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La otra cara de la luna

La otra cara de la luna

El Zaragoza gana con un estilo distinto - Aguante, poco fútbol y un gol redentor de Óscar - César lo salvó antes - La victoria lo pone en Champions 

El partido nos enseñó que Víctor Fernández tiene más caras de las que le imaginábamos. Y también el Zaragoza, por extensión. También puede ganar, según vimos, quitándose fútbol, sin Aimar y con suerte. Cuando uno verdaderamente quiere llegar lejos en una competición, más allá del ejercicio de estilo, necesita este tipo de valores. El Atlético se quedó tieso. Es apenas un equipo industrioso, que parece ir extraviando ya todas sus convicciones. A los puntos, el encuentro era de poco fútbol y empate, pero esa otra cara del Zaragoza le rindió tres puntos que lo ponen en la Liga de Campeones. Champion-lí que diría Gil.

Las condiciones estaban dadas de antemano. Con el Atlético enfrente y el Zaragoza sin Celades ni Aimar, el centro del campo se convirtió en una mina a cielo abierto. Allí bajaban los hombres, las caras renegridas en infaustos ascensores, como un ejército educado en el silencio y la frustración. La lírica del esfuerzo no existe salvo por luminarias como Fritz Lang y su Metrópolis. Al rato de ver un partido de fútbol hecho de interrupciones y emboscadas en el medio campo, uno se pregunta sobre el sentido de todo aquello. Si no mandan las porterías y no hay algo de alegría, un niño que corra por el valle, algo, no hay nada. No queda nada.

Había dos niños, Lafita y Víctor Bravo, entre la montaña de hombrotes. También estaba D’Alessandro por el otro lado, y pleiteando, pero D’Alessandro viene a ser el Bola, uno de esos procaces de once años que derrapa errecincos trucados en las curvas de tierra del barrio. Y el Kun en el hospicio, como un expósito. Dos niños en la banda izquierda, que es la ciudad de los muchachos, buscando su sitio entre esos hombres de cabezas afeitadas o cabezas trapezoidales o cabezas con miradas amenazantes. Eran Costinha, Luccin, Maniche, Movilla, Zapater. Malcarados. Luego resulta que la peor patada la dio el Kun Agüero. Es la teoría del niño que delinque obligado por la sociedad. Pobre.

Naturalmente, la primera media hora tuvo un sentido meramente industrial. El Zaragoza salió a presionar bien arriba, con los dos medios hostigando y uno de los delanteros metido siempre entre los creadores del Atlético. No era una mala idea, tácticamente hablando: ese espacio que rodea al círculo del medio es donde se escribe la letra pequeña de los partidos. Lo raro era ver al Zaragoza en ese ejercicio de contrarios: esperar un poquito y dejarle al rival que venga, que se acueste un poco hacia delante. Mentirle un poco para después contarle la verdad.

Que Víctor Fernández se pusiera así no lo teníamos contemplado. ¿Víctor porfiando por un empate? Vamos a pensar que el tiempo y la edad corrigen o empeoran o matizan o mejoran. O lo que sea que hace el tiempo, que dicen que lo cura todo. Qué mentira tan conveniente. El caso es que de las intenciones del entrenador avisaba la inclusión de Ewerthon en la alineación titular. Víctor quería amagar al equipo en su campo y aprovecharse de los espacios. Alejar a los medios matraca de Aguirre y así someterlos a una discontinuidad que luego había que aprovechar. Pero nadie lo hizo hasta la segunda parte. El entrenador terminó calculando bien todas las coordenadas o la jugada le salió perfecta. El gol final de Óscar (otra redención pequeña para un hombre en horas bajas, limpiado ayer) favoreció el planteamiento de Víctor. Quizás el Calderón, sin Aimar, no era sitio para hacerse el simpático. En el Calderón había que ganar. Con un 0-1, todo lo extraño extraña menos.

Ni un tiro. Nadie hubiera dicho a esas horas en la mina que el Zaragoza encontraría cómo hacerlo. Constreñidos los dos equipos en las obligaciones intermedias, pronto quedó claro que el traje de este domingo le quedaba mejor al Atlético que al Zaragoza. Galletti se puso sinuoso como una chica peligrosa. Un remate suyo de cabeza ayudó a dibujar un prodigioso despeje a César. Luego el hombre de gris se tiraría en palomita a un disparo de falta de Antonio López, y la figura en el aire le resultó tan artística que recordó a aquélla de Miguel Ángel frente a Austria en el Mundial 78. Esa parada deberían pasarla una vez a la semana en los telediarios. Si no, los chicos crecen sin valores concretos.

Luego César estuvo también en lo menor, puños fuera y ese pleito con Costinha. Qué cara de malo tiene Costinha. Y qué mal juega. Era un partido disputado entre el grisú de la mina, y no hay quien haga fútbol con esos cascotes con linterna encima. Además, desaforados todos en el esfuerzo de horadar la tierra, nadie se acordó de que conviene de cuando en cuando ponerles un balón a los de arriba. Es verdad que los de arriba son unos vividores, pero la jerarquía es así. Manda el gol. El medio campo constituye un proletariado relativo. Hay que aceptar que en esas posiciones, el cuerpo está al servicio del club.

El Zaragoza no tiró en toda la primera parte y el Atlético apenas encontró a Torres ni sus amigos. Como no podía ser de otro modo, eso cambió después. Al final el fútbol, como el agua, regresa a los caminos naturales. Se hizo una cierta luz, corrió algo de viento fresco por el medio campo y la cosa empezó a moverse, con un cabezazo peinadito de Sergio que avisó al Atlético. Como los partidos tienden a acusar dinámicas pendulares, en ese cambio ganó el Zaragoza. Es raro que dos equipos estén contentos con el mismo partido. Al Atlético le tocó entonces ponerse a pensar y no encontró palabras. Y además, Aguirre hizo una de esas de entrenador al quitar al joven Víctor Bravo, un zurdo puntilloso, con un uso magnífico de los espacios y muy cariñoso con la pelota. Por la misma lógica de edad luego se fue Lafita, aunque éste pudo tener más razón porque había dejado un despliegue espectacular, un deseo adolescente que fue educando conforme pasaban los minutos. Cuando lo quitó Víctor, llevaba un rato siendo el mejor del Zaragoza en ataque, el más osado, echándose defensas a la cara. Le faltó terminar una, apenas...

En realidad, es lo único que le faltaba al Zaragoza, que poco a poco ganó la batalla de las impresiones. La impresión más clara decía que podía hacer un gol en cualquier momento. Ewerthon se perdió uno. Salió García para agitar la botella de gaseosa. Para cuando Óscar dio con esa combinación de Diego Milito en el portal del área, ya parecía que el encuentro quedaría sumido para siempre en el empate sin goles y que los hombres regresarían del trabajo con una mínima derrota de tristeza en la cara. Pero Óscar guardaba otra pequeña historia. Un gol, una pequeña redención.

Diario AS, 30 de octubre de 2006
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