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Somniloquios

Fondo de armario

La profecía del taxista

La profecía del taxista


En estos cuatro años he escrito mucho sobre Gabriel Milito, por el que sentí indisimulada predilección desde antes de su llegada al Zaragoza. En Milito se da todo lo necesario en un jugador para hacerlo irresistible a la vista y la escritura: la prestancia de las formas, el carácter, eso que un amigo llama el poder de la argentinidad (tan apreciable para las descripciones de quien observa), el talento para competir y sobreponerse. Hay jugadores que son blandos, precisos para la semblanza y el elogio medido; otros resultan tan excesivamente perfectos que uno no puede hablar de ellos sin incurrir en el ditirambo o la promiscua exageración de floripondios. Diríamos que son más grandes que las palabras: ¿Cómo expresar a Maradona o a Michael Jordan? ¿Cómo añadirles matices a sus hechos, a su estilo, a las maravillas que frecuentan? ¿Qué decir de Ronaldinho o de Messi que no se haya dicho o suene a frase poética común? Con Milito no es así: se deja contar. Me gusta releer las cosas que he escrito de él, y eso no sucede ni con todos los futbolistas ni desde luego con todos los textos. Ahora que ya no pertenece al Zaragoza, siento por su marcha la misma nostalgia que he descubierto otras veces cuando se llevan a algunos futbolistas. No a todos. La primera vez me ocurrió con el Lobo Diarte, al que de niño nunca me gustó ver con las camisetas del Valencia o el Betis.

En estos cuatro años he conocido parcialmente a Gabriel Milito, con el que tuve una buena relación personal desde su llegada: siempre se portó de forma generosa conmigo en el día a día y cuando le pedí entrevistas que quería media España (literalmente), y él me las concedió. Más importante que eso es que ha jugado muy bien para el Zaragoza. Cuando uno trabaja tan cerca de los futbolistas, la relación se convierte en un extraño híbrido cambiante e imposible de descifrar. A Gabi yo lo he admirado como lo pueda admirar cualquier muchacho, con la misma ingenuidad, idéntico arrobo. Como despedida, voy a dejar consecutivamente un par de artículos de mi fondo de armario, los dos publicados en Heraldo. Este primero hace referencia a un pasaje personal: en el verano de 2003, mientras Gabi Milito era rechazado por el Madrid y luego venía al Zaragoza, estábamos en Buenos Aires. Bastaba nombrar Zaragoza para que todo el mundo nos hablase de Gabi Milito. Quizás este comienzo de su paso por el Zaragoza explique esa transferencia de afectos a la que me referí antes. Esta profecía de un taxista porteño quedó completa el día que el Zaragoza se enfrentó al Madrid galáctico en La Romareda y le empató en un choque vibrante en el que Milito estuvo formidable. Se cumplió a rajatabla y yo, rebasando los géneros, no me resistí a contarla.

La profecía del taxista  

El taxista de Buenos Aires era un visionario. Ni bien supo que veníamos de Zaragoza abrió fuego: "Aaaaah, Miliiiito... ¿Lo vieron jugar? ¡Pero es un jugadoraso!". Y ahí sin más, mientras le daba a la teclita del reloj -ese artilugio que en España, con afán anglosajón, llamamos taxímetro-, tomó por Alvear y anunció, como si no dijera nada: "El día que juegue contra Ronaldo le va a sacar todas. ¡Y guarda que no lo suba a un muro de alguna trompada...!". Era el pasado verano. Acabábamos de ver a Les Luthiers en el Teatro Coliseo de la capital argentina, o sea que traíamos la caja partida por el medio de tanto reír. Pero el tipo era un visionario, un sabio: aquel tachero era de no creer. En el largo camino hasta el 1.300 de Avenida Santa Fe comprendimos que su cabeza estaba vacía de fronteras, literalmente. Para empezar, él venía de padres italianos y su esposa, declaró, confesaba ascendencia polaca. Que un tipo así hubiera acabado conduciendo un taxi parecía una obligatoriedad del destino.

