Placebo*
Yo empecé a escribir a los once años y el disparo me salió torcido desde el primer momento. En aquellos días no paraba de leer novelitas de Keith Luger sobre individuos de una pieza que enderezaban pueblos olvidados en el oeste americano, o en esos lugares de tránsito entre la civilización urbana y afrancesada del este del país y la brutalidad del otro lado, el que cae más allá del medio oeste, digamos Texas, Arizona, Utah, la soleada California. Aquellas novelitas pulp, los bolsilibros de Bruguera, eran mis novelas de caballería quijotescas, porque si a algo he jugado yo ha sido a vaqueros e indios, aunque tuve mis perversiones de cuando en cuando y a veces también jugaba a Tarzán y Boy o, en un periodo aún más concreto y desconcertante, a Curro Jiménez y su banda: de esto último tuvo la culpa el modelo de navaja albaceteña tamaño natural en réplica de plástico que sacó a sus mostradores Comercial Aurora, una felicísima tienda de juguetes, tan sobria como rica, que había junto a mi colegio, en la esquina de San Jorge con la plaza San Pedro Nolasco, si es que podemos considerar que una plaza tenga esquinas.
He de decir que yo nunca fui el protagonista principal en aquellos juegos. Tenía un amigo al que le gustaba mandar mucho más que a mí, cosa que me sucede de forma recurrente desde hace siglos y por eso nunca he llegado a nada. Yo soy el héroe del pueblo, como el Che pero sin balear a nadie en nombre de la Revolución. Así que en el reparto de papeles, de niño, siempre salía perdiendo. Yo no lo tomaba como una derrota: ser el ayudante del sheriff me parecía muy noble; en el peor de los casos también podía hacer de indio, raza por la que tenía y tengo predilección. En territorio navajo, en la frontera entre Utah y Arizona, me compré un tomahawk artesanal y un arco en miniatura, y aún estoy pensando qué hago con ellos. Si llego a ver antes No es País Para Viejos, me compro la bombona y el cañón de aire comprimido para derribar reses, que hace agujeros perfectamente esféricos en la frente ajena. Comercial Aurora ya no existe: plantaron allí un café de nombre decimonónico e inspiración parisina, tal vez, y me parece que se lo llevó el río en alguna crecida. Nadie fue al entierro.
Finalmente, en nuestra simulación de Curro Jiménez me tenía que quedar con el Algarrobo. Ahora os parecerá ridículo, pero en aquellos días el Algarrobo tenía mucho predicamento porque era el tipo noble, directo y desarrapado del grupo. Todos queríamos ser alguna vez como el Algarrobo, dulcemente brutales, dueños de una fidelidad a prueba de franceses o de señoras con las tetas en bandeja. Y no me habléis del Estudiante como alternativa. El Estudiante apareció después. En el mismo capítulo pero después, que de esa no sé si os acordáis.
Volvamos atrás. En la novela pulp me introdujo un amigo que leía a Keith Luger y me dijo que era mucho mejor que Marcial Lafuente Estefanía, que siempre escribía lo mismo. Yo estuve de acuerdo porque soy así, tiendo a estar de acuerdo, bastantes cosas tengo yo que pensar como para andar en desacuerdos rutinarios. Además, aquel chico dibujaba vaqueros con Stetson de ala ancha, negros, y corría como si cabalgase, igual que un centauro, atizándose a sí mismo en los cuartos traseros con saña, y cabeceando un poco al galope. Luego me di cuenta de que Keith Luger también escribía siempre lo mismo, una novela por semana, dicen, pero a mí también me gustaba más que Lafuente Estefanía. Así que la primera ficción que escribí, a los once añitos, quedó a medias entre la recreación de una historieta pulp de Keith Luger (un español que en realidad se llamaba Miguel Olivero Tovar) y un western que debí ver por aquellos días y que nunca he sabido cuál era, tal vez Centauros del Desierto. Había una matanza inicial y una larga venganza posterior, dirigida por la memoria precisa y fiel de un perro. Una cosa terrible, en todos los sentidos.
