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Ficciones

Un día para Linda

Esta noche te he soñado, Linda. Al despertar te sentía tan próxima que me he girado en la cama para abrazarte, pero en tu lugar he encontrado a mi mujer. Abrazarla a ella cuando eras tú la que me ocupaba me ha dejado enfermo. A veces te quiero y te deseo más que a ella, y a ella la odio por ocupar tu lugar, por ocupar el lugar de cualquiera otra de las que podrían haber estado ahí. Ella lo ha logrado y sé que yo lo deseé. Sé que tú como las otras te marchaste, pero no os habéis ido. Estáis en la memoria y en las sensaciones que deja un sueño. Siempre los sueños acosándome, me parezco a un tango.
            Me he levantado. Es temprano y tú estarás tomando un café sobre la mesa desordenada de tu cocina. Tomas un café y fumas el primer cigarrillo de la mañana. Si tienes sueño, si estás cansada, entonces harás todo eso distraídamente y levantarás un muro frente a los pensamientos que buscan apresarte desde la primera hora, con los ojos detenidos en un punto cualquiera del aire o del humo. O puede que hayas despertado triste (a veces lo haces, aún lo sé) y en la soledad gris y pegajosa recordarás fugazmente algo o a alguien. Un momento, un lugar de antes. Mirando por la ventana, como yo lo hago, vas a reunir todas las imágenes que inauguran el día en una sola figura que encaje con tu pensamiento. Me gustaría imaginar que te acuerdas de mí, que yo soy ese dibujo en tu memoria, pero eso ya no será posible. Sólo mirarás afuera y recordarás un tramo de ti misma, de todos estos años.
            Otra vez llueve. Sabes, ahora llueve casi todos los días en esta ciudad lastimosa en la que casi nunca solía hacerlo. En la avenida resplandecen los adoquines al pie del edificio, silban los automóviles y el cielo no se decide, está detenido en algún punto de ofuscación. Yo también he tomado un café pero mi mesa está ordenada y yo no fumo. Mi mujer aún duerme y ahora que estamos tú y yo solos en esta mañana en medio del mundo voy a escribirte unas palabras que nunca te enviaré. Un absurdo poema:
 
Día gris y quieto
Luz sin sombra
Una tarde lenta
Como mermelada
 
Un corazón frágil le protesta
A la lluvia
Un alma mojada se dobla en dos
Se parte en una
 
            Si pudiera tocarte un segundo y seguir vivo después para recordarlo, Linda... Te me has hecho oculta en la memoria y ya casi eres más la memoria que la mujer que veo algunos días. Esta noche te he tenido cerca pero no he llegado a tu piel blanca, sólo me he asomado. “Versos que recorran la línea de los huesos / y oír en el pecho el rasgueo de la palabra en tu piel. / Suenas a violín lejano, / a silbido de cornamusa, / a hoguera que se apaga”. Voy a repasar mis libros en busca de esos versos. Si los encuentro, significará que esta noche contigo –que yo atribuyo cómodamente a un sueño- ha sido cierta, verdadera, que ha existido y forma parte de la mitad de mi vida que llamamos auténtica. Esas líneas sobre un papel jugarán de pasadizo entre un lado y otro y tú estarás en ambos. Un poema como la flor de Coleridge, para demostrar que en ese sueño estuve más vivo que ahora y que tú verdaderamente me amas.
         Del sueño me queda clavada en esta mañana la impresión clara de tus ojos, muy grandes, y algo más que no decido pero que está ahí. Algo de ternura que se ha agarrado, puede que a unas palabras o a un beso, no lo sé, no lo sé. No recuerdo todo. Apareces tú recortada de la circunstancia, ajena. Imprecisa y quiero tocarte con mis palabras. A veces pienso que te alcanzo, a veces pienso que es posible que todo esto que digo logre un significado cuando se una con tu nombre, que también tú sientas algo en esta mañana y aún haya una posibilidad. ¿Y entonces qué haré con ella? ¿Qué haré con la mujer que me sueña teniéndome a su lado? No lo sé, lo sabré mañana. La querré mañana. Ella tiene todos los días, pero éste es tuyo. Aún llueve, Linda, y mis palabras te están rozando en la ducha y limpiándote para el nuevo día. Mañana la amaré otra vez a ella, cuando despierte, si eso es lo que debo hacer. Hoy te quiero a ti, te quiero a ti.

