La profecía del taxista
En estos cuatro años he escrito mucho sobre Gabriel Milito, por el que sentí indisimulada predilección desde antes de su llegada al Zaragoza. En Milito se da todo lo necesario en un jugador para hacerlo irresistible a la vista y la escritura: la prestancia de las formas, el carácter, eso que un amigo llama el poder de la argentinidad (tan apreciable para las descripciones de quien observa), el talento para competir y sobreponerse. Hay jugadores que son blandos, precisos para la semblanza y el elogio medido; otros resultan tan excesivamente perfectos que uno no puede hablar de ellos sin incurrir en el ditirambo o la promiscua exageración de floripondios. Diríamos que son más grandes que las palabras: ¿Cómo expresar a Maradona o a Michael Jordan? ¿Cómo añadirles matices a sus hechos, a su estilo, a las maravillas que frecuentan? ¿Qué decir de Ronaldinho o de Messi que no se haya dicho o suene a frase poética común? Con Milito no es así: se deja contar. Me gusta releer las cosas que he escrito de él, y eso no sucede ni con todos los futbolistas ni desde luego con todos los textos. Ahora que ya no pertenece al Zaragoza, siento por su marcha la misma nostalgia que he descubierto otras veces cuando se llevan a algunos futbolistas. No a todos. La primera vez me ocurrió con el Lobo Diarte, al que de niño nunca me gustó ver con las camisetas del Valencia o el Betis.
En estos cuatro años he conocido parcialmente a Gabriel Milito, con el que tuve una buena relación personal desde su llegada: siempre se portó de forma generosa conmigo en el día a día y cuando le pedí entrevistas que quería media España (literalmente), y él me las concedió. Más importante que eso es que ha jugado muy bien para el Zaragoza. Cuando uno trabaja tan cerca de los futbolistas, la relación se convierte en un extraño híbrido cambiante e imposible de descifrar. A Gabi yo lo he admirado como lo pueda admirar cualquier muchacho, con la misma ingenuidad, idéntico arrobo. Como despedida, voy a dejar consecutivamente un par de artículos de mi fondo de armario, los dos publicados en Heraldo. Este primero hace referencia a un pasaje personal: en el verano de 2003, mientras Gabi Milito era rechazado por el Madrid y luego venía al Zaragoza, estábamos en Buenos Aires. Bastaba nombrar Zaragoza para que todo el mundo nos hablase de Gabi Milito. Quizás este comienzo de su paso por el Zaragoza explique esa transferencia de afectos a la que me referí antes. Esta profecía de un taxista porteño quedó completa el día que el Zaragoza se enfrentó al Madrid galáctico en La Romareda y le empató en un choque vibrante en el que Milito estuvo formidable. Se cumplió a rajatabla y yo, rebasando los géneros, no me resistí a contarla.
La profecía del taxistaEl taxista de Buenos Aires era un visionario. Ni bien supo que veníamos de Zaragoza abrió fuego: "Aaaaah, Miliiiito... ¿Lo vieron jugar? ¡Pero es un jugadoraso!". Y ahí sin más, mientras le daba a la teclita del reloj -ese artilugio que en España, con afán anglosajón, llamamos taxímetro-, tomó por Alvear y anunció, como si no dijera nada: "El día que juegue contra Ronaldo le va a sacar todas. ¡Y guarda que no lo suba a un muro de alguna trompada...!". Era el pasado verano. Acabábamos de ver a Les Luthiers en el Teatro Coliseo de la capital argentina, o sea que traíamos la caja partida por el medio de tanto reír. Pero el tipo era un visionario, un sabio: aquel tachero era de no creer. En el largo camino hasta el 1.300 de Avenida Santa Fe comprendimos que su cabeza estaba vacía de fronteras, literalmente. Para empezar, él venía de padres italianos y su esposa, declaró, confesaba ascendencia polaca. Que un tipo así hubiera acabado conduciendo un taxi parecía una obligatoriedad del destino.
Esa misma convicción en el juego del Mariscal y en la atrocidad cometida por el Real Madrid al despacharlo la mostraron varios dependientes de tiendas de ropa deportiva, tres hippies que exponían cuadros en las mañanas de los sábados en Plaza Francia, el guardia jurado de la Recoleta que nos indicó cómo llegar a la tumba de Evita, un joven que oficiaba de mozo tras la barra de una despendolada fiesta de estudiantes -en una casa abandonada en la que un par de morochas bailaron la danza del vientre-, el del kiosko de los diarios, varios camareros en distintos establecimientos, un botones en el hotel de Península Valdés y el guía naturalista que nos explicó por qué las ballenas francas se reúnen en la playa del Doradillo. Y desde luego, todos los taxistas. (Todos no. Hubo uno -un tipo de 150 kilos que manejaba encajado entre el volante y el asiento- también italiano, loco por el automovilismo y que hinchaba por Ferrari. Podría haber sido el amigo grandote de Joe Pesci en Goodfellas. Otro, aún más increíble, confesó que no le gustaba el fútbol. Se confirma, así, que hay al menos una persona en toda la Argentina a la que no le importa la pelota...).
Pero al que nos ocupaba más arriba, sí. A pesar de su admiración por Milito, el tipo no era hincha de Independiente, no. Eso no es extraño. Para empezar, los taxistas argentinos nunca declaran de primeras su devoción. Es una táctica acabadísima. Usted les pregunta de qué equipo son e, invariablemente, la respuesta es ésta: "Del mejor equipo del mundo". Y se callan sin decir el nombre. De esa forma manifiestan de primeras su orgullo y, de paso, lo comprometen al cliente para dictaminar si sabe de fútbol o no sabe de fútbol. No hace falta decir que el juicio es subjetivo por demás: el tipo puede morir por Boca, River, San Lorenzo, Newell's (pronúnciese Ñuls), Olimpo, Temperley o Barda del Medio, digamos... pero si usted no acierta a-la-pri-me-ra, su credibilidad habrá quedado muy disminuida.
Me parece recordar que aquél apoyaba a Estudiantes. Podría ser, porque estaba tan loco como Bilardo y Verón juntos... Cuando enfilaba las últimas rectas de la avenida, esquivando autos de carril a carril como en un vídeojuego, nos contó su gran ocurrencia: construir un subterráneo desde Buenos Aires hasta Bariloche, el centro invernal de vacaciones por excelencia de Argentina, la Suiza de los Andes. Le hicimos notar algo que sin duda no ignoraba: la distancia entre un lugar y otro es como de 2.000 kilómetros. Su contestación aún me da vueltas en la cabeza: "¿Y? Piensen en el metro... Seguro que al tipo al que hace 150 años se le ocurrió que los trenes corrieran por debajo de las ciudades le dirían loco. Y ahora ya ve... un éxito. Además -apuntó-, cada 100 kilómetros podríamos montar centros comerciales donde se vendiera nafta y hubiese columpios para que jugaran los pibes". Ahí paró el reloj. Habíamos llegado.
Si la realidad tiene forma de espejo, como nos gustaría pensar, ese taxista le contará hoy a un cliente que Milito cumplió anteayer la profecía que él le hizo a un grupo de españoles. Le confirmo desde acá: "Maestro, el Gaby se las sacó todas a Ronaldo. Cuando lo vi arrojarse al suelo para impedirle un gol, pensé que lo subiría al alero de una trompada".