Sin embargo, un niño escritor ofrece siempre la posibilidad de avergonzar a alguien mientras se trata con mucho cariño de ponerlo como ejemplo social. Un niño escritor tiene algo de personaje terrorífico o con el cual hay que tener cuidado. No es tan temible como un niño que toca el piano, otro que juega al ajedrez o el que hace gorgoritos con la voz, pero… Un niño así anuncia cosas que nadie queremos: tiende a confiar en los disparates de la imaginación y no se centra en las verdades concretas de la existencia. Cierto día, por sorpresa, la profesora de Lenguaje me sentó a su lado en la mesa durante una clase, sacó los folios en los que yo había mecanografiado con pueril lentitud el relato y, después de decir mirad lo que ha escrito Mario, todos calladitos y a ver si aprendéis, manga de lerdos (le faltó agregar) comenzó a leerlo para toda la clase, mientras yo miraba al suelo y notaba que las gotas de sudor me bajaban en animada procesión de a uno por la espina dorsal, en aquel entonces tenía yo una espina dorsal de lo más tierna. Si me salvé de la patada general del alumnado canalla debió de ser porque, al poco tiempo, la señora descubrió a otro niño que cantaba jotas con timbre de infantico descapullado, además de interpretar una versión estupenda de aquel tema de Pedrito Fernández, La de la Mochila Azul, con el cual hacía temblar los baldosines de los muros. La de veces que oiríamos La de la Mochila Azul… Aún se me ponen los vellos como escarpias metálicas.
El episodio me provocó un sonrojo tan profundo que dejé a medias mi segunda aventura literaria, otro relato pulp, pero esta vez en el campo de los misterios y titulado, con letra inclinada del lado derecho, El Detective de la Pinkerton. Apenas pasé de cuatro o cinco cuartillas escritas a bolígrafo (intento de convicciones mucho más modestas, por tanto) y comenzaba con una persecución automovilística por las calles de la ciudad, derribando cubos de basura, puestos de manzanas y carritos con hot-dogs. Eso me ponía en camino de encontrarme tiempo y tiempo después con Dashiell Hammett y el señor Chandler, entre otros. Pero marcado por el episodio del aula, hasta los 18 no volví a escribir. Cuando lo intenté –torpes tentativas poéticas en las noches universitarias de estudio- me pasó como con el baloncesto: al abandonarlo había interrumpido el crecimiento y, cuando regresé unos años después, ya no era más que un base pequeñajo que no se acordaba de botar con la izquierda. Entonces fue cuando empecé a beber. Eso me ponía en el camino del señor Carver, entre otros.
Ahora que escribo todos los días, tengo la mano blanda como Chicho Sibilio y el cerebro desguarnecido, de modo que camino por las calles construyendo frases en mi cabeza. Al mediodía andaba yo por esas rondas del Tubo y me ha dado por pensar cómo algunas calles poseen conciencia de sí mismas, mientras que otras parece que están ahí puestas por el Ayuntamiento, literalmente, y carecen de personalidad o de los recursos precisos para obtenerla. Ni les importa. No hay oposiciones a la personalidad, uno la tiene o no la tiene; la belleza está más al alcance, hay técnicas. Pero la personalidad… esas cositas. No. Las que se saben calles tienen algo que no se puede intercambiar, tal vez un sabor o un olor, que permite reconocerlas y reconocerse. Yo camino por esas vías periféricas rizadas de obras y hombres y no entiendo, no sé dónde estoy, hay una incoherencia tan obvia que casi me duele. Zaragoza ha debido de cambiar mucho, dicen. Ahora resulta que el adoquinado lo hacen con una plantilla que cuartea el asfalto en forma de pequeños sillares, pero ya no hay moreno que junte un adoquín con otro. Así, o se levanta todo el conjunto o ahí no se mueve nada. Son los pequeños descubrimientos que permite la Expo. En las obras se aprende lo que falta por saber de la vida, por eso todos los abuelos pasan ahí las mañanas, al sol, o bien apostando perras gordas a las chapas en los claros del Cabezo. Por las noches, una hilera de coches dormita entre los árboles. Ocurren cosas, pero no sabemos cuáles. Hay vidas paralelas.
Dicen que Zaragoza cambia, pero yo la veo siempre igual. Hay una ciudad fantasma que permanece fuera de la lógica circundante: callejones que nadie recorre porque no llevan a ningún sitio, paradas de taxi en las que jamás se detiene un taxi, rotondas que aparecen y desaparecen, se transforman y reviven. Tiene zonas erróneas como las mías, como las del libro del doctor Wayne Dyer, que es un best-seller de la psicología que después de 30 años o 40 sigue en todos los divanes, aguardando a que los hombres vengan a buscarlo para leerlo. “Cariño, ¿te has olvidado de tomarte las pastillas?”. Libros en pastillas, mucho más efectivos. Cuando a uno le gusta leer de modo compulsivo, extravía el placer de hacerlo; incurre en la feroz urgencia de leerlo todo, todo lo que se ha escrito, todos los autores, al menos todos los importantes, al menos en todos los idiomas. Y eso, amigos, es imposible. Así que no fomentemos la lectura. Es una trampa mortal.
