El hijo del instalador de gas
El hijo del instalador de gas levantó la cabeza para observar divertido su propia estatua de chocolate, una reproducción opaca de dos metros y medio de altura. Le sonrió de forma beatífica al gentío que presenciaba la escena y volvió los ojos otra vez hacia la mole, cuya cabeza terminaba en una cuña de cacao estriado en forma de cresta. Que a uno lo obliguen a admirar su propia estatua de chocolate parece un arbitrio decididamente estúpido, una solemne tontería que sólo explica el dinero, el negocio. Pero además, esa cresta... Hace ya casi un año que el hijo del instalador de gas no se peina así. Se dejó crecer el cabello, le hicieron ‘rastas’ como a un hijo trigueño del Caribe, y ahora alguien le acomoda dos coletitas: una sobre el cogote, la otra a media caída del pelo rubio hacia la nuca. La estatua, así, podrá ser un homenaje muy sentido, si es que los japoneses le llaman sentir a lo mismo que lo hacemos nosotros. Pero no respeta la condición fundamental del hombre al que aspira: la imagen. Al hijo del instalador de gas un detalle así apenas lo incomodaría. Pero puede que a David Beckham sí.
Ocurre que los dos son en realidad el mismo hombre, si es que eso es filosóficamente posible. La cambiante personalidad exterior del personaje obliga a preguntárselo. Sabemos que David Beckham (Londres, 1975) nació siendo hijo del ayudante de un instalador del gas, y que se crió en Leytonstone, uno de esos barrios del este de la capital británica que tanto y tan orgulloso carácter inspiran en sus vecinos. Una fábrica de arquetipos que hablan ahuecando las palabras en la boca y retorciéndolas en la garganta, de forma que entenderlos resulta imposible si uno ha estudiado inglés con los ingenuos cursos de la BBC. Para aprender ese inglés hay que vivir en Londres e ir más allá: frecuentar pubs sin música que nunca aparecen en las calles principales, en los que todo el mundo se conoce pero nadie se habla; aguantarle una conversación al repartidor que entra por la puerta trasera de los hoteles y restaurantes para dejar la mercancía; o, aún mejor, plantarse frente al andamio de un edificio en construcción y grabar durante horas las diversas barbaridades que los obreros ingleses les dicen a las chicas que pasan por abajo... Oír a Beckham no sirve. Él ha conseguido endulzar el tono agresivo de ese modo de hablar con una voz disminuida, que siempre parece articular una disculpa.
Beckham fichó por el Manchester United cuando era juvenil, y la pasada semana lo hizo por el Real Madrid. Fichar por el Real Madrid siempre fue algo distinto, extraordinario... especialmente desde que lo hiciera Alfredo di Stefano. Pero fichar ahora mismo por el Madrid es como poner una escalera y subirse a Marte, directamente. El Real Madrid de Florentino Pérez, su presidente, ha patentado el modelo definitivo de club moderno, postmoderno y ultramoderno, una versión salvaje del libre mercado. La idea de partida y de final sería ésta, ilustrada por una anécdota de Florentino... Cuando, antes de que fichara por el Barcelona, al presidente blanco le ofrecieron al argentino Javier Saviola, Florentino preguntó: “¿Cuánto vale comprarlo?”. “4.000 millones de pesetas”, le anunciaron. “Pues lo compraremos cuando valga 10.000”, replicó Pérez. (A Florentino Pérez no le importa que el solista estrella cueste un Potosí; lo que le molesta es que cuando mira a otro lado, le cuelen un secundario de 4.000 millones... Es el caso de Flavio Conceicao).
Lo más sorprendente del fichaje de Beckham por el Madrid es que sólo parcialmente tiene algo que ver con el fútbol. En el Manchester, por inspiración propia, el hijo del instalador de gas de Leytonstone aprendió a golpear el balón de una forma prodigiosa. Ha depurado su estilo hasta lograr tal limpieza de desplazamiento que, al decir de algunos, en el trayecto de la pelota el público puede entretenerse leyendo el precio y la marca del balón. Beckham golpea la bola con una precisión tan radical que parece que la tirara con un cordel. Dígamoslo de forma deliberadamente hiperbólica: si en el principio de los tiempos Beckham le hubiera pegado una patada a la bola del mundo para ponerla en funcionamiento, el movimiento de rotación del globo no hubiera existido, y por tanto ni los días ni las noches ni las estaciones. Formular una cosmogonía de acuerdo al pie derecho de David Beckham es una exageración, claro está. El futbolista inglés no inició el giro del mundo, pero casi tan insólito es el efecto que sus pelotazos y su figura de chocolate blanco han provocado entre los habitantes del planeta. Ese frenesí de idolatría es lo que le interesa a Florentino Pérez, porque las pasiones venden. Las sublimes y las perversas.
David Beckham es una pasión mundial. En el fútbol, vende más que nadie. Extrañamente, la contradictoria Inglaterra no participa de ese fervor de un modo tan alocado. En Inglaterra es donde Beckham es más un futbolista y menos un fenómeno de masas, seguramente por el efecto de invisibilidad que el cristal tiene en el agua: como lo dan por hecho, como ‘naturalmente’ es de allí, está allí... casi parece estúpido o inadecuado exagerar la nota para admirarlo. Incluso entre los hinchas del Manchester United es así. En su escala de ídolos, Beckham nunca se ha aproximado a la estatura de George Best, de Bryan Robson, de Eric Cantona, de Peter Schmeichel o, aunque parezca mentira, de Roy Keane. Además, en los últimos tiempos se había levantado entre ellos otra sospecha: que Beckham sólo entregaba todo su fútbol a la selección de Inglaterra. “Puedes marcharte, Beckham, pero no vamos a derramar ni una sola lágrima por ti”, proclamaba esta semana un articulista, reconocido seguidor del United, en el diario The Times. Es la contradictoria Inglaterra.
