Donde también llovieron hombres
Invierno de 2005
La niebla se posó sobre la ciudad durante días sin cuenta, y desaparecieron en la bruma las torres de las iglesias y las aguas del río, y se oían campanas invisibles en el cielo y un rumor de aguas abajo, donde una vez quizás estuvo la cuenca aunque los hombres ya no lo recuerdan porque la niebla emborronó sus memorias y los días se parecían tanto unos a otros que el tiempo perdió sentido y significado, y vino el nuevo Año pero no vino el sol, ni una luz mínima que diera algo de calor, y las rosas perdieron sus colores y los árboles extendían brazos fantasmagóricos en los paseos, y las farolas parecían altísimos hombres de luz débil en el cerebro, que se tragaba la niebla; y la niebla se hizo más y más intensa y se alimentó a sí misma y creció y se hizo más densa. Y los hombres caminaron por la ciudad sin rumbo y descubrieron nuevos senderos sin saberlo. Creyendo que caminaban los antiguos, algunos no volvieron jamás, otros se acomodaron en casas que no eran las suyas, pero quizás encontraron dentro a alguien solo o triste que bien hacía en recibir el regalo que era una persona perdida que había encontrado su casa. Y muchas familias quedaron mezcladas, ignorantes de ese ensueño, y muchos niños fueron huérfanos porque los padres cruzaban los puentes y no regresaban jamás, o lo hacían por un puente equivocado que desembocaba en otra avenida, y volvían a cruzar entrelazando caminos durante horas y horas, de orilla a orilla, hasta que su desorientación hacía ya imposible saber de qué lado del río habían quedado. Y algunos hombres y mujeres se entristecieron por no verse ya nunca, por no volver a escuchar esa voz que en la memoria ganaría matices falsos y perdería los verdaderos, aunque eso no importa porque sólo es verdad algo si lo recordamos y no importa de qué modo lo recordemos. Así, la ciudad se hizo presa de un pesimismo desconocido por no ver más el sol, y del cielo añorado, porque ya no había Cielo ni Tierra, llovieron cuerpos de hombres que surgían fugazmente de una nube y fugazmente se perdían otra vez en el vaho con un estruendo callado de huesos que se quiebran en sinfonía. Y la gente tropezaba con los cadáveres invisibles, porque invisible era el suelo y los hombres no veían el principio ni el final de sus propios cuerpos ni de sus propias existencias, sólo una mancha intermedia donde se aloja el estómago y cabe una oración que pida misericordia. Y conforme avanzaban los días y nadie acertaba ya a saber cuánto tiempo había pasado desde que esa niebla infame se posó sobre la Inmortal y antiquísima ciudad, conforme avanzaban los días la niebla se cerró aún más poderosamente alrededor de los cuerpos y los objetos, y la ciudad careció de límites porque toda ella era un espacio sin principio ni final, como el esqueleto de los humanos, y se perdían amigos y se desconocía a los enemigos. Ya nadie era nadie ni quería serlo, el pasado se había diluido, confundido con el futuro y con el ahora. Ya no importaban los nombres ni las identidades, sólo los olores, los aromas, y los hombres y las mujeres se husmeaban como bestias y por el olor decidían y hablaban, sí, se hablaban, pero de un modo que jamás conocieron antes porque las caras eran apenas una bruma cambiante y la honestidad podía ser o no ser, de forma que todo y todo hombre estaba autorizado por el silencio de los ojos a decir la verdad o una verdad conveniente. Y puede que así los hombres se hicieran mejores, o no, eso ya nunca se va a saber. Y se detuvo el tráfico cuando las autoridades prohibieron la exhalación de humos de los vehículos porque la polución, dijeron los políticos, empeoraba la niebla porque atrapaba los gases en la burbuja gris de los días, alimentando esa nube indecente que había tragado a la ciudad, y además hubo un día en que nadie veía lo suficiente para circular, aunque eso sólo se supo después de que los hombres constataran una gran cantidad de muertos por atropellos, y autobuses que habían desviado su línea para tropezar con puertas de piedra o caer al río y ser engullidos por un pozo antiguo e insaciable. Todo fue quedando poco a poco detenido y en la ciudad ganó un silencio hueco y una luz intermedia que no era día ni oscuridad, sino un duermevela de sol que no se acuesta ni se levanta, y así pasaron las noches y las mañanas y a cualquier hora las personas dormían o despertaban en perfecto desacuerdo, de forma que pronto caminaba con pasos silenciosos para no ser advertido, y apenas podía uno distinguir sollozos ocultos que venían del interior de algunas casas, y por las ventanas y las puertas abiertas saltaban al algodón ciego de la calle. Hubo robos, violaciones, latrocinios, coimas, asesinatos, saqueos, asaltos, pederastia y exhibicionismo, un festín de inmoralidad ingenua, salvada por la desgracia que todos habían padecido bajo esa niebla infame. Y sólo los amantes alcanzaron a tener un instante de felicidad quizás, si supieron buscarlo, y protegidos por la niebla opaca desnudaron sus cuerpos libremente e hicieron el amor silenciosos en el mismo lugar en el que un día, cuando la ciudad era limpieza y sol y cielo azul, se conocieron o rozaron por primera vez sus manos o sus labios quisieron encontrarse, y en ese lugar inconcreto que pudo ser un banco o una espalda contra la pared o el zaguán de una casa o la madera mellada de un banco, en ese lugar los amantes recogieron uno contra otro lo que restaba de sus cuerpos extraviados y se introdujeron uno en el otro con gozo sin igual, y quizás descubrieron que en el mismo banco y a la misma hora o en esa esquina exacta un roce de hombro desnudo contra hombro desnudo venía a significar que ese espacio no era sólo suyo, sino también de otros amantes que igualmente habían decidido recordarse en silencio mutuo y encontrar en el tacto lo que la vista ya no les diera. Y pasaron los días, y pasaron los meses, y pasó un tiempo indefinido y vinieron niños, hijos de la niebla, que apenas vieron los ojos grises de sus padres. Y crecieron y la niebla se retiró, y volvió la vida, y volvió el sol una mañana, sin que nadie supiera por qué entonces o por qué no antes o después. Y entonces todos quedaron ciegos a la vista de ese sol repentino disparado a raudales que negó sus retinas en una mañana despechada, pero a nadie le importó esa nube de leche que quedó bañándoles los ojos porque qué era si no niebla, como la misma niebla de todo ese tiempo que nadie supo o pudo o acertó o le importó contabilizar, y qué importaba si ellos ya se habían acostumbrado a aceptar esa nueva forma de existencia, y qué era esa ceguera sino la posibilidad interminable de seguir amándose y perdiéndose y encontrándose libremente como en esos días largos sin cuenta en los que la niebla retuvo la ciudad en suspenso. Un viento devorador había arrastrado la niebla y les había devuelto las esquinas, los límites, el contorno exacto y conocido de su ciudad, justo antes de enfurecerse inhumanamente y levantar esa misma ciudad por los aires, desgajando día a día las piedras, sacando las puertas de sus goznes, derribando piedras de la muralla como si fueran guijarros, revoleando las campanas de las torres que las guardaban. Finalmente, en un furor despiadado, vació la cuenca de los ríos que atraviesan la ciudad y se llevó en andas a los hombres que en vano se aferraban unos a otros y ascendían en abigarrados grupos chillones, hasta algún otro lugar de esta Tierra, donde también llovieron hombres cuando el viento se detuvo. Y regresó la niebla. Y volvió el ruido ahogado de huesos que en sinfonía se quiebran invisibles contra el suelo.
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lorena -