Maravilla mortal de Llorente
Athletic, 1-Real Zaragoza, 0
AS, 4 de mayo de 2006
Una genialidad del delantero le dio el gol a Yeste - El Zaragoza mereció más, pero se estrelló en los postes
Ah, bueno... entonces resulta que era todo cuestión de que el presidente entrase al vestuario. Ahora resulta que Alfonso Soláns va a ser el doctor Roberts, ese dentista que inició a los Beatles en el caleidoscopio de la lisergia y al que le dedicaron una bonita canción ácida. Soláns también debe tener efecto reconstituyente, igual que lo tendrían un central cabeceador o un lateral que jugase con las botas en el pie correcto. Les dijo cuatro cosas a los chicos antes de viajar y lo de ayer fue bien distinto. Se vio desde el primer momento. Luego la cosa puede salir cara o cruz, oyes, que esto es fútbol. Salió cruz, pero Bambi quedó enterrado, les rugió a los leones, la pelota giró viva y todos movieron su cucu, que era de lo que se trataba tras estas semanas de desmayo general. Para los que no creen en el lenguaje interno del fútbol, hecho de costumbres, de un idioma diferente; para los que pensaban que no tiene significado que un presidente viaje con los suyos, que se haga carne en las buenas o en las malas, que aproveche el uso simbólico y real de su presencia como autoridad... Para todos esos, queda esta ecuación: bajó Soláns a la arena un día y al siguiente el Zaragoza fue otro.
En esta vida todos somos profesionales, todos. Algunos de la ganancia fácil, el mangoneo o la vagancia, es cierto, pero profesionales. Eso no garantiza nada. Por eso hace rato que se inventaron las broncas, los incentivos, el premio, el cachete y los discursos en los despachos. Pasa en las empresas y en las familias. Uno nunca quiso suspender o dejar los estudios, pero en cierta ocasión mi padre tuvo que ponerse ante mí y frenarme la molicie y el cachondeo, que iban ganando el partido, con una sola frase: “¿Tú qué piensas hacer?”. Fue oírlo y oír un despertador. Pues así ocurrió con Soláns. Los jugadores saben bien sus obligaciones, pero habían quedado atrapados en un conveniente olvido involuntario y Soláns los devolvió al tema con cuatro palabritas de tono contemporizador, pero dichas como hay que decirlas. Nada de estoy hasta el gorro y puñetazos en la mesa. Contundente contención.
Que el partido de anoche lo ganase el Athletic y no el Zaragoza se debió únicamente al genio o la invención aisladas, que nadie puede controlar. Una virguería de Llorente, impensada en un chico de su talla, sobre la línea de fondo. Dejó atrás a dos defensas atándoles el sentido en la cal, para entregar un pase atrás que Yeste tocó a gol. La memoria de la célebre jugada de Butragueño en Cádiz se hizo inmediata. Quizás para Miguel Pardeza más que para nadie, porque Pardeza vio ese instante desde el área pequeña, y con insistencia de rematador se empeñó en abortarla pidiéndole al Buitre que le diera la pelota. Pero el Buitre la terminó solito y entró con ella por una gatera que había junto al poste. Un gol así sólo lo puede anotar alguien como Butragueño, esa suerte de hombre silencioso que nunca estuvo allí.
A Llorente y a Butragueño los hermana un cierto gesto adolescente, malvada gracilidad blanca. Como de efebo que enamora a Dirk Bogarde en Muerte en Venecia. Si esa máscara juvenil los aproxima, más cosas los alejan. El jugador del Athletic avisa de su presencia desde lejos, el rizo ligero como remate de una osamenta afilada. No como el escurridizo Emilio. Un buen amigo escribió: “En algún momento el reloj de Butragueño y el de los defensas marcaban horas distintas. En ese hueco se colaba Emilio Butragueño”. Era así exactamente. Llorente entró igual por el ojo de la aguja, por esa hora extraviada que no tenían Gabi Milito y Ponzio. La dio atrás y fue el 1-0 sin lógica alguna.
Clemente había puesto a Llorente en el campo por Amorebieta, y lo reunió con Urzaiz y Etxeberria para darle forma a la amenaza y espantar la desesperación creciente del Athletic, que estuvo formalmente en manos del Zaragoza. No le bastaba con el regreso de ese otro adolescente detenido que es Julen Guerrero, uno de los misterios insondables del fútbol. Llorente, Urzaiz y Etxebe suponían la reunión de todos los estilos posibles. Dórico, jónico y corintio; románico, gótico y barroco. A Javier Clemente le convenía cualquier solución, porque el Zaragoza llevaba todo el partido con cara de gol, tirando contraataques mortales y encontrándole siempre la puerta del jardín abierta a Murillo y Orbaiz, los febriles pivotes.
La gente del Athletic y la crítica querían esa reunión antes, al principio del partido. Por eso Clemente decidió lo contrario, para que no lo acusaran de hacer feliz a alguien o bien de que otros supieran igual o más que él. Al final, los otros tenían razón. El Zaragoza mereció varios goles y el Athletic sólo uno, si hubiera anotado el penalti que correspondía a una mano bastante notable de Ponzio que desvió el remate de Isma Urzaiz. Pero el partido tuvo, desde el inicio, el nombre de Diego Milito, reencontrado en La Catedral pero discutido con el gol. Diego hizo todo lo posible para darle sentido final al partido. En un cuarto de hora remató dos veces a la base misma del palo. La segunda negada por un fuera de juego imaginario. La primera, en un giro de tobillo precioso para dirigir lejos de Lafuente un centro de Savio. La tercera al inicio de la segunda mitad, tras pase de Ewerthon. Como cuando se encontraban en los días felices de la Copa.
El dúo pudo hacer diana también cuando la liebre persiguió evanescente un despeje de Capi y se presentó ante Lafuente. No le pudo pasar la pelotita por arriba. El Zaragoza de la Alfonsina fue el de sus mejores días. En lugar de gol encontró madera, pero también el orgullo o la dignidad. Lo acabó esa maravilla mortal de Llorente, el niño asesino, que lo dejó como a Dirk, moribundo y rijoso en la hamaca otoñal de la playa en Venecia. Mirando al sol indeciso sin mucho interés. Cercado por la peste o por el final de esta Liga que no lo ha perdonado.
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