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Escena de cama

Escena de cama


Ella se aproximó a mi hombro. Sentí que el bronce de sus pechos me rozaba la espalda al preguntarme.

-¿Qué te pasa?
-Nada –hice una pausa y me volví hacia ella-. Sólo la costumbre de la tristeza, de la indefinida melancolía. Nostalgia del hombre que no he sido, del que no habré de ser. De infinitos amores incompletos o ignorados.
-Vete a la mierda –me contestó.

Se vistió y no volví a verla más.

Visitante

Visitante

Me miró con severidad.

-¿Quién es usted y qué quiere?

-¿Puedo pasar?

-Por supuesto que no.

Mantuvo la puerta apenas entreabierta, sin retirar la cadena de seguridad. Miró hacia dentro y luego a la calle, más allá de mi hombro. Cerró un poco más. Por un instante me pareció nerviosa, pero no diría que tuviera miedo; yo sé que ella no tiene miedo.

-¿Quién es usted? Si no se marcha voy a llamar a mi marido.

-¿Su marido?

-¿Quién es usted? Me lo dice o se larga...

Su marido. Traté de sostenerme contra el marco de la puerta. Ella se apartó un poco más. Al fondo, a su espalda, se oyó la voz de un chico.

-¡Ahora voy, cariño, estaré contigo en un minuto! -le dijo ella, y su voz sonaba tranquilizadora. Siempre me dio calma.

Se giró de nuevo hacia mí y quedó en silencio. Reconocí la dureza de su rostro, a pesar de que el cabello era otro, más largo, y que aún los párpados se sostenían firmes en su relativa juventud. Al llegar, la visita me pareció ineludible, un modo desesperado de recuperarla más allá de su muerte, ya ocurrida. Ahora empezaba a ver el error. Sentí una punzada de nostalgia del futuro, aunque precisamente el futuro me aproximara a este instante que estaba del otro lado. Advertí la incoherencia de todos esos pensamientos y aun del mismo viaje. Que yo estuviera ahí, visitando a aquella mujer... La amaba. La había perdido. Y sin embargo en este momento ella no era aún mía.

-Yo... necesitaba verte -acerté a decir, solamente.

-¿Disculpe?

-Necesitaba...

Apretó los labios. Estaba a punto de perderla. Debería haberme limitado a observarla, pero llamar a su puerta estaba fuera de los límites. Ella no podría recordar algo que aún no sabía, pero yo albergué de forma estúpida la esperanza de que algún punto de su inconsciente ya me anticipara, y eso produjese un efecto. Nada de eso ocurrió.

-Esto es ridículo, lárguese o llamaré a la policía.

Completé tambaleante el camino de vuelta hasta el punto de contacto y allí cedí a un sueño agitado del que no me repuse hasta varias horas más tarde. Desde el punto de vista de un amante extraviado, la visita había resultado un completo fracaso, y empeoró mi estado. Al menos, los mandos quedarían conformes con el experimento. Yo lo había propuesto y ellos aceptaron porque les iba a servir para intereses menos complacientes que el mío. Como me habían anunciado, los detalles del encuentro comenzaron a desvanecerse a las pocas horas y en su lugar se abrió paso un intenso dolor, que partía del lóbulo occipital para extenderse hacia el frente de la cabeza. El proceso de olvido es angustioso, pero los protocolos se aseguran de que no guarde memoria alguna de esa tarde. Respecto a ella, yo provoqué el error y supongo que se ocuparían los equipos especiales. Prefiero no pensarlo: hacerle daño hubiera sido aún peor que lo que me esperaba por haberme saltado las reglas. Escribí como pude el informe de la misión y algunas anotaciones personales en mi diario, de las que extraigo estas líneas. Al anochecer salí a caminar sin rumbo. Luego volví a la cápsula y de forma metódica dispuse todo para el regreso.

Pequeño cuento de cumpleaños

Pequeño cuento de cumpleaños

"No puedo ya ir contigo, Peter. He olvidado volar, y...".
Wendy se levantó y encendió la luz: él lanzó un grito de dolor... ».

