ella. La diferencia es obvia. Adiós, Alicia. “Adiós, te dejo con papá”.