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Somniloquios

El mundo de Moz

El mundo de Moz (Dedicado a mi amigo Andy y a cualquiera de esas noches en las que, en desaforado dúo, juvenilmente hemos gritado estas líneas: "...To die by your side / is such a heavenly way to die").

 

Morrissey está en forma. Temíamos que no regresara ya de la pausada deriva en la que entró después de Viva Hate, su primer album en solitario. Peor aún, que el tiempo lo hubiera borrado como habría borrado a James Dean sin su trágico final. Moz es un héroe de la Juventud y no parece claro que esté autorizado a envejecer, dicho vulgarmente, y desgastar la memoria de una figura extrañamente frágil. Entonces llegó You Are The Quarry, su estupendo disco de 2004, y entendimos que Morrissey had proved us all wrong, once again. Otra vez nos confundíamos. No parece extraño porque estamos ante un consumado mago del escapismo, acerca del cual se sabe menos de lo que se intuye. Valga este ejemplo. En las webs de fans aún no se atreven a asegurar de forma irrefutable la homosexualidad que todos le atribuímos en virtud de la leyenda, el celibato, las canciones o las paradigmáticas cubiertas de los Smiths. Y recurren a una frase que, más que explicar su postura o pensamiento, siempre rebajado tras una leve cortina de equívocos, lo que vienen a explicar es al personaje: “Me niego a categorizar el sexo según los términos hetero, homo o bi. Todos tenemos las mismas necesidades sexuales. El prefijo es inmaterial”.

 

Si Steven Morrissey hubiera nacido en otro tiempo, en otra circunstancia, habría hecho de sí mismo un poeta maldito o un gran polemista, quizás un Chesterton, un Bosswell, quizás un Oscar Wilde, posibilidades que sin duda le fascinarían. Pero nació en la segunda mitad del siglo XX en Stretford, Manchester, y acabó por hacerse estrella del pop con los Smiths, poniendo letras de intrincado vigor lírico a las melodías de Johnny Marr, abruptas y delicadas como los músculos de un boxeador. Moz veía a los Smiths a través de un cierto velo mesiánico que les daría sentido. Su papel en el abarrotado escenario de los años ochenta en Inglaterra era nada menos que éste: decir lo que nadie había dicho, de un modo en el que nadie lo había hecho. ¿Era eso verdaderamente posible en medio del caleidoscópico abanico del post-punk, en ese mundo abigarrado que iba de camino a la invención del brit-pop, de camino a la electrónica y los clubes y el salvaje Madchester...?

 

Verdaderamente lo era. Morrissey y los Smiths lo hicieron, en apenas cinco años y en apenas cinco discos: instauraron una voz distinta y distante, hecha de palabras que no pertenecían al lenguaje del pop o del rock o de ningún tipo de música popular; ciertamente no pertenecían al lenguaje de nadie (ni de sus propios compañeros del grupo) salvo al del insondable Morrissey. En las letras de Moz nada se decía ni se dice de forma concluyente. Sólo hay una sombría envoltura de sugerencias que flotan en la música y cuyo significado, intuido, puede evaporarse de un momento a otro, como una voluta de humo, o desvanecerse en el transcurso de una noche igual que la fiebre.

 

Curioso que a un tipo como éste le caiga, desde los primeros días, la etiqueta de narcisista. El suyo, en todo caso, ha de ser un paradójico narcisismo a la inversa, porque no surge de la explotación de sus triunfos o potencias, sino de la reverencia cuidada y casi siempre irónica, desdeñosa, hacia sus debilidades. Es efectivamente un modo resuelto de situarse por encima de ellas, y mostrarlas a los demás como el que muestra orgulloso un suave lienzo de sí mismo. A los ocho años, Morrissey contemplaba el suicidio como posible suceso romántico. O eso ha contado. No porque tuviera ninguna razón concreta que lo empujase a su conclusión (ni siquiera la encontraría en la infancia de desafectos y soledad, que tanto ha despreciado) sino por puro ardor esteticista. Parecería uno de los miembros de la Sociedad Secreta Shandy, un Duchamp, un Scott Fitzgerald, un Robert Johnson, el joven diletante que, según cuenta Vila-Matas en su Historia Abreviada de la Literatura Portátil, ocultaba en su perenne maletín una vajilla completa y una tetera barroca de plata. Una noche, limó con paciencia el asidero de la última hasta darle la forma redondeada de un proyectil, y con él se reventó los sesos. Atormentado por ese suceso brutal, del que no se sentía completamente inocente, Jacques Rigaut, el poeta y surrealista teórico del suicidio, anotó: “No hay motivos para vivir, pero tampoco hay motivos para morir. (...) La única manera con que se nos permite demostrar nuestro desdén por la vida es aceptarla”.

 

Moz aceptó y desde 1982 lleva repartiendo canciones como flores. Puede que ninguno lo hayamos entendido todavía. Cuando, con Andy, pedimos en los bares que suene There’s a Light That Never Goes Out, siempre me pregunto qué tiene esa canción para que sea una posibilidad de alegría, si está compuesta de una mórbida sordidez, de esa idea de la muerte como culminación del amor, que es obviamente una idea atropellada por el tiempo. Pero el maravilloso mundo de Moz está hecho de oscuras magias incomprensibles. Cuando lo creíamos extraviado, Morrissey entregó You Are The Quarry. Hasta entonces había habido canciones, claro, pero no la estatura aguardada. Your Are The Quarry supuso mucho. Apenas un año más tarde fue publicado ese elepé de un directo grabado en Earl’s Court. Y en una semana apenas saldrá a la venta Ringleader of the tormentors (¿quién le entrega los títulos?), otra colección de rosas con espinas, de irónicas canciones en las que se muestra de nuevo, como hizo siempre, sin mostrarse del todo. Protegido en una confusa ambigüedad que continuamente se refuta a sí misma, como si se riera de su propio personaje y desde luego de nosotros. De nuevo hay en este disco un Morrissey violentamente intimista, otro que se decide al ensayo político-social, otro que vuelve la cabeza desde la cima del glamour a la desesperanza de las calles, para murmurar una disculpa... Al concluir Bigmouth Strikes Again, en la actuación que registra el directo en Earl’s Court, le dijo a la fascinada audiencia: “El pasado es un extraño lugar”.

 

Ahí sigue Moz, en su mundo inaccesible. Primero en Manchester, luego en Londres, más tarde en Los Angeles, ahora en Roma, su penúltima obsesión. Moz. Distante y fugitivo como sus palabras.

2 comentarios

Soni -

Me ha encantado la frase: “No hay motivos para vivir, pero tampoco hay motivos para morir. (...) La única manera con que se nos permite demostrar nuestro desdén por la vida es aceptarla”.
Y felicidades por un artículo musical tan bueno y completo (aunque como diría el Sr. Lobo "no empecemos...")

Andy -

En una entrevista reciente Morrissey ha declarado que no tiene intención ninguna de volver a tocar con los otros componentes de los Smiths. \'Preferiría comerme mis própios testículos\', fue su respuesta a la propuesta del periodista en cuestión. Curioso, ya que es vegetariano estricto. Solo nos queda soñar.