Las chicas de los libros
He pasado el verano en un triángulo escaleno de tres vértices: Bill Bufford (Heat), Murakami (Kafka en la Orilla, Al Sur de la Frontera, al Oeste del Sol), Richard Ford (Acción de Gracias). Esta vez no ha habido espacio para las novelas negras, ni para Hammett ni para Chandler (aunque el verano siempre me trae alguna conversación, al menos, sobre Chandler), ni para Perry Mason y su secretaria, leve seductora entre líneas. Como no ha habido lugar para tantas otras cosas.
A menudo, en verano me acuerdo de Paula Lavalle, la argentina de cabello rojizo y sonrisa intelectual de Los Premios, de Cortázar. No puedo desanudar su nombre de una memoria dolorida de pérdida, como tampoco puedo despegarme el ansioso aroma sexual de Beula, de Un Trozo de mi Corazón, quizás mi novela preferida de Richard Ford. Ni olvido a Teresa, la chica en desventaja de La Insoportable Levedad del Ser. Son casos diferentes, chicas de improbable conciliación. Pero no tenemos un tipo de chica preferida, y menos en los libros: Beula y Paula y Teresa son tan disímiles como Marilyn y Kim Novak y Joan Fontaine. Y sin embargo, podemos amar a todas o desear amar a todas o desearlas a secas. En el momento mismo de conocerla, uno comienza a perder a Paula, distante, inabordable aun en el estribo de esa extraña piscina, sobre la cubierta del barco en la que los personajes de la novela de Cortázar miran pasar el tiempo, o el tiempo los mira a ellos, sin saber a dónde va el tiempo ni a dónde van ellos, ni qué pasa en los camarotes ocultos, en las estancias asfixiantes del crucero. En Beula hay otro abismo más carnal, tan reconocible, tierno como la cara interna de los muslos, precipicio absoluto. Una puerta de entrada a la dimensión de las pasiones incontrolables. Teresa extiende un complejo de culpa envenenado, como un beso muy suave.
Ford y Murakami encarnan de manera precisa los límites opuestos de mis días, mis días ahora mismo. Los días casi como los libros, como sus personajes. Antagónicos, opuestos, irreconciliables. Personajes y estilos. Sentimentalmente descarnados, difusos a su modo, los de Ford, con el indecible Frank Bascombe a la cabeza. Mortalmente vulnerables, de engañosa ingenuidad, como la misma escritura japonesa, esa apariencia de simpleza que recubre una profundidad insondable... Así son los de Murakami: más aún ellas, casi siempre mujeres en fuga interior, dueñas de una belleza asolada por algún accidente íntimo, un error de medida, un desacuerdo de la mente, todas a punto de desfallecer. No me gusta hablar sobre libros, aunque a veces lo haga, como ahora. Pero no son los libros, son ellas. La esencia de la lectura me resulta tan íntima que no puedo exponerla en formas críticas o hilar argumentos académicos para una discusión. Si atiendo a la técnica de la escritura lo hago de modo casi inconsciente. Al escribir, sin embargo, estoy obligado a observarla un tanto más, aunque la escritura me venga dada ya en la cabeza, como una música interior que sólo hay que precipitar, con mínimos cambios, sobre el papel. El virtual papel. Un mecanismo muy extraño. Tan natural que rechaza ponderaciones demasiado serias o entusiastas.
Y así estamos: entre Ford y Murakami, entre el vacío y el sollozo. Programando canciones para conjurar memorias o futuros. La tenue realidad de Joan Fontaine mezclada con un sueño turbador en el que aparece, constante, Marilyn. Llevo días pensando que debería releer La Insoportable Levedad del Ser, un libro que afronté hace años, supongo que a destiempo. Creo que ahora, tan ingrávido como me siento (tan ingrávido como la otra tarde a 20 metros de profundidad en el Mediterráneo, rodeado de un espacio sombrío de agua que podría ser el espacio exterior o cualquier lugar indeterminado del Universo, feliz por esa conquista de los temores), ahora que estoy así tal vez deba examinar el espíritu frente al espejo de Kundera, y compadecerme (o tal vez ya no lo haga) de Teresa, de Tomás, de mí mismo. Querer ser Karenin, el perro, su felicidad inquebrantable, mínima, repetida cada mañana, cada día repetida en los días repetidos. Un eterno retorno inmediato.
No es que esté relajado, estoy alejado. Mi condición habitual desde hace meses. Asintomática salvo por la evidencia: todo se ve más lejos de lo que en realidad está. Algunos automóviles incorporan esta advertencia en los retrovisores: "Attention: objects are closer than they appear in the mirror". Podría ser una lección de vida: todo está más cerca de lo que parece en el espejo.
2 comentarios
Mornat -
Suerte en el desierto: alguien dijo que, al final, es lo único que queda.
lep -