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Somniloquios

Perla

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Linda me dice en su última carta: "Te quiero, por favor no sufras". Ha muerto una persona cercana y Carla reflexiona, mientras miramos un programa de televisión cualquiera: "Trabajas y luchas todos los días para que una mañana cualquiera, a los 60 años, todo se termine. ¿Qué vida es ésta?". Pienso en Alicia. De cuando en cuando la oigo hablar por el teléfono y solloza escondida detrás de su mesa de trabajo: "Me siento desconsolada, triste y sin esperanza. Ahora mismo no tengo nada, nada en la vida a lo que aferrarme", me confiesa. Se da lástima a sí misma y lagrimea. Quisiera tomarlas a todas bajo mi ala y curarlas. Vienen a mí porque creen que yo tengo respuestas para la tristeza. Miro al televisor pero no veo nada. ¿Qué le digo ahora a Carla? Soy yo el que hace las preguntas, no ella. Se supone que en ella no hay desorden ni aproximación al desorden, solamente deseos que va construyendo y rellenando con días de esfuerzo. Si el conjunto de sus deseos tiene, digamos, mil casillas, o quinientas casillas, ella está resuelta a rellenar pacientemente cada una con un pedacito de vida. Es probable que no logre completar el cuadro, porque en ese caso estaríamos ante una vida objetivamente perfecta -proporcionalmente perfecta a sus sueños- y no tenemos noticia de que algo así haya ocurrido alguna vez. Sus casillas se llaman ilusiones y teme que un accidente las deje huérfanas.

Yo no tengo ilusiones. Ni una casilla que llenar, ni con material ni con lapiceros de colores. A mí la vida me parece un artificio fugaz en el que nada importa demasiado. Si no puedo tener a Perla es como si no puedo ser yo mismo. No soy más que un cuerpo prestado a un individuo que se deja llevar. No hace falta ponerse tan serio y riguroso. ¿Por qué un solo amor? ¿por qué tantas obligaciones? ¿para qué tomarnos a pecho los lugares, las personas, los trabajos? Sí, hay que hacerlo, pero sólo hasta cierto punto, te dirán. ¿Cuál es ese punto? El problema se da cuando uno rebasa el equilibrio y entra a desconfiar de la vida, a no encontrarle sentido a este pasar de los días. Le digo a Alicia: "Puedo vivir con lo que tengo o tener menos". Es cierto, pero ella cree que yo poseo todo lo que una persona podría desear para ser feliz. Cree que he rellenado la mayoría de mis casillas, cuando en realidad yo ni siquiera pienso en casillas ni voy modelando el día a día para tenerlas o llenarlas. Desde luego, si no tuviera absolutamente nada, ni una sola moneda, mi vida sería un infierno por cuestiones meramente prácticas, básicas: comer, dormir, soportar el frío... Pero nunca me han consolado las proporciones: eso de que siempre hay muchos que están peor. La mente no objetiva el universo entero, no contempla las infinitas variables de vida de las personas y luego decide cómo sentirse, de acuerdo a la posición de cada uno en esa lista. Muchas penalidades, bastantes penalidades, pocas penalidades, las mismas penalidades que alegrías, pocas alegrías, bastantes alegrías, muchas alegrías... Así sería, más o menos, la clasificación. En ese caso, yo estaría mucho mejor que un grupo enorme de personas; pero también mucho peor que otros tantos. Justo en la clase media de la felicidad, que es la que paga los impuestos: los dispendios entusiastas de unos y la pobreza de los contrarios ¿Y si yo perteneciera a la clase media, mi mente qué decidiría? ¿Debo ser feliz o debo ser triste?