 

 

 

Cuento de fútbol

Este ’Cuento de fútbol’ fue publicado en Heraldo de Aragón como contracrónica de un partido Sevilla-Zaragoza (3-2), de ahí la inconcreción del título y algunas realidades demasiado obvias. Pero siempre lo preferí como una ficción intuida en las entretelas de una lluviosa tarde de fútbol. Y así lo recupero ahora, con muy leves correcciones respecto al original periodístico. Con el tiempo, me parece que ha tomado la forma que siempre debió tener o con la que se presentó ante mí: un inconsciente homenaje al inasible virtuosismo de Carlos Lapetra, el mejor futbolista que jamás ha vestido la camiseta del Real Zaragoza).

Heraldo de Aragón, 8 de diciembre de 2003

¿Podría ser esa paloma el espíritu de Carlos Lapetra?

Nos gustaría jugar a un pequeño milagro mientras el fútbol va y viene, mientras ocurre algo o no ocurre nada. Antes del partido la vimos volar en vertical como una bengala, para ocultarse bajo una de las vigas de hierro que soportan la cubierta del Sánchez Pizjuán. Le prestamos a la escena una atención difusa, como a cualquiera de los otros detalles casuales de la tarde. Pero después, cuando empezó el juego, la paloma apareció en todas las jugadas de ataque del Zaragoza... y tenía actitud de extremo derecho consumado. Ahí fue cuando empezamos a observarla. No... no es que nos despistáramos; en realidad, es que a la paloma había que mirarla por obligación, porque formaba parte del encuentro igual que cualquiera de los 22 jugadores o el bendito Megía Dávila, el árbitro. Y atraía la vista su comportamiento indolente, como de un Ronaldo. Al alejarse la pelota, tomaba la forma estricta de un ave y se ponía a picotear el suelo girando en redondo, desdeñosa, sin importarle el partido. Pero cada vez que el balón aparecía por su lado en los ataques del Zaragoza, levantaba el vuelo para enredarse entre las piernas de Galletti, abriéndose en zig zag frente a los defensas, aplacando el aleteo para una pausa, planeando para buscarles el hueco. Por ejemplo, a David lo mató en la jugada del gol de Galletti: el defensa vio el centro del argentino, interpretó la comba del pie... pero la paloma voló hacia fuera mientras el balón iba hacia dentro. Confundido, David dudó entre pluma y cuero, tocó mal y la metió en su portería. Galletti abrió los brazos y la paloma subió el cuerpo gris inflamado de alegría por el aire.

Alguien dijo: “Tendrá forma de paloma, pero parece un futbolista”. Un siete rápido, ingenioso y genial. La culminación del modelo. De todos modos Garrincha fue un pájaro antes de ser uno de los jugadores más felices de Brasil. Ahora es primero el 7 y luego el ave. Así que intuimos que en este partido podríamos estar viendo otra cosa. Que esa escena contenía un cuento de fútbol o un guiño de eternidad. Apostado en la esquina del campo, el fotógrafo recibió una llamada: “¿Te has fijado en la paloma? -le dijeron-. Yo creo que podría ser el espíritu de Carlos Lapetra”. La contestación ratificó la posibilidad del imposible: “ Le vengo disparando hace un rato... pero no sé si la tengo”. Eran un par de dudas con sentido: ¿Pueden fotografiarse los espíritus? Y... ¿sería éste el de Carlos Lapetra?

