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Somniloquios

Díme, Bobby...

Díme, Bobby...


Rubio, aún rubio, aún sin esa frente despejada que lo habría de definir, aún sin ese mechón ingrávido que parecía perseguir siempre su cogote o tal vez volar para alejarse de él sin conseguirlo, aún sin esa coronilla limpia por la que lo llamarían Divino Calvo. Aún joven, pero con tanto dolor. Joven y ya con tanto dolor. Tanto dolor y esa confusión de fondo, esa forma de "entrar y salir de la realidad", que no sabría explicar; tanto dolor y una conciencia inexacta de lo ocurrido y sus consecuencias. Y el por qué. Sobre todo el por qué. ¿Por qué otros y no él? Tal vez eso era lo más doloroso, más allá de las heridas. El no saber. Un golpe en la cara, una contusión en la cabeza, un vendaje muy claro sobre la frente, una conmoción cerebral. Ese entrar y salir de la realidad, sin voluntad. Un camillero que le sonríe, como si quisiera decirle: "Esto es una rutina; no se preocupe, usted se va a poner bien". Él le quiere gritar a ese tipo, se quiere deshacer de su vigilancia, quiere que lo deje en paz, que se largue, que mire alrededor y comprenda o al menos que no sonría. Sobre todo que no le sonría. Por eso le grita, -"¡Usted no entiende nada!"-, porque lo ocurrido supone la destrucción minuciosa de la rutina, una vida (ocho vidas, 23 vidas, miles de vidas) modificada para siempre. Y luego la realidad, otra vez, que se desvanece como si el colchón de la cama, las paredes blancas de la habitación, como si todo lo que hay alrededor -el techo y la pálida luz, el cuerpo, los muchachos jugando a las cartas en la cabina del avión, la nieve de afuera-, como si todo, también el aeroplano, los dos despegues infructuosos, la carrera demasiado larga por una pista helada, y también la casa, sobre todo la casa, más que ninguna otra cosa la casa y ese silencio... como si todo eso fuera engullido por un torbellino, deshecho silenciosamente, igual si jamás hubiera estado ahí. Y entonces, el vacío. Un ruido metálico y el vacío.

Al despertar, a la mañana siguiente, reconoció apenas las paredes encaladas del hospital, aunque no podía estar seguro de si esa era la misma sala de la noche anterior o tal vez otra sala. Reconocía la mañana blanca, miraba a los muros blancos, las sábanas blancas, las batas blancas, las vendas blancas, la nieve blanca, la pista blanca, el avión blanco, el vacío blanco... y lo cegaba la insistencia de una escena sin colores. La claridad se estaba abriendo paso en una sucesión de imágenes de callada nitidez, una procesión fantasmal, de extraño orden. Se vio a sí mismo en una posición casi cómica: caído sobre un piso de nieve mancillada, atado aún a la butaca del aeroplano y con el cuerpo vencido de medio lado, como un chico que ha perdido el equilibrio al bajar la ladera demasiado deprisa con su trineo. La cabeza le zumbaba en una reverberación de metal contra metal. Siempre el metal, un ruido que hoy, 50 años después, no ha podido sacarse de la cabeza. Metal como la esquirla de una bala en el cerebro. Luego había un hueco, una súbita desaparición de materia, de recuerdo, de conciencia. El vacío. Y al otro lado una voz mezclada con estridentes sirenas que iban y venían a todas partes. La voz era la de Dennis Viollet, caído a su lado sobre la pista del helado aeropuerto de Múnich: "¿Qué está pasando, Bobby? ¿Qué ha ocurrido?". "Es horrible, Dennis. Horrible...".

Más tarde habría de arrepentirse de esa respuesta. Dennis estaba herido y tendría que haberle ahorrado la parte más atroz de la verdad. Pero no pudo evitarlo. La bruma del terror es así. Después del primer intento de despegue todos en el avión se habían dado cuenta de que algo estaba ocurriendo, un aire como de inquietud demasiado evidente se apoderó de los rostros de los muchachos. Cesaron las partidas de cartas y ganó el silencio, la callada anticipación tensa de un instante impredecible. Uno no sabe bien hasta qué punto está en peligro cuando está en peligro. Cómo advertir que sobreviene una tragedia... Ahora sí, ahora y en los siguientes días resultaría sencillo pensar que todo iba a terminar así, como lo hizo. Que cuando él acercó la frente a la ventanilla del aparato para mirar afuera, intentando distinguir algún perfil en medio de esa noche deshilachada de viento y nieve, sólo acertó a percibir esa luminosidad algo terrible que adquiere el hielo bajo una luz. Sintió que algo iba a ocurrir.