[Peter Pan, de James Matthew Barrie]

Nicolás ha cumplido tres años. Soñaba con una guitarra y le contó su sueño a mamá convirtiéndolo a la realidad, con inmediatez y sin dudas. "Mamá, quiero una guitarra". Mamá lo llevó a ver una guitarra, porque los sueños se cumplen, porque todos los sueños los cumple mamá. Por ahora. Luego vendrá la vida. Ahora todo es verdad y es mentira y no es nada de eso, no importa, todo es igual. Nada. Niño de agua y sal. Niño de Aire. Nicolás cumple tres años y se quedó mirando fijamente la guitarra en la tienda, hace unos días, sin separarse de ella, mirándola despacio como para darle una forma propia y hacerla corresponder con la guitarra de sus sueños. Quizás jugaba a adivinar que la realidad siempre adquiere formas distintas a las de los sueños o no exactamente las de los sueños. ¿Sabrá reconocerla?

Mamá le regaló esta mañana la guitarra. Nicolás, al verla, quedó extrañado y preguntó: "¿Y esto qué es, mamá?". "Una guitarra", le dijo mamá. "Una guitarra como la que tú querías". Nicolás se quedó en silencio, interrogando al sueño, la guitarra y el deseo. Mamá lo sacó de ese atolladero como a un pequeño animalito y se colgó la guitarra para tocarla. Nicolás la miró divertido. Luego vino la yaya y Nicolás le pidió a la yaya que se colgara la guitarra y la tocara. Nicolás la miró divertido. Más tarde, Nicolás le pidió a papá que se colgara la guitarra y la tocara. Lo miró divertido. Por fin, vino la tata y Nicolás le pidió a la tata que se colgara la guitarra y la tocara. Luego Nicolás se fue al colegio y la guitarra se quedó en casa a esperar, con las notas colgando. Nicolás se llevó el sueño a la escuela. Sus tres años. Y el triángulo de felicidades inconexas para darle vueltas interminablemente. Cuando vuelva por la tarde, quizás los dos lados (su deseo y la guitarra en casa) se tocarán y harán una perfección infantil sin vacilaciones. Para asegurarse, Nicolás les pedirá a todos que se cuelguen la guitarra para él, y la toquen. Y así la guitarra le hará olvidar el deseo de una guitarra. Todos los niños saben completar este juego y así en ellos no cabe ninguna tristeza de otoño ni nada parecido. Basta ajustar un poco las cosas con ayuda de mamá y los demás y la guitarra que descansa en la habitación será el deseo soñado. Por la noche, cuando todos se hayan ido, Nicolás se quedará la guitarra en su cama, y la dormirá y volverá a soñarla y a desearla, y a cumplir tres años. Dormirá y despertará en los ojos de mamá, como si ella nunca se hubiera movido de ahí. Y al levantarse por la mañana, él solo se colgará la guitarra para tocarla. Luego echará a volar y nosotros lo miraremos absortos y encantados, con los pies bien pegados al suelo.