Esa misma convicción en el juego del Mariscal y en la atrocidad cometida por el Real Madrid al despacharlo la mostraron varios dependientes de tiendas de ropa deportiva, tres hippies que exponían cuadros en las mañanas de los sábados en Plaza Francia, el guardia jurado de la Recoleta que nos indicó cómo llegar a la tumba de Evita, un joven que oficiaba de mozo tras la barra de una despendolada fiesta de estudiantes -en una casa abandonada en la que un par de morochas bailaron la danza del vientre-, el del kiosko de los diarios, varios camareros en distintos establecimientos, un botones en el hotel de Península Valdés y el guía naturalista que nos explicó por qué las ballenas francas se reúnen en la playa del Doradillo. Y desde luego, todos los taxistas. (Todos no. Hubo uno -un tipo de 150 kilos que manejaba encajado entre el volante y el asiento- también italiano, loco por el automovilismo y que hinchaba por Ferrari. Podría haber sido el amigo grandote de Joe Pesci en Goodfellas. Otro, aún más increíble, confesó que no le gustaba el fútbol. Se confirma, así, que hay al menos una persona en toda la Argentina a la que no le importa la pelota...).

Pero al que nos ocupaba más arriba, sí. A pesar de su admiración por Milito, el tipo no era hincha de Independiente, no. Eso no es extraño. Para empezar, los taxistas argentinos nunca declaran de primeras su devoción. Es una táctica acabadísima. Usted les pregunta de qué equipo son e, invariablemente, la respuesta es ésta: "Del mejor equipo del mundo". Y se callan sin decir el nombre. De esa forma manifiestan de primeras su orgullo y, de paso, lo comprometen al cliente para dictaminar si sabe de fútbol o no sabe de fútbol. No hace falta decir que el juicio es subjetivo por demás: el tipo puede morir por Boca, River, San Lorenzo, Newell's (pronúnciese Ñuls), Olimpo, Temperley o Barda del Medio, digamos... pero si usted no acierta a-la-pri-me-ra, su credibilidad habrá quedado muy disminuida.

Me parece recordar que aquél apoyaba a Estudiantes. Podría ser, porque estaba tan loco como Bilardo y Verón juntos... Cuando enfilaba las últimas rectas de la avenida, esquivando autos de carril a carril como en un vídeojuego, nos contó su gran ocurrencia: construir un subterráneo desde Buenos Aires hasta Bariloche, el centro invernal de vacaciones por excelencia de Argentina, la Suiza de los Andes. Le hicimos notar algo que sin duda no ignoraba: la distancia entre un lugar y otro es como de 2.000 kilómetros. Su contestación aún me da vueltas en la cabeza: "¿Y? Piensen en el metro... Seguro que al tipo al que hace 150 años se le ocurrió que los trenes corrieran por debajo de las ciudades le dirían loco. Y ahora ya ve... un éxito. Además -apuntó-, cada 100 kilómetros podríamos montar centros comerciales donde se vendiera nafta y hubiese columpios para que jugaran los pibes". Ahí paró el reloj. Habíamos llegado.

Si la realidad tiene forma de espejo, como nos gustaría pensar, ese taxista le contará hoy a un cliente que Milito cumplió anteayer la profecía que él le hizo a un grupo de españoles. Le confirmo desde acá: "Maestro, el Gaby se las sacó todas a Ronaldo. Cuando lo vi arrojarse al suelo para impedirle un gol, pensé que lo subiría al alero de una trompada".

El color de la derrota

El color de la derrota

Para Arancha, a cambio de una sonrisa.

El Zaragoza ha cambiado su camiseta 'avispa' por el último diseño : un azul marino sin referentes históricos. El amarillo espanta a Paco Flores, y esa superstición está en el origen de tan desconcertante variación. Los colores no ganan ni pierden, pero refieren una historia más allá de la anécdota.

Amarillo es el trigo limpio de los campos que mece el viento, y el corazón de algunas flores, y amarillo es el sol que los alimenta y que arde en el desierto, también amarillo. Amarillo es el destello último de algunos ojos y la mirada de las fieras, amarilla es la melena del león que dibuja un niño y amarillo es el oro de los tigres, que fascinaba al viejo. Amarillo el cabello laberíntico de Marilyn, amarilla la melena de Lana Turner y el fulgor radiante de Jean Harlow; amarillo el pañuelo en el cuello de John Wayne, la piel de Homer Simpson, las camisas viejas, los diarios olvidados en un cajón, el periodismo estúpido...Amarillas las natillas de mi abuela -con galleta, por favor-, y sus manos amarillas, de un amarillo precioso; amarilla la yema del huevo frito, amarillo el plátano de Canarias y el azafrán del curry indio, y amarillos los girasoles, y amarillo el mundo soñado de Van Gogh, y amarilla la silla de su habitación en el Arlés amarillo.