Soy triste aun a pesar de mí mismo. De la misma manera que podría ser un genio aun a pesar de mí mismo. De ninguna de las dos cosas me consideraría enteramente responsable. Me ha sido dado un nivel de inteligencia razonable, con el que debo vivir y que intento aplicar y ensanchar en lo posible. Si me hubiera sido entregada una inteligencia genial que me permitiera, por ejemplo, escribir libros extraordinarios, hacer un descubrimiento científico de proporciones universales... entonces me vería obligado a vivir con ella lo quisiera o no. Sospecho que la perspectiva no cambiaría demasiado. También le iba a descubrir lagunas y viviría con la impresión permanente de que debo ensancharla. Esos libros tampoco me dejarían muy satisfecho, como no lo hacen estas líneas.

Perla

Perla
Perla se ha ido de viaje. No la veré en una semana y no me aventuro a llamarla. Se ha marchado al extranjero, a unas cortas vacaciones, con una amiga. Prefiero que nadie sospeche que mantengo un contacto secreto con ella. Perla sabe guardar discreción, sabe guardar nuestro secreto que consiste en esto, en nada, en estas palabras y apenas mi pensamiento. Aun así la extraño, extraño verla. No sé por qué habría de desearla, pero lo hago de una forma muy nítida. Es puro deseo: hay algo en ella que no me gusta, quizá el labio superior demasiado alto, quizá esa forma perezosa de ignorarme o de no hacerlo, un cierto pálido desinterés. Pero imaginarme que la tengo me enerva. He pensado largamente, en las horas en que Carla duerme o no está en casa o miramos juntos el televisor en silencio, qué busco exactamente en Perla. Porque en la sola hipótesis oculta de una relación con ella ya agrego algunas objeciones, lo que en teoría invalida mi interés. Pero hay algo en esa mujer que me empuja hacia ella, o hay algo en mí que quiere poseerla. Su juego es circular e indescifrable. No cede y sin embargo retiene despierta la cuerda al otro lado; llama, escribe, no la veo fuera de su balcón o de la escalera, ella guarda la distancia, pero al mismo tiempo nunca revela o traiciona mi posición. De algún modo, me protege y no sé por qué lo hace. Quiero suponer que algo le intereso, y que otro algo más intenso o más verdadero la retiene. No sé si ese algo tiene el nombre de una persona.

Perla

Perla  

-Voy a hacerte el amor hasta que se muera esta tarde.

-¿Por qué? -ella se rió.

(Porque quiero borrar con el agua de tu sexo todos los nombres de las demás).

Eso fue lo que no le dije.

(Porque quiero entrar en tu angustiada carne y cerrar los ojos y pensar que estoy desnudando la de Perla).

Eso jamás me atrevería a decírselo.

(Porque deseo que Perla nos oiga desde el balconcito y quiero imaginarme lo que piensa cuando escuche nuestro placer).

Eso es mentira.

(Porque deseo a Perla y sólo te tengo a ti, que has elegido estar conmigo, y quiero tenerte pero también tenerla a ella, ¿entiendes? Yo te quiero pero también necesito amarla a ella como te amo a ti, igual que te amo a ti. ¿Es eso malo?

(No, cariño, no es malo, entiendo que tu amor se desdoble, que me quieras a mí y que la quieras a ella también, lo entiendo. No hay nada malo. Yo te voy a querer igual, tú igual vas a seguir siendo mi rey).

-Voy a hacerte el amor hasta que se muera esta tarde.

-¿Por qué?

-Hasta que se muera...

(...esta mentira).

Perla

Perla -Mira, ésta es Perla.

-Hola –dijo sencillamente Perla, y apenas adelantó la barbilla y me miró fugazmente.