Partida

Partida

Fue precisamente Carlos quien propuso jugar al parchís. Los niños apuraban el comienzo de la noche correteando por el jardín y lanzándose a la piscina en la oscuridad. Carlos se asomó al porche a mirarlos. No sé quién los va a convencer para ir a la cama hoy, dijo como para sí mismo, y se metió al otro lado de la estrecha cocina americana para rellenar los vasos. Clara puso el tablero encima de la mesa y elegimos colores. Marta agitó su cubilete rojo en mi oído, para fastidiarme, luego hizo girar el vaso de anís en su mano y le dio un largo trago. El ruido del dado y el del hielo se parecían un poco. “Te voy a machacar, cariñito”. Me hizo reír. Estaba borracha o lo estaría pronto, y le advertí sobre las consecuencias del día siguiente. Durante la partida Carlos le anuló varias veces sus fichas. Hacía girar el dado y el número lo llevaba otra vez a la casilla de Marta, y Marta... vuelta a casa y a sacar un cinco para jugar de nuevo. No estaba en condiciones de organizar una defensa o un ataque, ni se preocupaba por ello. En cierto momento se dejó caer contra el respaldo y miraba con la cabeza desmayada mientras Carlos se comía otra de sus fichas. Estaba divina en el contraluz. Lo pasamos bien aquella noche, aunque tuve que llevarme a Marta a empujones hasta nuestro bungalow. Acosté a los niños y ella se dejó caer en los sillones del porche. Cuando salí, Marta terminaba de liar un canuto. Levantó apenas los ojos mientras repartía saliva sobre el borde del papel, y después de cerrarlo con sus suaves dedos lo encendió con la cabeza doblada sobre el hombro izquierdo. La vi entornar los ojos frente a la llama. Sonreía como si estuviera sola o en otro lugar. Antes de pasármelo me dio un beso larguísimo, mezclando en mis labios un fluido de saliva alcohólica y humo de marihuana. Me excitó. Tomé uno de sus muslos blancos y le pasé los dedos entre las piernas, por debajo de las bragas de algodón. Las rodillas se le doblaron levemente y arqueó el culo. Mucho tiempo después de dejarme, cuando pensó que ya no me haría daño saberlo, Marta me confesó que aún no comprendía cómo había ocurrido aquello. No sabía si fue algún gesto de Carlos, no sabía si la risa, no sabía bien qué, pero recordaba con claridad que en un momento de esa partida empezó todo entre ellos dos. Lo demás no les costó demasiado.

Cruzamos la noche

La verdad que tenía una sonrisa inalcanzable y yo lo supe desde el principio, pero cómo no vaciar la noche admirándola, para hilvanar en el pensamiento una mínima advertencia de lo que podría ser tenerla. Tener esa sonrisa, para mí solo. Ella había quedado sentada así, de frente a la calle suspendida en la madrugada, hueca como un escenario. Así, los pies en el siguiente escalón de piedra, las rodillas dobladas y los brazos sobre ellas. Yo me acosté contra el muro, que en realidad le hacía de pedestal a la efigie de un prócer de la medicina, y desde ahí la miré, vadeando esa distancia corta pero intensa. Extrajo del bolso un recipiente chiquito, con un círculo azul y otro blanco, se sacó las lentes de contacto y las cambió por unos anteojos de pasta oscura. Se puso hermosa pero ya no encontraba más formas de decírselo. A cada atisbo ella le clavaba a mis palabras o a las conversaciones unos largos silencios que parecían definitivos, como si al segundo siguiente fuera a decir:

-Mira, yo estoy cansada, mejor me voy a casa.

Y sin embargo, ahí estábamos. A la espera de un milagro, como diría el Tete. La melena caoba le caía sobre los hombros en un remanso de volúmenes, y en lo alto de la frente se había hecho un bucle aplastado hacia atrás, que sujetó con un pasador. Eso le despejó la mirada como un cielo de verano y pensé en decírselo.

-¿Te gusta la noche? -pregunté.
-Por supuesto, mucho más que el día.
-Las de verano son las mejores.
-Sí -dijo ella-. Perfectas para cualquier ocasión.

Me quedé pensando en las ocasiones perfectas.

-La noche es mi territorio. -Hice una pausa-. Lo que me gusta es que por la mañana parece un sueño. Así que cualquier cosa puede ocurrir o parecer que ha ocurrido...

Ella asintió sin decir nada ni mover la cabeza. Asintió, o yo creí que lo hacía, con uno de sus silencios. Pudiera ser que no.

-Y sin embargo, aquí estamos -tanteé.
-Sip.

Dijo así: sip, como si quisiera que la afirmación le quedara dentro de la garganta, envuelta en nada.

-¿Qué haces, dónde estás ahora?

Se volvió para mirarme e inició una sonrisa. Luego dijo no con la cabeza, despacio, sin quitarme los ojos de encima. No, dijo moviendo la cabeza, muy claro pero en silencio otra vez. Nítido. No.

