La leyenda del hijo del minero
[Para el doctor Saló, que me recordó hace pocos días el nombre de Gareth Edwards y me pidió que contara esta historia].
(En enero de 2003 publiqué en Heraldo un recordatorio del ensayo que Gareth Edwards había anotado 30 años antes a los All Blacks, jugando con los Barbarians. A pesar del tiempo y de la aparición de otros candidatos, está considerado el mejor ensayo de la historia del rugby moderno, seguramente por su potencia de clásico representativo de un tiempo, un equipo y una forma de jugar. Aquella página adolecía de una imperfección irresoluble: había que narrar una jugada prodigiosa sin el prodigio de la imagen, que hubiera ahorrado casi cualquier anotación. Para compensarlo, los infógrafos dibujaron una sucesión de pantallazos capturados del vídeo del partido y así explicamos la formidable carrera que inició Phil Bennett y culminó Edwards. Creo que esta revisión en Somniloquios será más completa, mérito que debe atribuirse a la tecnología, que nos permite reunir en un mismo espacio la palabra original, el texto y la imagen en movimiento. La entusiasta recreación de esta leyenda abre lo que me gustaría que fuese una serie de grandes momentos del rugby de todos los tiempos, o lo que yo entiendo por grandes momentos y que pueden ser, en realidad, instantes mínimos. Los recordaremos de manera episódica. Arranca con la historia del mejor jugador: Gareth Edwards, el hijo de un minero).
Para hablar de Gareth Edwards o de los Barbarians, conviene empezar explicando qué son los Barbarians, un equipo en el que se juega por invitación. WP Carpmael fundó este selecto club en 1890 en la ciudad inglesa de Bradford. Su idea original consistía en reunir a los mejores jugadores una vez que la temporada de partidos entre clubes finalizaba en marzo, y enfrentar a esa selección de talentos con los mejores equipos de aquí y allá. El rugby -como el fútbol, el baloncesto y los deportes principales de equipo- tardó muchos años en tejer una infraestructura de competiciones tal y como hoy la conocemos. Pensemos que el primer Mundial no se jugó hasta 1987. O que nunca hasta la década pasada existió nada parecido a una competición europea de clubes (la Heineken Cup). La sobre exposición de estrellas de hoy y la oficialidad de los calendarios ha disminuido el impacto actual de los Ba’baas, pero el alcance de su condición histórica. En aquellos tiempos del proto rugby, cuando los equipos se retaban entre sí por el gusto de hacerlo, por amor al deporte y a una camiseta, sin trofeos en juego, jugar con los Barbarians suponía estar incluido en el mejor equipo del mundo. Como el rugby siempre ha tendido a la posteridad, los Barbarians incorporaron a su escudo un lema que reclama la singularidad del juego: "El rugby es un deporte al que pueden jugar hombres de todas las clases; pero no están admitidos los malos deportistas de ninguna clase". Así que en el Barbarians FC han jugado a lo largo de más de un siglo, vestidos a franjas negras y blancas, los mejores de todos los continentes.
El partido celebrado el 27 de enero de 1973 en el estadio Arms Park de Cardiff permanece en la memoria colectiva de los aficionados -y especialmente de los galeses- como un momento de culminación del deporte. Un partido que, por lo singular de este ensayo o la categoría extraordinaria de los jugadores reunidos, y también por el desarrollo general del encuentro, constituyó una sublimación sostenida de los mejores valores del juego. "La gente recuerda los cuatro primeros minutos y mi ensayo -ha dicho Gareth Edwards alguna vez sobre aquel día-, pero hay que ver el partido completo porque estuvo lleno de un rugby maravilloso, buena parte de él jugado por los All Blacks". Basta como muestra que el medio de melé de los kiwis era Sid Going, un pelado maravilloso. Cuando en el año 2003 la revista Rugby World Magazine produjo una encuesta entre jugadores de todo el mundo para señalar al mejor de la historia, los rugbiers nombraron mayoritariamente a Gareth Edwards. Y el galés, con concienzuda modestia, se acordó de Sid Going: se habían enfrentado en siete ocasiones, el uno con Gales y el otro con Nueva Zelanda. Y todas las veces Edwards sintió que Going lo superaba. "Tal vez si él no hubiera jugado con esa tercera línea...".