Así la conocí. Así supe su nombre. La había visto antes sin verla, de un modo inconcreto. Querría fijar a Perla en un primer encuentro que se pareciera en algo a éstos que ahora compartimos en su cama o en la mía –más frecuentemente en la suya, al menos por el momento-, la quisiera haber detenido en una primera vez en que la rodeara una luz naranja de atardecer, quizá ese fulgor apagado del cielo de tormenta en verano, o bañada en la blancura de su dormitorio en la mañana. Como ahora, en el recorte de su perfil atrevido, hecho de varias dimensiones, con ese barniz de sol de sus senos apuntando al techo, y la levedad sombría del pubis que cae a un abismo junto al que se ha desmayado la sábana. En esta circunstancia yo podría haber soñado a Perla o ella se manifestaría como una realización caprichosa y desesperada de mi memoria, la reunión de varios cuerpos y risas en una sola persona que las tuviera a todas, pero sin anunciarlas, sin hacerlas evidentes. Perla debía ser Perla mientras al mismo tiempo era todas las demás; mantener sus formas exteriores que me hacen reconocerla y desearla pero, de modo incomprensible, como sin definición clara, asegurarme en cada mirada que yo pusiera sobre ella que ella era la respuesta definitiva, el final de mi camino. Así, en Perla encantada trabarían amistad la tersura de la piel redescubierta de Vida, en la que yo interrogué sensaciones hace años, cuando apenas salía del empeño de ser niño; y desde luego la risa de Marta, franca como una ola que rompe, y sus ojos que tenían la extrañeza de una forma invertida, como si le hubieran caído del revés sobre la cara. Su alegría inmensa los debía a ellos. Cómo ignorar que las piernas habrían de ser las de Linda, que se manejan en la cama con la calidad de un compás; y el genio amoroso, resuelto a no ceder a ninguna adversidad (como por ejemplo, que yo ya no la quiera tanto), con el que Carla me sostiene a su lado. Si Perla fuera todo eso, recortada contra la mañana como una sombra de bronce, yo depositaría los restos de mi fe sobre su cuerpo y alma, y la amaría tanto como las he amado a todas, pero repentinamente, de una sola vez, como un puñetazo último sobre la mesa.

-Perla vive arriba, en la puerta de enfrente...
-Qué tal, encantado.


Adelantamiento oblicuo, levísimo, de la barbilla, y el “hola” de Perla habitando ya todos los días el portal ensombrecido. “Hola”, me había dicho, y apenas un gesto que podía ser de autoridad sobre sus formas o, por qué no, una contención sin explicaciones, vaciada por huecos que yo debía rellenar como en un cuaderno de pinta y colorea. Imposible intuir, siquiera remotamente, que Perla siempre habrá de estar representada en esa levedad en la que sus palabras la alejan tanto como sus silencios, Perla difícil de interpretar porque no hace concesiones ni siquiera cuando parece entregada. O yo estoy siendo injusto o descarado, porque la verdad es otra. Ésta: que Perla nunca ha estado tan interesada en mí como yo lo he estado en ella.

Perla se dio la vuelta con esa agilidad infantil tan suya y antes de que Carla y yo encarásemos el primer escalón había salido ya a la plaza y al río que nos lleva. Próxima aún, la vi de espaldas y por primera vez me pareció que la curva de sus hombros tenía un ritmo esencial y la caída placentera de una loma. Sobre el lado derecho de la espalda se le destacaba la concha estriada de una ostra que le entrega al mar la perla de un océano distante. Vestía una camiseta estampada sin mangas, con brochazos de color desordenados sobre un fondo blanco, que le adelantaba los pechos. Su parte de atrás hacía una bolsa tersa en los pantalones de algodón blanco, que doblaba a medio camino de la pantorrilla. Al tobillo izquierdo le había engarzado una modesta pulsera de oro, y el contraste con la piel le otorgaba el prestigio de una joya. Era Perla, que vive en el piso de arriba, en la puerta de enfrente. Antes de llegar a casa ya la había imaginado recubierta con pan de bronce, con ese brillo ocre con el que siempre he creído verla, aun en la oscuridad.

-Puede que no se llame Perla... Es un nombre raro, ese.
-¿Y por qué no va a llamarse Perla? –protesté, casi ofendido, la observación de Carla-. Tú te llamas Carla. Ya no quedan nombres improbables.
-Yo diría que no se llama Perla, sólo eso...

