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Somniloquios

El partido inexplicable

AS, 3 de abril de 2005
www.as.com 

Real Zaragoza, 2-Valencia, 2 

Uno observa a algunos futbolistas italianos y se pregunta qué tipo de confusión metafísica les debe producir el destino metálico que les guarda su país. Veamos a Di Vaio. En la primera parte ese centurión naranja remató cuatro veces. Y si bien a cada una de sus tentativas le faltó algo que las completara, nos dijeron con claridad que en su cabeza Di Vaio tiene la portería; a lo mejor una portería de forma toscas que se corresponden con su estilo, pero portería al fin y al cabo. Dos palos y la red que canta gol. Sobre La Romareda acristalada de lluvia lenta, Di Vaio recorrió el frente de ataque afilando al Valencia, con la pelota y sin ella; le encontró la vuelta a los defensas (incluso a Milito, que jugó como siempre el partido a una altura distinta del resto) y si no hizo gol sería por esas cosas. O porque el gol le tocaba a Generelo. Así de áspero es el destino de un delantero italiano.

 

Generelo hizo el gol y el Valencia hizo todo lo demás. En realidad, el equipo de Antonio López jugó la primera mitad contra Milito. Cada vez que regresa de Argentina y desciende del avión, Milito parece descendido del cielo. No hay metáfora posible. Del cielo al campo, porque de otra forma no se explica esa claridad de las ideas y las formas. Di Vaio se movía tanto que incluyó en su lío a todos los defensas y los sacó de cacho. Milito fue a buscarlo muchas veces y quizás en ese empeño logró que el italiano no le diera exactitud a su remate. Se ve que la revolución de Antonio López, esa relativa exclusión de los italianos que le hicieron de guardia pretoriana a Ranieri, tiene que ver sólo con el fútbol y no con las nacionalidades. Di Vaio juega. ¿Por qué? Por el fútbol. 

 

Ahora hablemos del Zaragoza. Sinceramente, uno temía un Zaragoza flácido, como demorado en sus acciones. Ese fue justamente el Zaragoza de la primera parte, al que el Valencia se comió por los pies. El Valencia se situó en el campo con su rigor tradicional, agarró la pelota y encajonó al dueño de la casa. Y le puso balones a Di Vaio y a veces a Mista y luego éste se los ponía a Di Vaio. Ocurrieron esos cuatro remates de los cuales, en realidad, Luis no tocó ninguno: todos volaron altos o anchos. Ninguno a la portería, que estaba en el pensamiento de Di Vaio.

 

En ese pasaje tan largo hubo tiempo para las historias adyacentes del partido. Para el silbido de una parte de la grada a Cani, que no es nuevo, aunque viniera subrayado por las quejas recientes del Niño. También para confirmar que Movilla no le encontraba al partido la tecla ni la velocidad. Y que Villa jugaba otra vez solo contra el mundo, pero al revés de como lo hacía Milito: con ofuscación, con desespero, con ansiedad. El Valencia tenía la pelota y el Zaragoza apenas tenía nada salvo la relativa fortuna de que Di Vaio no regulase su remate. No apareció Savio ni Óscar logró hacer de puerta al ataque. Así que el Zaragoza se fue acostando en su modorra y el Valencia, a darle vueltas al gol. Pero sin hallarlo. Entonces, de ningún lado, vino el tanto de Generelo. Un disparo sobre el balcón del área y zas, 1-0. 

 

El resultado suponía directamente una burla al Valencia y desde luego a la lógica, o a la apariencia que había tenido el partido durante toda la primera parte. El Valencia no sospechaba lo que le iba a ocurrir. En el descanso debió pensar que ese zapatazo no tenía nada que ver con la realidad y que ésta se impondría a la vuelta de la esquina. Un equipo cartesiano piensa eso. Víctor también le dio lógica a su cambio en el descanso, cuando dejó fuera a Villa (obtuso y tocado en la cadera) y puso a Galletti a fatigar la punta.

 

Cinco minutos

 

Antes de cualquier juicio, sin embargo, el Valencia encajó el 2-0. Un córner en corto para Savio, el brasileño que pone el centro y Albelda que lo peina a gol. Cuando uno se levanta con el pie correcto de la cama la vida sucede así: se encuentra monedas por el piso, del cielo le llueven pétalos y se abren solas las puertas y las porterías. Luego el Zaragoza no acertó a cerrar el choque, que ya debiera estar cerrado con 2-0. Álvaro cabeceó al larguero y Galletti mordió el rechace. El Zaragoza se había transfigurado de un momento a otro. Empeñado toda la temporada en su personalidad bipolar e imprevisible, perfeccionó esa doble moral en un solo partido. Luego tuvo ventaja, ocasiones y finalmente el partido se durmió, antes de dar el incomprensible giro final.

 

 

 

Una ficción no se hubiera podido sostener sobre esas variaciones, pero la realidad es mucho más arbitraria. La vida es eterna en cinco minutos, cantó Víctor Jara. Espacios tan cortos fueron suficientes en un sábado tan lluvioso y tan raro. Cuando el Valencia estaba en muerte cerebral y se había largado a la francesa, sin decir ni adiós, entraron Corradi y Fiore. Y el Valencia inesperadamente se armó sobre la figura impetuosa de Corradi, que empujó como un ariete en la jugada que cambiaría todo. Hubo un resbalón fatal de Milito (como aquél de Viena) y Mazinger entró al área desbocado. Y la puso dentro, resumiendo de un toque el infortunio de Di Vaio. El Zaragoza quedó confundido y el Valencia olió sangre. Caneira acabó el empate, cobró la pieza y se fue expulsado en el alargue.  El Zaragoza dijo adiós a Europa. Y el que entienda este partido que levante la mano.

 

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