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Somniloquios

La noche de un fauno

La noche de un fauno


Lo más extraño fue el orden de los hechos, que tal vez revela a un hombre o el estado de ese hombre. Ese hombre tal vez sea yo, pero no necesariamente. Y aquí no hay un vanidoso intento literario de sustituir la primera persona por un genérico ficticio, sino un deseo (torpe, puede ser, pero desde luego honesto) de establecer la distancia entre lo que uno es (lo que uno es ahora, lo que siente ahora, lo que hace ahora) y lo que querría o debería ser, si es que hay imperativos como éste dignos de consideración. Lo más extraño fue el orden. Por qué el hombre pedaleó en su bicicleta hasta el trabajo, si nunca lo hace. Por qué resolvió hacerlo precisamente un sábado, cuando se había vestido con una combinación de ropas más decidida para la incursión nocturna en los lugares de moda que para el activismo urbano. Unos tejanos ajustados, un calzado entre deportivo y elegante, negro, en combinación de pieles; una camisa azul marino, una cazadora negra entallada; una liviana bufandita del mismo tono. Tomó en zigzag la calle Alfonso, por donde todo el mundo parece siempre caminar en dirección contraria a la suya. Subió por el Coso hacia Independencia, pasó de largo, cruzó el semáforo con los peatones y agarró la calzada de Isaac Peral hasta el cruce con Constitución. Dejó el vehículo apoyado en el muro derecho de la recepción, sobre un hueco amplio y muy adecuado. Subió, escribió, más bien veloz, sin gran brillo pero ligero. Al final de la tarde, que ya era noche, consultó la cartelera. Quemar después de leer. Muchos textos deberían arder antes.

Salió a la calle. Aún no llovía, eso había de ser a la mañana siguiente, pero aun así resolvió volver más tarde a por la bicicleta. Después de la película. Y pedalear de madrugada. En un cálido guariche de la calle Moneva pidió un durum de ternera, con salsa blanca y picante. Lo comió en un momento. Pensó si debería tomar otro, éste es el fin de semana de la alimentación relajada. Miró la hora, apuró la coca cola zero, se lavó las manos (qué molesta la insistencia de ese olor alimenticio) y salió para los cines. En la escalinata coincidió con un grupo de chicas que le hicieron sospechar sobre la conveniencia de entrar al cine un sábado por la noche. Faltaban diez minutos para la película. En lo alto de la escalera, la fila rodeaba el vestíbulo, retorcida sobre sí misma. No estaba acostumbrado: el cine siempre fue una sala casi vacía en la que no hace falta esperar para entrar. Dejó la fila. Entró en un bar conocido, pero no había nada conocido. O sí. En la planta inferior, una flaca pelirroja lo miró desde lo alto de una mesa sobre la que bailaba con otras flacas de cabellos distintos. Ninguna con flequillo. Unos brazos lo abrazaron desde atrás. Se giró. No era ella. Era él. Hablaron del partido perdido, de la expulsión innecesaria, del Liverpool, de una hipotética fiesta de conmemoración de la llegada del tipo a la ciudad, 15 años atrás. ¿Se preguntó cómo sería vivir 15 años en una ciudad que no es la propia?