-¿Cruzamos la noche? -preguntó después.
-Crucemos la noche... pero, ¿a dónde?
-No sé -dijo poniéndose de pie, y se limpió la suciedad de los pantalones con unos manotazos-. Crucemos...

Me incorporé.
-...al otro lado. ¿Te parece?

Echó a andar enseguida, cuando aún estaba terminando de preguntarme si me parecía, con ese tono burocrático ("¿te parece?"), y yo me dispuse a seguirla. "Me apetece un chocolate frío y espeso", dijo en voz muy alta, como aniñada. Dejé que se adelantara unos metros y me detuve para mirarla caminar. Serenamente bajó la avenida y pronto la vi mezclarse con la gente que ya ganaba las calles, hasta que su figura entró blanda en la claridad inicial del día, el sueño y la mañana.

Samuel Beckett en bicicleta

Samuel Beckett en bicicleta

Creo que fotografié a Samuel Beckett en el verano de 1998, posibilidad ciertamente improbable. Habíamos pasado la noche en la granja de Gregg en Wicklow, cerca de Dublín, durmiendo en un ala polvorienta del caserón en cuyas estancias amplísimas permanecía detenido, en mitad de julio, el frío de varios inviernos. A la mañana siguiente salimos a conducir por los alrededores, antes de zambullirnos en la capital, en busca de algunos asentamientos de la Edad de Bronce. Al rato Andrew detuvo el coche en un cruce de caminos que dominaba una loma y me alejé del automóvil para caminar por el arcén de la carretera, entre los inmensos campos verdes que con suavidad irlandesa se deslizaban en valles y arroyos, hacia unas casas situadas a un lado, donde tal vez hubiera un pub con una mesa junto a la ventana. Si el sol se colaba por entre los cristales, podría pedir una buena pinta de Guinness y sentarme a releer poesías de Juan Luis Panero, como hacía en el Finnegan’s Wake de Gloucester Road. Mientras me dirigía allá, en la lejana curva perpendicular al sol apareció la silueta inconfundible del autor de Esperando a Godot, pedaleando sobre una vieja bicicleta. Lo reconocí de inmediato y sin duda. Cualquiera puede imaginar con facilidad el aspecto de Beckett sobre una vieja bicicleta irlandesa. Venía en dirección opuesta a la mía y al llegar al borde de la cuesta, como si jugara, se dejó caer por el extremo de la uve que perfilaba la carretera, con los pies apoyados en los pedales a media altura. Hice visera con una mano y me detuve para mirarlo bien. Era un encuentro increíble. Me giré para comunicarles mi descubrimiento a Andy y Pabs. Si querían verlo debían darse prisa, pero los dos se habían dejado caer entre la hierba y el sol que entraba y salía de las nubes, recortando claroscuros en las colinas. Dispuestos a ignorar a Beckett una vez más. Sospecho que ya lo habían hecho antes y que quizás aquella despreciativa actitud debería haberme alertado contra el delirio. En la radio del coche, mitigada por la distancia, sonaban los Smiths, creo que Hotel California, un tema que nunca interpretaron. A alguien tendría que contarle lo que estaba ocurriendo, porque era bastante extraño: cruzarme de esta manera con Beckett, que ya llegaba al ángulo de la rampa e iba a iniciar la parte jodida de la uve, la de subida hacia donde me encontraba yo. Saqué del bolsillo la cámara fotográfica que me había regalado unos días antes Maggie y preparé el encuadre. Lo vi a través del objetivo, pero estaba a una distancia aún lejana para disparar porque el aparato carecía de zoom y de casi todo, salvo del disparador y un sistema medianamente automático con el que rebobinar la película. Beckett, por su parte, había ganado velocidad en la bajada; en el falso llano se le agitó un poco el manillar, pero alcanzó a sujetarlo con cansancio y aprovechó el impulso para iniciar el ascenso. Luego pedaleó sin prisa, como si moliera pienso para el ganado. Lo enfoqué. Metido en el cuadradito que sirve para situar la imagen en el foco, la cara de Beckett me gustó aún más de lo habitual. Igual podría ser un palurdo que el ganador del premio Nobel de Literatura. Llevaba gorra de cazador y por los lados le asomaba un relámpago de cabello blanquecino en fuga. Él también me miró, jadeante por el esfuerzo, con las arrugas hechas canalillos sudorosos. Mantuvo la cara arriba y cuando se acercó lo suficiente, gemía la bicicleta con un ritmo apagado, le disparé. Beckett entornó los ojos en la forma de una tormenta, dos haces fulgurantes que me traspasaron. Tuve miedo y decidí no bajar la cámara, para simular que fotografiaba el paisaje y no a él. Beckett pasó a mi lado y contuvo un instante el sobrealiento envejecido para insultarme: “Fucking cunt!”. Me lo había ganado, por impertinente. Por eso nunca me ha gustado aquella foto. Cuando la revelé, Beckett ya no parecía Beckett. Lo miré bien pero... era sólo un viejo cualquiera camino de alguna hacienda, del que quise aprovecharme para imitar esas postales en las que un fragoroso anciano irlandés en bicicleta compone la pintoresca imagen del país. Desaproveché una gran ocasión, sabía que Samuel Beckett y yo no volveríamos a vernos. Él había muerto en diciembre de 1989 y yo ando demasiado ocupado.