Desde el suelo, retiró el cinturón de seguridad y trató de incorporarse para mirar a su alrededor. No resultaba fácil ocultar la atroz realidad que se había desplegado en el escenario, y de la cual formaban parte él y su amigo Dennis, ese joven que en los últimos meses se estaba volviendo insaciable en el área de gol. Por todas partes vio cuerpos y trató de fijar la mirada en ellos y reconocer alguno, alguno de los jugadores, algunos de los futbolistas que un rato antes jugaban a las cartas. No le fue posible. Dennis seguía preguntándole: "Bobby, ¿qué ha pasado Bobby?". Y él contestaba: "Es horrible, Dennis. Horrible...". Y Dennis preguntaba de nuevo, y él contestaba otra vez; y Dennis insistía, y él lo mismo. Le quiso decir algo, Dennis, estamos repitiendo esta conversación, deja de preguntarme. Pero entonces vio que Dennis había cerrado los ojos, como si durmiera plácidamente sobre un suave lecho blanco, ajeno a esa noche salvaje de ventisca polar en Múnich. Pensó hacer lo mismo, pero las sirenas no le dejarían descansar. Después, alguien lo asistió y le ayudaron a caminar hasta una camioneta junto a otros compañeros, caminando como si abandonara el campo después de una patada demasiado fuerte de algún contrario. Un instante después, despertó en el hospital. Ya era la mañana siguiente.

A la izquierda de su cama un hombre alemán leía un diario, repleto de imágenes del accidente aéreo. Cuando advirtió que su vecino inglés estaba despierto, levantó la mirada y con un acento exagerado de sonoridades germánicas le dijo: "I'm sorry". Lo siento. El joven inglés -ese rubio de apenas 20 años, aún rubio, con la frente cruzada por un vendaje y un punto carmesí detenido como una cereza sobre el pómulo izquierdo- le dijo algo que sonaba a ruego, una petición. El alemán hablaba un inglés escaso, pero suficiente para entender. Aproximó un tanto a sus ojos las hojas desplegadas del periódico y recitó, muy despacio: "Roger Byrne, David Pegg, Eddie Colman, Tommy Taylor, Billy Whelan, Mark Jones, Geoff Bent". Tras leer el ultimo nombre, hizo una pausa y enseguida agregó: "Muertos".

Todos muertos. Siete muertos. El Viejo no estaba en la lista. Tampoco Duncan, ni otros ni él mismo. Ni siquiera él mismo. Sobre el cabezal de la cama, una tarjeta anunciaba su apellido: Charlton. Sintió una punzada rara, como un lejano deseo de que el alemán hubiera leído su nombre y que en esa tarjeta sobre la cama hubiera otro, quizás el de Roger, o el de Eddy, o Geoff... Aquello era inconcebible, claro, pero de verdad lo deseaba. En las horas que venían, en los siguientes días, en los meses posteriores, tal vez toda la vida, iba a preguntarse dónde y cuándo se jugó la partida de cartas que decidió los nombres de los que iban a morir. Una partida de cartas antes de morir. Eso es la vida. La inquietud de las preguntas sin respuesta lo persiguió por los pasillos del hospital como una locura incansable. Estaba intentando que no lo atrapara, pero al mismo tiempo no quería huir del todo: quizás la culpa lo volvería loco.

Cuando estuvo algo mejor lo llevaron a otra sala en la que ya estaban alojados algunos muchachos del equipo. Al verlos tuvo ganas de tirarse en sus brazos y festejar: "¡Al menos nosotros estamos vivos!", quiso decirles. Pero las miradas eran duras, no incluían ninguna celebración, salvo un doloroso alivio de vida no del todo comprensible. Duncan, dijo alguien, está muy mal. ¿Y el Viejo?, preguntó él. Lo mismo. Lo confirmaron algunas horas después Harry Gregg y Bill Foulkes, que pasaron por la sala para despedirse. Regresaban a Manchester. De repente ese nombre familiar adquirió en sus oídos una brillante sonoridad. ¿Cómo estaría Manchester? Jimmy, el preparador, contó que en Manchester la gente se había reunido en Old Trafford. Querían estar cerca del equipo, a su lado, como siempre en cada partido, pero el equipo estaba en un hospital de Múnich. La ciudad os espera, muchachos, dijo Jimmy Murphy. ¿Habéis visto a los otros?, preguntó alguien. Sí. ¿Y cómo están? Al Viejo y a Duncan los mantienen con oxígeno. Están muy mal. Y Johnny y Jackie... bueno, los doctores no saben si podrán volver a caminar. O a jugar. Jimmy Murphy, el segundo de Busby, había combatido en la guerra y sabía lo que era perder camaradas y amigos. Él se encargó de animarlos como si estuvieran en el vestuario. El accidente era una prueba y el Manchester United la iba a ganar, les repetía. Le gustaba comparar la supervivencia en aquel hospital de Múnich con sus días en el frente. Esa actitud ocultaba una careta: cierta tarde, alguien lo vio al fondo de un pasillo, las rodillas dobladas y la espalda contra el muro, sollozando igual que un niño por todos los jóvenes perdidos.