Amarilla es la cara interna del capote y el destello de la espada. Amarillo el impermeable de los hombres de mar, mis camisas, y el jersey del niño pijo. Amarillo era el tractor, y el submarino. Y amarillos son los taxis de Nueva York. Amarilla es la fiebre. Y amarillo el oro.Amarillo es el campeón del Tour de Francia, y amarillo es Aitor, aunque le digan dorado. De amarillo visten los Lakers de la California amarilla. 'Verde e amarelha' es la bandera del campeón del mundo, y su camiseta amarilla, sobre el negro de los genios. Amarilla y negra es la de Peñarol de toda la vida, y la del Iberia Sport Club lo era. Amarillo tiene también la bandera de Aragón, y el brazalete de capitán del Real Zaragoza, que llevó Aragón, claro, y después Vellisca. Amarilla podría haber sido la tarjeta a Cuartero, aunque otro día quizá lo sea, quién sabe, porque esto depende del árbitro, que también puede ir de amarillo. Y amarillas fueron muchas otras cartulinas, demasiadas, ayer en el Heliodoro.

Pichi Alonso, Valdano y Amarilla fueron un día la delantera de este club, cuyos orígenes tienen una camiseta amarilla y negra, como el tronco de las avispas. Amarilla y negra era la tradición recuperada por deseo del presidente Soláns Serrano en 1996 en Sevilla, amarilla y negra la herencia de la Gimnástica. ¿Por qué no jugar de amarillo y negro? Porque una superstición, la de Flores, vale más que una tradición o que la historia, parece. Amarilla es su fobia, y nuestra camiseta, muy vendida y muy querida. Amarillos eran, a pesar de todo, la publicidad de Pikolin y los números de los jugadores, que ayer vestían no de avispa, sino de azul marino y azul turquesa.Azul marino y azul turquesa. Ni blanco, ni verde, ni azul cian, ni rojo de los 'tomates', ni amarillo y negro de los 'avispas', todos los colores en casi 70 años. Amarillos y negros fueron los cinco goles en el Bernabéu, y otros muchos. Amarillos como el pelo de Jamelli tras el penalti de La Cartuja. Amarillos como la cabeza de Pardeza, como la Copa de Sevilla. La derrota no es amarilla. Ni tampoco la victoria. Amarilla, y negra, es la camiseta de este equipo. O lo era.

Foto: La inolvidable Marilyn, uno de los protagonistas corales de este artículo que se publicó en Heraldo con ocasión de un partido en Tenerife. Cuando vimos salir al Zaragoza de azul marino y turquesa, nos quedamos espantados. Pedro Luis, como es él, entró en ignición disparando argumentos históricos por los que el Zaragoza no podía vestirse con el primer pijama que encontrase en el armario. Mientras el partido se deshilachaba, yo me puse lírico.

La Zapalomita

La Zapalomita

El periodista Carlos Paño me envió hace ya unos días un mail en el que me invitaba a recordar en Somniloquios este texto sobre el debut, una tibia noche de mayo de 2004, de Jorge Zaparain. A él le encanta, supongo que al menos por razones de amistad: la suya conmigo y la suya, sobre todo, con Zaparain. Carlos incluso me lo envió adjunto, por si no lo guardaba y para establecer de qué modo su entusiasmo tenía la forma de una solicitud. En realidad yo sí lo tenía, no por afán narcisista, sino por el deseo de entrever aún quién soy y, de paso, combatir aquella feliz anotación de Borges: "El periodismo es escribir para el olvido". Somniloquios va creciendo y algunas mañanas, en el duermevela silencioso que precede a la vigilia, cruzo pensamientos informes que me hacen temer que este espacio de huida acabe por devorarme. Acuciado por un impulso de mito paradójico, me entrego a esa posibilidad. Inauguro esta sección de escritos contra el olvido (Fondo de Armario), de ritmo agosteño, con este mínimo homenaje a los jugadores que completan un tránsito hasta la cumbre del fútbol, para enseguida iniciar otro interminable que consiste en caminar hacia atrás, no olvidar de dónde vinieron y saber a dónde van. Más o menos imposible. Ahí va la Zapalomita... el iniciático encuentro del joven Zaparain con el implacable Ronaldinho.  

En el aire denso de mayo colgaban pelusas ingrávidas, como si el estadio se hubiera sumergido en un mar. Parecía el Sur de Capote o de John Kennedy Toole, una atmósfera de algodón deshilachado que entorpece la noche. Ronaldinho la cruzó a paso de vértigo en su ritual ingreso en el césped. Al otro lado, Zapa recogía los balones con los que Álvaro procuraba enfriarle el nervio de un debut. La grada aplaudió rabiosamente el nombre del portero en los altavoces y silbó con ardor la puesta en escena del Barça. En esa contraposición se resumía la noche: Zapa contra el Barça; Zapa contra Ronaldinho... No es seguro que el orden correcto fuera uno u otro.