Te olvidaré siempre

Te olvidaré siempre He recordado la historia de cierto luchador de esgrima al que un florete le atravesó un ojo y le arrebató la memoria. El espadín cruzó sin ruido la malla protectora del casco y entró en el cerebro del hombre como en un melocotón. Al tocar el hueso agujereado del cráneo se arqueó levemente y luego salió hacia atrás, llevando consigo una baba sanguinolenta que debía ser la sustancia fisiológica de los recuerdos. El hombre no murió, volvió a nacer en más de un sentido. Tras varios meses en coma despertó sin recordar nada, ni su propia identidad. Su mujer lo había velado todo ese tiempo pero él la desconoció. Los médicos avisaron que algo así podía ocurrir, pero la esposa quedó destrozada. Cuando se rehízo, inició un juego de cariño para aquel hombre sin sensaciones que aún era su esposo, porque la memoria del amor es mutua o no es nada: si tú no me reconoces yo jamás podré reconocerte a ti. De cualquier modo la mujer venció sus dudas y en largos monólogos frente a su cama, tomándole de la mano, acariciándole la frente mientras él dormía, le habló sin descanso, en el intento de que vibrase algún tejido remoto de recuerdo, pasajes, espacios comunes en los que pudiera darse una correspondencia que desencadenase el complejo proceso. El hombre le devolvió las atenciones algo pesaroso. Agradecía, pero sin encontrarle significado al despliegue de ella. Hacia el final de los días la fatiga lo acosaba con violencia. La primera vez ella le pidió un beso porque pensó que tal vez las sensaciones de la piel pudieran obrar el milagro; quizá la mente no la recordara pero el cuerpo sí... Los doctores observaron conmiserativos y le pidieron que lo dejara reposar, que mañana estaría mejor. Él aceptó besarla. Al hacerlo no advirtió nada distinto pero no se lo dijo. Al día siguiente, sin embargo, el hombre había olvidado de nuevo todo, incluida la mujer, el lugar en el que estaba, su historia, por qué había llegado allí, las circunstancias del accidente, las palabras amables de quienes lo atendían. Su mismo nombre. Y todo lo que aprendió en las siguientes horas se desvaneció al despertar otra vez en otra jornada. Y así con todas. Cada mañana era una aparición en un perfecto vacío sin lados, sin referencias, que los médicos observaban con espanto y el hombre, con extrañada naturalidad, porque para él cada vez era la primera, sin antecedentes, sin conciencia de su propia inconsciencia. La mujer no cedió en el empeño y en cada nuevo día lo cubrió de atenciones crecientes. Prefería ignorar la evidencia del olvido y levantar ante ella un desesperado muro de confianza. Tras varias semanas de proceso repetido, de diálogos de un solo lado, de contenciones, el enfermo atisbó el cansancio definitivo, que le llegó espoleado por las migrañas. Miró a la mujer con desaprobación, sin decir nada, a través de ese sable que lo laceraba entre los ojos, la habitación envuelta en un filtro de luminoso veneno centelleante. De repente le molestó que ella le hablara como a un niño y le dijo que no la conocía, pero no sólo eso; le dijo que le resultaba imposible aceptar que alguna vez la hubiera amado, como ella insistía en repetir cada día. Que igualmente podría haber amado a cualquiera de las enfermeras que se asomaban cada tanto al borde de su cama. El reproche creció a un grito cuando ella trató de envolverle el rostro en una caricia. Desechó la mano con furia e hizo volar la bandeja de la cena. Después pugnó por arrancarse los goteros y casi la golpeó. Ella se retiró temblorosa, en un inicio de llanto que contuvo el puño cerrado sobre la boca. Dos enfermeras llegaron para inocular un sedante. Fueron insultos, fue desprecio, fue una crueldad acumulada a lo largo de las interminables horas de ese mismo día, fue la violencia de la que sólo un desconocido sería capaz. Pero a ella le dolía más que nada esa batalla sin fronteras. Se marchó a casa. Durmió apenas, ensimismada en la tristeza, en el abandono. A la mañana siguiente resolvió volver. Olvidar lo ocurrido y volver. Al llegar lo encontró sonriente, porque él tampoco recordaba nada.