Y luego subió callada hasta el tercer piso, y abrió la puerta callada y en ese silencio yo decidí que había decidido que debía darme un baño, y se lo dije, y le pareció bien, por qué no va a parecerle bien a Carla, empezaba a hacer calor y el medio día es ya en esta época del año a veces un desplome de avidez sobre la ciudad, menos mal que los árboles refrescan la plaza, aunque algunos bancos de piedra hierven, pero esos otros donde se sientan los chicos a merendar son frescos y agradables. Y por qué iba a pensar Carla que hubiera algo raro en el hecho de que yo quisiera darme un baño, relajarme y puede que dormitar con la cabeza contra una almohadilla de toallas, por qué iba a molestarle o a sospechar nada inconveniente en ese gesto seguro y cotidiano, ni siquiera podía pensar en ello u ocurrírsele nada anormal, aunque a ella le parecía que Perla no podía llamarse Perla, le oí decir una vez más mientras cerraba la puerta a mi espalda y soltaba el grifo con agua apenas tibia, a punto de enfriarse, y desnudo me introducía dentro y ya Carla se había callado porque entendió que yo no la escuchaba y que no iba a contestar. Por qué iba a sorprenderla que me quisiera bañar. Bañarme y así quedar a solas con Perla y ganar mi primera intimidad con ella, ya minuciosamente impuesta en mi pensamiento.

Perla

Perla

Yo creo que al final siempre volvemos al principio. Me obligué a marcharme porque no podía renunciar a ella. Perla, una tarde, me contó que estaba viendo a alguien, a otro, y que quizás esa era la persona que ella había esperado. “No lo sé, quizás es la persona, no lo sé”. Me habló cuando la tarde ya se plegaba en noche y los contornos de la cama se perdían como en el fondo de un armario. Desnuda y boca arriba, hecha de bronce y almíbar. La mirada fija en el techo y yo, a su costado, trazando espirales con el índice en la aureola de su seno, visitando la ladera para regresar. La vi desdoblada. La Perla que yo había tenido tantos meses era ese pecho al que se le despertaba la piel en una levísima erupción, y el pezón erguido renacía constante en mi caricia; la Perla que me estaba diciendo adiós miraba arriba, movía una mano para envolver en ella las palabras y era ajena. “Quizás esa persona que aguardo ya está, ya está aquí para quedarse...”. “Quizás esa persona soy yo”, le contesté, y aproximé los labios a ese lado de Perla que aún quería estar conmigo, el que había señalado mi índice, y el índice lo bajé a su vientre y más allá. Perla, esa noche, estaba conmigo... pero no. Porque sí, fue después la pasión de siempre, el balancín en mi mano, pero todo el tiempo siguió hablando y diciéndome que se había terminado, la mirada en un punto perdido entre ella y lo demás mientras yo, ignorante, le extraía del cuerpo el último amor. Y el gemido último, que se confundió con las palabras –“esa persona quizás ya está, y es la que yo aguardaba”-, ese gemido y el aliento entrecortado de placer torrencial ya no me pertenecían. Quizás eran ya de esa otra persona, que ya estaba.

Perla me dijo adiós adelantando apenas la barbilla, tras haberse vestido en un silencio que era elipsis de tiempo, vacío que yo, ahora lo sé, he rellenado con estas páginas inútiles. Se vistió y esa rutina de ponerse la ropa y salir de la habitación y luego de mi piso y después entrar al suyo, cayó como un portón sobre todo lo que había pasado hasta entonces. Estaba ahí, pero ya se había alejado. En los días sucesivos la oí, creí adivinarla. Entonces decidí marcharme porque, como dije, era incapaz de renunciar a ella. Ella se había marchado antes. A veces fuerzo la memoria de esos días finales si quiero volver a estar con Perla, inútil tentativa. Pero siempre regreso al principio, a la primera vez que la vi y mi mujer me dijo quién era ella: “Se llama Perla y vive arriba”.