Narciso se queda dormido
Real Zaragoza, 1-Osasuna, 2
El Zaragoza se empachó de 'jogo bonito'- Diego hizo antes su décimo gol - Raúl García se aprovechó de la larga siesta - Cae al quinto puesto
Narciso se quedó dormido y Raúl García, un jugador de rasgos cubistas, una señorita de Aviñón, un músico arlequinado, lo retrató pero bien en esa larga siesta. El Zaragoza nunca pensó en la derrota y sin embargo la derrota se vio anunciada todo el segundo tiempo, pero nadie acertó a verla venir salvo Osasuna, que fue sumando leves mejorías y terminó cantando su semana fantástica. El Zaragoza nunca tuvo un paso regular, e hizo un tránsito rarísimo: del barroquismo empalagoso a una patética simplicidad. Cayó dormido o se aburrió tanto de su hipotética belleza que lo atrapó el feísmo navarro. Osasuna mató despacio y al final, avisando, eso sí. Primero empató Raúl García a la salida de un córner; y luego, en un contraataque increíble, la derrota se hizo con un gol de Ponzio en propia meta. Pocas derrotas tienen el efecto depresivo de una derrota frente a Osasuna. Se escurre un poco la Champions.
El Zaragoza salió animoso, puso el balón tres veces en los alrededores de la portería de Ricardo con diagonales envenenadas y de una de ellas le nació el gol, el décimo de Diego y la sexta asistencia de Sergio García. Hasta ahí, todo bien. El problema vino después, porque el Zaragoza se entusiasmó con la noche, con la facilidad, con el anuncio constante de gol. Tanto que se puso barroco en vez de eficaz. Aun así siguió llegando. No fueron grandes oportunidades, cierto, pero sí esa sensación constante de que el Zaragoza sostenía muy viva la pelota y que iba a atropellar a un rival que se quedaba en todo lo intermedio pero terminaba nada. Osasuna no disparó hasta el minuto 39, y lo hizo como pidiendo perdón, con un tirito cruzado de David López que no fue nada.
En ese ratito el Zaragoza desplegó casi todo su repertorio. Casi todo, porque le faltaron actores principales. D’Alessandro resulta mortal en el área. En la segunda parte le hizo una terrible a Raúl García, una boba de vértigo que obligó al osasunista a segar hierba y carne. Pero el juego sobrador de Mandrake pierde sentido conforme más alejado está de la portería. Ayer, además, no le salía casi nada: todo se le quedó extraviado en un pasecito un poco corto, un control un poco largo, un regate inconcluso. Aimar, por su lado, jugó a un ritmo de pausa y salida que de cuando en cuando, y en posiciones de ventaja, queda resultón, pero que ayer terminó por denunciar una tarde insustancial del maravilloso argentino. A veces puso un cambio de ritmo, pero no alcanzó ni a su propia sombra de los mejores días. Y el Zaragoza lo necesita tanto...
Con la ausencia de las voces autorizadas, el partido quedó en manos de algunos artistas secundarios. Ponzio se hizo un titán en el medio, donde el partido se jugaba pero no se jugaba. Por allí sólo ocurría lo accesorio, pero nada de lo principal. En ese efecto de fuerza centrífuga, Diogo apareció sencillamente espectacular por afuera. Uno no sabía si admirar más el atrevimiento de sus recortes o esa energía demoledora del uruguayo, potencia de mecano industrial, ignorante de la piedad o el miedo. Todo reunido dio algunas salidas de zona en las que Diogo no parecía ya un soldado universal, sino un ejército completo. Así fue cuando dejó atrás consecutiva o alternativamente a Valdo, Nekounam y Corrales, que tuvo un rato de migraña terrorífica con ese uruguayo poderoso. Diogo varió el repertorio durante su camino: primero fue una pala excavadora y luego el lápiz afilado del delineante. Terminó el viaje con un pase a Sergio García que dejó medio vencida a la defensa, apurada en los cierres. García filtró la pelota para que Diego metiera con sutileza mortal su décimo gol.
Lo que ocurrió después ya se ha dicho. Demasiado merengue. La gente empezó aplaudiendo el espectáculo de bolillos y terminó por preguntarse si tanto jogo bonito tenía sentido. El fútbol se aplanó. Sin eficacia nada es bonito. Al equipo se le puso cara de empacho y terminó derretido en el sofá, como el que acaba de meterse una comilona; amodorrado en su lecho de laurel y Champions. Durante mucho tiempo el Osasuna estuvo verdaderamente vacío de contenido y eso valía, pero Ziganda —ejemplo del futbolista ajeno a la lírica— acertó a dárselo con sus cambios. El de Raúl García por Puñal resultó decisivo. García se puso el partido en la bota y lo fue dibujando hasta el final, con trazo seguro. Fino donde hacía falta, tosco donde cupiera. El Zaragoza equivocó por completo el camino de regreso, y del barroquismo derivó extrañamente a hacia una rústica ingenuidad. Fútbol simplón. Todo fueron pelotazos, un poco por falta de argumentos y otro poco porque Osasuna se venía cada vez con más sentido, dirigido por García y Juanfran.
Sergio García había tenido el 2-0 en un gol que literalmente le sacó de dentro Ricardo. Luego se fue, contrariado como D’Alessandro. Víctor trató de variar el destino poniendo a Óscar y a Lafita. Otros días lo ha logrado, ayer no. Tal vez Longás hubiera hecho un servicio más adecuado con su juego de seda, en este partido que había de ser de pierna fuerte. Quizás él hubiera tenido la pelota o encontrado orillas a las que arrimarse donde ya habían naufragado Movilla, Ponzio y los demás, todos en mar abierto y sometidos a la posibilidad de un golpe de ola. Fueron dos, en diez minutos. Raúl García de cabeza y un contraataque terrorífico a la vuelta de un córner que acabó Ponzio en su propia portería. Precisamente Ponzio, que había corrido más que nadie.
Diario AS, 4 de diciembre de 2006
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