Salió por la escalera contraria, volvió a la calle, entró en otro bar, pidió otro durum de ternera. Debieron ser dos, se animó. Siempre son dos. Vino pronto. Lo trajo una chica morena por el lado de fuera de la barra, aunque él se había sentado ahí, en un alto taburete, para no perder tiempo. A unos metros, la chica, algo gruesa, le llamó la atención por el lunar sobre el lado superior izquierdo de los labios. Al acercarse, el hombre confirmó que no lo era: la muchacha llevaba un piercing, un alfiler de cabeza negra. “Salsa blanca y salsa picante”, dijo el encargado desde el lado opuesto de la barra, poniendo dos botellitas de plástico sobre el mostrador. Mala opción: en cada mordisco hay que ir rellenando la copa del durum con salsa, para sazonar la carne. Incómodo. Excesivo. En el otro lado extienden la salsa blanca sobre el pita, añaden varias tiras de lechuga juliana y una delgada rodaja de tomate natural. Luego, con el borde de una bandejita de hojalata, el muchacho traza una línea vertical, de lado a lado del panecillo, como un reguero de sangre ácida sobre el blanco lechoso. Le llamó la atención ese cuidadoso detalle. Pensó en recorrer todos los garitos de kebab de la ciudad y hacer un preciso estudio. Volvió a la calle, caminó hasta la oficina, tomó la bicicleta por el cuello y luego se sentó sobre ella. Pedaleó por las aceras, la temperatura era perfecta, en la calle Alfonso todo el mundo caminaba en dirección contraria, como de costumbre. Le apeteció un helado. Sujetó la bicicleta a un barrote, en paralelo a otras bicicletas que pasaban allí el sábado por la noche: “Strawberry and cheesecake”. “¿Cuántas bolas?”. “Dos”. “¿Cobertura de chocolate?”. “Sí”. “¿Con leche o negro?”. “Negro”. “¿Para tomar o para llevar?”. Duda. “Para llevar”.

Un hombre solo en una heladería parece una escena de película italiana melancólica. Un hombre solo en un banco de piedra en la calle, tomando un helado, recobra algo de dignidad personal. Afuera, se sentó en un banco de piedra. Durante la tarde consideró un par de veces la posibilidad de salir por los bares, pero las desechó pronto. Ahora, le parecía mentira. El chocolate líquido, al contacto con las bolas de helado, forma una fina capa de bombón negro que se cuartea bajo la cuchara, siempre tan apetecible, crujiente, y si alguna gota alcanza las curvas inferiores forma grumos en los que uno se puede detener y perder la razón. Grumos de bombón negro. El cielo. Lo tomó despacio. Por las calles laterales salía gente del Tubo, grupos cenados de fritos y platos de jamón, champiñones a la plancha y montados de queso batido. Dos chicas con rostro cadavérico se habían sentado en el banco de enfrente. Cutis blanco y ojos con un aura oscura. Es Halloween. Es noche de Todos los Santos y había pasado la mañana escuchando a Johnny Cash.

Subió a casa. Tomó un vaso de agua helada. Buscó si por casualidad en Internet había una posibilidad de saltarse las filas de la entrada del cine. La había. Quemar después de leer. Una muy floja película, sí, pero a un sábado así no se le deben hacer exigencias. Sólo dos medias sonrisas con el personaje de Brad Pitt, una tierna exageración. De nuevo el despiadado canto a los lerdos de la sociedad moderna, típico de los Coen. Parecen odiar a sus personajes. En eso coincidieron con el hombre. Desinterés creciente. Cuando llegó el final ya no estaba atendiendo. Esos chicos nos han hecho pasar buenos ratos, consideró, y seguirán haciéndolo, pero nunca serán grandes. Son curiosos. Son un estilo estilizado, una visión recurrente, lo absurdo de la verdad. Fargo, El Gran Lebowski, El Hombre que No Estuvo Allí, No Es País Para Viejos… Eso va a quedar. El sombrero volando sobre la hojarasca en Muerte Entre las Flores, el hulla-hop rodando por las calles hasta caer a los pies del chico que le da vida, en El Gran Salto; la barcaza que se lleva la basura del mundo bajo el puente en la desembocadura del río, en Ladykillers. No está mal.

Se fue a dormir. A lo largo de la noche soñó que era un hombre que no era un hombre durmiendo en un banco que no era un banco, sino una obra de arte realista en un museo de historia. Los niños lo temían y los más osados querían despertarlo. Para completar la mentira, él mismo se creyó un fauno. No un ser mitológico de los bosques, no, sino el modesto hombre lascivo de Bioy. En el sueño tal vez pronunció nombres que nadie escucharía. En un momento, alguien se apiadó de él y dejó caer un par de monedas sobre la piedra del asfalto: el tintineo metálico lo despertó. Fastidiado, se arrebujó en la bolsa de lona roja y apretó con fuerza el saco que le hacía de almohada.

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