Interrogamos a la memoria. ¿Por qué Sevilla? ¿Por qué ayer? ¿Había algún significado oculto en esa aparición, alguna señal? “¿Lapetra y Sevilla? Nada especial. En los 60, el Zaragoza acostumbraba a perder aquí”, apuntaron en la cabina de prensa. La paloma picaba distraída el verde, como si supiera que hablábamos de ella. Viéndola pensamos: ¿Y si no hay un motivo? Podestá había hecho el primero. Fastidiado, recordé que un amigo inglés me había hablado del fantasma familiar de un conocido suyo. Mi amigo es un tipo racional, ilustrado, nada sospechoso de alucinaciones. Y aseguró haber visto ese fantasma corporizado en la biblioteca, una noche en la que visitó la casa. “No parecía un fantasma, nada raro; era igual que una persona –contó-, tanto que estuve a punto de saludarlo. Acompañaba por las noches a la madre en algunas tareas comunes fuera de la finca, protegiéndola en la oscuridad”. Eso demostraría que los espíritus no requieren grandes motivos para manifestarse. Pueden aparecer por nada. Por espíritu protector. O por divertirse un rato en el fútbol.

Pero saberlo era imposible. El partido avanzaba extraño. Al marcar Villa, el pájaro ni lo celebró, se quedó quieto. Era una contradicción notable. Pero luego vino otra, la principal, admitida a regañadientes: Lapetra fue extremo izquierdo. Así que esa paloma, que subía por la derecha, no podía ser él. ¿Sería Juanito Ruiz? ¿O Canario? No, Canario aún está con nosotros. La vimos elevarse en el diluvio sobrevenido, volar por el aire de la tribuna. Alguien intentó atraparla, pero se le esfumó en un giro y después... ya no estaba. No la vimos más. Podestá había empatado. Más tarde, al cerrarse la farragosa cortina de agua, pareció que volvíamos de un sueño: había caído la noche, el Zaragoza era uno menos. Y el Sevilla había ganado el partido.

Arco iris

Arco iris En cierto rincón exacto de mi casa he descubierto un arco iris, finísimo. Si siempre estuvo allí, yo nunca lo había visto hasta ayer, cuando se me hizo visible al cruzar de una esquina a la contraria la página del libro que me ocupa estos días. Y eso que yo tengo por costumbre sentarme precisamente en ese rincón todas las mañanas, a leer un ratito. Es extraño un arco iris sobre un libro; pero más extraño es un arco iris sobre un libro en esa habitación, que comunica a un patio interno enredado de tuberías, demasiado estrecho para que el sol se descuelgue por él. Apenas recibe luz natural, salvo la de las habitaciones contiguas. Si el arco iris original es el que cruza los campos en la indecisión entre el sol y la lluvia, y su infinita repetición en lugares y escenas, el arco iris de mi libro es pues enteramente artificial. Y por eso, aún más extraordinario. En cada ocasión que me siento ahí y me dispongo a la lectura, la palidez de la hoja se ilumina con un rayo delgado de siete colores. Vuelvo la página y el arco iris salta también a la siguiente. Seguro, luminoso, indudable, tiene el grosor preciso de una sílaba, y las alumbra todas de un lado a otro en una diagonal radiante. He intentado componer alguna palabra con las que se destacaban entre los colores, por si hubiera un signo oculto en esta pequeña magia, pero ninguna adquiría sentido. Mañana probaré con un libro de poesía lírica.