Consejos para el vuelo de los hombres

Consejos para el vuelo de los hombres Yo soy el hombre que aprendió a volar. Volar es sencillo. Igual que amar, comer o dormir, tiene que ver con nuestra voluntad. No son necesarias especiales condiciones físicas ni morales. Únicamente se precisa el deseo de hacerlo, y respetar algunas normas básicas. Dando por hecho que usted siente la irreprimible necesidad metafísica de volar y sin que importen los motivos para ello, le diré cómo hacerlo: junte los dos pies por los talones, de modo que dibujen entre sí un ángulo de unos 45 grados. Mantenga el cuerpo erguido y los hombros relajados pero firmes, las manos abiertas con los dedos separados y las palmas mirando al suelo. Después, comience a batir, al principio de forma muy leve, sólo las manos, aprovechando las articulaciones de la muñeca. Este movimiento es el más importante y debe realizarse de forma veloz, constante y acompasada, para que el cuerpo se eleve poco a poco y sin perder el equilibrio. Cuando eso ocurra, extienda los brazos muy poco a poco, con cuidado de no perder el equilibrio, y siga batiéndolos, cada vez con más fuerza, concentrándose en el rigor de ese aleteo. Es importante. Tal y como advierten los cuadernos de aeronáutica, si se disminuye la velocidad de una de las extremidades o se eleva la de la otra, si el movimiento no es perfectamente simétrico, se corre el peligro de una elevación desigual e incontrolada, y ahí el hombre que aspira a volar se arriesga a un accidente fatal. En cualquier caso, a mí nunca me ha ocurrido. Después de volar durante años puedo asegurar que el hombre está natural y genéticamente dotado para esta actividad, que pertenece a su singular naturaleza. Una vez que se alcance una altitud de dos a tres metros del suelo, lo suficiente para perderse del alcance del resto de los hombres, tiéndase el cuerpo en posición decúbito supino, adelantando la barbilla para favorecer la aerodinámica, sin perder el control de los movimientos. Para iniciar el vuelo propiamente dicho se deberán extender los brazos alejándolos por completo del tronco y batirlos de acuerdo a la velocidad deseada, al mismo tiempo que se separan las piernas ligeramente, a modo de timón. De ese modo se ganará destreza en el vuelo, y hasta podrá usted, vencidas las primeras y lógicas inseguridades, planear elegantemente sobre los edificios.