De momento, Ronaldinho se hizo al lado izquierdo y de allí partió sólo con la intención evidente de llegar al gol: tiró un par de pases y un par de faltas, preciosos pero inefectivos. Una la tomó Zapa en posición rigurosamente vertical, junto a su poste, y la otra se perdió por un lado. Los dos se cruzaron cuando el brasileño recibió un pasecito a la espalda de la defensa y Zapa lo fue a buscar abajo. Le ganó por una coleta.

A esa altura el portero ya había resuelto dos o tres situaciones cotidianas precisamente así, con aire rutinario. Vestido de púdico gris, hizo de la noche la continuación de cualquier otro día. Eso es notable cuando a uno lo ponen de estreno frente al Barcelona. Pero Zapa estaba en el partido, estuvo siempre, y ni siquiera el gol de Saviola le supuso una derrota. Siguió adelante como si nada. Antes le había sacado la carga a un pelotazo del argentino, más tarde descolgó un par de centros y sujetó otro disparo. Lo vimos dudar en una pelota muy larga que alejó Ponzio. En general, Zapa sostuvo su figura por encima de cualquier incertidumbre.

Al gol de Savio le contestó Cani, y luego Soriano anotó el empate. Merece la pena detenerse en ese tanto, por varios motivos. El primero, la insistencia del zaragozano, al que Víctor se inventó en la banda izquierda, donde faltaba Savio. Villa se pasó la noche girando hacia ese lado. Soriano lo encontró dos veces. En la segunda, la aceleración del Guaje frente a Oleguer reunió la emoción de las grandes jugadas. Villa amagó por fuera y enganchó hacia dentro, salió zumbando y dejó atrás al azulgrana como un tren deja una estación. Al cerrarse contra la línea arrastró a la defensa... y luego abrió todo el ángulo en el toque atrás. Vino para Soriano, que goleó cruzado, seguro.

La grada ya no pudo sujetar la celebración. Tenía ansia de alegría. Cantó la de los campeones, la de Movilla, la de Villa maravilla y hasta la de Darío Franco, que suena desde los días grandes. Y cerró el año con dos aplausos de significado diverso, que hay que examinar. El que le dedicó a Villa suponía el reconocimiento al jugador más notable del año; el de Toledo ampliaba el aprecio a otros valores: Toledo será un jugador muy imperfecto, pero también un estupendo defensor.

El epílogo, inevitablemente, lo escribió Zaparain, otra vez frente a Saviola. El argentino disparó con cierto desorden y el balón se fue hacia la escuadra. Entonces Zapa saltó, dramáticamente, describiendo un arco muy largo con el cuerpo. Adelantó las manos, grácilmente recogió la pelota y cayó con ella en los guantes. Envuelto en aplausos. Acababa de inventar la Zapalomita.

El presidente de hierro

El presidente de hierro

Nota: El tiempo y el fútbol, materias ingobernables, han hecho de este artículo un gracioso anacronismo. En los días en que fue publicado Florentino Pérez era generalmente tenido por el reinventor del fútbol. Iba, efectivamente, camino de convertir al Real Madrid en el club de referencia deportiva y, sobre todo, económica. El final de esta temporada 2002-03 quedó marcado por el incidente de Pérez con Fernando Hierro, que explica parcialmente el titular.

Heraldo de Aragón, julio de 2003
 

Florentino Pérez ha hecho del Madrid el club más rico y admirado, pero su modelo de capitalismo salvaje ya le ha generado tensiones. En Puerto Portals, en Palma, el Pitina II se balancea acostado sobre el malecón, entre un sinfín de embarcaciones. El nombre pintado en la popa es el de una dama: María Ángeles Sandoval, Pitina. El Pitina II es propiedad de Florentino Pérez, Florentino es el presidente del Real Madrid y Pitina, su esposa. El yate supera en tamaño a un buen número de naves pero, conforme se recorre la dársena, se descubre que también es considerablemente más pequeño que muchas otras. Puerto Portals, así, confirma la teoría de la relatividad.

Se sabe que a Florentino Pérez (Madrid, 1947) le gusta navegar, como a todos los potentados del universo; y también le gustan el fútbol y el Real Madrid, afición que comparte con las clases medias y las bajas. Sólo en cierto modo. Ocupó concejalías y subsecretarías con el Gobierno de UCD, y después un sillón de piel en Construcciones Padrós. Integró el Partido Reformista Democrático, fue presidente y consejero delegado del grupo Ocisa, candidato a presidente blanco -vencido por Ramón Mendoza (1994)- y, ahora, dirige y preside ACS. Y el Madrid. Su sueño, dijo.