 

Donde también llovieron hombres

Donde también llovieron hombres

Invierno de 2005 

La niebla se posó sobre la ciudad durante días sin cuenta, y desaparecieron en la bruma las torres de las iglesias y las aguas del río, y se oían campanas invisibles en el cielo y un rumor de aguas abajo, donde una vez quizás estuvo la cuenca aunque los hombres ya no lo recuerdan porque la niebla emborronó sus memorias y los días se parecían tanto unos a otros que el tiempo perdió sentido y significado, y vino el nuevo Año pero no vino el sol, ni una luz mínima que diera algo de calor, y las rosas perdieron sus colores y los árboles extendían brazos fantasmagóricos en los paseos, y las farolas parecían altísimos hombres de luz débil en el cerebro, que se tragaba la niebla; y la niebla se hizo más y más intensa y se alimentó a sí misma y creció y se hizo más densa. Y los hombres caminaron por la ciudad sin rumbo y descubrieron nuevos senderos sin saberlo. Creyendo que caminaban los antiguos, algunos no volvieron jamás, otros se acomodaron en casas que no eran las suyas, pero quizás encontraron dentro a alguien solo o triste que bien hacía en recibir el regalo que era una persona perdida que había encontrado su casa. Y muchas familias quedaron mezcladas, ignorantes de ese ensueño, y muchos niños fueron huérfanos porque los padres cruzaban los puentes y no regresaban jamás, o lo hacían por un puente equivocado que desembocaba en otra avenida, y volvían a cruzar entrelazando caminos durante horas y horas, de orilla a orilla, hasta que su desorientación hacía ya imposible saber de qué lado del río habían quedado. Y algunos hombres y mujeres se entristecieron por no verse ya nunca, por no volver a escuchar esa voz que en la memoria ganaría matices falsos y perdería los verdaderos, aunque eso no importa porque sólo es verdad algo si lo recordamos y no importa de qué modo lo recordemos. Así, la ciudad se hizo presa de un pesimismo desconocido por no ver más el sol, y del cielo añorado, porque ya no había Cielo ni Tierra, llovieron cuerpos de hombres que surgían fugazmente de una nube y fugazmente se perdían otra vez en el vaho con un estruendo callado de huesos que se quiebran en sinfonía. Y la gente tropezaba con los cadáveres invisibles, porque invisible era el suelo y los hombres no veían el principio ni el final de sus propios cuerpos ni de sus propias existencias, sólo una mancha intermedia donde se aloja el estómago y cabe una oración que pida misericordia. Y conforme avanzaban los días y nadie acertaba ya a saber cuánto tiempo había pasado desde que esa niebla infame se posó sobre la Inmortal y antiquísima ciudad, conforme avanzaban los días la niebla se cerró aún más poderosamente alrededor de los cuerpos y los objetos, y la ciudad careció de límites porque toda ella era un espacio sin principio ni final, como el esqueleto de los humanos, y se perdían amigos y se desconocía a los enemigos. Ya nadie era nadie ni quería serlo, el pasado se había diluido, confundido con el futuro y con el ahora. Ya no importaban los nombres ni las identidades, sólo los olores, los aromas, y los hombres y las mujeres se husmeaban como bestias y por el olor decidían y hablaban, sí, se hablaban, pero de un modo que jamás conocieron antes porque las caras eran apenas una bruma cambiante y la honestidad podía ser o no ser, de forma que todo y todo hombre estaba autorizado por el silencio de los ojos a decir la verdad o una verdad conveniente. Y puede que así los hombres se hicieran mejores, o no, eso ya nunca se va a saber. Y se detuvo el tráfico cuando las autoridades prohibieron la exhalación de humos de los vehículos porque la polución, dijeron los políticos, empeoraba la niebla porque atrapaba los gases en la burbuja gris de los días, alimentando esa nube indecente que había tragado a la