Porque, a pesar de todo, los tabloides le han dedicado durante años miles de páginas al futbolista y a su esposa, Victoria Adams. Los ingleses siempre andan a la búsqueda desesperada de dioses que releven a otros dioses, individuos que eternicen su innata y confusa percepción de superioridad. Desde que no están The Beatles, buscan grupos que sean The Beatles en el nuevo siglo, que sean y se les reconozca como los más grandes de la música mundial. Lo han hecho con Oasis, con Blur, con Coldplay; han pasado casi un siglo en busca de Fred Perry, y se empeñan moribundamente en Tim Henman. Quieren siempre un Nigel Mansell en la fórmula 1, un Henry Cooper o un Lennox Lewis en el boxeo. Quieren a otro Winston Churchill que se siente en todas las mesas donde se decida la guerra y la paz. Y, desde luego, en el fútbol quieren a otro Stanley Matthews, a otro Bobby Moore, a un Bobby Charlton... Primero hallaron a Paul Gascoigne en 1990, pero Gazza se empeñó en romperse la pierna varias veces y en pelearse después en bares nocturnos y volver a rompérsela. La cerveza y todo lo demás hicieron el resto... Desde que clasificó a Inglaterra para el Mundial de 2000 con un formidable tiro directo de falta contra Grecia, los ingleses han elegido a Beckham como al último sucesor de la estirpe.
Odio y redención
Pero esa historia de aceptación y luego adulación tiene un inicio verdaderamente terrible. A David Beckham, sus compatriotas lo demolieron de una manera absoluta y brutalmente despiadada después de su expulsión en el decisivo partido del Mundial 98 frente a Argentina. Para ello, la prensa sensacionalista no dudó en reventar los tópicos hasta lograr que Beckham fuera insultado, violentado y despreciado en cada campo de Inglaterra, hasta que el hedor del linchamiento se hiciera insoportable. Muchos de los tópicos que manejan los ingleses más conspicuos acerca del resto de las naciones tienen que ver con las innumerables guerras de su historia; así que la tarjeta roja que vio Beckham (por una pataleta contra Simeone) se comparó a la deserción de un soldado en El Alamein en 1942. Un traidor nacional. Y además, un imbécil. El escarnio resultó delirante. De Beckham y su esposa se hacían chistes todo el tiempo en Inglaterra, circulaban por internet y aparecían en televisión. Era como el Fernando Morán del año 82 o los vecinos de Lepe en la actualidad. Eran materia de risa.
Alex Ferguson cuenta que, al ver la expulsión de Beckham, quedó horrorizado ante el presagio de lo que se avecinaba y no pudo dormir en toda la noche. Beckham tuvo que ocultarse algún tiempo en Estados Unidos para huir del acoso mediático. En cuestiones como ésta, los periodistas ingleses pueden revelarse atrozmente imaginativos. Cuando al actor Hugh Grant lo detuvo la policía de Los Ángeles con su virilidad entre los labios de una prostituta negra, los diarios populares ingleses alcanzaron el paroxismo: se gastaron miles y miles de libras para enviar a sus sabuesos a California con pasaje de primera clase. No se detuvieron hasta dar con Divine, la profesional de la ortodoncia alternativa descubierta por Grant. La encontraron, desde luego, a pesar de que sólo tenían la foto policial como referencia. Y le pagaron una fortuna a la chica para que metiera su cuerpo excesivo en la réplica de un ajustadísimo conjunto de reja que Liz Hurley, la actriz que entonces aún era la novia de Hugh Grant, había vestido el día que su media naranja la llevó a los Oscars. Hurley es finísima, se ha operado todo lo que no tenía finísimo y así representó durante años la imagen de marca de Lancôme. A Divine se le salía la calle por fuera del tejido... Pero se puso la tela roja, hinchó los labios rojos y saltaron los flases. La foto apareció en decenas de portadas...
Para redimirse, Beckham no hizo nada distinto que jugar al fútbol lo mejor que supo, tirar pelotas con cordel a las que se les podía leer el precio, ganar y perder partidos, tener dos hijos con su mujer y no decir ni una sola inconveniencia. Ni hacerla. Ni una sola. Si acaso, las tonterías las decía su mujer en imprevistos raptos de exhibicionismo: habló de que el hijo del instalador del gas se ponía a veces sus bragas debajo de los pantalones de fútbol; que se pintaba las uñas; y que, pícaramente, ella acostumbraba a llamarlo ‘Goldenballs’ (pelotas de oro). De ahí en adelante, durante mucho tiempo, todos los titulares se refirieron a él así: ‘Pelotas de oro hace tal...’, ‘Pelotas de oro hace cual...’. Pero a Goldenballs lo hicieron capitán de Inglaterra –en el fútbol británico, la capitanía constituye un rango de extraordinario significado-, la Reina Isabel lo nombró Caballero del Imperio y la prensa dejó de insistir con ese apelativo mordaz. Ahora le dicen Becks, el futbolista relativo y el negocio absoluto. O Beckham, contradictorio orgullo inglés demolido y restaurado. Pero puede que el que mira a su estatua de chocolate delante de tanta gente, riéndose beatífico, mentiroso, no sea otro que David, el hijo del instalador de gas.
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