El fragor continuo
La redondez de la tierra no se puede creer. Es un truco inexplicable, una sugestión colectiva. ¿A quién se le iba a ocurrir esa circularidad tan maciza? De niño yo preguntaba por el fin del mundo como por muchas otras cosas, por preguntar. "¿Dónde está el fin del mundo?", preguntaba yo. Y mi hermano, si le venía al caso y por hacerse el interesante, respondía: "En el Polo Norte". Con lo cual yo me imaginaba una extensión esteparia cruzada por un vendaval salvaje de ventisca y allá, al fondo del todo, un desigual muro de sillares blancos con un cartelón que anunciaba, en perfecto español porque para algo es un idioma noble: "Fin del mundo. No pasar". ¿Y al otro lado, qué hay?, me inquietaba yo, angustiado por la posibilidad de un abismo recto hacia abajo. Y mi padre decía, muy serio, como reconviniéndome por la torpeza del pensamiento: "Mario, el mundo no se acaba". No lo entendí hasta que un día agarró una naranja y un flexo con una bombilla blanca, me sentó en el sofá, se incorporó hacia el borde del sillón orejero balancín y me explicó el giro del planeta, el curso de los días y las noches, la cara oculta de la luna y algún concepto primordial más del sistema solar y de la vida. Así armé yo mi cosmogonía particular.
Con los años he admitido la doctrina de Galileo, pero sin convicción, afectado por una leve sospecha infantil. A menudo me comporto con pueril descreimiento, supongo que en parte por deformación profesional: uno enseguida intuye que no es lo mismo la realidad que la actualidad. Hay que aceptar esos términos para poder soportar el periodismo desde cualquiera de sus lados, el de autor o el de lector. De otro modo, uno corre serio peligro de confundir titulares con verdades. Estos días, la suspicaz China ha organizado un concurso mundial de agencias de comunicación para refutar la imagen de país bárbaro que se ha extendido al paso de la antorcha por la redondez del mundo. Grandes firmas pugnan ya por hacerse con ese filón de propaganda que consistirá en decirle al mundo que China no es lo que todos sabemos que es. A los medios de comunicación, esta dialéctica les ha de encantar. Veremos si vence la guerrilla urbana o el mensaje.
Leyendo por la mañana la Prensa, antes de hacer una maleta de cuatro días, he encontrado en una crónica del paso de la antorcha por San Francisco un término emocionante: fragor continuo. A menudo en la escritura uno topa con palabras que se empeñan en la reiteración; a la segunda que uno las repite, provoca un efecto de campanilla en la cabeza del lector. La concurrencia del mismo vocablo para designar la misma realidad se hace muy evidente. Entonces uno busca sinónimos... La antorcha se puede convertir en el fuego olímpico; y el fuego olímpico, en la llama eterna. Pero la llama eterna suena algo rimbombante, muy impostado, así que el periodista se largó otro de un lirismo conmovedor: el fragor continuo. Una hermosura de sinónimo.
Estoy volcado con esos muchachos que persiguen el fragor continuo para hacerlo alterno. Este boicot contra China me gusta, me gusta mucho. No es que yo tenga nada contra el chino, no señor; yo soy de los que compra en Alimentación Lin-Lin siempre que haga falta. Ayer mismo entré: "Oiga usted, una botella de Granini naranja he encontrado. ¿Tendría usted dos?". El Lin-Lin es ya Lin-Lin de la cuarta dinastía (el ultramarinos chino cambia de tenderos/as con frecuencia, todos lo sabemos); se fue para el fondo del establecimiento y anduvo zarzeando varios minutos hasta confirmar que no había otro Granini de naranja. "Tomate frito", lo reté. Orientalmente raudo, Lin-Lin señaló al estante de la izquierda. Ahí estaba Orlando, lata o tetra-brik. Lata. Tanto. Ahí tienes. Gracias. Mientras yo pagaba entró un desarrapado, se cogió una caja de galletas y Lin-Lin, que se olía la tostada, le preguntó: "¿No dinelo?". Y el otro, que está versado en la vida fronteriza, le dijo: "No hay dinero". Y se fue. Y Lin-Lin se quedó tan ancho. Lo que demuestra que Lin-Lin es un tipo pragmático que no se va a complicar la existencia por una caja de galletas. Estos tíos son unos maestros del control mental; pura filosofía de Oriente.
Así que no es por los chinos. La verdad es que principios tengo pocos, si acaso tengo más finales; por eso intenté colarme en la selección de AS para los Juegos Olímpicos en Pekín. Yo quería convertir Somniloquios en un foco de denuncia desde el mismo corazón de la cosa, pero no lo conseguí, claro. Así que después de dos décadas infructuosas de periodismo en cuanto a los Juegos Olímpicos (lo único que de verdad me gustaría hacer en esta profesión, aparte de lograr la última entrevista que dé Mohammed Ali en vida), he decidido pasar a la acción y voy a boicotear les Jeux Olympiques. Ojo a lo que estoy diciendo: hablo de no ver ni una prueba. Ni el 1.500, ni los 100 lisos (¿habrá moratoria?), ni el torneo de baloncesto ni a Alison Stokke si va y salta a la pértiga. Cuidadito que el órdago tiene lo suyo. Pero yo estoy con el Tibet. Y no por el Dalai Lama, no, que me parece un mardano; por David Carradine cuando era el Pequeño Saltamontes en Shao Lin, que no era el Tibet, ya sé, pero a esos tíos los tengo yo por unos resistentes de primera; y por Lobsang Rampa, que de adolescente me comí al menos tres o cuatro libros de sus reencarnaciones kármicas, cosa que no hace cualquiera sin asumir terribles consecuencias psicológicas... A la vista está. Con los años resultó que el tal Rampa era un electricista inglés con mucha imaginación, que no había salido de Essex en su vida. Con lo cual lo admiré ya de por vida.
En fin, que acepto con aconfesional resignación que lo más cerca que voy a estar de los Juegos son estos próximos días en Atenas, adonde nos lleva o nos trae el fútbol, deporte generoso. Como el Paseo Independencia se ha convertido en un barrio griego por culpa del Gyros de la calle Cádiz -cuyo aroma impregna la avenida toda-, creo que voy preparado. La pituitaria trabaja en conexión directa con el subconsciente, cualquiera lo sabe. La cultura clásica. Me llevo algunos libros para los ratos libres que no haya, la tercera temporada de los Soprano y en el iPod un par o tres de discos por desmenuzar: Dig, Lazarus, Dig!!!, de Nick Cave y los Bad Seeds; Accelerate, de REM; y una segunda oportunidad que les voy a conceder a Muse antes de descatalogarlos. El nuevo de James aún no lo he agarrado, pero tengo oído un tema en Radio 3 y suena muy James, próximo al himno, alegre y subrayado por esa trompeta que tan fácil resulta identificar. Sin libros y música no hay viajes, eso lo tengo sabido. De camino, he pasado por Barcelona una noche a mirar la Champions, que toma un aspecto muy pálido si no juegan los ingleses. Eso sí es un fragor continuo. Nos espera la Antártida; será vía Atenas.
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