Samuel Beckett en bicicleta
Creo que fotografié a Samuel Beckett en el verano de 1998, posibilidad ciertamente improbable. Habíamos pasado la noche en la granja de Gregg en Wicklow, cerca de Dublín, durmiendo en un ala polvorienta del caserón en cuyas estancias amplísimas permanecía detenido, en mitad de julio, el frío de varios inviernos. A la mañana siguiente salimos a conducir por los alrededores, antes de zambullirnos en la capital, en busca de algunos asentamientos de la Edad de Bronce. Al rato Andrew detuvo el coche en un cruce de caminos que dominaba una loma y me alejé del automóvil para caminar por el arcén de la carretera, entre los inmensos campos verdes que con suavidad irlandesa se deslizaban en valles y arroyos, hacia unas casas situadas a un lado, donde tal vez hubiera un pub con una mesa junto a la ventana. Si el sol se colaba por entre los cristales, podría pedir una buena pinta de Guinness y sentarme a releer poesías de Juan Luis Panero, como hacía en el Finnegan’s Wake de Gloucester Road. Mientras me dirigía allá, en la lejana curva perpendicular al sol apareció la silueta inconfundible del autor de Esperando a Godot, pedaleando sobre una vieja bicicleta. Lo reconocí de inmediato y sin duda. Cualquiera puede imaginar con facilidad el aspecto de Beckett sobre una vieja bicicleta irlandesa. Venía en dirección opuesta a la mía y al llegar al borde de la cuesta, como si jugara, se dejó caer por el extremo de la uve que perfilaba la carretera, con los pies apoyados en los pedales a media altura. Hice visera con una mano y me detuve para mirarlo bien. Era un encuentro increíble. Me giré para comunicarles mi descubrimiento a Andy y Pabs. Si querían verlo debían darse prisa, pero los dos se habían dejado caer entre la hierba y el sol que entraba y salía de las nubes, recortando claroscuros en las colinas. Dispuestos a ignorar a Beckett una vez más. Sospecho que ya lo habían hecho antes y que quizás aquella despreciativa actitud debería haberme alertado contra el delirio. En la radio del coche, mitigada por la distancia, sonaban los Smiths, creo que Hotel California, un tema que nunca interpretaron. A alguien tendría que contarle lo que estaba ocurriendo, porque era bastante extraño: cruzarme de esta manera con Beckett, que ya llegaba al ángulo de la rampa e iba a iniciar la parte jodida de la uve, la de subida hacia donde me encontraba yo. Saqué del bolsillo la cámara fotográfica que me había regalado unos días antes Maggie y preparé el encuadre. Lo vi a través del objetivo, pero estaba a una distancia aún lejana para disparar porque el aparato carecía de zoom y de casi todo, salvo del disparador y un sistema medianamente automático con el que rebobinar la película. Beckett, por su parte, había ganado velocidad en la bajada; en el falso llano se le agitó un poco el manillar, pero alcanzó a sujetarlo con cansancio y aprovechó el impulso para iniciar el ascenso. Luego pedaleó sin prisa, como si moliera pienso para el ganado. Lo enfoqué. Metido en el cuadradito que sirve para situar la imagen en el foco, la cara de Beckett me gustó aún más de lo habitual. Igual podría ser un palurdo que el ganador del premio Nobel de Literatura. Llevaba gorra de cazador y por los lados le asomaba un relámpago de cabello blanquecino en fuga. Él también me miró, jadeante por el esfuerzo, con las arrugas hechas canalillos sudorosos. Mantuvo la cara arriba y cuando se acercó lo suficiente, gemía la bicicleta con un ritmo apagado, le disparé. Beckett entornó los ojos en la forma de una tormenta, dos haces fulgurantes que me traspasaron. Tuve miedo y decidí no bajar la cámara, para simular que fotografiaba el paisaje y no a él. Beckett pasó a mi lado y contuvo un instante el sobrealiento envejecido para insultarme: “Fucking cunt!”. Me lo había ganado, por impertinente. Por eso nunca me ha gustado aquella foto. Cuando la revelé, Beckett ya no parecía Beckett. Lo miré bien pero... era sólo un viejo cualquiera camino de alguna hacienda, del que quise aprovecharme para imitar esas postales en las que un fragoroso anciano irlandés en bicicleta compone la pintoresca imagen del país. Desaproveché una gran ocasión, sabía que Samuel Beckett y yo no volveríamos a vernos. Él había muerto en diciembre de 1989 y yo ando demasiado ocupado.
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