En la vida nada ocurre en vano. Está demostrado por los científicos. Y no hay pastilla que no se pueda tragar con algo de rock y un poco de poesía.
[Pd: Baby... did you forget to take your meds?]
*[placebo.
(Del lat. placebo, 1.ª pers. de sing. del fut. imperf. de indic. de placēre).
1. m. Med. Sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto curativo en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción].
11 comentarios
Gonzalo -
Ya sólo faltan Ocean y Chema (a este último si le deja la Maripi de turno)
Joder, qué tiempos...
Iñakil -
Mornat -
Desde luego nunca me he tenido por un segundón, lo sabe cualquiera que me haya conocido. Más bien pretendía ironizar al respecto de algunas cosas de entonces y ahora. Pero está bien el apoyo psicológico, si lo podemos llamar así... gracias.
Iñakil -
Mario, ¿fuiste tú el que escribió aquello? Era uno del C, pero nunca sospeché que fueras tú. También recuerdo que aquel curso siempre se leía para todos lo que escribía Gonzalo. Recuerdo que se inventó al superhéroe Dogman, ¿te acuerdas Gonzalo?
Mornat -
Daría algo por leer Falcou B. Lo otro no te digo, pero Falcou B!!!!! Grandísimo el Gordo.
Gonzalo -
Recuerdo la lectura de tu relato vaquero en clase (aunque que no estábamos en la misma) Fué en el colegio nuevo, lejos de la espectacular Comercial Aurora, tienda que seguramente empezó a hundirse cuando yo dejé de pedir juguetes a mis progenitores y demás familiares. Ese almacén con sus estanterías era el Paraíso para mí y la desesperación para mis allegados.
Por cierto, yo también escribí algo y no recuerdo si la señorita Charo (¡Dios, que memoria tengo!) lo llegó a leer en clase: "La batalla de los planetas" se llamaba el mío. En honor de la verdad he de decir que lo escribí antes de que apareciese la serie de dibujos del mismo nombre (y ahora me pregunto por qué no les demandé por usar ese título) El mío era un relato "inspirado" en "La Guerra de las Galaxias". La verdad es que no me proporcionó ni fama ni fortuna, y mis posteriores incursiones en la literatura quedaron en las redacciones obligatorias, si bien es cierto que no se me daban del todo mal.
Años más tardes, en COU, el Gordo escribió un relato delirante (creo que sobre "los babas") que corrió de mano en mano entre las filas de la clase del grupo de Ciencias. Y entonces me asocié con él y escribimos a medias una cosa llamada "Falcou B": una historia bastante surrealista creada una tarde de viernes en un vacío "El Coto".
Ahora me gustaría releer aquellos escritos de niñez y adolescencia, pero supongo que como ambos periodos, se han perdido para siempre.
Después de eso, me limité al genero epistolar (creo recordar alguna carta enviada a Pamplona y Burgos) Y por supuesto, las cartas de amor, aunque desgraciadamente terminaron cumpliendo el razonamiento de Carlos Pumares ("no existen las canciones de amor, todas son de desamor")
Ahora, mis esfuerzos literarios se reducen a estos comentarios, porque los e-mails y documentos de trabajo son sólo eso: trabajo.
P. D.: Espero que este arrebato melancólico no tenga efectos secundarios.
Nacho -
Mornat -
Lepantina -
Ah, y Zaragoza cambia constantemente, casi da miedo. Menos mal que todavía nos quedan algunas calles del Barrio Oliver en las que sales al lejano oeste o a una regresión a hace 30 años. Las praderas de los sioux que había en Las Fuentes detrás de las casas de tranviarios, con su tren y sus lechugas, ya no están.
Mornat -
'La última oportunidad', de Richard Ford.
Para la generosa Nuha, algo grande de verdad.
Nuha -
Yo también jugaba a indios y vaqueros, con los clicks de Famobil, y de muy niña me enfundaba mi sombrero de ala ancha, mira, mamá, soy una pistolana. Con el tiempo entendí que, para sentirme a salvo, sólo necesitaba calzarme la pluma Sioux y venerar su templo y hacer de su causa la mía. Y sin necesidad de pastillas. En la vida nada ocurre en vano.
P.D. Suerte que retomaste el crecimiento y alcanzaste la mayoría de edad. Eres grande. Gracias por compartirlo con nosotros.