El mito de París
En la noche del 10 de mayo de 1995 llovieron balones del cielo sobre París. Seaman vio bajar uno contra su bigote, en un picado brutal que las imágenes aún no explican de modo satisfactorio. Al ver que completaba un ángulo desconocido por la matemática, la BBC inglesa, palabra de guía de un pueblo escéptico, proclamó: “¡¿Pueden ustedes creer lo que han visto?!”. Una apelación casi herética, violentamente descreída. Un diario tituló: “Alá es grande”. Miguel Pardeza admite que pensó en una posibilidad sobrenatural que escapaba a su ilustración. Cedrún, árbol de fe, el hombre sencillo bienaventurado en las Escrituras, sentencia hoy: “Hubo algo divino”. Conforme el tiempo empuja hacia atrás las imágenes de aquella noche, crecen los engaños de la memoria y comparece ante nosotros esa especie mágica que hemos dado en llamar así: el mito de París.
Diez años después, AS interroga las fuentes de aquel suceso, que pertenece al pueblo aragonés como experiencia personal y colectiva. Una efemérides heterodoxa, igual al instante en que Goya dio la primera pincelada de su serie negra o cuando Buñuel conoció a Breton. Porque el pueblo lo hizo posible, como advierte Cedrún. “Yo estuve en París y lo vi”, dice la gente. Bien podría decir: “Yo estuve en París y lo hice”. Diez años después, vuelve a París el mito encarnado de esa final imposible de final imposible, el hombre nacido Mohamed y consagrado Nayim. La única persona que puede afirmar con suprema legitimidad: “Yo estuve allí y lo hice”. Pero él prefiere decir: “Aquí conmigo deberían estar todos mis compañeros”.
En el origen de esta simbólica visita hubo tal vez un sueño de imágenes confundidas: Nayim en los Campos Elíseos, Nayim bajo el entramado industrial de Eyffel, Nayim en los campos de Marte, donde la hinchada pasó aquella tarde lisérgica; Nayim recortado contra el Sagrado Corazón, en la colina de Montmartre, mezclado con la bohemia extraviada. Nayim, por fin, en el Parque de los Príncipes. Bastó preguntarle: “¿Te vienes?”. “Cuando queráis”. Y vino. De Ceuta a Algeciras, de Algeciras a Málaga, de Málaga a Madrid, de Madrid a París. Para hacer fugazmente reales esas imágenes en un día. Moroso paseo por un París que se sueña a sí mismo.
Príncipe de París
Nayim no ha parado de hablar, de reír, de relatar. De silbar el “alé, Zaragoza, alé alé”. Pero cuando se abre la verja del corredor interno del estadio, queda mudo. Se adelanta y pasa a un cuadrado de sombra detenida. Una puerta traslúcida filtra la claridad que precede al césped. “Increíble, increíble. Uf, tengo la piel de gallina”. Parado en ese pasillo, está a los dos lados del tiempo. Recuerda: “Fueron diciendo nuestros nombres y salimos uno a uno. Ahí el estómago gira como una lavadora, luego se pasa”. “En la primera parte notamos que era una final. Después, fue lo de siempre”. Lo de siempre: “Defendían tres y la tocábamos todos, pero si había que rascar, se rascaba. Jugábamos de memoria, como amigos. Y lo éramos: cuando yo estaba sancionado, cogía a las mujeres de todos y a la mía y nos íbamos a cenar. Hicimos una piña y eso nos salvó cuando vinieron mal dadas”. La última consigna fue un salmo: “Salid y haced lo de siempre. Hacedlo por la gente”.
Recompuesto, se decide por fin y avanza al césped. El día descorre su velo y Nayim ingresa a un sol prolijo. Ahí lo reconoce el vigilante, francés de cuerpo montañoso, uno de esos rostros bonancibles que pueden pasar a la brutalidad en segundos: “Mais, il est Nayim. Cet but!”. Aquel gol, sí. “Han pasado diez años, ten years ago”. Sin querer, el Nayim inglés. Pasea, toma una brizna de hierba. Y la magia: “Veo cada jugada de la final”. Enumera la patada de Hartson (“me bajé de la camilla para decirle que él no iba a echarme del partido”), las carreras de Schwartz, la que sacó Belsué en la raya, aquel palo que quedó entre las piernas de Seaman: “Esnáider hizo un círculo con las manos y le dijo: ‘Así de grande tenés el culo, boludo”.
Gol trucado. Nayim se fotografía en el punto desde el cual voleó la pelota. La subió a la noche y de ahí bajó ya modificada por una trama celeste. Esta tarde las porterías no están y parece innecesaria la pantomima de fingir que repite lo irrepetible. “Si quieres lo intento, pero no llegaría, ya no me dan los músculos”. Un programa inglés de televisión lo obligó una vez. Lo puso en un campo cualquiera y le dio varias pelotas. Luego lo trucaron. Eso no puede hacerse en el Parque de los Príncipes, sería un delito contra la memoria. No hay que andar tocando los mitos. Aquello fue realmente mágico y no sabemos cómo ocurrió. Es más, no es seguro que queramos saberlo.
¿Y Nayim? ¿Lo sabe? Nayim sabe los recuerdos, que son verdad parcial, arquitectura inquieta. “Tras el gol corrí por la banda buscando a los míos y a Terry Venables. Él me había dado la primera oportunidad. Belsué me besó en los morros y luego quedé bajo tierra”. Enterrado en el delirio de una ciudad entera. Así lleva diez años. Al incorporarse tiró el pantalón azul a la grada y entonces, ya en calzoncillos, alguien le propuso: “Nayim, la Infanta quiere saludarte” (!).
Antes de irse, Gigi firma una entrada del partido. No es casual: ese objeto podría equivaler a la flor con la que Coleridge atravesó un sueño hasta la vigilia. Luego desanda el camino, cruza otra vez el pasillo y sale a la tarde de París, a esta tarde del regreso. Tras él se cierra la puerta y un silencio perpendicular cae de las gradas. Allí dentro siempre es la misma noche.
Diario AS - 10 de mayo de 2005
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