Su victoria electoral sobre Lorenzo Sanz -que había ganado la séptima Copa de Europa y manejaba el aparato mediático- se debió a un truco soberbio. Florentino le birló al Barcelona a su estrella, el portugués Figo, firmándole un precontrato en medio del proceso electoral de ambos clubes; en él estableció que, en caso de no completarse el fichaje, el futbolista abonaría 5.000 millones a Pérez. Después, les prometió a los electores incrédulos que, si Figo no venía, les pagaría el abono de la siguiente temporada a cada uno de los 100.000 socios. Con el dinero de Figo, claro. Y ganó.

Aquella jugada maestra prefiguraba la concepción más audaz de un club, el modelo extremo. Una versión salvaje del libre mercado que, como tal, sufre de contradicciones esenciales. Florentino compra a los mejores jugadores del mundo, sólo a los mejores, sin considerar criterios deportivos. A Florentino no le importa pagar un potosí por el solista que llene el campo y le venda 9 millones de euros en palcos de lujo. Lo que de verdad lo mata es que le cuelen a un secundario de 24 millones. Su permanencia en un segundo plano durante este tiempo ha sido irreal. Florentino ha presidido y ha dirigido, en el más estricto sentido del término. Cuando le ofrecieron al delantero Saviola, antes de que firmara por el Barça, preguntó cuánto costaba: “4.000 millones, presidente”. “Pues lo compraremos cuando valga 10.000”, replicó. Hace poco le hablaron de Milito, un defensa central argentino. Se negó. Con ese nombre, vino a decir, no vendería ni tres camisetas.

Se dice que Florentino detesta a los futbolistas, bajo la sospecha de que sólo piensan en el dinero. Y cree que su sueldo no les autoriza a las veleidades. Hace unos días fulminó a Fernando Hierro, capitán y símbolo perdurable del Real Madrid, por plantear un motín contra los actos de celebración del título de Liga, comprometiendo la imagen del club. Luego prescindió de Vicente del Bosque: “El Madrid precisa un entrenador más tecnificado”, adujo. Una frase así -con ese cinismo o ese aire de informe patronal- no se había visto jamás en el fútbol.

Florentino Pérez ha cambiado las reglas, con todas las consecuencias. Los futbolistas saben que van a jugar con los mejores y a reunir admiraciones y títulos. Que trabajarán para el club más grande. Pero, tras el episodio impensable de Hierro, les acecha una impresión casi metafísica: se sienten un valor abstracto, otro apunte contable en una implacable disciplina mercantil. Florentino los ha hecho millonarios, campeones y... proletarios.

La leyenda del rey temeroso

La leyenda del rey temeroso

Heraldo de Aragón, abril de 2004 

En el principio suele haber un episodio de apariencia anecdótica que pone los hechos en marcha. El nudo de la historia lo señala un instante crítico, en el que el protagonista se enfrenta a una bifurcación ante la que no le es dado, o no siempre, elegir un camino; digamos que puede haber sido señalado de antemano, quizás en su contra. Y que el hombre que surge al otro lado puede ser el mismo o ser definitivamente otro. Esa incertidumbre es la que, en la larga tercera secuencia, dirige su existencia hacia la búsqueda de un fin. En la vida de Hicham El Guerrouj (Marruecos, 1974) podemos entrever esos momentos y conjeturar a partir de ellos el perfil de esta figura mayúscula. El niño Hicham nació hace 29 años en Berkane, una ciudad al nivel del mar, cerca de la frontera con Argelia. Fue el cuarto de ocho hijos, un chico afilado y tímido. Con la misma ligereza con la que obedeció el instinto de diversión infantil y se hizo portero de fútbol, lo cambió a los 15 años por el atletismo. Nada dice el motivo de ese tránsito a favor de una vocación: El Guerrouj se quitó las rodilleras y la camiseta de guardameta de su equipo local sólo para satisfacer a su madre, quejosa porque el hijo ensuciaba la ropa cada día.

Muy pronto, el destino de Hicham resolvería el peso de esas anécdotas. Ingresó en el Instituto Nacional de Atletismo de Rabat y conoció a su entrenador, Abdelkader Kada, esa clase de técnico veterano de distancias psicológicas como el 5.000 o el 10.000, capaz de modelar su vertiginoso talento y servirle de inspiración. Pasemos de largo su veloz evolución juvenil: enseguida El Gerrouj se elevó como ángulo de la revelación marroquí, atribuida a Mohamed Midouri, antiguo jefe de seguridad del rey Hasan.

