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Leonor cumple cien años

Leonor cumple cien años


Al cabo de un internamiento de un mes, a finales del pasado octubre, mi abuela Leonor recibió el alta médica y con silencioso escepticismo, tal vez extrañado escepticismo, se dejó llevar de vuelta a la residencia. La acompañaban su hijo, que le había guardado el sueño recurrente, desordenado, apático de esos 30 días, ese sueño desconcertante de la vejez, y un informe médico de cinco folios, preciso en las consignas del tratamiento como en los acuerdos de una capitulación. Yo, tal vez todos los que habíamos ingresado en ese trance con la convicción de que había de ser el último, sentí al verla recuperarse que mi abuela cumpliría cien años. Le interpuse al sentimiento casi una orden de deseo: tenía que cumplirlos. Mi abuela quizás pensó, temió, que si no se había muerto después de ese mes, podría ser que ya no se muriera nunca.

Nadie hubiera dicho que esa posibilidad le interesara. Bien al contrario, desde hace años (¿cuántos años ya?) Leonor confiesa un profundo abatimiento cada día más señalado, el cansancio obstinado pero incompleto de quien no se puede dormir. Desde aquellos días de mascarillas de oxígeno (que pugnaba desmayadamente por quitarse, como un gesto de rebeldía que olvidaba que la rebeldía es para la juventud y para cuando uno aún vive su propia vida y no los restos de su vida); aquellos días de vapores y revisiones, aquellos días de insuficiencia respiratoria, doble neumonía bronquial, pulmones encharcados, desde aquellos días de piel relegada contra los huesos y de los huesos contra la cama del hospital, mi abuela ha cumplido otro año. El 5 de octubre que pasó en la cama le dije: "Más vale que te pongas bien porque tienes que cumplir cien años". La abuela, presa todavía de una relativa lucidez (digo presa porque hay una indudable condena en conciencia tan exacta), desde ese territorio en el que se van imponiendo los olvidos y te abandonan hasta las palabras, me tomó la mano (ese nunca fue para ella un gesto dramático, sino el resumen de la proximidad extraviada) y con toda sinceridad me preguntó: "¿Y para qué?".

Hoy, 5 de octubre de 2007, mi abuela Leonor cumple 100 años. Yo quería que los cumpliera porque me parece que alguien que cumple 100 años alcanza una dimensión mítica para quienes la hemos tenido y aún la tenemos (¿nos tiene ella a nosotros?), también para quienes la miran; un poder legendario de personaje de García Márquez, una presencia imborrable y merecida, una victoria definitiva sobre la existencia. La vida parece en ocasiones la acumulación de recuerdos que después habremos de perder o bien desechar; la reunión modesta de algunas felicidades que primero de todo hay que saber comprender. Cien años son un siglo, una medida sobrehumana, una irreparable suma de pérdidas menos ganancias. Cien años pueden ser a veces un epílogo demasiado largo e incomprensible, una sucesión de imágenes que se repiten enmarcadas en la ventana que da a un jardín, una montaña de horas muertas, un océano de días que vienen y van sin otros rigores que la espera. Siempre que la veo le pregunto lo mismo: "¿Qué tal estás, yaya?". "Aquí, esperando...". Antes terminaba la frase ("esperando que el Señor decida llevarme con él"); desde hace mucho (todo hace ya mucho) ni siquiera la acaba. Suspende la espera en los puntos suspensivos y los puntos suspensivos en su mirada, y su mirada en la mía y la mía en este tiempo lleno de asuntos tan incomprensibles.

Al marcharme de las visitas siempre me parece poco tiempo contra el tiempo que pasa sola, sola en la compañía de algunas "vulgares", como ella piensa y dice a veces. No hay tregua en los salones de la vejez. Se vigilan entre sí con los ojos entrecerrados. Unas lloran, otras cantan con desorden, otras murmuran. Me pregunto qué pensará mi abuela todo ese tiempo. En qué ocupará la memoria. Si hará desordenados recuentos de sus cien años o soportará con estoicismo las inversiones fantásticas del tiempo. Que esta edad final se parezca a la primera, y no sólo en la inocencia, también en el escenario. Leonor quedó huérfana de su padre militar (y músico) a los ocho años, en Granada. Eran cinco hermanos y todos fueron trasladados a la Escuela Militar de Toledo, los varones, y a un internado religioso de Aranjuez las tres hermanas. Allí permaneció mi abuela hasta los 20 años, y allí estudió la carrera de piano y el oficio de bordadora a máquina. La educaron en una religiosidad antigua, impermeable, constructiva, mientras ella domesticaba el espíritu en la diligencia para la música de sus manos delgadas y largas, fundición de porcelana y seda y venas como ríos desbordantes. Las manos nunca se olvidan. Parecen las de una figura de loza. Manos de pianista delicadas dedicadas a bordar. Y tal vez en esas horas pensativas que ahora transcurren frente a ella, mi abuela habrá de recordar los minuciosos detalles de esa larguísima infancia de tocas y hábitos, que se le mezclará con la informe argamasa de larguísima ancianidad de tocas y hábitos. Cierto día las monjas la animaron y ella interpretó al piano la Marcha Real, después de tantísimos años de comprometer en las obligaciones de la vida el talento ponderado por algunos de sus maestros de entonces. Renuncias.

