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Diego el Destripador

Diego el Destripador

Milito asesina despacito a la Real. El Príncipe es el máximo goleador, con Kanouté. La roja a Rivas dejó tiesos a los vascos. Diogo agregó un gol de virtuoso

Real Sociedad, 1-Real Zaragoza, 3

El Zaragoza le hizo a la Real un trabajo quirúrgico de autopsia en vivo, discreta pero atroz, como los asesinatos del Destripador en los zaguanes de Whitechapel. Hubo más y menos que eso: una Real moribunda que en media hora quedó en inferioridad numérica por expulsión de Diego Rivas y el Zaragoza en un contenido ejercicio de superioridad, ese tipo de comportamiento que sirve igual para el elogio que para la crítica. No fue un gran partido, claro, eso lo vio cualquiera; pero sí un partido ganado con una impresión de eficacia casi artera, sobradora. Era tan poquito la Real... Pero ojo, hemos visto encuentro con un contrario que era nada o menos, y no los ha ganado el Zaragoza. Ayer Diego Milito destripó sin prisas al rival con dos goles que confiscan otros muchos detalles. Hay que rescatarlos: el partido chispeante de Sergio García, que viene como un tren alegre, chiflando vía arriba; la sobria autoridad de Sergio y Gabi (ay si no le remataran arriba); el gobierno tranquilo de Celades y Zapater; la silenciosa gloria de Aimar, que late siempre bajo las verdades y las mentiras de un partido. Y ese gol de Diogo, el soldado universal: leve sutileza de barrio chico.

La verdad es que el Zaragoza tuvo pasajes de mucha contemplación y ramoneo, pero esas culpas parecen demasiado minuciosas para un equipo que gana 1-3 con un ensayo de superioridad indudable. Éste va a ser, ya lo es, un equipo generoso en el gol, y quizás no debiéramos olvidar que en los últimos años ese detalle capital ha constituido uno de los más graves problemas estructurales del Zaragoza. Lo que ocurre con los goles es lo que ocurre con el dinero, que cuando se tiene se da por supuesto, algo natural. Y no lo es, no.

Hay más cosas que mueven a la confianza o a un modesto festejo. Hay un entrenador que resuelve los dilemas por la vía del atrevimiento y no por la pacatería, y así puede dormir tranquilo porque al menos le es fiel a sus ideas. No hay que disparar aún los cohetes, claro. A estas alturas no podemos establecer verdades absolutas sobre este Zaragoza. Cualquier tendencia o conclusión puede ser revisada cada semana. Verbigracia: tanto hablar del juego por afuera... ayer D’Alessandro y Aimar se abrieron más a los lados cuando el Zaragoza tuvo la pelota y, sin embargo, eso jugó en contra del equipo. Demasiada lejanía entre la gente, conducciones excesivas, algo de extravío de esa alegría combinativa, veloz, burbujeante, que permite al Zaragoza pasar los medios campos rivales con gentil ingravidez. Si ayer no jugó con brillantez —y eso no es jugar mal— fue por inexactitudes propias, mínimos equívocos. Aun así, tiene ya un buen puesto a estas alturas, tiene a futbolistas en crecimiento, tiene un amplio margen de evolución... Esos no son valores despreciables.

Pase atrás. La Real Sociedad se adelantó por un penalti tontuelo de Juanfran a Kovacevic, otro de esos errores (van tres) que el Zaragoza comete con descuido y frecuencia. Un centro pasado y un agarroncito en el salto... La sentencia la pasó al papel Xabi Prieto con un par de paradinhas concéntricas, una dentro de otra o una detrás de otra, antes de rematar contra César. Esa figura de estilo previa al disparo tiene un doble filo de ventaja y riesgo. Prieto sujetó el tiempo un par de segundos en dos amagues larguísimos, César cayó a su izquierda y el otro le cruzó la pelota al riñón opuesto. Hay jugadores que no conocen el frío en la espina dorsal.

Sin esa concesión del Zaragoza, la Real tenía estrictamente nada. Uno salvaría a Garrido, el concienzudo lateral zurdo, pero vamos, por salvar algo. Bakero se quedó en la división de los espacios, lo que le sirvió para dividir al Zaragoza, fragmentarle el ataque y así limitarlo a una cierta intrascendencia: mucho pasecito atrás, algo de premiosidad. Bakero, que hizo del pase atrás un arte universal, sabe de eso. Pero esas leves victorias estratégicas no iban a tener peso en el partido. Lo que el Zaragoza valió o no lo debió a sí mismo.

Además, Ramírez Domínguez se cansó pronto de ver a Diego Rivas repartir cera caliente. Acerca de las dos tarjetas podríamos hablar horas. Lo cierto es que Rivas dedicó su media hora a serrar tobillos, sin disimulo, confiado en la moratoria del árbitro. Olvidó algo que debe saber cualquier medio centro: para que ese plan salga bien hay que ser Albelda. Ramírez no es buen árbitro, pero por lo visto es un señor sensible y por eso mandó a la ducha al duque de Rivas. Protestó todo el mundo, pero su decisión reposaba en la justicia poética: la deuda con Aimar y los futbolistas obligados a vivir entre cortadoras de césped desbocadas. Puede ser que Ramírez lea a Dylan Thomas...

Sintiéndose incompleto, poco después Ramírez subrayó con el pito un borroso penalti de Prieto a Gabi Milito, a la salida de un córner. ¿O fue una mano? Vaya a saber... Preguntar a los testigos no hubiera servido de mucho: los que vestían de blanquiazul se subieron por las paredes; los amarillos lo habían pedido a gritos, todos a la vez como un coro. Más drama para la Real: sobrio como pared de cal, Diego empató. Diego debe pensar que una paradinha supone una insustancialidad. Le pegó con el torso recto y los pies de frente, como hace cada vez, ocultando el decisivo engaño en ese envaramiento opaco del cuerpo.

Ahí, Bakero quitó a Darko y la Real se plegó como un bicho avisado de su hora final. En lo sucesivo trataría de esconder la muerte en cortinas repetidas de defensas. El Zaragoza le fue vaciando el piso con una larga rueda de peones, para confundirlo a capotazos como las cebras confunden a los leones con sus rayas, hasta agotarlos. El triunfo le llegaría por aplastamiento, por obligación, por fatiga, por cualquier motivo rutinario. Destripó al enemigo sin sombra de apremio, sin ponerle a la victoria más énfasis que la velocidad y la exactitud de Aimar, el fervor de García y la ley de punto final que es Diego Milito. Antes, una simpática frivolidad de Diogo definió el 1-2. En el área pequeña, Diogo le metió un medio sombrero al defensa y luego pasó la pelota bajo la alfombrilla de Riesgo. Apenas después, Aimar dejó uno de esos detalles que hacen del fútbol un retablo de pequeños placeres iluminados: su conducción en la contra del 1-3, y el pase a Sergio, de sencilla apariencia, pero ejecutado con delicadeza en el instante preciso. Hay un solo instante fugaz y hay que saberlo sin saberlo. Aimar lleva escrito ese tiempo en la cabeza. Se la dio a García y éste tiró un centro curvado, el hilo en la aguja. Allá fue el Príncipe: la empaló levemente y dejó a la nena durmiendo en casa. Calentita en el vientre de las redes.

Diario AS, 16 de octubre de 2006
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