En apenas cinco años iba a anticipar de modo dramático los plazos del relevo en el 1.500, prueba cardinal del atletismo. A su llegada, la distancia pertenecía al argelino Nourredine Morceli, quien pronto alcanzó la certeza de que había algo monstruoso, casi mágico, en la forma de correr del joven marroquí. Algo que lo alejaba peligrosamente de modelos y previsiones. Morceli había sucedido a Aouita y tenía sólo 27 años. Pero ese Hicham que ahora corría a su lado no le pidió permiso al tiempo ni a la historia: “Hubo una era Coe, una era Aouita y ésta es la era de El Guerrouj”, diría. Desde entonces, ha ganado cuatro veces el Mundial y batido los records de 1.500 y de su hermana, la milla, devastando la tradición. Pero fracasó en sus dos Juegos y eso lo separa de los popes de todos los tiempos:el australiano Herb Elliott, quien nunca fue derrotado en esas dos distancias; el inglés Sebastian Coe, la expresión más alta del 1.500; o Aouita, quien de forma brutal se atrevió en los 80 con todo el rango del medio fondo, del 800 al 5.000.

El Guerrouj mide 1,78 y pesa 59 kilos. Tiene las piernas considerablemente largas y un liviano pecho elevado. Quienes lo han visto entrenar en el Atlas marroquí hablan de cargas asombrosas, series que completa a un ritmo propio de carreras de 400 o 500 metros. Eso explicaría la inalcanzable velocidad de crucero que lo define y que permite su arquitectura de carrera preferida: el ataque largo. Como si se protegiera de algo, del vértice helado de un temor, pudiera ser.

No sería difícil rastrear la huella de ese miedo. Nace en la noche olímpica de 1996 en la que quiso destronar en Atlanta a Morceli y acabó rodando por el piso, después de tropezar con el argelino. Culpó a su rival con ira e injusticia. Para expiar la lástima guardó una foto del incidente y la lleva a cada competición: “Me recuerda por qué y para qué sigo corriendo”. La fotografía oculta el estrépito íntimo de la caída y el apresurado tintineo de la campana, que le anunció la última vuelta antes de irse al suelo. En Sydney 2000, de nuevo lo rindió el temor:“Sentía a todo mi pueblo y a mi rey mirándome”, admitió tras perder en 1.500 y en 5.000.

Cada una de sus formidables zancadas aleja de la memoria una campana obsesiva que lo hace caer. La última secuencia de esta historia comenzó en Atlanta y debe culminar en Atenas, este verano. El Guerrouj sabe que allí lo aguarda, monstruosamente, el incierto final de su propia leyenda.

El rey encuentra su corona

El rey encuentra su corona

Heraldo de Aragón, verano de 2004 

Final olímpica de 1.500 metros

En algo más de tres vueltas al estadio un hombre dilucidaba el final de su leyenda, la victoria sobre sus obsesiones y todas las derrotas anteriores. Hicham el Guerrouj cerró en Atenas el círculo de su extraordinaria carrera, con laurel en la cabeza, lágrimas y una medalla de oro que el mundo le atribuía ya en Atlanta, hace ocho años, y que el destino le arrebató insistentemente hasta ayer.

El Guerrouj poseía todos los títulos posibles y todos los records humanos. Sólo le faltaba la gloria olímpica, que es la gloria del deporte por antonomasia, la que desean los atletas por encima de ningún registro y de cualquier título. El Guerrouj sufrió para lograr esa culminación que misteriosamente se le había negado. En el 96 sufrió una caída cuando ya era general la la la certeza de que el relevo generacional le correspondía: atrás quedaban Elliott, Coe, Cram, Aouita o Morceli. Hicham El Guerrouj sería el siguiente elegido. Su caída en aquella prueba lo marcó de forma brutal. Desde entonces llevó consigo la foto del instante fatídico, para conjurarla. Pasó cuatro años imponiéndose en todas y cada una de las carreras que disputó. Pero el oro también lo esquivó en Sydney. Ngeny, un prodigioso keniano, esculpió a su costa tres minutos y medio de eternidad.

El Guerrouj tenía ayer rivales. Lagat en primer término -y la posibilidad de una liebre keniana que le dispusiera la carrera a su gusto-, Kiptanui, compatriota del anterior, Reyes Estévez, Rui Silva... Si la carrera era lanzada a un ritmo mayor, el podio sería inevitablemente africano. Reyes y todos los demás precisaban un tiempo menos generoso. El español pronto se puso delante y precedió al trío keniano. El Guerrouj aguardaba por fuera, con una zancada serena, quizá ahuyentado los recuerdos, dominando su obsesión. Luego pasó al tajo.