Entre medias, una vida en la calle Lavapiés, en Madrid. La muerte de un hijo; la lejanía del otro; la muerte de un nieto; la lejanía de los otros. Los abuelos de Madrid. Esa realidad tan cotidiana de la infancia que he tratado de conciliar después, en la edad adulta. La extensa ausencia de Valeriano, al que sobrevive desde hace ya más de 27 años. El tiempo le ha ido quitando las cosas que quita el tiempo, la trama perfecta de la vida entre los tuyos y con los tuyos. En cierto modo, siento que su longevidad ha servido para devolverle algo de todo lo que las circunstancias se habían ocupado de negar. También le ha restado aquella presencia imperativa; nada de su dulzura se ha perdido por el camino. El oído está ya casi clausurado, se ha cerrado de forma veloz en los últimos meses, agotado. La memoria resiste. La ironía también. La inteligencia y la formación permanecen prendidas en una llama que aún sorprende. Lo comprobé cierto día, no hace mucho, con una prueba íntima y de significado inagotable  para nosotros. Sin aviso previo me la quedé mirando y de pronto le dije: "De la noche en los crespones se ven entre oscuros reflejos el estrecho, allá a lo lejos, y enfrente Sierra Bullones...". Ahí me quedé callado. Ella me miró y le fue naciendo una sonrisa que no era otra cosa que la divertida aceptación del juego, y quizás la misma vieja alegría que sentí yo. Sin asomo de temblor o duda, recitó las frases siguientes: "Al tronar de los cañones y entre el humo de la gloria, aún recuerda mi memoria como una algazara extraña: son los soldados de España, que van cantando victoria". Seguimos recitando juntos, hasta el final. Mi abuela me repetía cien mil veces esos versos cuando yo era niño, y nunca he sabido de dónde vienen ni qué cuentan: la historia de un soldado herido que muere llamando a su madre. Ella, con cien años casi, los recordaba igual que yo.

Le han regalado una misa al punto de la mañana. Ha hecho las ofrendas. Le han regalado unos hermososos pendientes, un centro de flores, fresca colonia para su piel de papel y un collar con un colgante que mostraba cada pocos minutos ("¡las monjas se han destapado!", me decía, no sin algo de sorna); ha soplado dos veces las velas, ayudada por sus bisnietos, y ha comido un poquito de tarta de frutas y un par de bombones sin azúcar, para prevenir su diabetes. Como si hubiera ya algo que prevenir. Por la tarde la hemos rodeado su hijo, nuera, nietos y bisnietos. Espectadores de un tiempo inverso que nos mira a nosotros. El orgullo de saber que los Ornat Ornat Morcillo Lerín Jarne Vela Fontenla Torralba y Rodrigo hemos vencido a la vida ya para siempre, porque tenemos a una abuela de 100 años; que hemos sido capaces de sobrevivir en toda nuestra imperfección y de reunir a cuatro generaciones en el 5 de octubre de 2007. Mira Ali, la yaya viequica cumple 100 años. Y Eduardito y Cayetana apenas pasan de uno.

Yaya, ¿ves cómo no éramos tan delicaditos?

12 comentarios

Laura -

olaa

mi bisa cumple 100 años y no s q reglarle



alguna idea??

Sergio -

Pienso que el nacer ya es una bendición...imaginate la luz del creador cuando deja que sus hijos cumplan 100 año.

Bendito seas mi Dios.

Mornat -

Prometo hacerlo. Un beso muy fuerte para todos vosotros.

Pilar Ramírez Robles -

Hola Dale un beso muy fuerte a tu abuela de du familia de Madrid, sus sobrinas y sobrinos Pilarin, Carlos, José Luís y Chata. Yo soy una hija de Pilarin. Un beso

Juanillo -

Entre en tu blog, buscando cosas del Iberia Sport Club, equipo al que pertenia mi abuela. Gracias a mis abuelos soy zaragocista desde que recuerdo. He leido varios de tus post y despues al ver las fotos he reconocido al periodista que sigo y admiro a traves de la prensa local. Tambien estoy contigo que PLF es de lo mas grande, sensato y entendido en la materia.
Pero esta entrada de tu abuela, me parece la mejor. Por muchos motivos. Porque la mia le falto poco para llegar a los 100 y cuando le repetia lo de llegar al siglo, me decia : Ufff ¿pa´ que?. De las ultimas cosas que le escuche, cuando me vio llegar con la camiseta de las avispas ( una de imitacion que simulaban las antiguas). Me narro con todo detalle como iba ella con sus hermanos al campo del iberia animar a los jugadores.
Solo un consejo. Anota el poema que te decia tu abuela, pues la memoria a nosotros ( somos de otra generacion) nos fallara enseguida. A mi me pasa que me olvido de los dichos que decia mis dos abuelos zaragocista ( curiosamente uno era tomate, la otra avispa).
Un saludo y gracias por compartir tu blog. Te dejo el mio, que aunque he escrito cosas sobre mi real zaragoza es un blog mas personal.
Juan

Mornat -

Hoy voy a verla de nuevo y se las daré de parte de todos en un abrazo, pero no puedo explicarle la naturaleza de esta comunidad.

Jeremy North -

Un post muy sentido y bonito.

¡Felicidades de mi parte para tu abuela!

Soni -

Enhorabuena (por el 'cumple' de tu abuela y por el entrañable post).
¡Saludos!

Mornat -

Gracias a todos.

Marlo63 -

Tener abuela de grande (de boludo grande, como decimos por allá) ya es un regalo. Quiero decir que el homenaje, quizá el ejemplo, es de ella para los demás, incluso los que no somos formalmente de la familia. El corolario perfecto sería que nos fuésemos todos los amigos y parientes, conocidos y desconocidos, esta misma noche a brindar al casco viejo. Por la abuela, por nosotros, por las cosas buenas de la vida, que son muchas. Un abrazo para todos los Ornat.

Jesús -

uNa hermosa biografía.Son muy emocionantes las fotos familiares y las celebraciones de centenarios.Recuerdos y vivencias y habilidad para escuchar y preguntar.El homenaje para una persona entragada a la vida.

Sergio -

Un beso para tu abuela. Y para toda la familia Ornat. Un texto emocionante, un texto de piel de gallina.