Por el alma de Tantor
Leí en el NY Times que los elefantes de algunos países africanos están matando a personas de un modo nada casual, que los especialistas atribuyen a, digamos, instintos deliberados. Es decir: que a la invasión de sus territorios y las agresiones subsiguientes están respondiendo de forma ordenada y terrible. No hablamos de choques ocasionales. No es eso de que regresa un muchaho hacia la choza de adobe, cuando cae el sol por el filo de la sabana, y de pronto se estrella en la bicicleta contra una hilera de paquidermos que cruzaban el sendero. O saltarse un semáforo y morir aplanado en una estampida, como los negros que les hacían de porteadores a los blancos en las películas de Tarzán, siempre despeñándose con gritos desgarrados. No. Los expertos han estudiando los casos y hablan de un cierto método en este ataque, de una organización, de una idea preconcebida. Como diría Borges, atrozmente nombran una venganza. Violencia, repito, deliberada por parte de los elefantes. Los han visto preparar emboscadas (no sé si los términos alcanzan para definir comportamientos animales, pero sí... decían emboscadas en el Times) para sorprender, rodear y cornear al infortunado de turno. Porque los elefantes, contra lo que podríamos pensar, no proceden al aplastamiento, no. Los elefantes asestan cuchilladas mortales de necesidad con sus colmillos. Desde luego, no devoran a sus víctimas, al menos de momento no lo hacen. Hay una elefantíaca frialdad en su procedimiento: matan y se largan, sin obtener trofeos, desollar a los individuos o dejar un naipe como psicópatas de barrio. Matan y desaparecen silenciosos, señalados apenas por una nube de polvo sangriento. Despacio, se han organizado en una revancha de terror serie B. El reportaje duraba varias páginas. Esta historia no es una broma. Del mismo modo ficticio que los pájaros esparcían su ira sobre el moldeado platino de Tippi Hedren, los elefantes empitonan hombres en los detenidos mediodías selváticos.
Esta mañana he oído en una radio a Eduardo Punset hablando sobre su último libro. Jamás un acento catalán fue tan convincente como el de Punset, con esa cadencia explicativa de fenómeno matemático. La voz de Punset tiene el efecto de un artilugio móvil giratorio, de esos que se alimentan con un imán y nunca se detienen. El mismo efecto no hipnótico, pero sí capaz de reconcentrar nuestra atención en la búsqueda del truco. Decía Punset que el alma del hombre ha de residir por fuerza en la mente del hombre. Me ha recordado a mi hermano, hace un sinnúmero de años, redactando concienzudo un trabajo sobre la naturaleza del alma para su clase de Religión, en los Corazonistas. No guardo muchos detalles, pero la escena aún conserva cierta nitidez en la memoria. Punset defiende que el alma está en la mente del ser humano y que por eso quienes extravían su conciencia extravían su ser. Literalmente, se convierten en personas distintas o en no personas. Ahora no lo sé explicar pero, apoyado en el runrun de la voz de Punset, constante como un molinillo de café, el razonamiento poseía una entereza irrefutable. Punset, después, ha argumentado: los hombres olvidamos que nuestra diferencia con los animales no es de clase, sino de grado. Es decir, que somos animales evolucionados, pero animales. Conclusión a la que yo llegué gracias a decenas de documentales de bichos y que defiendo en cualquier foro en el que se dé la posibilidad, siempre con escaso éxito y lógicas miradas de incomprensión. Algunas conmiserativas, otras claramente admonitorias. Sostiene Punset que el hombre no actúa siempre dirigido por su afortunada conciencia racional, sino que muchas veces procede de acuerdo a instintos (llamémosles generalmente instintos) de naturaleza más oscura o más primitiva. Agrego yo, a modo de conclusión: más animal.
Todo esto me ha recordado el artículo que leí acerca de los elefantes asesinos. ¿Tienen chispazos de razonamiento humano, como nosotros los sufrimos de instinto animal según Punset? ¿O realmente es tan fácil darse cuenta de que somos todos, por generalizar, unos hijos de puta, al punto de que los mismos elefantes se han percatado? ¿Merecemos ser emboscados en caminos polvorientos de África por cornudos de piel cuarteada? En cierta ocasión llevé a Alicia a que se subiera al cuello de un elefante en el Circo Mundial. Cuando le vio el ojo de cerca al primo de Tantor, dijo que no se subía y no se subió. Los niños saben. Quizás los elefantes saben.
5 comentarios
pedro -
Iñakil -
magerít -
Marlo -
Un grito largo y dos cortos a modo de saludo
M.
alex -