Sobre el 800 lanzó la carrera y prolongó su cambio durante media vuelta, en una aceleración formidable que desató el pánico por atrás. Reyes aguantó momentáneamente, pero el paso de los metros lo fue enguyendo. La última vuelta se convirtió para el catalán en una evidencia de que su apuesta por los Juegos no iba a terminar en medalla. En la contrameta Rui Silva se había convertido en una aspiradora de hombres y se le puso cara de podio. Lagat resistió, pero eso ya se sabía. El 1.500 debería decidirse en la salida de la curva y en la recta definitiva. Ahí donde a El Guerrouj lo aguardaba el fantasma de Ngeny, que había tomado la forma indudable de otro keniano, Lagat.

Rui Silva no llegaba. Lagat atacó con todo. Los 80 metros finales fueron un hombro a hombro dramático entre los dos. Un final que aún subrayó mejor la victoria más grande del gran Hicham.

 

 

 

Jonathan Edwards, por Dios y por Gran Bretaña

Jonathan Edwards, por Dios y por Gran Bretaña

Steve Cram había ganado el Mundial de 1.500 y batido dos veces la marca universal de Sebastian Coe cuando reconoció: "Si no gano el oro en unos Juegos, seré considerado un fracasado". Entonces Cram tenía 25 años, pero nunca logró el oro olímpico, un metal de incalculable valor incluso para un hombre como Jonathan Edwards, creyente tan convencido como para reducir a la obviedad el significado de una victoria: "¿Qué tiene de especial? Se trata de saltar en un foso de arena...", dijo alguna vez para definir el triple salto, una de las disciplinas más complicadas y menos populares del atletismo. A los 34 años Jonathan Edwards es campeón olímpico: ha cruzado la frontera a la que aludió Cram y en la que él se había situado desde que en 1995 llevó el triple a una dimensión desconocida al saltar 18,29.


Hubo un tiempo en que Edwards se negaba a competir en domingo para no traicionar su devoto cristianismo. La decisión encajaba perfectamente con la fisonomía y la actitud del británico, un hombre desconcertante que parece cualquier cosa menos un atleta: tipo delgado y sin músculos aparentes, el pelo canoso, la desacostumbrada economía gestual, el hablar pausado... 

Podría pasar por ejecutivo que practica el deporte los domingos, o quizás por un seminarista. Pero no por un atleta de élite; y mucho menos por uno con capacidad para saltar por encima de los 18 metros, barrera infranqueable para la gran mayoría de los triplistas . Si se prueba a extraer del contexto de un estadio esa distancia y se la transporta al entorno cotidiano se descubre su dimensión extraordinaria. Algunos especialistas han comparado aquel salto de Gotemburgo con el legendario 8,90 de Beamon en longitud en México-68. No parece exagerado. Ayer, Edwards fue campeón olímpico con 17,71.

Su biografía describe una curva ascendente hasta 1995, el año de su explosión, y otra en declive después, si por declive se entiende la reducción de sus marcas. Hasta 1992 Edwards se consideraba sólo un buen atleta, un aplicado especialista al que no aguardaba la notoriedad. Anteponía sus convicciones religiosas a lo demás; honraba al Creador descansando el séptimo día. Cambió de opinión al ganar la Copa del Mundo de La Habana: era sábado por la tarde en Cuba... pero en su casa, en Inglaterra, el domingo ya había comenzado.

Su evolución se disparó. Consiguió ser tercero en los Mundiales del 93 y fue depurando la articulación de su salto, algo absolutamente ineludible en una prueba tan técnica. El resultado se tradujo en un 18,49 de dimensiones extraterrestres que no quedó homologado por el viento. Pero ese mismo año se aproximó de nuevo al vacío saltando 17,98 en Salamanca, y cruzó el Rubicón en Gotemburgo con 18,16 y 18,29.

Esa hazaña conllevó una experiencia dolorosa. Edwards, conquistador de un territorio desconocido, se convirtió en un prisionero de su marca. "Cuando tu mejor registro es un récord del mundo, el deporte se convierte en algo diferente: ya no sales con ese entusiasmo juvenil diciendo: ’Hoy voy a hacer récord’... porque sabes que no va a ocurrir". A pesar de su fe, le afectó; perdió rendimiento (fue plata en Atlanta y bronce en Sevilla-99) pero también su reconocida capacidad para relativizar todo: el tercer puesto en Sevilla acabó en lágrimas.