ciudad, y además hubo un día en que nadie veía lo suficiente para circular, aunque eso sólo se supo después de que los hombres constataran una gran cantidad de muertos por atropellos, y autobuses que habían desviado su línea para tropezar con puertas de piedra o caer al río y ser engullidos por un pozo antiguo e insaciable. Todo fue quedando poco a poco detenido y en la ciudad ganó un silencio hueco y una luz intermedia que no era día ni oscuridad, sino un duermevela de sol que no se acuesta ni se levanta, y así pasaron las noches y las mañanas y a cualquier hora las personas dormían o despertaban en perfecto desacuerdo, de forma que pronto caminaba con pasos silenciosos para no ser advertido, y apenas podía uno distinguir sollozos ocultos que venían del interior de algunas casas, y por las ventanas y las puertas abiertas saltaban al algodón ciego de la calle. Hubo robos, violaciones, latrocinios, coimas, asesinatos, saqueos, asaltos, pederastia y exhibicionismo, un festín de inmoralidad ingenua, salvada por la desgracia que todos habían padecido bajo esa niebla infame. Y sólo los amantes alcanzaron a tener un instante de felicidad quizás, si supieron buscarlo, y protegidos por la niebla opaca desnudaron sus cuerpos libremente e hicieron el amor silenciosos en el mismo lugar en el que un día, cuando la ciudad era limpieza y sol y cielo azul, se conocieron o rozaron por primera vez sus manos o sus labios quisieron encontrarse, y en ese lugar inconcreto que pudo ser un banco o una espalda contra la pared o el zaguán de una casa o la madera mellada de un banco, en ese lugar los amantes recogieron uno contra otro lo que restaba de sus cuerpos extraviados y se introdujeron uno en el otro con gozo sin igual, y quizás descubrieron que en el mismo banco y a la misma hora o en esa esquina exacta un roce de hombro desnudo contra hombro desnudo venía a significar que ese espacio no era sólo suyo, sino también de otros amantes que igualmente habían decidido recordarse en silencio mutuo y encontrar en el tacto lo que la vista ya no les diera. Y pasaron los días, y pasaron los meses, y pasó un tiempo indefinido y vinieron niños, hijos de la niebla, que apenas vieron los ojos grises de sus padres. Y crecieron y la niebla se retiró, y volvió la vida, y volvió el sol una mañana, sin que nadie supiera por qué entonces o por qué no antes o después. Y entonces todos quedaron ciegos a la vista de ese sol repentino disparado a raudales que negó sus retinas en una mañana despechada, pero a nadie le importó esa nube de leche que quedó bañándoles los ojos porque qué era si no niebla, como la misma niebla de todo ese tiempo que nadie supo o pudo o acertó o le importó contabilizar, y qué importaba si ellos ya se habían acostumbrado a aceptar esa nueva forma de existencia, y qué era esa ceguera sino la posibilidad interminable de seguir amándose y perdiéndose y encontrándose libremente como en esos días largos sin cuenta en los que la niebla retuvo la ciudad en suspenso. Un viento devorador había arrastrado la niebla y les había devuelto las esquinas, los límites, el contorno exacto y conocido de su ciudad, justo antes de enfurecerse inhumanamente y levantar esa misma ciudad por los aires, desgajando día a día las piedras, sacando las puertas de sus goznes, derribando piedras de la muralla como si fueran guijarros, revoleando las campanas de las torres que las guardaban. Finalmente, en un furor despiadado, vació la cuenca de los ríos que atraviesan la ciudad y se llevó en andas a los hombres que en vano se aferraban unos a otros y ascendían en abigarrados grupos chillones, hasta algún otro lugar de esta Tierra, donde también llovieron hombres cuando el viento se detuvo. Y regresó la niebla. Y volvió el ruido ahogado de huesos que en sinfonía se quiebran invisibles contra el suelo.

