Perla
Yo creo que al final siempre volvemos al principio. Me obligué a marcharme porque no podía renunciar a ella. Perla, una tarde, me contó que estaba viendo a alguien, a otro, y que quizás esa era la persona que ella había esperado. “No lo sé, quizás es la persona, no lo sé”. Me habló cuando la tarde ya se plegaba en noche y los contornos de la cama se perdían como en el fondo de un armario. Desnuda y boca arriba, hecha de bronce y almíbar. La mirada fija en el techo y yo, a su costado, trazando espirales con el índice en la aureola de su seno, visitando la ladera para regresar. La vi desdoblada. La Perla que yo había tenido tantos meses era ese pecho al que se le despertaba la piel en una levísima erupción, y el pezón erguido renacía constante en mi caricia; la Perla que me estaba diciendo adiós miraba arriba, movía una mano para envolver en ella las palabras y era ajena. “Quizás esa persona que aguardo ya está, ya está aquí para quedarse...”. “Quizás esa persona soy yo”, le contesté, y aproximé los labios a ese lado de Perla que aún quería estar conmigo, el que había señalado mi índice, y el índice lo bajé a su vientre y más allá. Perla, esa noche, estaba conmigo... pero no. Porque sí, fue después la pasión de siempre, el balancín en mi mano, pero todo el tiempo siguió hablando y diciéndome que se había terminado, la mirada en un punto perdido entre ella y lo demás mientras yo, ignorante, le extraía del cuerpo el último amor. Y el gemido último, que se confundió con las palabras –“esa persona quizás ya está, y es la que yo aguardaba”-, ese gemido y el aliento entrecortado de placer torrencial ya no me pertenecían. Quizás eran ya de esa otra persona, que ya estaba.
Perla me dijo adiós adelantando apenas la barbilla, tras haberse vestido en un silencio que era elipsis de tiempo, vacío que yo, ahora lo sé, he rellenado con estas páginas inútiles. Se vistió y esa rutina de ponerse la ropa y salir de la habitación y luego de mi piso y después entrar al suyo, cayó como un portón sobre todo lo que había pasado hasta entonces. Estaba ahí, pero ya se había alejado. En los días sucesivos la oí, creí adivinarla. Entonces decidí marcharme porque, como dije, era incapaz de renunciar a ella. Ella se había marchado antes. A veces fuerzo la memoria de esos días finales si quiero volver a estar con Perla, inútil tentativa. Pero siempre regreso al principio, a la primera vez que la vi y mi mujer me dijo quién era ella: “Se llama Perla y vive arriba”.
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Meridiana -