A la perturbación psicológica la acompañaron las lesiones: una operación de microcirugía en un tobillo hace dos años, en una zona fatal, crítica, en esta especialidad; después se lesionó en el pie izquierdo y se creyó que no comparecería en Sevilla.

Las mismas dudas acompañaron a su presencia en Sydney por una grave enfermedad de su suegra. Hubiera constituido una enorme decepción tras alcanzar la mejor marca del año en Leverkusen en junio. Al final Edwards, con la ayuda de Dios, ha accedido al Olimpo. Al menos él así lo proclama al explicar su mejoría con algo que semeja un salmo: "En lugar de soportar todo el peso sobre mis hombros, he aprendido a entregarle la presión que tengo a Dios, y a concentrarme en El, y en Su capacidad para fortalecerme".

El exiliado Larry Bird

El exiliado Larry Bird El ex jugador de Boston, leyenda de la NBA y oro olímpico, decide ‘hacerse’ europeo en protesta por el “deplorable baloncesto” que en su opinión juegan ahora los americanos Angola no contribuyó a la gloria del equipo de Estados Unidos (la denominación ‘Dream Team’ cae en desuso). Los americanos cerraron la primera fase con una victoria desinteresada (89-53), pero sus actuaciones han devastado la credibilidad del grupo y la de la NBA como modelo de baloncesto. El plan no era ese, pero a los americanos les salen cada vez más espinosas las incursiones en tierra extraña. Y crecen en el entorno las voces disidentes, despectivas con el modo de concebir el baloncesto y jugarlo de las estrellas de la NBA. La última tiene la autoridad de la leyenda: “Jugáis un baloncesto deplorable. (...)Hace tiempo que sospecho que los europeos son mejores, más inteligentes y más profesionales”. Lo ha dicho Larry Bird, nada menos, en una carta abierta a la web de Eurosport.

El texto no se limita a la ironía, aunque Bird frecuenta el sarcasmo cuando dice: “Leo en el foro de eurosport.es que vuestro baloncesto es de McDonald’s. Buena comparación. Jugáis como coméis”. Más allá, el fondo revela la contradictoria evolución del que ha sido considerado históricamente el mejor basket del mundo. Ahora, las protéicas exhibiciones yanquis generan la misma impresión de decadencia ‘kitsch’ que los neones de Las Vegas. Bird lo resume en el mortal arranque de su carta: “Lo que hacéis no es baloncesto. El basket americano ha quedado para hacer exhibiciones de mates y ‘alley hoops’ entre cuarto y cuarto. Y esto no es así”.

Bird fue tres veces campeón de la NBA con los Boston Celtics en los años 80; uno de los 50 mejores jugadores de la historia de este deporte. Y formó parte del ‘Dream Team’ original, el que cautivó al mundo en los Juegos de Barcelona y permanece inalterado como cima de un deporte y una competición, la NBA. Esa consideración ha girado. Lo peor no son las derrotas -frente a Puerto Rico, doloroso perder contra la 51ª estrella de la bandera, con Lituania...-; sino la impresión de que los demás juegan ‘mejor’ al baloncesto. De un modo más puro, basado en los fundamentos, atento a la evolución colectiva de la jugada. Bird se mofa: “El día que vuestro entrenador ¿os enseñó? el pase, la finta, el buscar al compañero mejor situado o algún concepto medianamente inteligente o no estábais o, lo que es peor, no lo comprendísteis”. La conclusión sería ésta: la NBA aún es la mejor competición, pero allí ya no se juega el mejor baloncesto. La escuela, los fundamentos
Hace pocos días, los chicos de Larry Brown asistieron a un partido del equipo femenino, que aún preserva la ‘esencia’ del juego. “Brown lleva a sus chicos a la escuela”, se apresuró a interpretar la afilada prensa americana. Traducido... esta manada de estrellas necesita rebajar testosterona y reaprender el deporte. Entender que la inteligencia suele corregir a la excelencia física. John Stockton es un ejemplo palmario. También Larry Bird, un tipo que nunca fue especialmente rápido ni especialmente ágil. Sólo fue especialmente bueno.

Mirando a esos chicos que almuerzan patatas fritas en el Queen Mary 2 perder con Puerto Rico, al viejo y genial Larry se le abrió la úlcera. Prefirió el ‘exilio’ a la vergüenza: “Se acabaron los partidos del ‘Dream Team’. A partir de aquí me aferraré a mis rasgos ‘alemanes’ para nacionalizarme europeo y apoyar al otro basket, al hermano pobre, a los argentinos, serbios, españoles o lituanos. Sencillamente, ya son mejores que nosotros”.