Pasados unos días, cuando ya fue capaz de caminar, el joven inglés de cabello rubio salió de su habitación y caminó por los pasillos del hospital. Aquí y allá los enfermos lo miraban con lástima y en silencio, como si lo que viesen no fuera un hombre sino una aparición. Ya se había acostumbrado a esas miradas. Subió las escaleras y giró a la izquierda. Después caminó hacia el fondo. La luz de un ventanal en el extremo del pasillo proyectaba una dulce claridad de vainilla sobre las estancias. Se detuvo en una zona acristalada y al otro lado vio, inmóvil entre tubos y cables, al viejo Matt. Jimmy le había contado que el Viejo resistía a duras penas: "Tres veces le han dado la extremaunción, Bobby, tres veces... pero ese hombre no se va a rendir, te lo aseguro". Tres veces, tres negaciones. Permaneció unos minutos observándolo. Meses después ese hombre celebraría lo ocurrido con una canción de Louis Armstrong: ‘What a Wonderful World'. Él no pudo asistir a aquella fiesta. Dejó al Viejo y siguió caminando, en dirección a otra pieza. Todo le pareció detenido o irreal, parte de un sueño del que debería despertar en algún momento, aunque lo acompañaba esa impresión clarísima de las pesadillas, cuando uno advierte que toda la escena pertenece al teatro silencioso de un sueño, una representación de la que, sin embargo, nunca se puede estar seguro de escapar.

Al final, después de tantos días, lo encontró tendido sobre un lecho blanco como el suyo. Blanco como la pista. Blanco como el vacío. Se saludaron apenas en silencio, con un gesto. Duncan conservaba intacta su enérgica mirada, aunque todo lo demás parecía haberle sido arrebatado. Lo miró y trató de buscar su cuerpo, pero le pareció que se había evaporado bajo las frazadas, que tal vez sólo quedaba un vacío, ese vacío, en el lugar que un día ocupó el cuerpo de aquel gigante. Se fijó en la placa sobre la cama: Edwards. Tendido y con la cabeza vuelta hacia él, Duncan contuvo unos instantes la respiración. Parecía estar reuniendo las palabras dentro de sí con sus propias manos. Pasados unos segundos, lo miró y sólo le dijo: "Dime Bobby... ¿por qué has tardado tanto?".

Epílogo
El 6 de febrero de 1958, el vuelo 609 de la British European Airways se estrelló contra una casa cuando hacía una desesperada tentativa de elevarse desde el aeropuerto de Múnich, en medio de una tormenta de nieve y ventisca que había helado las pistas. El Manchester United de los Busby Babes viajaba a bordo del aeroplano, de regreso de un empate a tres goles en Belgrado. El vuelo había partido con una hora de retraso de la capital yugoslava porque Johnny Berry, uno de los jugadores, extravió su pasaporte. Después, el Elizabethan (así se llamaba la aeronave) hizo una parada técnica en Múnich para repostar. La liga inglesa se oponía en aquellos días a la participación de los equipos ingleses en la recién nacida Copa de Europa, y les exigía regresar a suelo británico 24 horas antes de que se jugase el siguiente partido. Por eso el BEA-609 cruzó el cielo de una Europa helada en aquella noche fatídica. En el tercer intento de despegue, el capitán James Thain no pudo elevar la nave por culpa de la nieve caída sobre la pista; rebasó el límite del aeropuero y se estrelló contra una casa. En el accidente fallecieron 23 de los 44 pasajeros, entre ellos ocho jugadores del United, el equipo más prometedor de las Islas, la probable alternativa al Madrid de Di Stéfano. También perecieron ocho periodistas ingleses, tres empleados del club, dos miembros de la tripulación (el piloto se salvó), el agente de viajes y un aficionado amigo personal de Matt Busby, manager e inspirador del equipo. Busby agonizó durante semanas en un hospital de Múnich antes de salvar la vida; una lucha similar derrotó a Duncan Edwards, el gran ídolo de aquel equipo, 15 días después del accidente. El pasado mes de septiembre Bobby Charlton, uno de los supervivientes, publicó sus memorias y en ellas incluye un capítulo (‘My Munich Agony') en el que está basado este relato. Charlton tenía 20 años.

MediaPunta, Febrero de 2008
www.mediapunta.es

1 comentario

Jeremy North -

Impresionante