 

Yo vuelo desde hace años. Descubrí esta facultad maravillosa por puro azar o por necesidad, una tarde en la que me perseguían por las calles varios desconocidos que querían darme muerte por causas que ignoro. Para defenderme intenté primero golpearlos, pero sin éxito porque las fuerzas me abandonaban en el instante del contacto y mi puño se ablandaba y hundía en el estómago de mis rivales. Se rieron con bocas enormes y aprovechando ese momento decidí escapar... Doblé trabajosamente la primera esquina en la huida. Para avivar mi avance me acostumbré a tomar impulso en los muros o las personas, usándolos a modo de convenientes pértigas. Aún así mi velocidad resultaba insuficiente y mis agresores seguían ganando terreno, aunque incomprensiblemente sin alcanzarme del todo.Fue entonces, apurado por la necesidad de una locomoción más efectiva, cuando inconscientemente me lancé sobre el suelo con el cuerpo recto y paralelo a las baldosas y, apoyando con vigor y de forma alterna las dos palmas sobre el piso, avancé como lo hacen los niños cuando juegan a la carretilla con un amigo que los toma por las piernas... La diferencia era que las mías no las sujetaba nadie, y sin embargo yo no apoyaba los pies en el suelo. Por algún motivo, mis extremidades inferiores se habían vuelto ingrávidas y descansaban cómodamente a media altura, como sostenidas por un hilo invisible. Gané velocidad mientras intentaba comprender este fenómeno, hasta que el ritmo de palmetazos sobre el suelo se hizo tan exigente que me fue imposible mantenerlo. Apenas me acordaba ya del peligro que me acechaba y que parecía definitivamente alejado, y como el cuerpo no me pesaba sentí que podría avanzar batiendo simplemente contra el aire. Retiré las palmas del piso y así, ajeno a todas las leyes de la física, quedé suspendido a dos palmos de la tierra y comencé a dar brazadas como si nadara. Ligero, me alejé de mis perseguidores. Estaba salvado. Fue una sensación extraordinaria de plenitud.

 

De ahí en adelante repetí el método cada vez que me vi en peligro, y cada vez pude salvarme sin dificultad y ahorrarme la angustia inicial de la lucha y la penosa huida. Lo sigo haciendo. Tan pronto como advierto la posibilidad de una amenaza salto sobre el torso, me acolcha el aire, y yo nado y nado hasta la salvación y ante el asombro de los transeúntes. Después de acumular varias de esas experiencias y perfeccionar el método reparé en que lo que en verdad hacía no era nadar, porque tal actividad exigía el agua y el torpe comportamiento del cuerpo en ese medio ajeno. Lo que yo hacía iba más allá, constituía en verdad la primaria realización de un viejo anhelo: estaba volando. A ras de suelo y de modo heterodoxo, tal vez de una forma menor, aún demasiado humana o temerosa, sin elevarme excesivamente para rebajar los peligros. Pero era volar, innegablemente, y el logro exigía un paso adelante.

 

Fue así como aspiré fugaz y convencidamente a lo que ahora hago: volar con gran regularidad, casi a diario, como las mismas aves, superando la torpeza y el miedo iniciales hasta conseguir un absoluto control de mis movimientos: vuelvo ligeramente el cuerpo en los virajes, detengo el movimiento de los brazos para planear, los agito si quiero remontar una corriente de aire, y reproduzco el majestuoso y pausado aleteo de los grandes pájaros al cruzar los valles y surcar de curvas su cielo. Generalmente son vuelos cortos, o al menos yo tengo esa impresión, aunque me resulta imposible decir por cuánto tiempo se prolongan y me parece que esa puede ser una pista de la irrealidad, de la sensación de éxtasis en la que me sumerjo al volar. Hacerlo ya supone para el hombre una experiencia de intensidad extraordinaria, por la propia dinámica de esa actividad y por las implicaciones filosóficas que tiene el cumplimiento pleno, consciente y definitivo de una aspiración antiquísima que yo he superado. Además, volando he conocido lugares ignorados y he disfrutado de una libertad inimaginable: he rodeado con mi cuerpo las agujas de las catedrales y los estrechos andadores que comunican sus torres sobre las cúpulas; he atravesado nubes en un picado invertido para ver el sol a su misma altura, de frente como a cualquier otro rostro del mundo; y he sobrevolado los mares variando los ángulos hasta lograr que el agua fuera mi cielo, o un muro gris que se levanta vertical y oblicuo sobre mí, amenazante, poderoso y tímido.

