Recuerdos de Bahía Onelli
Al despertar esta mañana venía de un tristísimo sueño que no recuerdo, con las mejillas húmedas y en el pecho una opresión de abandono, demasiado familiar como para ignorarla. En mis pesadillas suelo llorar: si veo a mi abuelo, al que tanto extraño, o cuando algo le ocurre a Alicia. He de zambullirme en el día a toda prisa para abandonar la tristeza, pero a veces me cuesta y paso las primeras horas en un temblor íntimo. He leído el artículo de Sebastián Álvaro, el envidiado director de Al filo de lo imposible, sobre su largo viaje por la Antártida: hablaba de buceo bajo el hielo, de las peligrosas focas tigre, de las orcas, de pingüinos, de la oscuridad del mar, de lo posible y lo imposible. He pensado en Bahía Onelli.
Estuve en Bahía Onelli, en un extremo del Lago Argentino, al suroeste de Patagonia, hace tres veranos. Es una de las paradas rutinarias en el crucero por los glaciares; y de todos los lugares, el que me dejó más fascinado. Y esa zona (y ese viaje) constituyeron una fascinación permanente. Bahía Onelli es apenas un golfito de tierra entre escarpados picos, un brazo recóndito del Lago Argentino sobre el que confluyen cinco glaciares que se pierden laderas arriba como una lengua recogida. Un lugar extrañísimo en el que una capa de cristal helado recubre el agua, y los témpanos quedan detenidos como visitantes. A veces cae de arriba la niebla deshilachada. A veces, como cuando yo estuve, los cóndores planean altísimos, en círculos tangentes con las cumbres. Había llevado unos prismáticos y emocionado miré el vuelo del cóndor. Y luego el raro y silencioso teatro helado de Bahía Onelli frente a mí. Sabía que jamás me iba a ir de ese lugar.
El barco había atracado en un apeadero sobre la costa del lago argentino y atravesamos un bosque formidable. Un bosque encantado, de sauces patagónicos ganados por lo que allí llaman barbas de viejo: un musgo que se descuelga de los árboles y les proporciona un aspecto de magia deslizante, irreal. Había charcas inmutables, barro de hojarasca, troncos retorcidos, caminos que interrumpían plantas de nombres que no recuerdo, pero que anoté en una libretita que les había comprado en el subte de Buenos Aires a unos orgullosos y desesperados veteranos de Malvinas. No la tengo a mano pero esos días están ahí, dibujados en letra indecisa, en hojitas mínimas. Atravesamos ese bosquecillo y al otro lado se abrió Bahía Onelli. No sé si pude filmarlo. Reuní cuatro o cinco, o seis horas de cintas grabadas en Argentina, pero creo recordar que en Bahía Onelli se me habían terminado las dos baterías llevadas para el día, agotadas en los témpanos que se disgregan de los glaciares y descienden el Lago Argentino con eterna parsimonia. Así que Bahía Onelli tiene la forma de un sueño. La tendría de cualquier modo.
Pasamos tres días en los glaciares. Supe enseguida que el hielo azulado tenía la silueta del recuerdo más duradero. En cualquiera de esos momentos decidí volver e ir más allá. A Ushuaia, a Tierra del Fuego, al fin del mundo. Y más allá. Sé que no tengo huevos para quebrantar los límites, para levantarme y mirar al fondo de un acantilado, para jugarme un paso en un lugar desconocido. A veces ni me atrevo a caminar por la ciudad de noche. Soy un jodido cobarde y eso me fastidia casi existencialmente. Miro ensimismado los documentales sobre el Everest, los de selvas centroamericanas, los de lagos enmarañados de medusas inofensivas en el sureste asiático, los de jaulas en el Pacífico Sur (en el que he nadado) frente al tiburón blanco; he oído los relatos de viajes al Polo Norte, que flota en un mar a la deriva; he leído los recuerdos de descensos cruzados por alucinaciones que trae la falta de oxígeno.
En Bahía Onelli me sentí vivo aunque no había ningún mérito aventurero. A la mañana siguiente el avión se levantó desde el aeródromo de El Calafate y mientras virábamos hacia el norte adiviné que iba a llorar, como si regresara de un sueño: "¿Sabes dónde me gustaría ir?", le dije. Ella contestó: "Yo querría ir a la Antártida". Me sorprendió que dijera lo que yo iba a decir.
*Foto: Bahía Onelli, un rincón detenido del Lago Argentino, en la Patagonia. El día está nublado y cae un velo sobre los témpanos.
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