La verdad que tenía una sonrisa inalcanzable y yo lo supe desde el principio, pero cómo no vaciar la noche admirándola, para hilvanar en el pensamiento una mínima advertencia de lo que podría ser tenerla. Tener esa sonrisa, para mí solo. Ella había quedado sentada así, de frente a la calle suspendida en la madrugada, hueca como un escenario. Así, los pies en el siguiente escalón de piedra, las rodillas dobladas y los brazos sobre ellas. Yo me acosté contra el muro, que en realidad le hacía de pedestal a la efigie de un prócer de la medicina, y desde ahí la miré, vadeando esa distancia corta pero intensa. Extrajo del bolso un recipiente chiquito, con un círculo azul y otro blanco, se sacó las lentes de contacto y las cambió por unos anteojos de pasta oscura. Se puso hermosa pero ya no encontraba más formas de decírselo. A cada atisbo ella le clavaba a mis palabras o a las conversaciones unos largos silencios que parecían definitivos, como si al segundo siguiente fuera a decir:
-Mira, yo estoy cansada, mejor me voy a casa.
Y sin embargo, ahí estábamos. A la espera de un milagro, como diría el Tete. La melena caoba le caía sobre los hombros en un remanso de volúmenes, y en lo alto de la frente se había hecho un bucle aplastado hacia atrás, que sujetó con un pasador. Eso le despejó la mirada como un cielo de verano y pensé en decírselo.
-¿Te gusta la noche? -pregunté.
-Por supuesto, mucho más que el día.
-Las de verano son las mejores.
-Sí -dijo ella-. Perfectas para cualquier ocasión.
Me quedé pensando en las ocasiones perfectas.
-La noche es mi territorio. -Hice una pausa-. Lo que me gusta es que por la mañana parece un sueño. Así que cualquier cosa puede ocurrir o parecer que ha ocurrido...
Ella asintió sin decir nada ni mover la cabeza. Asintió, o yo creí que lo hacía, con uno de sus silencios. Pudiera ser que no.
-Y sin embargo, aquí estamos -tanteé.
-Sip.
Dijo así: sip, como si quisiera que la afirmación le quedara dentro de la garganta, envuelta en nada.
-¿Qué haces, dónde estás ahora?
Se volvió para mirarme e inició una sonrisa. Luego dijo no con la cabeza, despacio, sin quitarme los ojos de encima. No, dijo moviendo la cabeza, muy claro pero en silencio otra vez. Nítido. No.
-¿Cruzamos la noche? -preguntó después.
-Crucemos la noche... pero, ¿a dónde?
-No sé -dijo poniéndose de pie, y se limpió la suciedad de los pantalones con unos manotazos-. Crucemos...
Me incorporé.
-...al otro lado. ¿Te parece?
Echó a andar enseguida, cuando aún estaba terminando de preguntarme si me parecía, con ese tono burocrático ("¿te parece?"), y yo me dispuse a seguirla. "Me apetece un chocolate frío y espeso", dijo en voz muy alta, como aniñada. Dejé que se adelantara unos metros y me detuve para mirarla caminar. Serenamente bajó la avenida y pronto la vi mezclarse con la gente que ya ganaba las calles, hasta que su figura entró blanda en la claridad inicial del día, el sueño y la mañana.