Frente a unos Blacks portentosos, el quince de los Barbarians lo integraban en aquel partido siete jugadores del País de Gales: el tercera flanker Tom David (que aún no era internacional con la selección de su país); Derrick Quinnell (número 8 y padre de Scott Quinnell, otro octavo internacional con País de Gales), Gareth Edwards (medio de melé), Phil Bennett (medio de apertura, heredero directo del excelso Barry John), el segundo centro John Dawes, el ala John Bevan y el inefable zaguero JPR Williams... Todos esos nombres forman parte de una leyenda de valles esmeralda con las tripas negras, explotaciones mineras cuyo clausura a finales de los años 70 conduciría a Gales a una terrible crisis de economía e identidad. Gareth Ewards era hijo de un minero, como muchos otros jugadores de aquel tiempo en que el profesionalismo, en su mínima acepción, suponía una perversión del rugby. La perdurabilidad de la leyenda escrita por aquel equipo tiene que ver con una forma superior, avanzada, del rugby, jugado con velocidad, apoyos constantes, variaciones y cambios de dirección de ritmo que mantenían el balón vivo. Si uno ha acostumbrado el ojo al rugby actual, con su velocidad, el altísimo ritmo de juego y la profusión de ensayos, se hace muy difícil aceptar la dinámica sincopada que el juego tenía hasta los años 90. Si uno ve al Gales de los setenta (o a estos Barbarians inspirados por Gales) esa diferencia se acorta. Aquél era un equipo del futuro cuya espectacularidad mantiene su vigencia casi de forma total.
El archifamoso ensayo que abrió el partido supone un ejemplo perfecto de ese modo de jugar. Desde hace más de una década, el rugby avanza hacia el aligeramiento de las fases estáticas, la claridad y rapidez en la liberación de los balones, la supresión del juego subterráneo y la búsqueda de la conversión del rugby en un deporte abierto, veloz y espectacular, en el que el dinamismo mande sobre el peso y todo lo que ocurra sea abiertamente visible, e interesante, para una transmisión televisiva. Todo eso lo hacía el Gales de los años 70 y este ensayo quizás sea el momento más obvio de ese espíritu. La secuencia se inicia con una profunda patada del neozelandés Brian Williams desde el lado derecho, que cubre Phil Bennett en su zona de 22, apenas unos metros por delante de la línea de marca. La presión es instantánea y da idea de la ferocidad y la excelencia defensiva de los All Blacks. Con la mayoría de sus compañeros en pleno retroceso para protegerlo, y acosado por Scown, Hurst y Kirkpatrick, Bennett se ve forzado a salir jugando con la mano desde su propia defensa, sin tiempo siquiera para considerar una patada defensiva. Lo que sigue es simplemente maravilloso...
Rodeados por una jauría creciente de All Blacks hambrientos, los Barbarians logran mantener el balón vivo y abrirse camino con él. Dos detalles simplifican la explicación: los neozelandeses no lograron hacer ni un solo placaje en cien metros de jugada porque, en cada pase, el portador del balón tenía a cuatro y hasta cinco apoyos disponibles. La única interrupción la evita al inicio de la acción JPR Williams, que sufre un placaje alto y transmite el oval antes de caer emboscado. En el rugby, el balón se recicla (aunque cada vez menos) a través de rucks (cuando el placado se va al suelo) o mauls (si se mantiene en pie y sus compañeros se agrupan a su alrededor para proteger la pelota). Ninguna de esas dos jugadas aparecen en el ensayo de Edwards: si uno tuviera que explicar a alguien profano qué es un off-load, valdría este vídeo: deshacerse del balón, descargándolo hacia un compañero en apoyo cuando el rival te va a detener.
En la jugada participan tres cuartos, segundas líneas, terceras líneas, el talonador y, por fin, Gareth Edwards, medio de melé. Es cierto que hay dos pases sospechosos de ser balón adelantado, lo que invalidaría la jugada: el de Tom David a Quinnell es dudoso, pero la captura del número ocho galés, agachando el espinazo en plena carrera para evitar que la pelota vaya al suelo, provoca un efecto disuasorio. Es tan brillante que uno no se da cuenta del todo si es adelantado o no. El siguiente pase, el definitivo de Quinnell a Edwards, parece ciertamente un adelantado muy claro. Pasemos por alto esa posibilidad por puramente mezquina. Edwards, un medio de melé arrojado y veloz, crítico en las rupturas, siempre atento a las debilidades de la defensa para colarse como una llamarada, explota su velocidad. Era al mismo tiempo gatillo y bala. Su carrera final de 40 metros hasta la esquina del fondo del río Tafft cierra la jugada, que funciona a modo de definición del mejor rugby posible: el balón siempre vivo, apoyos constantes, velocidad de decisión y técnica para el pase y la recepción. Manos finas, piernas robustas. Un rugby irrepetible y adelantado a su tiempo.
La narración de Cliff Morgan decía: "Kirkpatrick to Williams. This is great stuff. Phil Bennett covering, chased by Alistair Scowan. Brilliant! Oh, that’s brilliant! John Williams, Brian Williams, Pullin, John Dawes. Great dummy! David, Tom David, the half-way line. Brilliant by Quinnell. This is Gareth Edwards. A dramatic start. What a score! Oh that fellow Edwards...".
"Kirkpatrick para Williams. Gran patada... Phil Bennett en la cobertura, lo persigue Alistair Scowan. ¡Magnífico! ¡Oh, eso ha sido extraordinario! John Williams, Brian Williams, Pullin, John Dawes. ¡Fantástico amago! David, Tom David, en la línea de medio campo. ¡Magnífico Quinnell! La tiene Gareth Edwards. Espectacular comienzo. ¡Qué ensayo! Oh, Edwards, qué muchacho...".