 

No sé si yo soy el único hombre que vuela o si alguien me ha visto hacerlo alguna vez. Jamás me he cruzado en el aire con un congénere y, aunque estoy convencido de que volar es un sueño al alcance de cualquiera, intuyo por mi experiencia que se trata de una actividad íntima. Sé que algunos dirán que miento o me llamarán loco, pero yo sé que he volado y que esta noche volveré a hacerlo. No hay forma de negar mi memoria y la conciencia pleno de lo percibido: en mi cerebro están grabados el terror inicial de la altura y el miedo posterior a ser abatido. Cuando vuelo me siento feliz, y cuando revivo la experiencia mi cuerpo y mi cabeza se llenan de ese mismo gozo. Cierro los ojos y veo con claridad los lugares que sobrevolé anoche. Al dejar el apoyo siempre hay unos metros iniciales de caída libre y después comienza el planeo, y el cuerpo remonta sobre ese extraño algodón de aire hasta pasar por encima de la siguiente azotea, sobre los campanarios, siempre hacia arriba.

Esa superación del miedo, y el mismo miedo, son tan nítidos ahora mismo, cuando en la vigilia anoto estas impresiones en mi diario, tan precisos y tan informes como el terror que sentí en los bordes espumosos de un acantilado, frente al viento atlántico y el confín de la isla. Podrán negarme los hombres, pero yo soy capaz de evocar sin dudas el ladrillo rojo que dibuja formas geométricas en las balconadas, y la celosía en las ventanas con arcos que sobrevolé otras noches. Veo las luces que recortan las almenas del castillo hasta el que volé, cruzando una noche de ceniza y edificios del color de la arena. En estos días la temperatura desciende al caer el sol, y cuando vuelo el viento me abre los ojos como si quisiera desgarrarlos, y las lágrimas resbalan por mi rostro, veloces como el agua sobre los ventanales de aquella tarde de plata y amor tras la lluvia, en una tierra de montañas y verdes hondonadas. Todo eso lo reconozco con tanta viveza y seguridad como reconocen los cachorros el aliento exacto de su madre, que les impide extraviarse. Como recuerdo yo el gesto detenido y marrón, como estatua de barro, de aquel ahogado que arrancaron al lecho del río.

 

Si así lo desean, sigan pensando que un hombre no puede volar. Yo les replico con un vertiginoso picado: algo así sólo lo dirán quienes aún no lo lograron.
 
Post Scriptum: He anotado arriba que en el despegue vertical debe tomarse una altura suficiente para evitar ser alcanzado por los hombres que observan la acción, si los hubiera. Téngase en cuenta que, por motivos diversos, si usted intenta volar se verá inmediatamente asediado por gentes de toda condición que desaconsejarán que lo haga y que tratarán de retenerlo en el suelo. Puede que usted no quiera escucharlos y que su convicción reúna mayores fuerzas que las razones de ellos. Pero sepa que aun así estará en peligro: mientras puedan tocarlo serán capaces de interrumpir su despegue; un mero contacto es suficiente, y sólo con el roce de un hombre caerá usted al suelo y se verá obligado a regresar a la posición inicial. No es sólo la derrota moral lo que le dolerá entonces. También resulta costoso recuperar después el impulso conseguido en el primer intento. Es aconsejable, así, que usted intente echar a volar siempre en soledad, cuando nadie pueda verle.