El ídolo cojo

El ídolo cojo Yo sé que ahora es fácil hablar mal de él, pero en aquellos días adorábamos a Montero. El Cojo Montero jugaba en el medio, parado en el círculo, y desde ahí ordenaba el tráfico y todos parecían sus hijos. Le decían Cojo irónicamente, porque su izquierda era tan poderosa como inútil la derecha. No la tocaba con la derecha ni para dar un pasecito de dos metros. Pero cuando pateaba con la zurda, que era un martillo de carne, la cara se le hacía madera. Si hubiera existido un aparato para determinar la fiereza con la que le sacudía, a Montero el medidor se lo deberían haber puesto entre las muelas.

 

Pero además de un magnífico futbolista, Montero era un caudillo peligroso. Un día le metieron a negociar las primas y ahí empezó la guerra, porque Montero había oído de refilón al Che y su primo era cura guerrillero en la selva. Todo eso, batido en su cabeza primitiva, daba que el presidente merecía un puñetazo o que le pegaran fuego al despacho con el viejo dentro. Eso le dijo a la prensa, y desde entonces al presidente se le torcía la sonrisa con cada gol de Montero o si la afición le cantaba el nombre. “Que piense menos en el dinero y aprenda a jugar con las dos piernas”, bramó una vez. Montero le replicó: “Óiganme: mi mejor pierna es la derecha. La entreno para patear culos”. El Cojo terminó multado y en el banquillo, pero el equipo se puso de su lado a la japonesa, jugando todo el año como si les fuera la vi da. Ganaban y se lo dedicaban a Montero. Así nos llevaron a la final.

El destino quiso que el Cojo la jugara porque su relevo se lesionó. El presidente lo autorizó sólo después de tomarse una caja de digestivos. El partido fue apretadito, de esos en los que no se hace un claro ni aunque llueva la bomba atómica, pero hacia el final el Nene Sánchez, que era una motocicleta, se escapó y el portero lo tuvo que voltear. Penalti, un penalti inolvidable. Yo lo vi desde el fondo atestado del Bernabéu. Vi a Montero y supe que seríamos campeones, porque el Cojo no fallaba ni con los ojos vendados. Supe que el mundo era nuestro.

Entonces, aquel hombre echó a andar hacia la pelota. El portero lo vio venir y voló ansioso, aguardando el tiro cruzado. Sin embargo la pelota fue al otro lado y pasó por encima del larguero, antes de perderse en el quilombo de nuestra tribuna, blanca y azul. La gente se llevó las manos a la cabeza. A mi lado un tipo se desmayó y lo agarraron entre varios que masticaban insultos. Montero la había mandado arriba. Pensé que no podía ser, que soñaba, que había muerto. Comprendí al oír los gritos: “¡Cojo de mierda! ¡Lo ha tirado con la derecha, el muy hijo de putaaaa! ¡Lo ha tirado con la derecha!”. No recuerdo más. Luego confirmé que en la prórroga nos habían metido tres, y que el Cojo dejó el estadio disfrazado de policía. Ahora es fácil insultarlo, sí. Pero la verdad es que en aquellos días todos adorábamos a Montero.

 

Mediapunta, Mayo de 2005
www.mediapunta.es

 

 

 

Dèjá vu

Dèjá vu En ese preciso instante, tres imágenes aisladas habían confluido en una sola. En la pantalla del televisor, un escritor revisaba las virtudes morales del protagonista de su novela, editada años antes. Su voz era antigua y falsamente joven. También las palabras, que en realidad fueron dichas en otro tiempo, pero que ahora pronunciaba con total actualidad, como si ese momento se hubiera trasladado al presente. Sonó el teléfono y yo alargué la mano para contestar, anticipando quién me esperaba al otro lado. Busqué en vano: en la habitación de ese hotelito aislado de montaña no había aparato. Y, sin embargo, el timbre insistía. Pensé: “Si contesto, él me reclamará la compensación establecida en aquel pacto: habló de tres señales que yo sabría reconocer”. Volví a mirar a la televisión para aguardar el inmediato momento en el que el entrevistador interrumpiría el discurso del otro; y repetí sus palabras, exactas, segundos antes de que él las dijera. El escritor me miró a los ojos desde la pantalla y quedó en silencio, esperando un desenlace, cansado de interpretar una escena repetida de teatro. Las tres piezas se habían encajado y componían una escena horriblemente familiar, que de algún modo yo había visto antes. El teléfono insistía y afuera estaba oscureciendo. Me tomó una inquietud fatal y, patéticamente, traté de dilucidar el significado de todo aquello. Apenas entreví que las imágenes eran anteriores a mí y que designaban un final próximo.