Perla
-Hola –dijo sencillamente Perla, y apenas adelantó la barbilla y me miró fugazmente.
Así la conocí. Así supe su nombre. La había visto antes sin verla, de un modo inconcreto. Querría fijar a Perla en un primer encuentro que se pareciera en algo a éstos que ahora compartimos en su cama o en la mía –más frecuentemente en la suya, al menos por el momento-, la quisiera haber detenido en una primera vez en que la rodeara una luz naranja de atardecer, quizá ese fulgor apagado del cielo de tormenta en verano, o bañada en la blancura de su dormitorio en la mañana. Como ahora, en el recorte de su perfil atrevido, hecho de varias dimensiones, con ese barniz de sol de sus senos apuntando al techo, y la levedad sombría del pubis que cae a un abismo junto al que se ha desmayado la sábana. En esta circunstancia yo podría haber soñado a Perla o ella se manifestaría como una realización caprichosa y desesperada de mi memoria, la reunión de varios cuerpos y risas en una sola persona que las tuviera a todas, pero sin anunciarlas, sin hacerlas evidentes. Perla debía ser Perla mientras al mismo tiempo era todas las demás; mantener sus formas exteriores que me hacen reconocerla y desearla pero, de modo incomprensible, como sin definición clara, asegurarme en cada mirada que yo pusiera sobre ella que ella era la respuesta definitiva, el final de mi camino. Así, en Perla encantada trabarían amistad la tersura de la piel redescubierta de Vida, en la que yo interrogué sensaciones hace años, cuando apenas salía del empeño de ser niño; y desde luego la risa de Marta, franca como una ola que rompe, y sus ojos que tenían la extrañeza de una forma invertida, como si le hubieran caído del revés sobre la cara. Su alegría inmensa los debía a ellos. Cómo ignorar que las piernas habrían de ser las de Linda, que se manejan en la cama con la calidad de un compás; y el genio amoroso, resuelto a no ceder a ninguna adversidad (como por ejemplo, que yo ya no la quiera tanto), con el que Carla me sostiene a su lado. Si Perla fuera todo eso, recortada contra la mañana como una sombra de bronce, yo depositaría los restos de mi fe sobre su cuerpo y alma, y la amaría tanto como las he amado a todas, pero repentinamente, de una sola vez, como un puñetazo último sobre la mesa.
-Perla vive arriba, en la puerta de enfrente...
-Qué tal, encantado.
Adelantamiento oblicuo, levísimo, de la barbilla, y el “hola” de Perla habitando ya todos los días el portal ensombrecido. “Hola”, me había dicho, y apenas un gesto que podía ser de autoridad sobre sus formas o, por qué no, una contención sin explicaciones, vaciada por huecos que yo debía rellenar como en un cuaderno de pinta y colorea. Imposible intuir, siquiera remotamente, que Perla siempre habrá de estar representada en esa levedad en la que sus palabras la alejan tanto como sus silencios, Perla difícil de interpretar porque no hace concesiones ni siquiera cuando parece entregada. O yo estoy siendo injusto o descarado, porque la verdad es otra. Ésta: que Perla nunca ha estado tan interesada en mí como yo lo he estado en ella.
Perla se dio la vuelta con esa agilidad infantil tan suya y antes de que Carla y yo encarásemos el primer escalón había salido ya a la plaza y al río que nos lleva. Próxima aún, la vi de espaldas y por primera vez me pareció que la curva de sus hombros tenía un ritmo esencial y la caída placentera de una loma. Sobre el lado derecho de la espalda se le destacaba la concha estriada de una ostra que le entrega al mar la perla de un océano distante. Vestía una camiseta estampada sin mangas, con brochazos de color desordenados sobre un fondo blanco, que le adelantaba los pechos. Su parte de atrás hacía una bolsa tersa en los pantalones de algodón blanco, que doblaba a medio camino de la pantorrilla. Al tobillo izquierdo le había engarzado una modesta pulsera de oro, y el contraste con la piel le otorgaba el prestigio de una joya. Era Perla, que vive en el piso de arriba, en la puerta de enfrente. Antes de llegar a casa ya la había imaginado recubierta con pan de bronce, con ese brillo ocre con el que siempre he creído verla, aun en la oscuridad.
-Puede que no se llame Perla... Es un nombre raro, ese.
-¿Y por qué no va a llamarse Perla? –protesté, casi ofendido, la observación de Carla-. Tú te llamas Carla. Ya no quedan nombres improbables.
-Yo diría que no se llama Perla, sólo eso...
Y luego subió callada hasta el tercer piso, y abrió la puerta callada y en ese silencio yo decidí que había decidido que debía darme un baño, y se lo dije, y le pareció bien, por qué no va a parecerle bien a Carla, empezaba a hacer calor y el medio día es ya en esta época del año a veces un desplome de avidez sobre la ciudad, menos mal que los árboles refrescan la plaza, aunque algunos bancos de piedra hierven, pero esos otros donde se sientan los chicos a merendar son frescos y agradables. Y por qué iba a pensar Carla que hubiera algo raro en el hecho de que yo quisiera darme un baño, relajarme y puede que dormitar con la cabeza contra una almohadilla de toallas, por qué iba a molestarle o a sospechar nada inconveniente en ese gesto seguro y cotidiano, ni siquiera podía pensar en ello u ocurrírsele nada anormal, aunque a ella le parecía que Perla no podía llamarse Perla, le oí decir una vez más mientras cerraba la puerta a mi espalda y soltaba el grifo con agua apenas tibia, a punto de enfriarse, y desnudo me introducía dentro y ya Carla se había callado porque entendió que yo no la escuchaba y que no iba a contestar. Por qué iba a sorprenderla que me quisiera bañar. Bañarme y así quedar a solas con Perla y ganar mi primera intimidad con ella, ya minuciosamente impuesta en mi pensamiento.
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