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El fervor cautivo de Movilla

El fervor cautivo de Movilla

Todavía hay algo que une a Movilla con Málaga, la ciudad en la que saltó al gran fútbol: su devoción inquebrantable por el Cautivo, uno de los tronos más célebres de la Semana Santa malagueña. Esa fe traspasa el tiempo y los lugares. Cada partido, en todos los equipos en los que ha estado, lo juega Movilla con una sudadera estampada con la imagen del Cristo Cautivo.

Cuando la imagen del Cautivo atraviesa el umbral de la parroquia de San Pablo, cada Martes Santo en Málaga, 20.000 fieles acompañan el trono. Ellos custodian con su penitencia la piedad que irradia la imagen. La gente reconcentra el pensamiento en la tribuna de la Alameda, en las calles estrechas que camina el Cristo, y se postra genuflexa. Cuando José María Movilla traspone el umbral del vestuario y salta al césped cada domingo o fiesta de jugar, lo acompañan el Cautivo y la conciencia imborrable de sus manos, ensogadas para el castigo final. En el campo y en la vida, aquí o allá, Movilla custodia su fervor. Es de oro como la corona del Cautivo. Y cada partido, un acto de fe.
Siempre con él, esté donde esté -en Málaga, el Atlético o ahora en el Real Zaragoza-, una sudadera con la imagen estampada del Cautivo le asegura abrigo espiritual a Movilla. Una camiseta bajo la camiseta del equipo, estampada con la imagen de Jesús en procesión por las calles de Málaga, envuelto en túnica blanca y claveles rojos. Envuelto en incienso y en el sudor de quienes cargan el trono. Movilla ha mojado decenas de veces esa camiseta humilde con su empeño, en la búsqueda intrigante de un camino para la pelota. Una estampa religiosa tan improbable y cierta.
José María Movilla cree en el Cautivo y lo venera con una devoción que no se dobla frente a ningún quebranto. Y él los ha tenido. Como en los tiempos en que debía, en el dudoso espacio de un día, hacerse tres personas en una: futbolista modesto con hambre de triunfo, dependiente en una tienda de deportes y empleado de recogida de basuras. Para encontrarle a la vida las horas que no tiene, el jugo que se le negaba. Para auxiliar económicamente a su familia y a sí mismo, antes de descubrirse finalmente como futbolista indudable en el estadio de La Rosaleda, antes del tránsito a la victoria.
Su representante, José Antonio Martín Petón, cuenta que en esos días oscuros Movilla acostumbraba a pasar frente al Vicente Calderón en su ruta de limpieza. El Calderón era su sueño. Petón es un maravilloso relator. Pero así y todo apenas acertamos a reconocer en el tipo que ahora dirige al Zaragoza a ese otro joven que subía valientemente, decididamente, cristianamente, al estribo hediondo de la camioneta. Y sin embargo, los dos están ahí. Y el valor simbólico de esa imagen, que no hemos visto, nos explica a José María Movilla, el hombre futbolista, mejor que cualquier semblanza.
Las iglesias que guardan a los cristos y las vírgenes en Andalucía siempre parecen pequeñas. Siempre se piensan moradas impensables para la gloria o la grandeza que se les atribuye, y menos si se pretenden eternas. En Málaga recuerdan a Movilla con admirado agradecimiento. Y en Málaga cuentan que Movilla bautizó “en secreto” a su hijo en la parroquia de San Pablo, en el barrio de la Trinidad. Ahora quiere hacer lo mismo con su niña, pasarla por la mano del Cautivo. En secreto porque entonces jugaba en el Atlético, que es una forma indistinta de pasión; o en piadoso recogimiento y discreción, para no incomodar al espíritu, preferimos pensar.
En la foto en la que recibe la medalla de la Cofradía, bajo la talla inspiradora, Movilla aparece pequeño, disminuido y felizmente cautivo de su fervor. Los hombres también se antojan mínimos o fugaces en esos espacios que condensan quietud silbante de oración, palabras recorridas sin matices. Dicen los fieles que ese aminoramiento de las dimensiones sólo se explica por el milagro de la inmensidad espiritual de las tallas, que sobrepasan la materia y sus leyes. Que sobrepasan a los hombres. Un hombre que cree se entrega maravillado a una débil grandeza.
También es débil la grandeza de los futbolistas. Movilla fue un ídolo en el Calderón, donde no pudo cumplir su anhelo de triunfo; y en Zaragoza pisó territorio sagrado cuando el equipo pegó el galacticazo de Montjuïc. La grada le cantaba que se quedara. Finalmente se quedó, pero ahora le gritan porque su juego, interpreta la hinchada, no defiende el mejor sueldo de la plantilla. Movilla toma lo inevitable como inevitable. Es un futbolista que cree y un creyente que juega al fútbol.

MediaPunta - 1 de mayo de 2005
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